Hay escritores cuya vida termina pareciéndose extrañamente a una de sus ficciones. Y hay ficciones que terminan por convertirse dramáticamente en realidad. Esta es la historia de Erskine Caldwell y George Floyd: el polvoriento cruce de caminos entre realidad y ficción en Estados Unidos en el que ambos se han encontrado.
Erskine Caldwell nació en White Oak, Georgia, en 1903, en ese sur de los Estados Unidos sobre el que tanto va a escribir en el futuro. Antes de ganarse la vida escribiendo —y llegará a ser el autor más vendido de su época— tuvo una infinidad de pequeños trabajos: conductor de taxis, jornalero en las cosechas de algodón, jugador profesional de rugby, cocinero nocturno, periodista, camarero… En ninguno de ellos se sintió realmente cómodo, pero de todos extrajo una buena cantidad de experiencia sociológica y un fino oído para el folclore y los diálogos de los americanos.
En 1925, cuando le faltaban dos años para licenciarse, Caldwell abandona la universidad de Virginia —ya solo quiere dedicarse a escribir— para trabajar en un periódico de Atlanta, al tiempo que trata de publicar sus primeros relatos en diferentes revistas. Tras unos años de aprendizaje —y un considerable número de rechazos—, el joven Caldwell consigue que un editor de Scribner —el influyente Maxwell Perkins— se fije en él y publique alguno de sus cuentos.
A comienzos de los años treinta —los años de la Gran Depresión—, Caldwell realiza un viaje por las poblaciones rurales de Georgia, donde conoce las miserables vidas de los campesinos sureños. A su regreso, decide apartar los cuentos para tratar de escribir una novela sobre aquellos hombres cuyas caras estaban «tan afiladas por el hambre que podrían rajar su propia tumba». Tiene tantas imágenes en la cabeza de ese viaje al fondo de la Gran Depresión que, en apenas dos años, publica La ruta del tabaco y La parcela de Dios: dos novelas que lo consagran como uno de los grandes escritores norteamericanos del momento. Por ese retrato de los blancos pobres del Sur —inhumano, grotesco— se ganó, igual que ocurriera con Faulkner, el desprecio de los habitantes de Georgia, que no se veían o no querían verse reflejados en la degradación humana de personajes como Jeeter Lester o Ty Ty Walden.
Pero lo mejor de la obra de Caldwell —junto a esas dos primeras novelas— son los relatos breves. En ellos, con el Sur casi siempre por escenario, nos habla de desigualdades sociales, prejuicios de clase, discriminación racial, familias de aparceros o terratenientes sin escrúpulos. Algunas de sus historias más conocidas son verdaderos cantos en defensa de los derechos civiles. Se trata de cuentos cortos —apenas alcanzan ocho o diez páginas— y están cargados de un lirismo muy personal en los que Caldwell, al igual que en sus novelas, relata las miserias y los conflictos del Sur, con un distanciado humor negro que sirve de contrapunto al crudo realismo de las historias. A lo largo de los años treinta, Caldwell publica sus cuentos en las mejores revistas del país —New Yorker, AtlanticMonthly, Squire—, y luego en diferentes recopilaciones que reciben reseñas elogiosas.
Por lo demás, sus primeras novelas se están vendiendo por millones, La ruta del tabaco llega a Broadway —donde batirá récords de permanencia—, y el mismísimo John Ford terminará llevándola al cine con una joven Gene Tierney en el reparto. Entretanto, Caldwell se casa con Margaret Bourke White, una talentosa fotógrafa con la que escribe algunos originales —e influyentes— libros de prosas y fotografías, sirve desde Ucrania como corresponsal en la Segunda Guerra Mundial, y escribe guiones cinematográficos para Hollywood. Son los mejores años de Caldwell, William Faulkner lo sienta a su derecha, entre los cinco grandes escritores de Norteamérica —junto a Wolfe, Hemingway y Dos Passos—, y dice que «cualquiera que hubiese escrito una de sus novelas o alguno de sus relatos podría morir tranquilo». Ezra Pound también lo elogia, y Saul Bellow llegará a pedir el Premio Nobel por su primer trabajo. Es la década de los treinta, Caldwell está en la cima de su carrera, y nadie —ni siquiera Faulkner— hubiera podido imaginar lo que sucederá en los próximos años.
