Fue uno de los mayores cataclismos geopolíticos y climáticos en la historia de la humanidad. Durante un periodo de apenas cincuenta años, casi todas las grandes civilizaciones que dominaban el Mediterráneo oriental fueron destruidas. De manera literal: casi todas las ciudades importantes de regiones enteras quedaron reducidas a escombros. Extensas regiones quedaron condenadas a una edad oscura de la que solamente emergieron, ya muy cambiadas, al cabo de los siglos. Aquel desastre, que comenzó en torno al año 1200 a. C., es llamado el «colapso de la Edad del Bronce tardía». Fue tal su magnitud que, en comparación, la caída del Imperio romano occidental parece casi una transición plácida, un asunto trivial.
El fin de la Edad del Bronce en el Mediterráneo oriental fue, de hecho, el fin de todo un mundo. Cayó el primer gran sistema geopolítico internacional creado por la raza humana; la historia dio un traspiés y en algunos territorios se volvió de hecho a la prehistoria, cuando desaparecieron la escritura, la arquitectura monumental y las estructuras sociopolíticas elaboradas de lo que habían sido prósperos reinos e imperios. Solamente dos de las grandes potencias que habían dominado ese mundo consiguieron sobrevivir, Egipto y Asiria, aunque ambas se resintieron a largo plazo. Los asirios salieron bien parados del periodo de colapso propiamente dicho (1200-1150 a. C.), pero a partir del año 1050 entraron en declive y vieron considerablemente reducida la extensión de su imperio. Egipto, como sabemos, también se mantuvo en pie, pero nunca volvió a recuperar el esplendor del pasado. El hundimiento de las civilizaciones del bronce se mantuvo en la memoria colectiva durante siglos; cuando por fin volvió a florecer la literatura en algunas de las regiones afectadas, ese recuerdo dio lugar a lo que podríamos llamar la primera generación de narraciones posapocalípticas, inspirando mitos bíblicos como el Éxodo o epopeyas como la Ilíada homérica.
El término Edad del Bronce podría sugerir la imagen errónea de una época en la que todo era muy simple y arcaico, pero la realidad fue muy distinta, especialmente en el Mediterráneo oriental. Allí, la etapa final que se extendió entre los años 1700 y 1200 a.C. estuvo caracterizada por siglos de prosperidad y extraordinarios avances. Se produjo una intensa interacción entre grandes naciones que obtuvieron un descomunal provecho de los intercambios comerciales y culturales. Civilizaciones como Egipto, Babilonia, Asiria, el Imperio hitita, Canaán, Chipre, y las naciones prehelénicas como la minoica en Creta y la micénica en la Grecia continental, construyeron la más antigua economía «globalizada». Pese a que se producían inevitables guerras y enemistades entre aquellas potencias que competían por el dominio del Mediterráneo, la natural tendencia humana hacia el caos era modulada por un irresistible elemento estabilizador: el comercio. En particular, el comercio basado en los ingredientes con los que se elaboraba el bronce, aleación compuesta de un noventa por ciento de cobre y un diez por ciento de estaño. La tecnología puntera de la época estaba dominada por el bronce, el recurso estratégico más codiciado por todas las naciones avanzadas del Mediterráneo, pues servía para fabricar las mejores herramientas y el más resistente armamento. Tecnológicamente hablando, el bronce no tenía sustituto pese a que existía un metal de similar dureza, el hierro, que era muy abundante y fácil de encontrar.
El hierro presentaba un problema que los metalúrgicos de la época todavía no habían podido resolver: necesita una temperatura muy alta para ser fundido, más de 1500º, y esto lo convertía en un metal con el que era muy difícil trabajar. Esto impedía que el hierro fuese empleado en la producción masiva de objetos, cosa que no sucedería hasta siglos más tarde. El bronce podía ser trabajado con temperaturas más bajas, de poco más de 1000º (el cobre se funde con 1085º y el estaño con solamente 231º). El problema de estos metales era que, al contrario que el hierro, eran escasos. Aunque casi todas las potencias mediterráneas poseían algunas minas de cobre o estaño en sus territorios, solían ser yacimientos difíciles de excavar que producían muy poca cantidad de metal. La única excepción era Chipre, cuyos yacimientos de cobre sí eran abundantes y asequibles; de hecho, producían suficiente cobre como para alimentar las necesidades de todas las demás potencias (se piensa que el nombre de la isla proviene del nombre del propio metal). Así pues, Chipre era el centro neurálgico de la elaboración de bronce, y su posición geográfica era además idónea para convertirla en el centro de la distribución naval de cobre en bruto o de bronce manufacturado. Sin embargo, para elaborar bronce necesitaba importar otros dos recursos básicos: el estaño y el carbón.
