Por una rendija del camerino improvisado, veo el paisaje y procuro absorber su placidez. Mi vestido de escritora de 1928 también es de color verde, así que en un momento dado podría hacerme pasar por uno de estos pinos. Es importante salir a escena bien enraizada. Pero oigo el murmullo del público, y pienso también que ahora mismo podría escurrirme discretamente por un hueco de la carpa, correr por los jardines, como Orlando, «arrebatada por un extraño éxtasis, con su mismo desatinado impulso de seguir los pájaros hasta el borde del mundo». Solo que, en vez de caer y romperme un tobillo, como ella, preferiría avanzar ligera entre los colores escandalosos de los lirios, las hortensias, los geranios y las buganvillas, para llegar a la orilla de esta bahía. Y quedarme entonces ya muy quieta, con mi vestido verde, simulando ser uno de esos pinos que lamen el mar azul turquesa. Pero es mejor que beba un trago de agua. Y que ponga la cabeza en su sitio. Y los pies. Compruebo que llevo los zapatos rojos bien abrochados.
La escritora Joana Bonet ha venido a cogerme las manos y decirme que ya están sentados los espectadores, como si intuyera que estoy jugando con la idea de fugarme. Interpretar a Virginia Woolf, tomar prestadas sus palabras, en este oasis de literatura, me produce una mezcla de inquietud y placer. Aunque tampoco es demasiado raro que una actriz piense en echar a correr un momento antes de salir a escena. De hecho, conozco a un actor que lo hizo: se esfumó de un teatro como por arte de magia, poco antes de empezar una función, y no se supo nada de él durante varios años. Eso le dio una extraña fama. «¿Necesitas algo?», susurra Joana, conocedora de las zozobras actorales. «¿Qué tal el peinado?», le digo. «Un poco aplastado», responde sacándome algún rizo, antes de regresar a su silla con los demás ilustrados que forman el peculiar público de esta tarde. No le pregunto si le parece que tengo aspecto de pino.
Escucho el murmullo de los espectadores y constato, una vez más, que la mayoría son espectadoras. Mujeres dotadas con el duende de la curiosidad; siempre ávidas de cultura, como si en nuestro inconsciente colectivo estuviera presente el poco tiempo que hace que se nos permitió aprender a leer y escribir. Reviso por última vez los objetos que tengo que sacar a escena. No quiero que se me olvide ninguno; llevo muchas funciones a las espaldas con este texto, pero en este lugar todo parece recién nacido. Me noto frágil. Compruebo que tengo preparado el gran bolso marrón, las gafas redondas, el pañuelo, la carpeta negra. Y el falso ejemplar de Una habitación propia, que tiene trucados entre sus páginas unos pequeños fragmentos que leeré en el espectáculo, y que he preferido no memorizar. Mi cabeza, como una caja fuerte, contiene las miles de palabras de Virginia Woolf que forman esta conferencia, teatralizada por María Ruiz. Pero mi memoria se ha negado a retener las pocas líneas que la puesta en escena me permite leer: los diálogos de las profesoras británicas que consiguieron recaudar algo de dinero, no mucho —«con un esfuerzo prodigioso, invirtiendo una enorme cantidad de tiempo»—, para fundar la primera facultad femenina de toda Gran Bretaña. «Al pensar en aquellas mujeres, trabajando año tras año para recaudar treinta mil libras, estallamos de indignación por la vergonzosa pobreza nuestro sexo», dirá Woolf por mi boca dentro de un rato.
