Un lobby con el suelo alfombrado y una tenue oscuridad. El conserje enigmático y con la mirada extraviada que oculta, trama, piensa, espera algo. Dos personas entran con maletas y el narrador menciona algún detalle focalizado en su ropa, en su actitud o en sus rostros. Una pregunta inesperada al conserje de uno de los recién llegados, mientras su pareja mira el reloj a cada rato. Hay terceras personas en la escena, ubicadas en diferentes rincones de la sala de ese hotel: inquilinos indolentes, estafadores, dementes solitarios o asesinos.
Se puede cambiar, alterar y combinar cualquiera de las partes de este estándar de comienzo literario. Y en cualquiera de sus variaciones, con todo tipo de nuevos ingredientes, tendremos un punto de partida infalible. Lo que sea: otra decoración, otros personajes, otras épocas, cualquier categoría de alojamiento, desde la más precaria hasta la más lujosa. ¿Qué lector no se muere por saber quiénes son, qué pasará, qué viene a continuación?
El hotel siempre fue un teatro de operaciones ideal para imaginar todo tipo de guerra librada dentro de la conducta humana. Un lugar fuera del tiempo donde siempre sucede algo. Un escenario ligado a la literatura desde su mismo germen, si pensamos que esta nace con el viaje y que el hotel es parte imprescindible de un viaje. Entendiendo el concepto de «hotel» como el hecho de pagar de la manera que fuere por alojarse bajo cualquier tipo de techo y en cualquier época de la literatura.
Hotel, viaje y literatura han conformado una trenza inseparable desde que a los seres humanos nos da por contar historias y nos gusta escucharlas o leerlas. Ya se trate de un motel de carretera de novela indie norteamericana o de las posadas con prostitutas manchegas donde don Quijote imaginaba palacios con doncellas, o del lujoso Grand Hotel des Bains en el Lido veneciano, en el cual Thomas Mann se alojó en persona y, años después, decidió situar a su alter ego Gustav von Aschenbach para convertir el hotel en su última estación hacia la muerte. Y para encontrarlo con esa bella y joven criatura llamada Tadzio, por quien el escritor experimentaría su última obsesión.
El lugar de reposo tras el esfuerzo del desplazamiento representa la parte estática del viaje, aunque no por eso menos dinámica que el propio movimiento. El hotel está muy lejos de ser una meseta o una prescripción de descanso en los acontecimientos. Más bien al contrario. Si el viaje de Mann por la humedad de Venecia inspiró una novela en la que admitió públicamente su homosexualidad, Stephen King hizo algo similar en el hotel Stanley de Colorado, pero no le sirvió para salir de ningún armario, sino para imaginarse cómo se vería él mismo como un escritor frustrado y enloquecido, intentando matar a su propia familia. Cualquier inspiración sirve, y los hoteles, además, transpiran inspiración.
Para el maestro del terror fue suficiente escuchar una leyenda durante aquel verano de 1974 en el que se alojó en el Stanley con su familia. Se hablaba de un hotel encantado y de fantasmas que campaban a sus anchas durante los inviernos, en los que permanecía cerrado. Entonces, Stephen King imaginó allí a un escritor con su esposa y un hijo pequeño en plena temporada de nieve, aprovechando la tranquilidad absoluta para terminar el trabajo de escritura. Y confirmando la presencia de fantasmas y volviéndose loco dentro de ese hotel enorme que en El resplandor acabó llamándose Overlook.
Hay hoteles literarios en los que se intercambian todo tipo de fluidos. La novela negra de Raymond Chandler y Dashiell Hammett llenó pasillos y habitaciones de hotel con rubias neuróticas de infarto y detectives neuróticos hipertensos, los decoró con botellas de whisky, humo de tabaco y revólveres, los inundó de sangre, saliva, sudor y semen. Y hay hoteles asépticos, tan japoneses, como esa casa de las bellas durmientes de Yasunari Kawabata a la que acuden los ancianos solitarios para pasar la noche y dormir, solo dormir, abrazados a jóvenes tan dopadas como hermosas, que apenas sí muestran un trozo de su rostro y con las que no intercambian ni palabras ni líquidos, solo esa ligera brisa que emana la respiración de quien duerme.
El hotel como fetiche
Hay viajes a hoteles. Aunque parezca extraño y aunque pareciera que, técnicamente, el viaje nunca es hacia un hotel como fin estratégico. Por más que la impresión sea siempre que el hotel nunca es más que ese tramo intermedio, necesario y vital de otro motivo más macro del viaje. Pero hay viajeros que visitan ciudades solo para ir a determinados hoteles, para sentir el aura de sus respectivos fetiches literarios.