El carbón, abundante y fácil de encontrar en ciertos territorios, no era un problema. Más delicado era el conseguir estaño. Los más ricos yacimientos, exceptuando algunos ubicados en la actual Turquía, estaban lejos de las grandes potencias mediterráneas. Había minas de estaño en el oeste: España, Francia y las islas británicas, pero no producían el metal en cantidad suficiente. El grueso del estaño requerido llegaba desde el este, desde el interior de Asia. La región de Badajshán, situada en la actual Afganistán, era la principal suministradora de estaño. Hoy, Badajshán es una provincia paupérrima que malvive de las plantaciones de amapola destinada a la elaboración del opio, pero en la Edad del Bronce no solo era poseedora de un recurso estratégico que ansiaban las naciones más avanzadas del mundo, sino que también era la principal exportadora de lapislázuli, mineral cotizadísimo por los fabricantes de joyería de aquel tiempo.
Pues bien, las necesidades de la industria metalúrgica ayudaron a original un circuito comercial del que se tiene bastante información gracias a los hallazgos arqueológicos: objetos importados encontrados en las ruinas de distintas civilizaciones, buques hundidos repletos de mercancías, y las importantísimas fuentes escritas. En algunas ruinas egipcias hay inscripciones que enumeran los lugares recorridos por determinadas rutas comerciales. Aún más esclarecedora es la correspondencia comercial de la época; en la Edad del Bronce se escribía sobre tablillas de arcilla, de las que han encontrado muchas en diferentes puntos del Mediterráneo oriental. Muchas de aquellas tablillas son cartas que describen acuerdos de compraventa o discuten asuntos fiscales.
Gracias al conjunto de todos estos hallazgos arqueológicos se sabe que las distintas potencias se especializaron en la producción o distribución de distintos recursos. Los griegos prehelénicos, por ejemplo, solían exportar mercancías que producían ellos mismos, como cerámica y aceite de oliva, además de diversos tipos de grano. Los egipcios, gracias al Nilo, mantenían un monopolio de distribución de productos que provenían de reinos africanos situados más al sur. Por ejemplo, en el reino de Punt —cuya ubicación es incierta, pero posiblemente estuvo en Etiopía o Eritrea— compraban grandes cantidades de mercancías de lujo como oro, marfil, ébano, incienso, perfumes o pieles. Después, los egipcios obtenían grandes ganancias revendiendo estas mercancías a sus adinerados vecinos del norte.
La red comercial mediterránea era mucho más extensa y compleja que cualquier otra anterior. Incluso las remotas tribus del norte de Europa llegaban a participar del comercio, aunque de manera esporádica y gracias a comerciantes intrépidos que se aventuraban hasta las inmediaciones del Báltico para comprar el ámbar de los incivilizados nativos. Todas las rutas terrestres (estaño, lapislázuli, carbón, ámbar y demás mercancías alejadas de la costa) terminaban siempre en el Mediterráneo, pues era en los puertos donde de verdad se impulsaba el comercio internacional. Las aguas del Mediterráneo estaban repletas de buques que no solían ser muy grandes —entre quince y treinta metros de eslora, con capacidad para varias decenas de toneladas de carga—, pero cuya actividad era frenética. Las ciudades portuarias se convirtieron en enclaves ricos y poderosos; algunas, de hecho, eran ciudades-Estado independientes, o capitales de pequeños reinos cuya existencia se fundamentaba en el comercio con las grandes potencias. Por supuesto, esta constante actividad naval atraía la piratería, pero parece que, por lo menos antes del colapso final, estaba relativamente controlada.