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Uno de los principales atractivos de la obra de Caldwell es el oído que tiene para captar diálogos del folclore norteamericano. Sus historias están presentadas en el lenguaje de la gente que relata, y utiliza unos diálogos sencillos y repetitivos, con una prosa sincopada, que en ocasiones nos remite al jazz y al blues de los negros.
Veamos un ejemplo de todo esto en un cuento titulado «Candy Man Beechum». Candy Man —el protagonista de esta historia— es un joven negro de más de dos metros de altura, lleno de vitalidad, que trabaja como arriero en los pantanos de Ogeechee. Al terminar su jornada, el sábado por la tarde, sale caminando hacia el pueblo donde vive su chica. El pueblo está a diez millas de distancia, pero eso solo supone un largo paseo para Candy Man. Es todo un espectáculo verlo atravesar las hondonadas de Georgia con sus larguísimas piernas. Algunos jóvenes le salen al paso y lo acompañan durante un rato, solo para quedarse resoplando en el camino, incapaces de seguir su ritmo. A Candy Man todos le tienen cariño y también respeto: su tamaño impone. Cuando le preguntan dónde va con tanta prisa, Candy Man, sin detenerse un segundo, responde:
—Make way for these flapping feet, boy, because I’m going for to see my gal. She’s standing on the tips of her toes waiting for me now. (Abre paso a estos pies voladores, muchacho, porque voy a ver a mi chica. Ella está esperándome de puntillas).
—Don’t tread on no white-folks’ toes, Candy Man —Little Bo said—. Because the white-folks is first-come. (Cuidado, no pises los pies de ningún blanco, Candy Man —dijo Little Bo—, porque ellos van antes que nadie).
—Me and white-folks don’t mix, —Candy Man told him— just as long as they leave me be. (Yo y los blancos no nos mezclamos —respondió Candy Man—, siempre que me dejen tranquilo).
Los diálogos de Caldwell —incluso en las situaciones más grotescas— siempre fluyen con naturalidad y tratan de reflejar el lenguaje coloquial de la gente que relata. Ya sabemos que traducir es traicionar (traduttore tradittore), por lo que buena parte de ese folclore que habita en la prosa de Caldwell se pierde con la traducción, como acabamos de ver. Juan Carlos Onetti tradujo una de sus novelas (La verdadera tierra), y ese trabajo —aunque en menor medida que Faulkner— influenció su obra. Fueron muchos los escritores que aprendieron a dialogar leyendo las novelas de Caldwell y la maestría con la que hace hablar a sus personajes.
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Como todos sabemos, en aquella época no era infrecuente asistir al linchamiento de un hombre negro, costumbre que terminaba con esa extraña fruta colgando de los árboles del Sur que Billie Holiday cantó con inigualable tristeza. Algunas de las ficciones más conocidas de Caldwell —«Tarde de sábado», «El pueblo contra Abe Lathan», «Tumulto en julio»— tratan abiertamente este tema, y parecen haber sido escritas para llamar a la acción social, como reconocería el propio autor.
Pero cuando Erskine Caldwell escribía en los años treinta sus novelas, cuentos y libros de prosas con fotografías sobre todas esas desigualdades, injusticias y linchamientos, no sospechaba que él mismo iba a sufrir la mayor injusticia y el mayor linchamiento literario cometido en la América del siglo XX. Como si de una de sus ficciones se tratara, Erskine Caldwell pasó de ser reverenciado y admirado por autores de la talla de Saul Bellow, Ezra Pound o William Faulkner, de formar parte de los cinco grandes de la literatura americana, al completo olvido, al destierro del reino literario y a no figurar siquiera en manuales ni antologías.
Es incomprensible que un país tan aventajado en cuanto a relato breve se refiere, que mima tanto a su cuento y a sus cuentistas, tesoro nacional de su literatura, y a quienes siempre ha otorgado espacios, talleres, universidades, revistas y buenos sueldos, no tenga estima ni reconocimiento para un maestro del relato como es Erskine Caldwell.
