A John Wisden lo llaman «la pequeña maravilla». El jugador más polivalente de su época, dicen. Debuta en primera categoría con el Sussex, condado del que es natural, cuando tiene solo diecinueve años, en 1845. Después defendió los colores del Country Club de Kent y del Middlesex. Nada menos que ciento ochenta y siete partidos al más alto nivel, con un promedio superior a los diez wickets por encuentro. Todos coinciden en que es una pena su pronta retirada, a unos tiernos treinta y siete años. Por reuma, además, cosa poco dada a romances, para qué engañarnos.
Claro que John Wisden jugaba al críquet, y tampoco es la actividad más frenética que uno pueda echarse a la cara.
Si hoy nos acordamos de este Wisden es porque desde 1864 decidió lanzar anualmente su Wisden Cricketers’ Almanack. Básicamente la Biblia del críquet, para entendernos. Récords, estadísticas, resultados, reglas, algunas crónicas poco polémicas y biografías de los mejores jugadores. Actualizado año a año, hasta nuestros días. Trabajo minucioso, ya ven, un poco como contar granos de arena en la playa. Solo para aventureros, en definitiva.
Claro que, a veces, te encuentras con curiosidades. Uno tiene que rebuscar, no se crean, pero acaban apareciendo. Como la ficha de Samuel Beckett, nacido el 13 de abril de 1906 en Foxrock (Dublín), que jugó para la Dublin University y era zurdo con el bate y zurdo-medio a la hora de lanzar.
Sí, amigos, nuestro muy nihilista autor, el mago del absurdo y el humor negro (o grotesco, o visionario, depende de a quién pregunten ustedes) fue deportista de alto nivel. O lo que sean los que juegan al críquet, vaya. Y así sale en los libros. En los que no van sobre literatura, se entiende. Acompáñenos y se lo contaremos.
Ah, le advertimos que por aquí van a ir apareciendo también gigantes, gafotas, lores y un par de escritores norteamericanos dándose de hostias mientras Francis Scott Fitzgerald hace de árbitro. La vida misma.
Ese muchacho de gafas que juega al críquet
Tiene el pelo corto, de color claro. Orejas que sobresalen y ponen el rostro entre paréntesis. Ceño fruncido, ojos de mar enmarcados por unas gafas redonditas. Gorra blanca con un escudo en el centro. Cara de devolver todas las hostias que alguien (más grande, más loco) quiera darle.
Es una foto de Samuel Beckett. En el colegio, en el Portora Royal School de Enniskillen. Allí es donde empezó a jugar al críquet, y posa, orgulloso, con el uniforme del equipo. Un más que correcto competidor que seguirá volcado en este saludable pasatiempo durante su paso por el Trinity College de la universidad dublinesa. Jugará sendos partidos en los años 1925 y 1926. Ambos contra Northamptonshire, por aquello de la rivalidad. Dos derrotas, por cierto. Un total de treinta y cinco carreras en cuatro entradas. Defensor aceptable, correoso, combativo. Eso sí, en esos encuentros no consiguió ningún wicket (que, al parecer, es algo muy importante en este deporte, además del abrazable, pero a la larga nefasto ewok que encuentran Han Solo y la princesa Leia en El retorno del Jedi).
Lo cierto es que el pequeño Samuel ya tenía fama por aquel entonces. Destacaba en los deportes. Récords aquí y allá. Nadando, corriendo. En diferentes equipos. Ah, en todos destacaba por su agresividad, por su mala baba. El chico de las mejores notas era, también, el rival más fiero cuando se ponía los pantalones cortos. Toda una estrella del trash talking, de la competitividad extrema.
Por cierto, la entrada de Beckett en el Wisden Cricketers’ Almanack que citamos antes contiene un error. Las iniciales de Samuel Barclay aparecen como «S. V.», un claro ejemplo de que el manejo errático de la «b» y la «v» no es algo propio de los mileniales.
Ya ven, gana un Nobel de literatura para esto…
Beckett más allá del críquet (y la literatura)
Hay más, no se vayan a pensar. Más al margen del críquet, digo. Que, oigan, a mí eso de las pelotitas, los bates que parecen remos-de-los-de-golpe-de-remo y los uniformes blancos me parece de lo más atractivo. Frenético, incluso. Pero aquí hemos venido a jugar, ¿no? A fracasar más veces, a fracasar mejor.
Frase de deportista, esa. De las que se ponen en alguna red social después de subir los datos de tu último entrenamiento. Vean, vean, mens sana in corpore sano. En fin, da un poco de repelús, algo así como lamer un sofá con tapicería de fieltro. Ustedes me entienden. Y Samuel seguramente también, porque el tipo era un aficionado de los buenos. Le gustaba la confrontación, el contacto, ese sudor entre viril y homoerótico que se nos pone a veces mientras nos quedamos sin resuello. La palabra, la palabra es lo único que tenemos.