El Chelsea Hotel de Nueva York luce una placa orgullosa con los nombres de los escritores que se hospedaron allí, con Dylan Thomas y Tom Wolfe entre los más célebres. Una placa que, extrañamente, omite las tardes enteras que se pasó Arthur Miller escribiendo en uno de sus salones, durante los años del tortuoso matrimonio con Marilyn Monroe. El Ritz de París conserva el aura de Marcel Proust dentro una habitación dedicada al escritor vanguardista y de la que aseguran que fue su segunda casa. Y el Grand Hotel Cabourg, inmortalizado como Balbec en esa obra monumental llamada En busca del tiempo perdido, también mantiene intacta la suite en la que se hospedó su autor.
Jorge Carrión solía organizar una vez al año viajes con escritoras y escritores a lugares repletos de fetiches literarios. Él prefiere a las librerías como sus escenarios favoritos en este sentido, pero durante una de estas excursiones llegaron a Tánger, la ciudad marroquí que sirvió de hogar perfecto para la generación de escritores beatnik y donde pudieron exprimir su libertad sexual y tóxica. Allí visitaron la habitación del hotel El Muniria donde William Burroughs escribió El almuerzo desnudo mientras se carteaba con sus amigos que, desde Estados Unidos, se preocuparon por su estado mental.
De esta manera, Allen Ginsberg y Jack Kerouac tomaron un avión y fueron a visitarlo. Al llegar, se encontraron a un Burroughs más perdido mentalmente que drogado, en una pequeña habitación donde solo había una cama, una pequeña ventana y un mueble con repisa. Y el suelo y las paredes totalmente repletas de folios y más folios de lo que después se convertiría en su obra más célebre. Todo el mobiliario de El Muniria ha cambiado y lo único que se mantiene intacto es el retrete, refugio de tantas deposiciones y vómitos causados por los excesos.
En la misma ciudad y evitando todo tipo de pensiones precarias y básicas, Paul Bowles y su esposa preferían el lujo de El Minzah, una elección muy cercana a la categoría escogida por Tennessee Williams en el hotel Rembrandt durante su estancia en este rincón bañado por el océano Atlántico.
Cruzando el Mediterráneo y algunas décadas antes de la incursión beat por Marruecos, un enigmático millonario argentino de origen alemán llegaba a las costas de Pollença y se topaba con un rincón de la Tramontana que lo deslumbró para siempre. Adan Diehl decidió abrir en ese sitio que vio casi con ojos de pionero el hotel Formentor, en un principio pensado como albergue para amigos, creadores y poetas sin un duro para pagarse una estancia en un lugar de playa donde poder escribir e inspirarse. Hasta que vendió la propiedad a la familia Buadas en 1953 y, a partir de allí, comenzaron a organizarse encuentros entre poetas y nació el Premio Formentor, por iniciativa del editor Carlos Barral y otros editores europeos. Fue cuando empezaron a desfilar por las habitaciones y pasillos de ese hotel algunas de las plumas más consagradas desde los años sesenta hasta hoy: Jorge Luis Borges, Agatha Christie, Mario Vargas Llosa, Carlos Fuentes o Emmanuel Carrère.
Como buena parte de la burguesía millonaria argentina, Adan Diehl inició su grand tour en barco a finales de 1910, después de graduarse de la carrera de Leyes, con veintipocos años y toda la vida y los dólares por delante. Eran los años en los que en París circulaba la frase «tienes más dinero que un argentino», y donde «tener la vaca atada» definía, en Argentina, a una buena posición económica: los ricos argentinos con familia viajaban en esos barcos de principios de siglo XX con una vaca atada a la que ordeñaban cada mañana para que sus niños bebieran leche fresca. La gran mayoría de esos nuevos ricos acabaron arruinándose, sin poder atar una vaca a un barco nunca más. Muchos por fiestas y gastos suntuosos o inversiones absurdas. Adan Diehl por algo que perdura en el tiempo.
El hotel literario expandido
Desde el Formentor en adelante, muchos premios literarios están íntimamente ligados a hoteles que, sin ser literarios ni en su origen ni en su actualidad, sí que lo son de manera efímera, al menos una vez al año. Sin ir más lejos, la editorial Anagrama suele anunciar el Premio Herralde de Novela en la terraza del hotel Condes de Barcelona. Y el clásico hotel Ritz de Madrid, una idea del rey Alfonso XIII, acoge cada año la ceremonia de entrega del Premio Alfaguara de Novela.
La gira derivada de uno de esos premios Alfaguara, precisamente el que hace diez años recibía Andrés Neuman por El viajero del siglo, generó otro libro de viajes donde los hoteles toman un protagonismo central, no tanto por un fetiche previo sino por la propia coyuntura del traslado. Un escritor que presenta su novela y debe cumplir una agenda demasiado apretada. Muchos países en pocos días y con escenarios recurrentes: aeropuertos, salas de presentación, conferencias de prensa y hoteles, hoteles y más hoteles con sus lobbies, habitaciones, pasillos alfombrados, champús en frascos de plástico y toallas perfumadas de lavandería.
