Resulta harto improbable que un héroe de la Primera Guerra Mundial montase a lomos de un caballo. Y menos aún un tipo fiero sobre un caballo rampante, colosal, a punto de lanzarse a la carga. No, los tiempos donde el militar aún tenía aroma de caballero ya pasaron. Pero en plena guerra de la industrialización surgió un héroe atípico; uno que, más emparentado con Sancho Panza que con Quijote, susurraba a los burros; uno que nunca mató a nadie, ni disparó un arma. Un doble desertor que, convirtiéndose en el mayor héroe de guerra australiano, no era australiano. Ni de nacimiento ni de sentimiento. Este —y no otro— era John Simpson, el hombre que no se llamaba John Simpson.
Tampoco es que su nombre importara demasiado. Todo apuntaba que moriría en pocos días, así que tenía muchos nombres, tantos como compañeros en el frente. Algunos le llamaban Simmy, otros Scotty, Duffy, Abdul, Murphy… Sin embargo, el 19 de mayo de 1915, ni el chico ni su burro regresaron del valle Shrapnel, la arteria principal hacia posiciones enemigas, y en ese momento todo el campamento supo su nombre. El nombre con el que se alistó, el nombre con el que murió. El de una leyenda mayor que la que hoy día suman los nueve soldados que recibieron la Cruz Victoria —la más alta condecoración al honor del ejército australiano— por su participación en la cala de Anzac, en la sangrienta campaña de Galípoli.
Así acabaron las andanzas de Jack Kirkpatrick, el nombre con el que vino a este mundo. Con veintidós años, la cara contra suelo turco y una bala en el corazón.
Orígenes
De padres escoceses, Jack nació el 6 de julio de 1892 en South Shields, Tyneside, en el noreste de Inglaterra. Tenía siete hermanos, lo normal en aquellos tiempos y, bien pensado, hasta hace no tanto. Cuando Jack contaba apenas doce años, Robert Kirkpatrick —su padre— sufrió una grave herida en alta mar y quedó postrado en cama durante un lustro en el que se fue consumiendo gramo a gramo. Por suerte, su madre —Sarah— era una mujer rocosa y su perseverancia sacó adelante a los suyos en años venideros.
Jack había dejado la escuela meses antes de que el mar encamara a su padre. Sarah quiso apartarlo de la mina y que fuese aprendiz de ingeniería, puesto que la mecánica era sin duda un camino que rebosaba futuro. Pero no era una plaza accesible para un Kirkpatrick, así que el joven acabó estableciéndose como repartidor de botellas leche, usando un caballo que tiraba de un remolque.
Esta tarea se le daba particularmente bien. Había pasado muchos veranos ayudando como mozo de burros en la Feria de Murphy, en las arenas de Shields, durante largas jornadas de 7:30 de la mañana a 21:00 de la noche. Por un penique, los niños podían dar una vuelta en ellos. Esa afinidad con los animales en general, y con los burros en particular, acabaría impregnando la tinta con la que se escribiría su leyenda. Su secreto no era otro que ser amable con ellos, y los animales respondían a su afecto con extrema docilidad.
La llamada del mar y la aventura
En 1909, dos días después de enterrar a su padre, Jack recibió la llamada del mar. Dejó su hogar sin ni siquiera despedirse de su hermana Annie —con quien tenía la relación más cercana y quien posteriormente jugó un papel clave en preservar su memoria— y se enroló en la marina mercante.
Embarcarse en el SS Heighington le supuso pasar unos meses en el mar Mediterráneo. Lo justo para que, tras regresar una última vez a casa por Navidad, el veneno de la aventura le llevara a subirse a la SS Yedda apenas unas semanas más tarde, esta vez como fogonero.
Tenía diecisiete años cuando pisó territorio australiano. Fue en Newcastle, New South Wales, en la costa este del país. Las condiciones de la marina mercante, y en especial de la embarcación en la que viajaba, no debían ser idílicas precisamente. Simpson y otros trece miembros de la tripulación saltaron del barco para convertirse en desertores del Imperio británico.
En adelante, Kirkpatrick pasaría cuatro años buscando su propia fortuna, viajando y explorando las oportunidades que le ofrecía esta recientemente declarada nación.
