Ocio y Vicio Videojuegos

Mira detrás de ti, un mono con tres cabezas

mira detrás de ti un mono de dos cabezas
«Mira detrás de ti, un mono con tres cabezas». The Secret of Monkey Island. Imagen: LucasArts.

Muchos desarrolladores que han jugado a Monkey Island suelen acercarse para decirme: «Eres la razón por la que hoy hago videojuegos», y siempre siento la necesidad de contestarles con un: «Oh, vaya, pues lo siento».

Ron Gilbert

El estereotipo del consumidor medio de videojuegos dibuja a un ser de aspecto evidentemente biodegradable con la piel bronceada tras horas de sumisión ante las radiaciones emitidas por el monitor, una criatura que colecciona artillería automática e imaginería satánica, considera que mantener una conversación fluida en elfo es la configuración humana por defecto, basa su supervivencia en una pirámide nutricional donde todos los elementos son variantes de los Doritos y solo abandona la gruta en caso de que el incendio no pueda sofocarse vaciando sobre las llamas las botellas henchidas con sus propios orines.

Es una estampa recurrente y barroca que no deja de ser certera: el aficionado contemporáneo a los divertimentos virtuales realmente es un espécimen abyecto que mide la existencia en frames por segundo, observa el mundo en primera persona y se desplazada con el sprint en modo automático. Una versión lamentablemente degradada de aquellos usuarios de videojuegos que años atrás conformaron una estirpe selecta de intelectos überdesarrollados, cualificados para utilizar el pensamiento lateral como medio de transporte: los aventureros point’n click.

Hijos de décadas pretéritas donde las aventuras gráficas eran el género más popular y los puzles de ingenio tallaban héroes que no necesitaban apretar gatillos ni consultar Google para convertirse en leyendas, paladines con bolsillos de holguras envidiables capaces de enfrentarse a un yeti con una tarta, salvar galaxias enteras enarbolando una fregona, zurcir el tejido temporal o sobrevivir a laberintos y minotauros. La mayoría en algún momento dado también fueron piratas, mataron la sed con jarras de grog, descendieron hasta el infierno a través de la garganta de un mono gigantesco y navegaron entre las olas pixeladas del Caribe persiguiendo a una mujer, un fantasma testarudo y treinta tíos muertos que pilotaban un barco traslúcido. Porque muchos de ellos visitaron en algún momento Monkey Island y miraron de reojo a sus espaldas ante la posible amenaza de un mono con tres cabezas.

En medio del Caribe…

En 1967, Disneyland se dejó abordar por una tropa de piratas al inaugurar Pirates of the Caribbean, una travesía en bote entre bucaneros animatrónicos, calaveras falsas y doblones de atrezo que desembocaba en una batalla naval de barcos piratas. Un trayecto cuya naturaleza ficticia celebraban todos los visitantes a excepción de una persona llamada Ron Gilbert, alguien que deseaba que todo aquel diorama de bucaneros fuera real para poder abandonar la lancha, perderse en el interior de esa romantizada fábula pirata, visitar los barcos del decorado y conocer la historia de cada uno de los personajes que los habitaban.

En 1988, los nominados al premio literario World Fantasy Award congregaron una sublime alineación de cocineros del fantástico: allí estaba Stephen King acunando una Misery entre los brazos, Orson Scott Card agitando la magia de El séptimo hijo, John Crowley acompañado de la ficción histórica de AEgipto, Clive Barker con una fantasía oscura en forma de Sortilegio, Robert McCammon y el horror de Swan Song, Tim Powers combinando En costas extrañas el vudú y las patas de palo, y Ken Grimwood con su Replay (Volver a empezar), un Atrapado en el tiempo a lo bestia que se adelantó a la marmota de Harold Ramis y Bill Murray. Grimwood se llevó el premio a casa, pero la novela de Powers atrapó a un público numeroso fascinado con los cuentos de corsarios remojados en fantasías y fantasmas. Uno de aquellos lectores tenía nombre de gasolina para piratas y visitaba a menudo Disneyland.

