Todo iba demasiado rápido. Me aficioné a la revista Estetas y decadentes. Poco después me soltó un amigo al que me acababan de presentar —era nuestra primera conversación—: «Estoy hasta los huevos de estetas y decadentes». Eran los ochenta. Él tenía dieciocho años y yo diecinueve. Yo había escrito un poemita que terminaba con estos dos versos: «Soy un anciano / de diecinueve años invividos». Pero la frase de mi nuevo amigo me hizo estar también hasta los huevos de estetas y decadentes.
No por ello me volví ascendente. En realidad, estaba hasta los huevos de mi situación, a la que no le veía salida. El hastío de todo no dependía de la voluntad, sino de la sobresaturación. Vivía el spleen de Baudelaire, no era una pose: «Albergo más recuerdos que si tuviera siglos». Y (también en la versión de Sarrión): «Yo soy como el monarca de un lluvioso país, / rico, mas impotente, joven, pero decrépito, / que, despreciando halagos de sus educadores, / se aburre con sus perros y animales domésticos».
El mundo y la juventud estaban ahí, pero también la acumulación, el cansancio de lo repetido, la convicción de que casi todos los movimientos de la historia habían sido para el desastre.
Cioran inoculaba la inacción, con aforismos tan arrebatadores como: «Fundar una familia. Creo que me hubiera sido más fácil fundar un imperio». Su idea era que toda acción era demoníaca, y a mí, que no me hubiera importado actuar como un demonio, me parecía exagerado ponerme en ese plan. También el malditismo me parecía una impostación. Era una posibilidad repetida, como todas las demás. (En el fondo —me doy cuenta ahora— no me abandonaba el afán de ser único; o, por qué no decirlo, puro: un cierto puritanismo latía, naturalmente).
El instinto vital se ahogaba, por exceso de autoconsciencia. Otro de mis inoculadores de pasividad, Pessoa, había hecho el diagnóstico adecuado: «La Decadencia es la pérdida total de la inconsciencia; porque la inconsciencia es el fundamento de la vida. El corazón, si pudiese pensar, se pararía». Y así estaba yo, con el corazón casi parado por hipercerebración. Octavio Paz había hablado de «la mirada ciega de mirarse mirar», que es lo mismo que decir con la picha hecha un lío.
Gil de Biedma, por su parte, describió bien la sensación: «La vida, sin embargo, tenía extraños límites, / y lo que es más extraño: una cierta tendencia / retráctil». Y: «De la vida me acuerdo, pero dónde está». Lo curioso es que este último verso es de un poema sobre la vejez y yo estaba en la flor de la edad, como quien dice. Pero tenía un enorme atractivo su programa decadente: «No leer, / no sufrir, no escribir, no pagar cuentas, / y vivir como un noble arruinado / entre las ruinas de mi inteligencia».
Nuestro gran promotor del decadentismo (con su esteticismo y su dandismo), Luis Antonio de Villena, era mi ídolo, por supuesto. También él ofrecía su programa: «Vivir sin hacer nada. Cuidar lo que no importa…». Que terminaba aceptando con deportividad el probable hundimiento de los años: «Y si todo va mal, si al final todo es duro, / como Verlaine, saber ser el rey de un palacio de invierno». En Verlaine se había inspirado para otro verso suyo juvenil: «Nosotros, lento Imperio al fin de la decadencia».
Hasta Borges me prestaba su espíritu de senectud en el prólogo de su último libro: «A nadie puede maravillar que el primero de los elementos, el fuego, no abunde en el libro de un hombre de ochenta y tantos años. Una reina, en la hora de su muerte, dice que es fuego y aire; yo suelo decir que soy tierra, cansada tierra».
El problema es que mi gran ídolo —por encima de Baudelaire, Cioran, Pessoa, Octavio Paz, Gil de Biedma, Luis Antonio de Villena y Borges— era Nietzsche, el mayor vitalista, el mayor antidecadentista. Por eso el vitalismo que no me salía, y el decadentismo que sí, hacían que me sintiera culpable. Al final me las había arreglado para desembarazarme de toda religión, pero ser pecador del nietzscheanismo, que era mi única «religión». Una ruina de negocio, el mío.
Pero todo esto es de cuando yo era joven. La gracia, el descubrimiento, es que uno va cumpliendo años y las brumas se disipan. Ahora estoy hecho un chaval.
De lo mejor que he leído en mucho tiempo, reconforta saber que hay otros que han sido viejos prematuros y jóvenes tardíos por culpa (o gracias a) lecturas no acordes a tu edad. But I was so much older then, I’m younger than that noooow …
Me ha parecido fascinante esta lectura, pues me representa. A veces me pregunto si la decadencia es sinónimo de ausencia.
A medida que avanzaba en la lectura hice una apuesta conmigo mismo: cuánto te apuesto viejo mío que al final el autor
terminará hablando de esa edad madura, o tal vez más que madura, en la cual el sexo no ocupa una posición preponderante.
Y ganó el otro. Es muy probable que haya perdido mi apuesta porque por estos pagos tenemos un ex primer ministro con
noventa años que todavia tiene problemas de polleras, aún vital, optimista y conflictivo. Cierta vez, y siendo un muchacho,
leí una pintada con viso ontológico: «Vivir es prescindir del sexo» había escrito ese que inmediatamente califiqué como
un descerebrado tendiente al suicidio. Ahora, cuando también me siento un pibe veo las cosas de otro modo, como si
estuviera a veinte centímetros del suelo. Y esto me causa un cierto fastidio porque jamás creí en esas teorias psicológicas
que afirman que el sexo está a la base de todo. Hasta Woody Allen en su última película le hace decir a uno de sus
personajes que el sexo es omnipresente, está hasta en la economía. Me parece una exageración. Y agrego que también me
causa extrañeza descubriéndome aún hoy disfrutando de esas lecturas, en mi caso Pessoa y Nietzsche que son como el día
y la noche. Misterios de la literatura. Mas creo que en el fondo y raspando tanto, con tantas tendencias, declaraciones
de principios estéticos, con tantos «espíritu del tiempo» lo único que buscamos es la felicidad, que también es esperar…
no se sabe qué cosa, pues la incertidumbre es parte de este mundo que tiene un diseño feliz que ni siquiera él conoce.
La felicidad no viene en lata, es muy probable que esté en esos brotes tiernos que hoy desatan los árboles despues de haber
aguantado otro invierno. La felicidad no es de plástico, seguramente tiene algo que ver con el baile sensual y compenetrado
de las gentes de Africa. La felicidad rehúye el cansancio, sin embargo, busca el juego, el frenesí de los cuerpos que se
aman, la carrera desde el medio campo hasta el arco del adversario, y si pega en el poste mejor todavía pues también hay
felicidad en los rebotes. La felicidad no avisa nunca, se presenta al improviso en una promesa, en una frase, en un gesto
de mujer y te preguntás desorientado cómo era el tipo de felicidad que tuviste hasta ayer.
Excelente y amena lectura. Muchas gracias.
P.D: También me pregunto qué habría escrito sobre este argumento una mujer.
Cuando mencionaste a Borges pensé que ibas a citar lo de “la inacción dejé, que es la cordura” que venía a huevo con el hilo de la argumentación.