Cuando no se puede viajar como uno quiere, la mirada del escritor muta y se adapta a lo que hay, consiguiendo ver lo que pocos ven, logrando sacar del tópico del no lugar a todos estos sitios globales y, por ende, fácilmente reconocibles. Pero sobre los que Neuman comprueba, en Cómo viajar sin ver, que nunca son todos iguales.
Y si donde hay hotel también hay viaje y literatura, es inevitable que haya turismo. La industria del colapso que se diversifica y que corre por las calles de todo el planeta a través de un flujo constante e ininterrumpido. La villa medieval portuguesa de Óbidos, a 75 km de Lisboa, acoge a The Literary Man, que ostenta la mayor biblioteca mundial situada dentro de un hotel y donde todo su leitmotiv transcurre alrededor de los libros, luego de que en 2015 Unesco diera al pequeño pueblo el estatus de Ciudad Literaria. En el hotel aseguran que tienen un fondo más de cincuenta mil libros y que no se detendrán hasta llegar a los cien mil.
A cientos de miles de kilómetros, en el Caribe colombiano, el escritor Fernando Hernández Medina montó algo con el mismo espíritu, pero en las antípodas de la inversión económica. Su hostal es austero, precario y autorreferencial. La Casa del Escritor es pequeña y está metida en una de las callecitas del barrio viejo de Santa Marta, con un candado permanente en la puerta de entrada para evitar los robos y todas las habitaciones ambientadas con pasajes de las novelas de su propio fundador. Hay un gato que se llama Borges y una vitrina con los nombres que Hernández Medina considera sus principales referentes y entre los que, sospechosamente, no aparece el autor de El Aleph, pero sí Gabriel García Márquez, Juan José Campanella e Isabel Allende. Y como la cosa está difícil y la competencia es feroz, también se gana la vida llevando a turistas en su propio coche a los pies del parque Tayrona.
Hay hoteles que, afortunadamente, pudieron haber sido y no fueron. Es el caso del hipotético hotel que pudo haberse construido en el edificio de la mítica tienda de moda Juanita, en el barrio de Poblenou de Barcelona, un terreno fértil para la especulación inmobiliaria y donde los anzuelos para atraer el dinero guiri se solapan en una fila que crece cada verano. Tras el cierre de Juanita, los dueños tuvieron el recato de dejar el traspaso a alguien que diera a ese edificio un uso provechoso para los vecinos del barrio. Es por eso que Xavier Vidal puede abrir cada mañana las puertas de la Nollegiu y ofrecer libros alojados en el hotel que no fue y que la misma literatura sepultó como nonato.
Y así como la literatura puede servir para abortar hoteles, también puede destruir los que ya han sido creados. Así sucedió en el hotel Albatros que, según la Guía de hoteles inventados de Óscar Sipán Sanz, fue concebido dentro de un antiguo palacio racionalista de estructura rectangular y donde lord Byron, durante un intenso dolor de muelas, dejó su marca destrozando su propia suite, hasta ese momento denominada Salón de los Espejos. O el gesto del propio Hunter S. Thompson, que se alojaba en esos hoteles lujosos y kitsch de Las Vegas, totalmente colmado de ácido y de alcohol, como si estuviese parodiando a una estrella de rock que se pasa el tiempo «demoliendo hoteles», según la definición del compositor argentino Charly García.
Pero muchas décadas antes de sus aventuras de gonzo, una impertinente mujer llamada Elizabeth Cochran y que firmaba sus artículos como Nellie Bly elegía un hotel no especialmente lujoso ni kitsch, sino más bien desvencijado y sórdido: el frenopático de mujeres de Blackwell’s Island. Allí soportó maltratos físicos, amenazas de acoso sexual de los enfermeros y baños de agua fría y sucia. Después haría su viaje famoso por el mundo en setenta y dos días, rompiendo el récord del excéntrico caballero inglés Phileas Fogg de Julio Verne y se alojaría en esos enormes hoteles transatlánticos donde recogería cientos de historias, mientras causaba sensación en el mundo de finales del siglo XIX como una mujer que viaja sola y con un estilo tan moderno como irreverente. Tuvieron que pasar muchas décadas y muchas luchas femeninas para que llegaran las traducciones de su obra a diferentes idiomas y que el mundo empezara entender que la genialidad de Hunter S. Thompson tuvo un claro antecedente.
Si en la vida real siempre sucede que nadie sale de un hotel de la misma manera en la que entra, lo mismo puede decirse de los libros. Será por eso por lo que ambos continúan manteniendo una relación de eterno check in.
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