Era un comercio en el que no se utilizaba la moneda como la conocemos hoy. Las autoridades no acuñaban unidades monetarias con un valor fijo del que respondía el Estado. De hecho, en las compras cotidianas dentro de las comunidades pequeñas como pueblos o barrios todavía era habitual el trueque. Cuando el trueque no era suficiente, existían formas de pago con una forma arcaica de dinero inventadas y aceptadas por los propios comerciantes, desde anillos de oro, hasta piezas de arcilla o piedra cuyo valor podía ser determinado a discreción. Un vistoso ejemplo de unidad de pago eran las conchas del cauri, caracol marino cuyo nombre científico es, cómo no, Monetaria moneta. Lo más parecido que existía a la actual moneda eran pepitas o pequeños lingotes de metales preciosos que no tenían un valor monetario fijo, sino que eran valorados según su peso, su pureza, y la demanda del momento. En el comercio a gran escala, donde se movían grandes cantidades de mercancía, se usaban lingotes mucho más grandes que pesaban entre veinte y treinta kilogramos, y que por su forma —cuatro lados terminados en un saliente— son conocidos como «lingotes de piel de buey». Esos lingotes estaban hechos de cobre o, en raros casos, del más valioso estaño. Eran la manera de pago más habitual en el comercio naval, así que los buques solían acarrear cierta cantidad de ellos, por lo general doscientos o trescientos.
Ni siquiera las guerras impidieron que el lucrativo circuito comercial del Mediterráneo oriental funcionase sin interrupción durante varios siglos. Cualquier cosa que se pudiese cultivar, criar, cazar, extraer, fundir o fabricar era susceptible de ser vendida. Como en cualquier otro momento de la historia, existían amplias capas de población pobre, pero la producción de alimentos era abundante y la dieta más variada que nunca antes, lo cual favoreció una marcada estratificación social y laboral. La aparición de clases altas —nobles, sacerdotes y comerciantes de éxito— estimuló el apetito consumista hacia productos exóticos o bellamente manufacturados. La aparición de clases funcionariales encargadas de administrar los poderosos reinos e imperios promovió la actividad cultural. La proliferación de artesanos y el crecimiento y modernización de los ejércitos promovieron la industria. Durante la Edad del Bronce, el Mediterráneo oriental se volvió próspero hasta extremos nunca vistos en tiempos anteriores.
Todo aquel sistema, que tan bien funcionaba, se vino abajo en cuestión de décadas. Para entender la magnitud del colapso, imaginemos que casi todas las grandes potencias actuales se hubiesen venido abajo entre 1970 y 2020, que casi todas las ciudades importantes hubiesen sido destruidas, y que todo lo que quedase hoy fuesen hambrunas y un completo caos social. En la Edad del Bronce, el colapso implicó no solo la desaparición de grandes estructuras políticas y sus élites, sino también la desaparición los estratos especializados que las administraban en el día a día —escribas, arquitectos, ingenieros—, quienes constituían las únicas minorías culturizadas capaces de dejar un registro de lo sucedido. En muchos territorios del Mediterráneo oriental se dejó de escribir y de construir monumentos conmemorativos, por lo que naciones enteras dejaron de contarnos lo que estaba sucediendo y parecieron perderse en la más completa oscuridad. En algunos casos, como el de Grecia, no volvieron a dejarse ver en la historia hasta casi cuatrocientos años más tarde.
La primera narración del cataclismo nos llegó, claro, a través de los restos arqueológicos de una de las pocas civilizaciones que sobrevivieron: Egipto. La suya es una explicación incompleta, pero muy vívida. Cuando en el siglo XIX se consiguió descifrar la escritura de los jeroglíficos, se descubrió que narraban un panorama de invasiones y saqueos por parte de una confederación de naciones hoy desconocidas. Los egipcios enumeraron esas naciones, pero no se sabe con seguridad cómo se traducen los nombres que ellos usaban. La similitud fonética sugiere algunos paralelismos con pueblos de la época: los peleset podrían haber sido los filisteos; los shardana podrían haber procedido de Cerdeña; los shekelesh podrían haber sido los sículos de Sicilia; los tjeker podrían haber sido los troyanos; los denyen podrían haber sido los aqueos de Grecia. Pero no son más que suposiciones. En cualquier caso, se asume que fueron naciones mediterráneas que no formaban parte del círculo dominante. En 1855, el egiptólogo Emmanuel Darusch se refirió a estos misteriosos invasores con el sencillo término «Pueblos del Mar», término por el que se los sigue conociendo hoy.