Beckett practicó igualmente rugby. Tiempos del College, claro. Era bueno, no se crean, titular en el equipo principal del centro. Y un aficionado furibundo del XV del Trébol. Mientras duraba el Cinco Naciones Samuel Beckett no aceptaba plan alguno para los sábados por la tarde, concentradito en el «Amhrán na bhFiann» y esas cosas. Cuenta, además, que su francofilia encontraba allí el límite natural: jamás pudo apoyar a los galos frente a la selección de su país natal. Ah, y también le dio a ratos al boxeo, que es una cosa como muy de escritor. ¿Quieren un ejemplo gratis? Aún resuenan ecos del mejor combate literario que viesen jamás los tiempos. Nada menos que un Ernest Hemingway vs. Mosley Callaghan, con Francis Scott Fitzgerald de árbitro. Fue en París, y el muy testosterónico Ernest besó la lona (en realidad la alfombra de su salón, porque aquello fue un poco improvisado) ante la mirada ausente de un Scott pelín despistado (y ebrio). Ya ven, la cosa venía de atrás.
¿Más? Natación, claro. Tenis y golf, dos clásicos si habías nacido en esas islas tan locas que hay entre Francia e Islandia. Y ver fútbol, aunque aquí no exhibiese la pasión de un Camus o un Quiroga. En fin, que estaba hecho todo un connaisseur, uno de esos muchachos sanotes que se apoltrona durante el fin de semana zapeando entre diferentes versiones de tipos congestionados con la piel brillante. Un poco como su vecino del quinto, vaya, no mire para otro lado, no…
Y después tenemos la conexión más deliciosa. Una de esas historias que hay que contar como te las cuentan, aunque sepas que igual no sucedieron exactamente así. De las de se non è vero. Tan sorprendente. Tan, sí, simbólica.
Samuel Beckett vive en Ussy-sur-Marne, un pueblecito de apenas seiscientos habitantes situado a medio centenar de kilómetros de París. Se mudó allí en 1953, después del estreno de su Esperando a Godot, y ese sitio tan aparentemente anodino será hogar hasta su muerte. En esa misma localidad moran los Roussimoff, un clan de inmigrantes (de procedencia búlgara y polaca). Boris, el cabeza de familia, tiene cierta relación con Beckett, porque ha sido él quien se encargó de buscarle los terrenos adecuados en Ussy-sur-Marne mientras el escritor estaba planeando la mudanza.
Los Roussimoff tienen cinco hijos, pero hay uno que destaca por encima de todos. Se llama André René, pero todos lo conocen como «Dedé». Un chico tímido, buen estudiante, que ama las matemáticas y los números. Y grande, muy grande. Enorme. Gigantesco. Dedé mide casi dos metros con apenas doce añitos. Un Hércules, un Maciste. Solo que aquello es un pequeño pueblo de la Île-de-France, y él únicamente un niño, así que el tema da más problemas que alegrías. Los mayores, claro, en la escuela. No hay sillas de su tamaño, tiene que escribir siempre encorvado. Hasta para ir tiene dificultades, porque su corpachón es tan grande que no entra, literalmente, en el autobús escolar. Así que todos los días camina mientras sus compañeros, esos pequeñajos, llegan cómodamente al colegio.
Cuentan que una mañana el irlandés extraño lo vio mojándose en una cuneta, avanzando a grandes zancadas con sus piernas de ogro bueno. Era el antipático invierno del norte de Francia y al recién llegado le dio pena aquel chaval. Así que, aprovechando que su coche era una especie de convertible, un Citroën 2 CV de esos que casi parecen una furgoneta, invitó al chico a subirse. Yo te llevaré a la escuela, tú eres Dedé, ¿no?, el hijo de Boris. Y el otro, apocado, sonríe. Así cada día. Para que no te mojes.
¿Y de qué hablabas allí con un futuro premio Nobel de literatura, André? ¿Del sentido último de la existencia, de la vida, de sus próximas obras?
André, ya mayor, rostro de Fezzik patilludo, rizos espesos en su pelo negro, sonreía y acababa soltando una carcajada. «De críquet. El señor Beckett solo me hablaba de críquet». Y volvía a reír.