Los técnicos me indican que empezamos. Respiro hondo y dejo la mente en blanco. Hemos improvisado una iluminación delicada que se irá adaptando a la luz del atardecer que se filtra entre los pliegues de la gran carpa blanca. «La belleza del mundo a punto de perecer tiene dos filos; uno de risa, otro de angustia, que cortan el corazón por la mitad». «Piensa que no actuarás en un teatro, sino en una carpa en medio de los pinos y al borde del mar», me dijo Basilio Baltasar cuando propuso traer el espectáculo a las «Converses literàries». «Vas a uno de los sitios más bellos del mundo», alguien dijo también. Desde que llegué a este paraíso mediterráneo, hace cuarenta y ocho horas, el mundo se ha detenido. Si no fuera porque tenía que concentrarme en los vericuetos infinitos del texto de Woolf, recolocándolos en mi cráneo, hubiera revoloteado el día entero como una mariposa tigre, entre las flores y las charlas literarias. Habría ya buceado entre las aguas cálidas de la bahía, persiguiendo pececillos diminutos, como haré mañana. Pero hasta este momento he vivido como un gusano de seda concentrado en la suavidad de su capullo. Con alguna licencia, como asomarme a contemplar el brillo de las olas plateadas desde mi propia y maravillosa habitación del hotel.
Cuando subo al pequeño escenario, me parece ver la silueta de Basilio en las primeras filas. Lo aparto con suavidad de mi mente, porque no estoy segura de que Virginia y él se conozcan. Me espera un fabuloso piano de cola, un instrumento purasangre en el que hundiré los dedos durante los pasajes musicales de la representación. Miro al público y empiezo a hablar: «Cuando me pedisteis que hablara de mujeres y literatura, me senté a la orilla de un río y me puse a pensar qué querían decir esas palabras». Empezar con esta frase en este santuario de la literatura me parece muy acorde. Me siento bien, noto la complicidad de los espectadores, un hilito tan delicado como palpable. Pero de pronto me doy cuenta de que he olvidado uno de los objetos en el camerino: el ejemplar trucado de Una habitación propia. No es buena idea perderse en divagaciones antes de salir a escena.
A la velocidad de la luz, mantengo un debate técnico conmigo y la directora ausente. Concluimos que no tener ese librito sobre la mesa entorpecerá demasiados momentos del espectáculo. Por la noche, cuando me abandone a la resaca de la representación, volveré a asombrarme del raro desdoblamiento que permite a la mente del intérprete buscar soluciones a un problema práctico, mientras el personaje sigue hablando de cosas elevadas como si nada. «No podré cumplir lo que, a mi juicio, es el principal deber de un orador: ofrecer una semilla de verdad en estado puro», dice Virginia mientras yo tomo la decisión de ir por el librito de un salto. «Un momento», le digo al público, y dejo vacía la escena mientras vuelo hasta el pequeño camerino, cojo el librito y reaparezco con él. «Ya está», comento. Y es evidente que algo me ha provisto de unas alas de verdad, invisibles pero ciertas, porque de otro modo habría sido imposible saltar esos escalones de ida y vuelta, en cuestión de segundos, sin caer rodando. «Ya está», comento, y prosigo la falsa conferencia.
Mi mente desdoblada de actriz en acción fluctúa entre los pensamientos de Woolf y los míos. Libro una suave batalla entre el mundo real y el mundo imaginario que debería ir apoderándose de la situación. Una parte de mí es la escritora británica, dando una conferencia que seguramente abrirá los ojos a las primeras generaciones de mujeres que logran estudiar, después de siglos de oscuridad y analfabetismo generalizado. Un discurso incendiario que les ayudará a «ver las cosas tal como son». Una parte de mí es Virginia en su búsqueda del Grial, tirando del hilo de una idea aparentemente sencilla que ha pescado en el río de sus pensamientos salvajes, lúcidos y luminosos: «Una mujer, para dedicarse a la literatura, necesita dinero y una habitación propia». La otra parte de mi desdoblamiento sigue siendo la actriz con su cráneo-caja fuerte, consciente de que el público que me escucha no son jovencitas estudiantes de 1928, sino amantes de la literatura, muy leídos. Y un buen puñado de escritores y escritoras del siglo XXI. Decenas.