… la isla de Mêlée

Las pasiones de adolescencia de Gilbert se dividían, como las de cualquier ser humano respetable, entre rodar con amigos cortometrajes de Star Wars e intentar replicar en un vetusto ordenador casero los videojuegos de los salones recreativos. Aquella devoción natural por la programación acabó proporcionándole un puesto en el mismísimo hogar de Luke Skywalker cuando la división del todopoderoso George Lucas encargada de forjar videojuegos, Lucasfilm Games, le fichó en su plantilla. En aquella época la gente se asomaba a la pantalla del ordenador buscando aventuras, pero las limitaciones obligaban a las producciones a ser literarias de manera excesiva y forzaban al usuario a teclear las acciones que le permitirían avanzar en la historia.

Hastiado por ese formato, Gilbert se alió con el diseñador Gary Winnick para idear juegos que permitiesen al público disfrutar sin tener que guerrear con el diccionario. De aquel matrimonio nació en 1987 Maniac Mansion, una comedia donde un grupo de adolescentes intentaban rescatar a la inevitable cheerleader de una siniestra mansión habitada por un meteorito malvado del espacio exterior, un científico loco y su familia disfuncional, una momia en una bañera y un par de tentáculos parlantes con vida propia. El juego se convirtió en un éxito y la crítica alabó lo divertido de esa remezcla de The Rocky Horror Picture Show, Scoobby-Doo, Psicosis, La matanza de Texas, la sitcom ochentera y el slasher de videoclub. En lo técnico, la obra revolucionó el mercado al implementar el motor SCUMM (Script Creation Utility for Maniac Mansion), una interfaz que, mostrando una serie de verbos en pantalla, permitía al jugador interactuar cómodamente a base de clics y sin tener que ensuciarse los dedos con el teclado. Orson Scott Card vaticinó que aquello era el futuro del arte narrativo y Gilbert se convirtió en un gurú influyente del medio a quien todo el mundo escuchaba, alguien que por el camino tuvo tiempo para inventar el término cutscene, la palabra que denominaría de ahí en adelante a las escenas no interactivas de un videojuego que hacen avanzar la trama.

Tras erigir aquella mansión y colaborar en un par de aventuras, la inédita en España Zak McKracken and the Alien Mindbenders y la sobresaliente adaptación de Indiana Jones y la última cruzada, Gilbert comenzó a abocetar historias de piratas intentando capturar la atmósfera que había paladeado al navegar por la atracción de Disneyland y leer la novela En costas extrañas. Enroló en la aventura a los muy creativos diseñadores Tim Schafer y Dave Grossman, y los tres comenzaron a tallar un proyecto titulado provisionalmente Mutiny on Monkey Island. Los artistas Mark Ferrari y Steve Purcell (creador de Sam & Max) se subieron al barco para dibujar el mundo imaginado y, en el caso del segundo, también para vestir el producto con una portada extraordinaria. En 1990 Gilbert envió cuatro disquetes a las oficinas de George Lucas, seis megas de información que atesoraban una leyenda protagonizada por un héroe de nombre impronunciable, una heroína que no necesitaba príncipe índigo al ser capaz de salvarse sola, un pirata muerto comandando una tripulación fantasma y la segunda cabeza de mono más grande de la historia. En las tripas de aquellos discos de tres pulgadas y media habitaba todo el Caribe y burbujeaba la aventura de piratas más influyente de la década de los noventa. Y no se trataba de una novela ni de una película, ni siquiera de una atracción de feria.

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Detalle de portada de The Secret of Monkey Island. Imagen: LucasArts.

El secreto de Monkey Island

En algún momento incierto entre el siglo XVII y el XVIII, un inocente chaval llamado Guybrush Threepwood se presentó en la isla de Mêlée con el propósito de convertirse oficialmente en pirata y poder hacer carrera en el mundo del pillaje sin necesidad de meterse en política. El proceso de admisión requería superar tres pruebas específicas en las que era necesario demostrar valía con la espada, pericia para localizar tesoros enterrados bajo X gigantescas dibujadas sobre el suelo y habilidad en el noble arte de sustraer ilegítimamente bienes ajenos. Parecía una empresa sencilla, pero durante el transcurso de aquellas oposiciones a filibustero la vida de Guybrush se volvió mucho más interesante con la aparición de una mujer llamada Elaine Marley, las aterradoras predicciones de una sacerdotisa vudú, el fantasma encabronado de un pirata llamado LeChuck y la leyenda de un misterioso lugar llamado Monkey Island al que solo era posible llegar cocinando un hechizo entre fogones.