Aquel Dedé siguió creciendo. Más, y más, y más. Hasta que un día decidió que su tamaño iba a ser su trabajo. Y entró en el negocio del wrestling. Pasó a la historia como André el Gigante, un mito de estas cosas, un generador inagotable de leyendas. Ah, también participó en La princesa prometida, sí, sí, aquella película de «Me llamo Íñigo Montoya, tú mataste», etcétera. Ya ven, un icono sentado en el coche junto a otro. A veces la realidad nos regala las mejores historias.
Sobre todo, si las decoramos un poco. Porque, aunque ustedes escuchen la versión (detalle arriba o abajo) en un montón de libros, artículos y hasta documentales sobre André el Gigante, lo cierto es que no es del todo verdad. Lo contaba, años después de su muerte, Antoine Roussimoff, el hermano de Dedé. Que en Ussy-sur-Marne no había siquiera autobús escolar, por lo que todos los niños iban caminando hasta el colegio. Apenas dos kilómetros y medio, vaya. Y que a veces algunos vecinos sí paraban sus vehículos y llevaban niños hasta allí. Beckett entre ellos, claro. Pero lo hacía con todos, depende del día, no solo con André. A mí también me llevó, recordaba Antoine, y también a mis hermanas, no había ninguna relación especial con Dedé. Solo que él mismo se encargaba de alimentar la leyenda. Porque le encantaban las historias, disfrutaba con ellas y esta era de las mejores.
Además, la imagen resultaba tan evocadora… el viejo sabio, el joven enorme y bueno. En un coche perfectamente reconocible. Hablando de críquet…
Esperando a Godot (que tarda porque viene en bicicleta)
¿Saben ustedes por qué esperamos a Godot? Pues porque llega tarde.
Parece un chiste, ese donde aparece el acto de cruzar la carretera y un cadáver de bebé (no pienso explicárselo, porque paso de que cierren esta honrada revista cultural), pero igual no lo es. Porque, pásmense, Godot existió de verdad. Y venía en bici, así que tardaba. No es broma, no.
O, al menos, no del todo. La leyenda oficial nos dice que un día Beckett estaba paseando por París (o por otra villa francesa, depende de qué versión lea usted) y se encontró con una enorme multitud apostada al borde de la acera. El irlandés, intrigado, preguntó en voz bajita. Qué hacen ustedes. Oh, estamos esperando a Godot, le contestaron, es el ciclista más veterano del Tour de Francia, y aún no viene… Queremos aplaudirle. Los hay que añaden otro punto: Godot siempre, siempre, llega el último. Así que ir a ver las carreras es, sobre todo, esperar a Godot…
Suena bien, pero tiene un pequeño problema. Que jamás existió ningún ciclista que se apellidase Godot y corriera el Tour de Francia. Agua. ¿Y algo parecido? No necesariamente con esa grafía, pero sí que suene de forma similar. Ojo, que igual tenemos aquí la respuesta.
En El centauro cartesiano (léanlo, merece mucho la pena) Hugh Kenner cuenta lo que le dijo Beckett sobre este asunto: «Un ciclista veterano, calvo, un aficionado, siempre presente en carreras de pueblo e incluso en el campeonato nacional francés. Se llamaba Christian, apellido Godeau. Lo que, por supuesto, suena muy parecido a Godot». Perfecto, tenemos a nuestro culpable: Christian Godeau. Asunto cerrado. Solo que no es tan fácil, no podía serlo con Beckett, ¿verdad?
No existe ningún Christian Godeau. Sí hay, en la misma época, un Roger Godeau. Nos vale, ¿no? Incluso era calvo, lo que nos cuadra con la descripción de Samuel. Pero este Roger nunca participó en el Tour de Francia, ni siquiera era muy conocido en las carreras de ruta. Su territorio fue la pista, los velódromos. Y aquí nos llega la última vuelta de tuerca. La más rebuscada, quizá, pero oigan… hablamos de todo un premio Nobel.
Godeau se hizo grande, adquirió fama y dinero, corriendo en el Vélodrome d’Hiver de París. El mismo que utilizaron los nazis en la tragedia conocida como la rafle. Julio de 1942. Casi veinticinco mil personas (judíos, gitanos, homosexuales, izquierdistas, disidentes varios) encerrados en aquel lugar, sin agua ni comida. Cadáveres en las esquinas, olor a mierda y podredumbre. Cada poco, trenes que salen llevándose a un puñado de ellos. En dirección a los campos de Drancy, Pithiviers o Beaune-la-Rolande, y después a Auschwitz. Eso era, también, el Vel d’Hiv. Eso, quizá, es lo que quiso esconder Beckett tras el nombre «Godot». El recuerdo. La sinrazón. Una cierta forma de existencialismo abismal y absurdo. En bicicleta, además.
Aquí estamos. Seguimos esperando.
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