En una carta enviada desde Queensland, Jack anunció a su familia que se había convertido en un swagman. Este término, originariamente aussie, define a una suerte de mochilero que viaja de granja en granja, a pie, para realizar trabajos puntuales y de corta duración a cambio de comida, cobijo y, en el más excepcional de los casos, una pequeña cantidad de dinero.
Las cartas enviadas a su familia fueron numerosas. En ellas solía enviar hasta un tercio de su jornal, dependiendo de su situación laboral del momento. Se afirma que, aunque el joven no se hubiera convertido en el héroe de guerra que finalmente fue, estas cartas serían igualmente objeto de un gran interés histórico en la actualidad. En las páginas más ligeras añoraba la comida de su madre y le sugería montar una pensión en Sídney o en Melbourne porque, según él, allí nadie sabía cocinar. Pero en otras misivas relataba con gran riqueza de detalles sus distintas ocupaciones a lo largo y ancho del territorio, desde el corte de caña hasta la búsqueda de oro en Western Australia, o cualquier otro tipo de tarea relacionada con la minería de carbón, la más abundante entonces. Todos eran trabajos duros, como preparación del tour de force que estaría por llegar.
La Gran Guerra
Establecido en la costa occidental, Jack se alistó en el centro de reclutamiento del Ejército australiano en Fremantle. Era el 23 de agosto de 1914, apenas diecinueve días antes de que el Imperio británico y Australia entraran de lleno en la Gran Guerra.
Tuvo la precaución de cambiar su nombre por el de John Simpson, su apellido materno, para evitar hacer sonar cualquier alarma que descubriera su pasado como desertor de la marina británica. Su físico hizo que fuese inscrito como camillero, un puesto reservado para hombres fuertes, impermeables a los crudos horrores de la guerra. Y así entró a formar parte de la sección C del Tercer Cuerpo de Ambulancia de la Primera División de las Fuerzas Imperiales Australianas.
¿Qué empujó a un britishman, como él mismo se consideraba, a alistarse bajo la bandera de las seis estrellas? Simplemente pensó que era la forma más económica de volver a South Shields y, así, poder pasar las Navidades con su familia, pues en el centro de reclutamiento se aseguró a la futura tripulación —mezcla de australianos con una minoría neozelandesa— que recibirían formación militar en suelo británico antes de ser enviados al frente. Y ese era el plan cuando, dos días más tarde, partió de tierras australianas a bordo del SS Yankalilla.
Pero llegó la Navidad y el plan no había salido según lo esperado, ni de lejos. Atracar en Egipto fue una dura estocada a sus ánimos.
«Hoy es Navidad. Estaba deseando pasar el día en Shields pero mi maldición es la decepción constante. Nunca me hubiera unido a este contingente de haber sabido que no se dirigía a Inglaterra. Podría haber tomado un transporte normal, pasar las vacaciones en casa y luego unirme a la Armada británica de camino al frente», escribió Simpson. «Nuestro campamento está a unas diez millas de El Cairo, justo en la entrada del desierto. No ves más que arena, arena y arena. A trescientas yardas podemos ver dos pirámides enormes. La subida es terrible».
Su primer día en Anzac
Poco después, el sueño de Shields se desvaneció del todo. Fueron enviados directamente a combatir a la península de Galípoli, en Turquía; lugar que representaba una importante ruta estratégica para el Imperio ruso, quien a su vez era un poderoso aliado para las fuerzas británicas y francesas. Este fue el caldo de cultivo que acabó desencadenando un ataque naval y la posterior invasión terrestre, en un intento de asegurar dicha ruta y, más adelante, avanzar hasta conquistar la capital otomana, Constantinopla.
El destino, que había torcido el camino de John Simpson desde el primer día, jugó entonces su carta más cruel para llevar al SS Yankalilla a la playa equivocada, a la peor posible de todas. La cala de Anzac era un lugar salvaje y tremendamente desfavorable frente a las fuerzas turcas. Pero, claro, esto lo averiguaron cuando ya era demasiado tarde.
La sección C llegó a la costa a las 5:00 de la madrugada del domingo 25 de abril. Los hombres saltaron al agua para poder alcanzar la orilla. Simpson fue el segundo de los hombres en saltar. El primero y el tercero fueron heridos de gravedad por sendos proyectiles y murieron en el agua.