De manera imprevista, la aventura del aprendiz crecería hasta convertirse en una odisea donde el cigoto de héroe se vería obligado a reunir una tripulación para una misión de rescate, enfrentarse a una bestia emplumada y sanguinaria, lidiar con la peligrosa capacidad corrosiva de la bebida tradicional pirata: el grog, regatear con un vendedor de barcos de segunda mano, ejercer de hombre bala, explorar una isla legendaria donde una tribu de caníbales de coeficiente intelectual exiguo y un ermitaño chiflado tenían serios problemas de convivencia vecinal, ganarse la confianza de los monos, descender hasta el mismísimo infierno en compañía de una cabeza zombi parlanchina e infiltrarse en un galeón fantasmal. Y, en general, llegar vivo hasta un epílogo que como cualquier buen fin de fiesta incluía boda, mucho espectáculo, hostias como galeones, cerveza y fuegos artificiales.

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Monkey Island 2: LeChuck’s Revenge. Imagen: LucasArts.

Mira detrás de ti, un mono con tres cabezas

En 1989, The Journal of Computer Game Design acogió un artículo titulado «Why Adventure Games Suck», un ensayo que analizaba los errores habituales de los creadores de juegos a la hora de divertir y establecer un diálogo con el jugador. Firmaba el texto un Gilbert que estaba a punto de ser padre del pirata pixelado más famoso del mundo y convertirse en referente principal del género aventurero. Cuando The Secret of Monkey Island desembarcó en las tardes de medio mundo lo hizo regateando todos los problemas denunciados en aquel artículo y ofreciendo una aventura pulida desde todos los ángulos, un ejercicio magnífico de diseño, imaginación y orfebrería digital donde hasta los detalles más imperceptibles eran fruto de la planificación meticulosa: si el programa asignaba a la tecla equivalente al punto (.) la opción de agilizar el diálogo (obligando a los personajes a saltar hasta la siguiente línea del guion), aquello se debía a que, de toda la vida de dios, en el mundo de la literatura el punto había sido siempre el encargado de finalizar las frases.

Todo el proceso creativo del juego está plagado de anécdotas curiosas, convertidas en legendarias por los mitómanos de la franquicia. El protagonista se llamaba Guybrush por culpa del nombre provisional de un archivo de dibujo («guybrush.bbm») donde se guardaba su bosquejo, su apellido homenajeaba a los personajes del escritor inglés P. G. Wodehouse y su interés romántico se bautizó Elaine para poder fusilar una escena de El graduado durante el desenlace. En otro momento del desarrollo, el equipo descubrió que en el cine de piratas de la era de Errol Flynn los contendientes rompían el flow de los espadazos constantemente para lanzarse pullas entre sí. Y aquella camorra irreal, que suponía afilados tanto lenguas como floretes, se transformó en un recurso imaginativo para introducir mandobles en la aventura gráfica sin necesidad de recurrir a secuencias de acción que antepusiesen los reflejos a los sesos exprimidos, algo que odiaba la relajada audiencia de la época. En The Secret of Monkey Island los duelos de espadas se basaban en atacar o contraatacar verbalmente con insultos ingeniosos (escritos por un Orson Scott Card que pasaba por allí), componiendo batallas que utilizaban la injuria como munición y donde un «Luchas como un granjero» se contrarrestaba con un «Qué apropiado, tú peleas como una vaca».

Schafer, Grossman y Gilbert cultivaban distintos tipos de humor y decidieron aprovecharse de ello encargándose individualmente de diferentes personajes con la intención de construir personalidades auténticas e inyectar ritmo a la historia. Su fabuloso guion convirtió la edad de oro de la piratería en escenario para una comedia que derribaba la cuarta pared continuamente y contaminaba el Caribe con observaciones jocosas y anacronismos en forma de máquinas de vending. Los personajes se dejaban querer, las imágenes hechizaban con noches purpúreas eternas y junglas de píxeles frondosos, la curva de dificultad se desvelaba precisa, el juego se mostraba amable (eliminó la muerte de la aventura para no torturar a la audiencia) y un sentido del humor muy particular se las apañaba para empaparlo todo. Por el inventario del jugador se paseaba un absurdo pollo-de-goma-con-polea-en-medio y durante la historia ningún personaje mencionaba el «secreto» de Monkey Island porque el propio título del juego era una broma en forma de enorme macguffin

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The Curse of Monkey Island. Imagen: LucasArts.

