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Kant y el hombre del reloj

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Dos niños visitan la tumba de Kant en la catedral de Königsberg, 1991. Fotografía: Getty.

Dentro del género biográfico, uno de los temas que más interés despierta es el que explora las relaciones entre las enfermedades y las trayectorias vitales, así como los años finales del biografiado. Reconozco que me resulta cansino por su escaso rigor científico y los intereses que se mueven entre biógrafos y allegados al retratado. 

Se siguen publicando estudios sobre personajes desaparecidos hace siglos con una apabullante escasez de pruebas para sacar conclusiones firmes. Pero ahí quedan. Para la posteridad, santa Teresa ya «es» una epiléptica, lo del rey Jorge III «fue» una porfiria, con tanta certeza como que Hitler «era» un paranoico. Este subgénero, que podemos llamar patobiográfico —tout proportion gardée—, se ha revelado patético en algunos casos como el de Winston Churchill o el de Kant. El caso de Churchill es más grave por ser más cercano a nuestro tiempo. El documentado análisis de sus padecimientos que publicó lord Moran, su médico personal, lejos de concitar unanimidad y respeto ha servido para promover casi una industria editorial específica intentando dilucidar si el líder británico era depresivo o era alcohólico o era arteriosclerótico, entre otras muchas posibilidades. Porque lord Moran, con ese respeto y rigor que debe mandar sobre cualquier biógrafo, concluyó que ni siquiera él podía decir con certeza de dónde venían los males de Churchill. Y ahí empezó la batalla por aclarar lo oscuro sin reparar en daños colaterales. La soberbia, la vanidad y el oportunismo de los biógrafos supera en muchas ocasiones a la de los biografiados.

El caso de Immanuel Kant (1724-1804) también es sorprendente, pero por razones distintas. Kant transformó la filosofía y la cultura europeas desde el siglo XVIII. Sus obras han sido escrutadas hasta la última coma. Pero apenas sabemos cómo fue su vida y, sobre todo, casi nada sabemos sobre cómo se produjo la llamativa decadencia de Kant en los últimos años de su vida. Esto no es bueno porque, ante tanta oscuridad, nos fiamos del alumbrado que haya sin reparar en calidades.

Lo cierto es que el filósofo más influyente de la modernidad ha estado casi dos siglos sin una biografía solvente. Las fuentes primarias usadas hasta hace poco han sido los tres esbozos biográficos hábilmente publicados en el mismo año de su muerte, 1804, por Borowski, Jachmann y Wasianski, teólogos muy cercanos a él en vida que se apresuraron a publicar sus bien seleccionados recuerdos del maestro en un tono casi hagiográfico, mezclado con minuciosos relatos de las conductas seniles, o enfatizando y caricaturizando las manías y rarezas que Kant mantuvo en vida, pero sin difundir lo importante: el legado científico generado. Durante muchos años, para muchos lectores poco iniciados, la imagen que pervivió de Kant fue la de un pedante y cuadriculado majadero rematada con unos años finales en los que se quebró de forma dramática. El impacto de los trabajos del trío de teólogos fue tan llamativo que relegaron a otras biografías que llegaron más tarde. Según Karl Vorländer, que en 1918 estudió de forma agrupada las tres biografías oficiales, las tres son complementarias. Pero, según Manfred Kühn, que en el año 2001 firmó la biografía más sólida de Kant hasta la fecha, los tres biógrafos oficiales compartían complicidades y cumplidos hacia la imagen que querían dar de su maestro: la de un ciudadano respetable que llevó la aburrida y estereotipada vida de un catedrático de filosofía de provincias. 

Kühn es muy crítico con el trío de viñetistas y los acusa de ocultar episodios relevantes y amañar sus escritos teniendo más en cuenta los problemas que a ellos les podrían deparar o que pudiesen causar polémicas en torno a las ideas kantianas. Así, parece que Borowski, que miente al explicar cómo hizo su biografía (presuntamente revisada y corregida pero no autorizada por Kant), equiparó el kantismo con la moral cristiana, mientras que Jachmann describe el agrado con que Kant recibe la Revolución francesa enfatizando a la par su nacionalismo prusiano. Más difícil de adivinar es por qué Wasianski, albacea testamentario de Kant, eligió esos últimos años de vida para darlo a conocer, cuando el pequeño maestro era pura decadencia. Como entre filibusteros anda el juego, el escrito de Wasianski fue transformado por Thomas de Quincey sin más peajes en un texto que tituló Vida íntima de Kant y que se difundió mucho sin aclarar el confuso origen. 