Las bajas del día del desembarco fueron apabullantes. Del millar y medio de hombres enviados a Anzac, solo setecientos cincuenta y cinco llegaron con vida a esa noche. Y los que sobrevivieron tuvieron que luchar a pesar de la escasez de comida y, sobre todo, de agua bajo el sol subtropical propio de la península.
Simpson, además, se encontró con unas condiciones pavorosas. Pese a lucir un brazalete de la Cruz Roja para indicar que los camilleros eran no-combatientes, que eran miembros desarmados de la unidad médica, la esperanza de vida de un camillero en Anzac oscilaba entre uno y dos días. Las bajas habían sido tan extremas que el primer día Simpson no tuvo asignado compañero alguno. Simplemente, no había nadie para coger el otro lado de la camilla. Tampoco había equipamiento o material sanitario suficiente y se improvisó un punto de recogida de heridos en una zona con alta vegetación que los francotiradores turcos podían alcanzar prácticamente desde cualquier ángulo imaginable.
Así que el primer día Simpson cargó a los heridos en sus hombros. Tal y como le instruyeron, había dos tipos de heridos en la batalla: los heridos en brazos y piernas —es decir, los que sobrevivirían al viaje de regreso— y los que no merecía la pena rescatar. Bienvenido a la guerra.
Nace la leyenda
El segundo día Simpson hizo un par de cargas y ya estaba exhausto. Era solo cuestión de tiempo el cometer un error fatal. Y, tomando aire, atisbó un burro. Nadie sabe de dónde pudo salir, pero lo más probable es que perteneciera a un granjero local. ¿Qué importaba? Simpson supo qué tenía que hacer.
Decidió actuar de manera independiente y no perder tiempo informando y esperando órdenes en las carpas médicas. De hecho, durante cuatro días fue declarado técnicamente desertor hasta que, en vista de sus innegables resultados, su comandante decidió hacer la vista gorda y aprobar su proceder.
En su rutina diaria, Simpson y su burro se dirigían al sur hacia los riscos cercanos al valle de Shrapnel, la ruta de aprovisionamiento hacia el frente. Posteriormente, se adentraban en el valle Monash y hacían incursiones en el área mortal de Quinn’s Post, donde podían llegar a moverse a apenas quince metros de las trincheras enemigas.
La tarea era titánica y temeraria. Simpson comenzaba a las 6:30 de la madrugada y podía llegar a terminar a las 3:00 de la madrugada siguiente. Rápidamente despertó la admiración de sus compañeros, quienes veían milagroso que recorriera a pie —¡y entre doce y quince veces al día!— los dos kilómetros de camino hacia Monash sin ser abatido por los rifles de los francotiradores o las ráfagas de ametralladora. «Es mi problema», respondía cuando le preguntaban cómo lo hacía sin morir de miedo.
Se escudaba en su rutina y los proyectiles parecían rebotar en ella. Llegaba a los puntos donde había hombres heridos, dejaba al burro a cubierto, recogía a uno de ellos, lo cargaba hacia el punto de recogida y vuelta a empezar. Otro día en la oficina. En una brutal, en llamas y llena de monstruos, por supuesto, pero oficina si uno tiene el temple adecuado.
La leyenda dice que él y sus burros transportaron a unos trescientos hombres heridos de regreso al campamento de Anzac. Doce al día, teniendo en cuenta que su actividad se repitió durante veinticuatro días hasta el momento en el que el soldado Simpson J., número 202, encontró su muerte.
Algunas voces críticas encuentran la cifra extremadamente desorbitada. Y apuntan que la idea de usar un burro como transporte era para que, dada la lentitud del animal, justificara sus acciones en una segunda línea mucho más segura. Algo que, a tenor de la versión oficial, no era cierto en modo alguno. Pero de ser así, incluso una segunda línea era muy peligrosa. Solo para poder acceder a ella atravesaba terreno con artillería cruzada, además de fuego de los numerosos francotiradores turcos. Prueba de ello es la constancia de que Simpson llegó a usar entre dos y seis burros: Duffy, Duffy II, Queen Elizabeth, Jenny, Little Jenny y Murphy. Tal era el protagonismo de los compañeros equinos que Simpson era a veces conocido con el nombre de su burro del momento.