Los egipcios fueron atacados en dos ocasiones por los Pueblos del Mar, y en ambos casos dejaron jeroglíficos para recordarlo. El primer ataque se produjo en el 1207 a. C., cuando reinaba el faraón Merneptah, y el segundo se produjo en el 1177, cuando reinaba Ramsés III. Ambos faraones consiguieron repeler a los invasores —aunque es posible que no sin sufrir considerables daños en el litoral— y se encargaron se encargar inscripciones donde quedase constancia de sus victorias de cara a la eternidad. Esas mismas inscripciones dejaron claro que las naciones de su entorno habían tenido menos suerte. En una pared del templo funerario de Medinet Habu, Ramsés III dejó escrito: «Los países extranjeros [Pueblos del Mar] conspiraron en sus islas. Todas las demás tierras fueron destruidas y despobladas en la refriega, porque ninguna otra nación pudo resistirse a ellos». Este relato concuerda con los escritos encontrados en otros lugares. En las ruinas de la entonces importantísima ciudad portuaria de Ugarit, centro de un reino clave en el comercio, se ha encontrado una carta que el rey local pretendía enviar al rey de Chipre, aunque nunca la llegó a despachar. En esa carta, el rey de Ugarit dice que la mayoría de sus tropas y sus barcos de guerra estaban estacionados cumpliendo una misión en Asia Menor, cuando de repente aparecieron siete buques extranjeros ante una ciudad que, vigilada por una mínima guarnición, estaba prácticamente indefensa: «Padre mío, los barcos del enemigo han llegado. Han incendiado mis ciudades y han destruido mis tierras». Uno de sus súbditos, al contestar la carta de un familiar lejano (aunque también dejó la tablilla sin enviar) confirmó la magnitud del desastre: «Cuando llegó tu mensajero, nuestros soldados ya habían sido humillados y nuestra ciudad había sido saqueada. Nuestra comida ha sido quemada. También han quemado nuestros viñedos».
Estas escenas de saqueo y destrucción se repitieron por todo el Mediterráneo oriental. Y no solamente en la costa, porque hay claros indicios de que los Pueblos del Mar, allá donde no encontraban resistencia, llegaban a prolongar su voraz pillaje hacia el interior de los territorios. Uno de los motivos del éxito de los Pueblos del Mar parece residir en su gran número de combatientes. Las naciones avanzadas tenían ejércitos reducidos formados por élites muy bien armadas y acorazadas gracias al bronce. La misma aleación era clave en la fabricación de carros de combate que siempre se habían probado irresistibles en las luchas a campo abierto. La infantería, por sí sola, rara vez podía plantar cara a los carros. Sin embargo, la infantería de los Pueblos del Mar lo consiguió, y esto pudo deberse sencillamente a que sus soldados quizá no estaban tan bien armados, pero eran muy numerosos. Cabe recordar que, tácticamente hablando, los carros no quedaron obsoletos hasta siglos más tarde cuando se perfeccionó el uso militar de la caballería.
Los relatos egipcios y las tablillas describen un escenario de invasiones y saqueos en una escala inédita. Por ello, durante el siglo XIX y buena parte del XX los Pueblos del Mar fueron considerados los principales y únicos responsables de la destrucción de las civilizaciones del Mediterráneo oriental. Una confederación de saqueadores había reducido a cenizas el enclave más próspero y avanzado del mundo. Pero si bien es innegable que jugaron un papel importante, la aparición de los Pueblos del Mar no dejaba de suscitar preguntas. Por ejemplo, las inscripciones egipcias describían el aspecto de algunos de los Pueblos del Mar, y en esa descripción incluían carromatos de transporte que sugieren no la llegada de ejércitos dedicados exclusivamente al pillaje, sino la migración de poblaciones enteras, incluidos mujeres y niños. Las migraciones podrían explicar lo voraz de un pillaje que podría haber respondido más a la necesidad inmediata que al deseo —habitual en los ejércitos que avanzan— de expandir imperios. Si los Pueblos del Mar no eran simples ejércitos, sino poblaciones que abandonaron en bloque sus regiones litorales, algo debió empujarlos a huir. Y ese algo tuvo que tener, a su vez, dimensiones catastróficas.