Para Manfred Kühn, estos tres relatos no pueden sostener la biografía del hombre que dio un giro copernicano a la lógica, a la ética y a la metafísica. Estos «amigos» de Kant tuvieron más en cuenta sus intereses personales que el respeto a los hechos y a la obra de su amigo. Como si prefiriesen un Kant sin historia antes que un Kant con una historia por completar. 

Para Kühn, hubo otros testigos relevantes. Y Kant mantuvo una abundante correspondencia con muchos colegas y dejó en sus publicaciones varios trazos autobiográficos. Estas fuentes son para Kühn más relevantes que las tres biografías que fueron tenidas por «oficiales».

Mucho peores fueron las críticas de los románticos: Heine calificó a Kant como un pensador con una obra tan vacía como su vida. Más recientemente, el avispado Canetti lo definió como «una cabeza sin mundo». No hay más que ver lo que se lee a uno y a los otros para salir de dudas.

Kant mantuvo contacto con casi todos los filósofos relevantes de su época: Fichte, Herder, Hippel, etc. Con casi todos acabó distanciado. La reacción de Fichte cuando Kant faltó fue llamativa. A Fichte, que había afirmado contra Kant que los filósofos esculpen su pensamiento en función del tipo de vida que llevan, le parecía inaudito que una figura tan relevante como Sócrates, Jesucristo, Moisés o la Revolución francesa, el primer pensador capaz de unir la razón con la libertad, hubiese sido tan maltratado por sus albaceas y tan despreciado por quienes se negaban a asumir la transformación causada en la metafísica por Immanuel Kant. 

Posiblemente, alguna responsabilidad en este desaguisado haya que atribuírsela al propio Kant. Su prevención ante la importancia de la vida en la obra de un pensador le llevó a usar en varias ocasiones la máxima de Bacon: «Sobre nosotros mismos callamos», esa idea de que lo importante en un filósofo es su obra científica y no su vida. Pero si hay un caso en el que la vida y la obra se condicionan, complementan y adecúan, es el de Immanuel Kant. Hay constancia de que Kant estaba al tanto de lo que se podría publicar sobre su trabajo cuando él faltase. A Borowski le prohibió la publicación de algunos textos mientras él viviese, pero tal vez cuando quiso tomar las riendas de tan delicado asunto ya era tarde. En los momentos finales, en manos de un tipo tan dudoso como Wasianski, se fue consumiendo hasta su última frase: «Basta ya». Y se le apagó el aliento.

Kant nació en 1724, en la ciudad prusiana de Königsberg (hoy Kaliningrado) en una familia humilde, pero de la que recibió una educación moral irreprochable. Su madre falleció cuando Kant tenía trece años. Kant la adoraba. Era una mujer muy activa, que estimuló la formación intelectual de su hijo mientras pudo. Al destacar en los estudios, Kant encontró una fórmula para sobrevivir sin dejar de formarse. Así, pasó a dar clases particulares a hijos de familias poderosas de la zona y residió tres años fuera de Königsberg, a unos doscientos kilómetros. Fue la ocasión en la que más se alejó de su querida ciudad. La carrera universitaria de Kant avanzó a buen ritmo hasta que, en 1770, con cuarenta y seis años, fue nombrado catedrático y pudo centrarse exclusivamente en las materias de su interés. Hasta entonces su vida había transcurrido de una forma rutinaria. Salía con frecuencia con amigos y colegas, jugaba a las cartas y ya llamaba la atención por la calma y la tranquilidad con la que se manejaba y la preocupación por su salud, que apenas le había dado molestias. 