Al igual que sucede con Hemingway, el conjunto de sus relatos es lo mejor de su obra. Y aunque lejos del nivel del autor de «Los asesinos» (¿y quién no lo está?), podemos considerar a Caldwell como uno de los grandes escritores del género con, al menos, media docena de piezas maestras, y otra docena de cuentos sobresalientes. «Cualquiera que haya escrito alguno de sus relatos podría morir tranquilo», dijo Faulkner. Y sin embargo, su aislamiento crítico ha llegado incluso a apartarlo de las mejores antologías de relato que existen en Estados Unidos, como son las editadas por Robert Penn Warren y, sobre todo, la de Richard Ford.
Es cierto que a partir de un punto —digamos desde mediados de los años cuarenta— la obra de Caldwell baja de nivel, se repite mucho, se vuelve predecible. La mejor parte de su producción es la de los años treinta y principios de los cuarenta; pero eso no justifica que la crítica se haya ensañado en un olvido que dura ya más de seis décadas. Además —y esto es lo peor de todo— se ha condenado la obra de Caldwell al completo, sin hacer distinción entre lo que de verdad merece la pena y lo que no. La mejor parte de su obra, esa por la que Saul Bellow decía que merecía el Premio Nobel, también ha sido olvidada y apartada.
El divorcio entre Caldwell y la crítica —que llega hasta nuestros días— se gestó en los años cuarenta. Todo comenzó en Kansas, en 1948, con una conferencia y una maniobra editorial de Duell, Sloan and Pearce a la que Caldwell no supo o no quiso negarse. Por entonces, Caldwell ya gozaba de una gran reputación y ofrecía una charla a la que acudirían críticos y académicos. El día anterior a ese encuentro, la editorial decidió que Caldwell firmaría libros en un conocido supermercado de la ciudad en el que colocaron carteles publicitarios que invitaban a entrar en el local y llevarse una novela firmada por Erskine Caldwell por solo 25 centavos. Así que Caldwell se sentó allí dentro y se hinchó a firmar libros, escribir dedicatorias y sonreír —era alto y apuesto— a todas aquellas señoras que ese día decidieron incluir una firma de prestigio en la cesta de la compra.
Al día siguiente, la ironía de la prensa no se hizo esperar, y titulaba que Caldwell había firmado ejemplares de sus novelas a las amas de casa de la ciudad por un módico precio. Cuando Caldwell se presentó a media mañana en aquella conferencia, afirmó notar con claridad el distanciamiento y el ninguneo de los académicos, que ya habían leído el periódico y a los que les parecía indigno que Caldwell se prestara a ese tipo de reclamos publicitarios.
Caldwell fue el primer best seller de supermercado, pionero en vender novelas junto a la crema de cacahuetes y el sirope de arce. Con él comenzaron las tiradas masivas de encuadernaciones baratas (de tapa blanda) que costaban un dólar y medio, y cuyas portadas eran ilustraciones de mujeres a medio vestir, propias de la pulp fiction pero no de la literatura seria. Es difícil de entender por qué Caldwell se prestó a seguir esa línea editorial, pero lo cierto es que llegó a vender ochenta millones de copias, convirtiéndose en una leyenda del mercado editorial, al tiempo que se ganaba el rechazo de casi toda la crítica, que llegó a calificar sus novelas de «basura» o «subliteratura».
Una de las acusaciones más repetidas por los críticos que se ensañaban con la obra de Caldwell era que muchos de sus personajes eran planos, simples estereotipos que no se correspondían con la realidad americana. Así, los aparceros del Sur o los negros que sufrían discriminación racial siempre serían honrados y buenos, mientras que policías y terratenientes aparecerían como los villanos de la historia.
Caldwell era, además, un escritor que apenas leía, no frecuentaba círculos literarios y, a partir de un punto, comenzó a hablar con mucha ironía —cuando no con abierto desprecio— sobre la crítica y sus disquisiciones teóricas. Todo esto le hizo parecer un escritor sobre el que no merecía la pena hablar, y los que tenían el poder de desplazarlo lo hicieron sin ninguna reserva. Como diría Andrés Trapiello, Caldwell ganó mucho dinero con esas maniobras editoriales, pero perdió la historia de la literatura. De este modo, Erskine Caldwell pasó a convertirse en un personaje de sus propios relatos, víctima de un linchamiento por parte de la crítica, que todavía contempla orgullosa como luce esa extraña fruta que ellos mismos colgaron del árbol literario norteamericano en los años cincuenta.