No creo haber actuado nunca para un público tan elevado o exótico. Pero ahora es importante seguir desgranando el texto, concentrada en los hilos de pensamiento y los circuitos sensitivos de mi personaje. Sin que me distraiga la idea de que alguna de las siluetas que los focos apenas me dejan entrever puede ser de la editora Dulce Zúñiga. O de Inés París. O de las jóvenes escritoras Silvia Terrón o Isabel Mellado. Es importante no dejar que intercepte mi línea de pensamiento Woolf la certeza de que a la izquierda está sentada Anna Caballé, que anoche, erudita y humorista, bromeaba con mis amagos de afonía típicos de actriz —«creo que mañana no voy a tener voz»—. Ahora es crucial que el movimiento de un espectador borroso no picotee mi mente, dando pábulo a la sospecha de que se está marchando a mitad función, por ejemplo, Emmanuel Carrère —como el espectador reiteradamente fugado de Ser o no ser, de Lubitsch—, que dijo en el desayuno que no sabía si después de su charla estaría demasiado cansado para ver teatro. Es imprescindible mantener a raya cualquier pensamiento que no pertenezca a Woolf: «El pensamiento oscilaba de acá para allá, entre reflejos y algas, hasta que —ya conocéis ese pequeño tirón— una idea se concentró en el extremo de la caña, y llegó el momento de recoger con tiento el sedal, y extraer la captura con sumo cuidado».
Las mentes misteriosas de los escritores deben de ser extraños artilugios que no paran de crujir. Desde el escenario, si me dejara llevar, podría oír el rumor de sus movimientos, girando la rueda de alguna idea. Pero el exotismo de la situación aumenta si tomo conciencia de que, al fin y al cabo, estoy interpretando a una de las suyas. En cierto modo, la escritora Virginia Woolf está hoy sentada entre el público. Es fácil imaginarla paseando por estos jardines, entregada al arte de la contemplación, ebria de naturaleza y literatura. Y vino: «…las copas se habían vaciado, y vuelto a llenar. Y así, poco a poco, se fue encendiendo, en el centro de la columna vertebral —que es la morada del alma— ese fulgor profundo, sutil y subterráneo que es la rica llama dorada de la unión racional».
Es tentador imaginar a Virginia aquí, saboreando sus grandes pasiones. Henchida de libertad intelectual —«y se produjo la mayor liberación de todas, que es la libertad de ver las cosas tal como son»—. O encarnada en alguna de las escritoras que esta tarde me están viendo interpretarla, con el corazón encendido, cuando contamos la triste historia de esa supuesta hermana de Shakespeare, tan prodigiosamente dotada como él, a la que no se le permite escribir. «Ahora bien, estoy convencida, de que, si vivimos otros cien años, si nos acostumbramos a la libertad, y al coraje de escribir exactamente lo que pensamos, esa poetisa muerta, que jamás escribió una palabra y está enterrada en un cruce, nacerá».
En los aplausos, veo a Virginia sentada entre el público, con su vestido de flores blancas y ese aire suyo entre irónico y melancólico. No sé qué le parecerá que hayamos hecho una versión teatral de su ensayo, casi un siglo después de su publicación. Y que esta tarde lo representemos aquí, para ella y algunos de sus colegas. Tampoco tengo ni la menor idea de lo que diría hoy sobre la situación de las mujeres en la literatura, ni en el mundo en general. Me lo preguntan a menudo. ¿Qué crees que opinaría Virginia sobre el movimiento feminista actual? Ni idea. Si algo sabemos de las inteligencias prodigiosas es que son imprevisibles. Son extraordinarias precisamente porque piensan cosas que a los demás no se nos ocurren ni en sueños. Saludo inquieta, mirándola de reojo. Temo que una espectadora la vea, se dé cuenta de que no nos parecemos en nada y descubra el truco. Espero que Virginia desaparezca discretamente, cuanto antes, entre los lirios, las hortensias, los geranios y las buganvillas, arrebatada por un extraño éxtasis, con el impulso de seguir los pájaros hasta el borde del mundo.