Con cuarenta y un años conoció a Alfred Green, un comerciante escocés ilustrado que tal vez fue el amigo más íntimo que tuvo y que durante veintiún años será acicate y corrector de la obra kantiana. Green era un tipo peculiar, meticuloso y ordenancista. Era conocido en Königsberg como «el hombre del reloj» por la puntualidad con que ejecutaba el taxativo horario que sostenía su vida. Kant incorporó a su vida estos rasgos de carácter tan metódicos. Y los aprovechó tanto para controlar la ansiedad hipocondriaca que le aquejó siempre como para sacar adelante su copiosa obra filosófica (sesenta y nueve libros). Sus tres obras caudales, las tres Críticas, las publicó con cincuenta y siete, sesenta y cuatro y sesenta y seis años.

Kant era de baja estatura (1,57 m), y su estructura osteomuscular era enclenque con cierta tendencia a las infecciones respiratorias y al estreñimiento, que combatía con dos píldoras de aloe al día. Bajo el influjo de Green, Kant comenzó a seguir unas pautas de vida cotidiana que se hicieron famosas. Se levantaba siempre a las cinco de la mañana. Desayunaba té con una pipa de tabaco bien cargada. El tabaco, gran estimulante, nunca faltó en sus días, aumentando la dosis conforme más anciano se sentía. Preparaba sus clases de la mañana y daba docencia hasta la una de la tarde, cuando descansaba para el almuerzo. Sus clases estaban muy concurridas y eran valoradas por los alumnos, dadas la puntualidad y la constancia kantianas. La pausa para comer era larga y paladeada. Se reunía con discípulos, colegas o amigos y mantenía tertulias donde solía llevar la voz cantante. Le gustaba comer bien y nunca faltó el vino en su mesa. A las cinco de la tarde iniciaba su paseo diario en solitario de una hora de duración, que solía realizar respirando solo por la nariz y evitando pararse a hablar con nadie. De vuelta a su casa leía algún rato hasta que a las diez de la noche se acostaba. De esta estereotipada vida surge la anécdota de que tal era la puntualidad de Kant en sus costumbres, que sus conciudadanos aprovechaban para poner en hora sus relojes cuando se lo cruzaban.

En torno a los cincuenta años comenzó a sufrir migrañas con aura y una catarata le dejó ciego del ojo izquierdo. Pero ni con estos achaques dejó un solo día sus costumbres, más bien las reforzaba como defensa. Solo volvió a salir de Königsberg en dos ocasiones, a unos cien kilómetros de distancia. Ni siquiera se asomó a ver el cercano mar Báltico. Su fortaleza intelectual radicaba en mantener la repetición de los actos programados merced a lentificar su vida, librándola de cualquier irregularidad o sobresalto.

Kant no se casó nunca. Hay algún escrito atrevido que dice que ni siquiera llegó a conocer el amor físico. En dos ocasiones estuvo pensando en casarse, pero tardó tanto en decidirse que ambas mujeres se fueron con otros pretendientes. Sin embargo, una de sus mejores interlocutoras durante más de treinta años fue la condesa de Keyserlingk, una mujer bella, interesada por la filosofía y muy del agrado de Kant. 

Se ha sugerido que Kant sufrió un trastorno obsesivo-compulsivo, pero para su diagnóstico son necesarias unas obsesiones intrusivas que Kant nunca relató y una limitación en su actividad social o laboral que tampoco se produjo.

Kant podría encuadrarse dentro de un perfil anancástico, que suele llevar temores y ansiedades asociados que él mantuvo a raya con una disciplina vital férrea y algunas compulsiones.

Pero en 1796 sus amistades empezaron a notar algún despiste en su funcionamiento. Tuvo varios episodios de conductas incongruentes y pérdidas de memoria llamativas que le obligaron a dejar el cargo de rector de la universidad. En 1799, el deterioro de su memoria ya es evidente. Mantiene una memoria viva para el pasado, pero pierde la memoria reciente. Es consciente de ello y escribe notas para remediarlo, pero a menudo las pierde también. Se vuelve intolerante y fatuo. Su juicio crítico desaparece y todo suceso que le resulta extraño, incluidas sus cefaleas, lo achaca a la electricidad. Poco a poco se debilita, duerme más y camina menos —y dejará de caminar debido a que sufre frecuentes caídas—. En 1802, ya está desorientado respecto al tiempo y al espacio: no reconoce ni su jardín abandonado. Hacia el otoño de ese año ya no recuerda su nombre. Tiene incontinencia de orina, hay que alimentarlo, vestirlo y vigilarlo por las noches, cuando sufre episodios confusionales. En 1803, Kant es un gran dependiente: vive encamado, necesita ayuda para todo y no reconoce a los amigos ni a los familiares. El 12 de febrero de 1804, caquéxico y muy debilitado, fallece. A su muerte, se le hizo una máscara con su faz cadavérica y posteriormente se midió el tamaño de su cráneo que, en efecto, era mayor de lo habitual, lo que para muchos supuso la confirmación de que tenía un cerebro privilegiado.