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Pero volvamos a Candy Man Beechum. Lo habíamos dejado atravesando las hondonadas de Georgia para llegar al pueblo donde lo espera su chica. Ya había recorrido varias millas con sus enormes pies voladores, cuando su larga caminata es detenida en la entrada del pueblo por un agente de policía que presupone malas intenciones en las prisas de Candy Man.
—What’s your hurry, Candy-Man? (¿A qué tanto apuro, Candy Man?) .
—No time to waste, white-boss. Just let me be. (No tengo tiempo que perder, patrón blanco. Déjeme seguir).
El agente de policía abre de golpe las esposas —no le gusta la seguridad con la que habla Candy Man—, y le dice que será mejor que se lo lleve: está cansado de «encerrar negros que andan buscando pelea en el pueblo los sábados por la noche». Candy Man da un paso hacia atrás y le dice que se está «equivocando de negro»: él jamás ha golpeado a un hombre. El policía insiste en llevárselo esposado a la comisaría, pero Candy Man retrocede de nuevo y se aleja: «tenía en mente a su chica y no la cambiaba por ninguna cárcel con barrotes de hierro». Candy Man se aleja un poco más. El agente, entonces, tira las esposas y extrae su revolver de un tirón. Aprieta el gatillo, y Candy Man cae al suelo. La gente del pueblo llega corriendo y se arremolina sobre el gigante negro. Candy Man está tirado en la carretera, tiene frío y se palpa sus enormes piernas para ver si pueden sostenerlo: todavía quiere llegar a casa de su chica, ella lo espera en punta de pies, esforzándose por divisarlo. El policía le advierte que si intenta levantarse volverá a disparar. La gente retrocede hasta colocarse a una distancia prudencial, y escucha las últimas palabras de Candy Man desde el suelo:
—Si la cosa va a ser así, entonces abran paso a Candy Man Beechum, porque ahí voy.
Llegados a este punto, es posible que este relato les resulte trágicamente familiar. Y es que la historia de George Floyd, fallecido el pasado mes de mayo tras ser detenido en la calle por una pareja de policías, se parece demasiado a este cuento. George Floyd también era un gigante negro, de casi dos metros de altura, que vivía y trabajaba en la ciudad de Minneapolis. En su barrio lo conocían como «el gigante amable» o «Big Floyd». El 25 de mayo de 2020, George Floyd caminaba por las calles de la ciudad —con sus enormes pies voladores—, cuando una pareja de policías blancos lo detuvo como sospechoso de entregar un cheque falso de veinte dólares en una tienda de barrio. Tras una discusión sobre los hechos y su negativa a ir a la comisaría, los policías le colocan unas esposas y lo tumban en el suelo, boca abajo, junto a las ruedas del coche. La gente del barrio se arremolina para contemplar la detención, algunos graban la escena con sus teléfonos, y otros protestan por el trato que está recibiendo el detenido: uno de los policías está arrodillado con todo el peso de su cuerpo sobre el cuello de George Floyd, mientras su compañero hace lo mismo sobre sus piernas. La presión de esa rodilla impide respirar a George Floyd y él mismo se lo hace saber al policía —en repetidas ocasiones— quien, lejos de rectificar, mantiene durante nueve minutos la misma posición sobre su cuello, provocándole la muerte por asfixia. El breve diálogo que mantuvo George Floyd con el policía antes de morir también quedó registrado:
—No puedo respirar— dice George Floyd desde el suelo.
—Cállate. Sabes que no puedes ganar— le contesta el policía, arrodillado sobre su cuello.
—No puedo respirar…— repite George Floyd.
—Pues no gastes oxígeno.
—Me ahogo. No puedo respirar.
—Entonces, no hables. Se necesita mucho oxígeno para poder hablar.
—Decidles a mis hijos que los quiero. Voy a morir aquí…
Esas fueron las últimas palabras de George Floyd.