En tiempos más recientes, el estudio del colapso de la Edad del Bronce mediterránea ha tomado direcciones nuevas. Algunos investigadores han analizado el polen conservado en sitios arqueológicos y han encontrado claras muestras de que las plantas que produjeron ese polen sufrieron un largo periodo de sequía, quizá provocado por una intensa actividad volcánica, que pudo prolongarse entre los años 1200 y 850 a. C. Fechas que, por descontado, encaja a la perfección con el marco temporal del colapso de la Edad del Bronce y los posteriores siglos de declive. Otros investigadores han estudiado restos que indican profundos cambios en la temperatura del mar Mediterráneo en esa misma época, así como un clima particularmente árido que se prolongó hasta los inicios de la Edad del Hierro.
El cambio climático pudo ser brutal; los indicios muestran que en algunos momentos del siglo XIII las precipitaciones llegaron a ser tan escasas que volvieron inviable la agricultura en regiones enteras. Esto arroja una nueva luz sobre las cartas encontradas en las antiguas ciudades. En el año 1185 a. C., un comerciante de Ugarit escribió: «La hambruna ha llegado a nuestra familia, y todos moriremos de hambre si [tu ayuda] no llega a tiempo». Situación refrendada por el propio rey en otra carta: «Muchos son los que en Ugarit están pasando hambre». También el rey de los hititas describió una situación de dramática escasez: «Mi reino es presa de la hambruna, es una cuestión de vida o muerte». Los Pueblos del Mar sin duda causaron estragos, pero las tierras que saquearon no fueron capaces de recuperarse pese a que sus agriculturas locales habían sido tradicionalmente muy productivas. Quizá la sequía generalizada impidió que las naciones renovasen sus reservas de alimento. Esto sugiere un relato muy diferente en el que los Pueblos del Mar ya no son los únicos villanos. Aunque los egipcios describieron los ataques de los Pueblos del Mar como una conspiración política, pero el escenario pudo ser muy distinto: quizá los Pueblos del Mar se habían visto obligados a huir ante el avance de otros pueblos del interior más primitivos y feroces, quienes, huyendo a su vez de los efectos del cambio climático, se habían desplazado desde el norte de Europa al litoral Mediterráneo. Esto explicaría la migración masiva de los Pueblos del Mar, convertidos en invasores y saqueadores por la necesidad. En su momento, los egipcios quizá no entendieron el escenario completo; a fin de cuentas, ellos tenían el Nilo que traía aguas de un lejano sur todavía lluvioso. El río los salvó del desastre agrícola generalizado que estaba arrasando el resto del Mediterráneo.
En la hipótesis climática también encaja el hecho de que los Pueblos del Mar no fuesen, por lo general, capaces de construir sus propios imperios en los territorios que habían invadido. En aquellas tierras ya no había una agricultura con la que facilitar la sustitución de un Estado por otro. La situación que se creó en el Mediterráneo no fue la de un relevo inmediato de poderes, sino un vacío de poder. Este vacío de poder posibilitó, de hecho, el protagonismo de algunos pueblos que hasta entonces habían desempeñado un papel secundario. En Canaán, por ejemplo, la retirada de los egipcios y los hititas permitió que los israelitas pudieran conformar un Estado propio. La caída del sistema comercial imperante permitió que los fenicios aprovechasen la situación para extender su influencia por un Mediterráneo oriental desolado, convirtiéndose en los amos casi exclusivos del comercio marítimo.