Sobre la causa de este proceso hay varias teorías. Algunos hablan de un tumor frontal de crecimiento lento, y otros sugieren un proceso infeccioso como la sífilis, pero la mayoría se decantan por una demencia, sin que falten estudiosos —otra vez la patobiografía fallida— que sugieren las formas más extrañas de demencia. Pero como apuntan el profesor Renato Follin y la navaja de Ockham, lo más probable es que Kant sufriera una senilis stultitia quae deliratio apellari solet, lo que su compatriota Alois Alzheimer describiría como «demencia degenerativa primaria».

A la luz de la biografía de Kant, y esquivando las caricaturas y el relato de sus años seniles, parece que con su peculiar y frugal comportamiento logró disfrutar de su tiempo, de su trabajo y de sus relaciones sociales. No hay testimonios que indiquen lo contrario. Pero resulta paradójico que el creador del imperativo categórico, el filósofo que se atrevió a definir al ser humano como un fin en sí mismo, con la obligación de ser lo más autónomo posible, tuviese una vida tan recortada y autocontrolada, determinada por una gran ansiedad interna, una corporalidad endeble y un psiquismo rigidificado.

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9 Comentarios

  1. Constantino

    Pole, seguro.
    Un gran artículo, pero como dicen en otra página, si va de Kant, «no hay meneo».
    Las biografías de Borowski, Jachmann y Wasianski quizás hicieran justicia a un luterano que pretendió fundar un protestantismo sobre el ser humano. Cuando Kant alude a que el conocimiento sobre la naturaleza es indeterminado, pero la razón humana se halla completamente determinada, se refiere a que nosotros mismos «debemos ser» la mejor versión de nosotros mismos (en lo que coincidió con Platón y Aristóteles). Ese «deber ser» es un imperativo formal absoluto.
    La vida cuadriculada de Kant se asimila a alguien que predicó con el ejemplo. La puntualidad prusiana era una virtud, como el resto de las facetas de su existencia. En términos de Lutero, el ser humano está aquí para completar la obra de Dios. En clave de Kant, somos lo que somos cuando realizamos la obra de la razón.
    Perdone usted que haya sido tan marisabidillo con el tema.

  2. Muchas gracias por el comentario, que comparto.

  3. inManuel Kant, filósofo y científico, uno de los grandes pensadores de la filosofía universal; tuve noticias de él en el bachillerato concretamente con la filosofía, pero cómo en aquellos tiempos opinábamos que no servía para nada había que silenciarlo..

  4. Un artículo muy interesante pero el amigo íntimo de Kant no era Alfred, sino Joseph Green.

    • Cierto, uno de los artículos médicos que manejé me indujo a ese error. Es Joseph Green. Gracias¡¡¡

  5. Mi más cordial agradecimiento al Dr. Jambrina por estos artículos donde entre otras cosas señala la frivolidad de algunos/muchos a la hora de diagnosticar a personajes célebres

  6. Buen artículo. Gracias.

  7. Ante las vidas desenfrenadas de ídolos del Rock o las encumbradas de deportistas de élite, millonarios y envidiados, existieron otras, como las de Kant, que tuvo como vocación » poner límites a la Razón humana «… El, siendo consciente de eso, viviría una vida inimaginable… Inimaginable e irrepetible… Todavía nos sorprende de verdad…

  8. Pingback: 'El torbellino Kant', de Norbert Bilbeny - Jot Down Cultural Magazine

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