Otros acusan a Simpson de ser un fanfarrón, dibujando un perfil psicológico algo impreciso al tomar en consideración aspectos de la leyenda tales como que Simpson hacía su tarea silbando y cantando, algo a todas luces inimaginable. Sus compañeros en el frente lo definieron como un charlatán indisciplinado y holgazán, pero también alguien con quien era fácil conectar, un tipo ocurrente, divertido y, más que cerebral, un tipo decididamente despierto.
Su último día en Anzac
El 19 de mayo de 1915, el bando turco lanzó una ofensiva mayor. Eran las 3:00 de la madrugada y cuarenta y cinco mil soldados otomanos tenían órdenes de «expulsar al enemigo al mar», un enemigo que apenas sumaba diecisiete mil efectivos. Ocho horas más tarde, ocho mil soldados de las fuerzas turcas habían causado baja sin que pudiesen capturar una sola sección de trincheras. El ambicioso ataque fracasó y se batieron en retirada con un saldo de trece mil soldados heridos y tres mil muertos, mientras que los números aliados fueron de apenas quinientos heridos y ciento sesenta muertos.
El fuego cruzado se disipaba y Simpson decidió que este era un buen momento para dirigirse hacia el puesto de Courtney, el lugar donde la batalla había sido más feroz. En su camino, pasó por el puesto de guardia para abastecerse de agua y toparse con un desayuno fantasma: era demasiado temprano y el desayuno aún no había sido preparado. Entonces Simpson le arrancó al cocinero la promesa de una cena que le compensaría con creces.
Ya en Courtney, recogió a su primer hombre y se encaminó hacia la playa. Tuvo incluso la oportunidad de cruzar unas palabras con tres soldados que coincidieron con él en el bote que les llevó del SS Yankalilla a la playa cuando arribaron a la península. Langoulat, Davidson y Mahoney advirtieron a Simpson de la presencia de un puesto de ametralladora en un lugar alto del camino. «Fue el que hirió al general Bridges hace cuatro días y ya esta mañana se ha llevado a dos chicos por delante».
Simpson asintió y se despidió con la mano. Pocos segundos después, la ametralladora turca abrió fuego contra él y fue alcanzado en la espalda. Un proyectil salió por su estómago y otro se le quedó en el pecho. Fue una sacudida tan violenta que cayó de frente y clavó su cara sobre la tierra. Incluso el hombre herido sobre el burro fue alcanzado una segunda y definitiva vez.
Los tres soldados corrieron hacia Simpson, pero ya era tarde. No pudieron más que cubrir su cuerpo y esperar a bien entrada la tarde para volver a por él y enterrarlo esa misma noche. «El hombre del burro ha parado finalmente una (bala)» era la triste noticia que recorría el campamento.
El fin de la campaña
Los días posteriores a la muerte de Simpson el tiempo pareció detenerse. Las bajas otomanas fueron tan elevadas durante la ofensiva que pactaron una tregua para poder enterrar a los fallecidos donde cayeron, en tierra de nadie. Incluso hubo momentos para la camaradería entre ambos bandos, similar a la de Navidad de 1914 en el Frente del Oeste y que se vio bruscamente truncada con el hundimiento de los acorazados HMS Triumph y HMS Majestic, el 25 y 27 de mayo respectivamente, a manos de un submarino U-21 alemán.
La invasión de Galípoli acabó diez meses después, el 9 de enero de 1916, con la evacuación definitiva de las fuerzas aliadas. Fue la mayor victoria de Turquía en la Primera Guerra Mundial, pese a sufrir doscientas cincuenta mil bajas entre muertos, heridos, desaparecidos y prisioneros. Por parte aliada la cifra subió a trescientas mil bajas, correspondiendo veintiséis mil de ellas al bando australiano.
El día de Anzac se sigue celebrando hoy —con fecha del desembarco original del 25 de abril— como fiesta nacional en toda Australia. Es, muy por encima del Día del Armisticio del 11 de noviembre, la conmemoración más significativa de los caídos en batalla y los veteranos de guerra. Y entre todos los recordados no falta aquel que murió como John Simpson, un héroe de guerra tan improbable y tan vigente que incluso hoy sigue despertando movimientos para que se le otorgue la Cruz Victoria, metal que le fue negado por un defecto de forma en la petición. Más de un siglo después, Anzac sigue teniendo asuntos por resolver.
Un artículo fantástico.
Peter Corlett esculpió su imagen:
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El burrito también merece la Cruz de la Victoria.
Estupendo artículo. Muchas gracias