El hambre y la escasez pudieron provocar otro tipo de derrumbamiento político: en las ruinas de algunas ciudades se ve que la destrucción parece haberse cebado sobre todo con los palacios y templos, mientras que los hogares y negocios de la gente común quedaron relativamente intactos. Esta disparidad no es propia del pillaje extranjero, sino de una revuelta interna. En aquellos reinos paternalistas, los súbditos esperaban algún alivio de la hambruna por parte de los gobernantes (por ejemplo, mediante el reparto de grano) y, cuando este alivio no llegó pues los gobernantes no tenían grano que repartir, estallaron las revoluciones. También en este caso se producía la desaparición de los Estados, pues entre la gente común no existían especialistas cualificados que pudiesen llenar el vacío administrativo; recordemos que, en la Antigüedad, el ser un ciudadano común equivalía casi siempre a ser analfabeto.
Los pillajes de numerosos invasores y las revueltas producidas por el hambre pueden explicar parte de la destrucción de los palacios y templos de las ciudades de la Edad del Bronce, así como de las ciudades más costeras, pero los arqueólogos modernos empezaron a preguntarse por qué la destrucción había sido tan exhaustiva y completa en tantos núcleos urbanos importantes. Muchas ruinas producían la sensación de haber sufrido catástrofes que iban más allá de lo que cabía esperar en las guerras y revoluciones de aquella época. Saquear o incendiar una ciudad era relativamente fácil si los atacantes la encontraban indefensa, pero truncar muros y reducir edificios de piedra a escombros parece un esfuerzo innecesario para invasores o revolucionarios que no poseían grandes máquinas de asedio. De nuevo, había algo que no encajaba en el relato.
La respuesta empezó a perfilarse en los propios yacimientos, cuando se encontraron algunos esqueletos que parecían haber fallecido golpeados por la caída de piedras de sus propios hogares; en algunos casos, los fallecidos parecían haber intentado refugiarse bajo el dintel de las puertas. Este es un tipo de muerte que suele producirse durante los terremotos. Estas víctimas de las piedras aparecen particularmente en Asia Menor, Grecia, Siria y Canaán; esto es, aquellas regiones donde desapareció un porcentaje enorme de las ciudades. Las sospechas de los estudiosos parecieron confirmarse al comprobar que muchas de las ciudades con mayor grado de destrucción habían sido construidas cerca de las fallas tectónicas, o, en algunos casos, directamente encima de ellas. Así pues, una «tormenta de terremotos», ligada a la actividad volcánica que ayudó a provocar la sequía, agudizó el caos iniciado por las hambrunas, invasiones y revueltas. Vista en retrospectiva, la catástrofe era inevitable sin importar cómo de velozmente estuviese progresando el Mediterráneo, y esto nos dice mucho sobre lo indefensos que estamos los seres humanos cuando la naturaleza decide tomar las riendas y mostrarnos su peor cara.
Interesante, pero echo en falta la explicación de la explosión volcánica de Akrotiri y el tsunami que provocó. Según Jacobo Storch, ese tsunami provocó un maremoto que llegó a dar dos veces la vuelta al mundo.
A propósito de las hípótesis, las hay mejores. Sobre todo si eres adicto a las pelis de Roy Scheider. Los seres humanos echaron tanta basura al mar que aumentó la temperatura en el litoral y se incubaron las huevas perdidas de un megalodón y el comercio marítimo se resintió, porque los bichos emergentes tenían algo de hambre atrasada. De aquí a Godzilla sólo hace falta un paso.
Nada cambia tan rápidamente como el pasado.
1177 a.C.: el año en que la civilización se derrumbó, de Eric H. Cline. Este libro lo cuenta todo en detalle, incluida la erupción del volcán de la isla de Santorini y el tsunami que acabó con los minoicos
No tenía ni papa de todo esto. Muy interesante, gracias.
El artículo es una transcripción casi literal de esta charla de Eric Cline:
https://www.youtube.com/watch?v=bRcu-ysocX4
Sospechoso que el autor lo omita.
No es que sea una transcripción. Yo diría que es literalmente un plagio, ya que no cita ninguna fuente.
Este autor no defrauda jamás. Siempre me mantiene en vilo. Le agradezco la amena lectura. Una observación curiosa:
el uso y la simbología de esa concha llamada Monetaria Moneta debe de haber llegado de alguna manera hasta la Roma
republicana, pues los objetos productos del botin de los derrotados como el incipiente «denaro» los custodiaban en
el templo de Jano, el dios bifronte y que llamaban con una palabra con esa raíz, mone. Gracias.
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