El legado de Monkey Island

En 1992 desembarcó Monkey Island 2: LeChuck’s Revenge, una secuela brillante que para muchos superaba al original firmada por el propio Gilbert poco antes de abandonar la compañía. Jonathan Ackley y Larry Ahern recogieron el testigo en el 97 dirigiendo La maldición de Monkey Island, renunciando al píxel y aferrándose al dibujo animado puro con resultados muy vistosos. En el 2000 Sean Clark y Michael Stemmle presentaron La fuga de Monkey Island frente al rechinar de dientes de unos fans que no tragaron con el salto a las tres dimensiones y la traición a elementos icónicos de la saga. Nueve años después Telltale Games resucitaría la franquicia con una digna aventura episódica titulada Tales of Monkey Island y las dos primeras entregas se reeditarían en forma de ediciones especiales con tuneo visual incorporado. Ninguna de aquellas secuelas era realmente un mal juego, pero al mismo tiempo ninguna poseía aquel indescifrable encanto de las dos primeras entregas paridas por Gilbert y compañía.

En el vestíbulo del tercer milenio Lucasfilm y Steven Spielberg planearon una película de animación sobre las desventuras de Threepwood que no llegaría más allá de ser un embrión con algunos storyboards, un puñado de diseños de Purcell y un guion a cargo de un caballero llamado Ted Elliott. El mismo Elliott que curiosamente poco después firmaría el libreto de Piratas del Caribe, una película que el público curtido en las gestas del point’n click contempla como la prima bastarda de Monkey Island. Para rematar el tema, la cuarta aventura de Jack Sparrow osó presentarse en cartelera con el subtítulo On Stranger Tides, el nombre original de la novela de Tim Powers, cerrando la órbita por completo.

The Secret of Monkey Island tuvo el honor de visitar los pasillos del museo Smithsonian de Washington D. C. en la selecta exposición The Art of Videogames de 2011. Su vibrante banda sonora, compuesta por Michael Land, arraigó tanto en la memoria como para que hoy en día internet atesore miles de versiones a cargo de todo tipo de artistas, desde adolescentes aporreando guitarras en su cuarto hasta la Metropole Orkest, la orquesta sinfónica de los Países Bajos. Sus running gags y frases más icónicas («¡Mira detrás de ti! ¡Un mono con tres cabezas!») se han convertido en parte de la cultura pop contemporánea y han acabado salpicando videojuegos, novelas y películas. 

Hace más de treinta años Guybrush Threepwood se presentó ante un vigía cegato asegurando que quería convertirse en pirata, y ya va siendo hora de hacerle un hueco entre La isla del tesoro de Robert Louis Stevenson y Las aventuras del capitán Singleton de Daniel Defoe y comunicarle que en lo que se ha transformado realmente es en leyenda.

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4 Comments

  1. Guillermo

    Todavía hoy en día siguiente probando la grapadora en todos los objetos que encuentro. Tiene que tener alguna utilidad. Estoy seguro. Jajajajajaja

  2. Caralimon

    La primera parte la tuve abandonada casi un año entero en el momento en que iba con la cabeza del navegante por las cuevas de Lechuk… nunca se me ocurrió pensar que a la cabeza de marras había que darle un billete, si mal no recuerdo. Un día, asqueado de estar bloqueado durante meses empecé a probar combinaciones posibles y al final funcionó.
    Las peleas de insultos y el pollo de goma para mí son icono de la cultura freako gamer…

    Le Chuck’s revenge me pareció mejor sobretodo por el nivel gráfico (de la época) y por algo que no se si mucha gente ha hecho y yo dediqué tiempo por deformación profesional: leer TODAS las fichas de la Biblioteca de Phatt Island… Ibas a «Naufragios» y la referencia te decía «Vease : Desastres»; ibas a «Desastres» y la referencia era «Véase: Naufragios» y así… por no decir la cantidad de títulos-parida que encontrabas en el catálogo y la bibliotecaria esterotipada.

    Desde aquí reivindicar a una de los mejores secundarios de los videojuegos: Stan, el vendedor de barcos-ataudes de segunda mano… solo por la gesticulación de brazos que le ponían en la primera parte, ya merece podio.

    • Jamas olvidare cuando en una pelea de insultos con un pirata muy feo una de las opciones de respuesta de Guybrush era «Alejate de mi, pesadilla darwiniana».
      Ja ja ja

  3. Pingback: Volver a Monkey Island - Jot Down Cultural Magazine

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