Hay tantas similitudes entre estas dos historias, tanta cercanía entre realidad y ficción, que produce escalofríos.
Si la historia de George Floyd hubiese sido un relato de ficción, se diría que no es más que un cuento estereotipado. Un cuento en el que un hombre negro —el gigante amable— que se despide de sus hijos porque sabe que va a morir bajo la rodilla de un policía blanco y violento, no es más que una historia con personajes planos que el escritor no ha sabido desarrollar, y que no se corresponde con una realidad norteamericana que sería siempre mucho más compleja.
Pero lo cierto es que no estamos ante relatos de ficción. Y que la rodilla de ese policía pasará a formar parte de la historia universal de la infamia. ¿Qué está ocurriendo entre realidad y ficción en Estados Unidos? ¿Está la realidad alcanzando a la ficción y sus modelos estereotipados? ¿No debería ser el arte el que tratara de abrazar la realidad y acercarse lo más posible a ella?
En ese andar libre y gozoso de Candy Man por los campos de Georgia está cifrada la libertad del hombre negro. Es la realidad de George Floyd y el policía que se arrodilla nueve minutos sobre su cuello la que nos deja una sensación de irrealidad. ¿Por qué han de redondearse algunos personajes en la ficción cuando todavía no lo han hecho en la realidad? ¿Por qué han de dejar de ser estereotipos si esos estereotipos caminan por las calles de Estados Unidos?
Que un relato escrito en 1935 nos recuerde a un suceso ocurrido casi un siglo después dice poco de Estados Unidos y su avance en temas sociales. Candy Man Beechum debería ser —tal y como decían sus detractores— un cuento sin recorrido, de trazo grueso y personajes planos. Pero la realidad nos demuestra que todavía no lo es y que está muy lejos de poder llegar a serlo.
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Ya estamos llegando a ese polvoriento cruce de caminos entre realidad y ficción en Estados Unidos del que hablábamos al principio. Hemos venido a paso ligero, atravesando los campos de Georgia junto a Candy Man, intentando seguir el ritmo de la historia y de sus largas piernas, para llegar a este lugar perdido en alguna parte del Sur donde el tiempo siempre parece detenerse.
Así en la realidad como en la ficción, hay hombres que tienen la mala suerte de encontrarse con un personaje plano que te arrebata la vida. Candy Man Beechum y George Floyd lo hicieron: esa fue su desgracia.
Ya que a George Floyd no se le permitió respirar mientras estaba esposado en el suelo, dejen, al menos, respirar a Erskine Caldwell y lo mejor de su obra. Bien harían en Estados Unidos en reponer a Caldwell, no en las librerías —donde vendió más que suficiente— sino en las escuelas, y que sus relatos más crudos sean lectura obligatoria para que los estudiantes comprendan lo que son los personajes planos y traten de redondearlos en la vida real. Dejen respirar a Erskine Caldwell, tal vez leer sus mejores ficciones nos ayude a construir una sociedad sin estereotipos, una realidad más humanizada, y una Norteamérica, al fin, más redonda y menos plana.
Bravo.
muchas gracias por el artículo, es necesario volver a explorar la obra de un grandísimo y olvidado escritor.
Enriquecedor, necesario y magistral artículo. Gracias
Enriquecedor, necesario y extraordinario artículo. Gracias
Brillante , emocionante y poniendo sobre el tapete una problemática social que no solo EEUU tiene en exclusiva….articulo muy redondo amigo!
Original y revelador símil entre ficción y realidad, entre pasado y presente, con el que se muestran las costuras de la América profunda.
¡Excelente artículo, Jacobo Iglesias! Gracias.
Curiosa desgracia lo que llamamos vida. Estoy en la lucha diaria por conseguir que el relato breve en España obtenga (mínimamente) el reconocimiento que tiene en Estados Unidos, gracias por poner delante otra fuente de inspiración. Por cierto, bien traído lo de Floyd y el protagonista del relato, gran verdad y, solo por pedir, ojalá más escritores y escritoras afroamericanos y afroamericanas con mayor visibilidad (sin desmerecer a Erskine Caldwell).