Esta entrevistase encuentra disponible en papel en nuestra trimestral nº33 especial Argentina.
Cristina Rota (La Plata, Argentina, 1945) ríe discreta, en diminutos estallidos, como si tuviera una sordina escondida en el pecho. Llegó a España hace más de cuarenta años, e intercala los «acá» y «allá» con los «aquí» y «allí», como una muestra —quizá involuntaria— de que su vida es una mezcolanza de exilios, pérdidas y arraigos.
Si se hacen números, ha hecho todo lo posible en y por la interpretación (actriz, productora, directora y sobre todo maestra) y en casi todas las disciplinas (teatro, cine, danza). Lo que da la medida del estatus de su escuela no son tanto los grandes nombres que allí se formaron (Penélope Cruz, Antonio de la Torre…) como su ascenso a icono popular, también en el habla. Cuando se dice que la actuación de alguien es «digna de Cristina Rota», todos comprendemos a qué se refiere. Y casi siempre es algo bueno.
Incluso enmascarillada, es complicado no ver en Cristina Rota la angustia de este 2020. La COVID-19 mantiene en jaque —también— a la cultura, industria que ha defendido con ferocidad guerrera especialmente en las situaciones más críticas. Sencillamente, no se doblega. Huyó de una dictadura, perdió un marido, pero se negó a atrincherarse en el dolor o en la nostalgia. A sus setenta y cinco años, no está dispuesta a que otros sean los que determinen el significado de términos como izquierda, feminismo o ideología. Ella domina sus propios y personalísimos significantes y significados.
Nos recibe, como procede, en su escuela. En una pequeña sala de madera crujiente donde sigue, incansable, formando a las siguientes generaciones de actores. Le preocupa la resonancia de una estancia tan vacía, como si no fuera la suya una de esas presencias que inundan el lugar en el que estén.
En el mundo de la cultura os habéis unido en el movimiento «Alerta Roja» para dar visibilidad a la situación que vive la industria con la pandemia. ¿Cómo ves el futuro?
Me asusta. La cultura va a quedar muy tocada durante mucho tiempo después de esto. Económicamente muchos van a caer, o van a aprender por fin que hay que ser autónomo y que hay que crear los proyectos propios. Por un lado, va a ser beneficioso, pero será como todo: el que tenga voluntad de cambiar va a ayudar a que cambie, el que sepa gestionar sus propios proyectos y no espere a que lo llamen. Hay que ser autónomo, y cooperativos y cooperativas.
Hablando de crisis. En los noventa, antes de que nos golpeara la crisis de 2008, tú ya andabas advirtiendo de la que se nos venía encima.
Sí, fue en 1996. Me mostraron el vídeo hace poco y me quedé helada al verlo. Estábamos en 1996 y yo ya estaba diciendo: «Cuidado, que se ha reunido el G20, y lo está haciendo para rescatar al capitalismo. Cuidado». ¿Sabes qué pasa? Que lo importante no es el relato de la vida personal, sino el relato social de las cosas. Cuando vine a España, para mí fue extraordinario porque tuve que revisar el ser: quién era, qué conformaba mi identidad. Eso me llevó a pensar qué tenía yo para dar, y no qué quería recibir. Que al final es de lo que enseño. Tenía que descubrir cuáles eran mis carencias, qué tenía que rellenar y qué tenía para sostenerme en ese momento y no caer en el victimismo ni en la nostalgia. Detesto la nostalgia porque implica una posición muy narcisista ante la vida. De lo que me di cuenta entonces es que hay cosas que te marcan para siempre, que son definitivas. Me percaté de que había perdido la inocencia porque me convertí casi en una preadulta, junto con muchas y muchos de mi generación, a los diez años. El golpe militar, la masacre que provocó, marcó mi generación y nos hizo crecer de golpe porque de repente desaparecieron nuestros padres. O se escondían. Nosotros teníamos escondido en casa, en el sótano, a mi tío, que era anarquista, por ejemplo.
Vino una época donde se apoyaba mucho a la clase media porque todos los gobiernos tratan de hacer eso, porque es la clase que les va a votar. La que va a sostenerlos. A partir de ahí la vida cambió. En el colegio echaron a los maestros, cambiaron la educación, prohibieron libros, la religión que ya no estaba como materia volvió a serlo… Fue un cambio tan brutal en la familia y amigos, y en la economía… Y luego, en el colegio, tus compañeras de clase alta estaban buscando descubrir quiénes eran los pobres. Porque ser pobre significaba ser peronista, que no era así, pero para ellos tenía sentido. Así que había que estar todo el tiempo alerta. Mi madre me cosía ropa nueva, almidonando los delantales blancos para que no se notara que eran de mala calidad. Todo cambió y nos politizamos. A los doce años ya casi era una adulta.
Lo interesante de todo eso es ver qué pasa en ti cuando te exilias y el tesoro tremendo que es estar mínimamente ilustrado. Porque no es lo mismo venir sin nada que tener una profesión, que tener ya definidas metas, el campo ideológico, el intentar ser coherente con la historia anterior, no cambiar. No venderte.
¿Qué recuerdas del colegio cuando se produjo el golpe?
A todos esos maestros que nos daban clases clandestinas, con una generosidad que hoy aún me cuesta creer. En el momento casi no te das cuenta, pero… madre mía. Se jugaban la vida por hacerlo. Por eso digo que hay poco que hablar de las historias personales porque son historias sociales, que a su vez yo traspaso a mis hijos. Son como son por eso. Son amantes de la humanidad porque vienen de una educación concreta, porque están atentos a la vida y a todos los indicios de la vida. Eso ya lo aprenden mis nietos también. En realidad, los exilios dependen de las herramientas que tengas, lamentablemente. Aunque seas fontanero, no importa: tienes algo, una herramienta a la que agarrarte y no autodestruirte y no caer en el yoísmo, en el narcisismo, en esa mirada que es terrible porque es individualista, destructiva y autodestructiva.
En El privilegio de ser perro, tu hijo, Juan Diego Botto, recordaba que llegaste aquí sin nada, en 1978. Dice que fuiste cocinera, camarera, vendedora de pegatinas, collares, pendientes… Has hablado poco de esta etapa de tu vida, ¿no?
[Risas] Es que es anecdótico. Yo lo hacía, primero porque tenía que seguir pagando mis estudios, ya que quería seguir formándome. Estaban mis amigos, intelectuales, gentes de la cultura, que por suerte empecé a conocer y por fortuna muchos de los de Barcelona habían ido a Argentina, y se habían formado conmigo.
¿Cecilia Roth?
Sí, era jovencita. Y fue la que armó el primer grupo que me pidió que le diera clase, con Imanol Arias… pero ¡eran casi niños! A ellos les di clase en un centro de una amiga exiliada, que había alquilado un espacio y nos llamó a varios profesores de la materia, de danza y actuación. No recuerdo cómo se llamaba, pero tenía un nombre muy argentino [risas]. Algo de «Formación integral». Yo también podía haber dado clases de música, pero nunca fui buen músico. Estudié tanto, tanto, tanto…, pero era muy lista, y a los doce años me di cuenta de que Beethoven no iba a ser. Hay que ser consciente de las limitaciones de uno mismo. Yo para la danza, para lo físico, para la actuación o para el activismo o la política, el teatro, sí. Pero para la música no. Fui coherente porque antes de venir a España yo tenía la Sala Planeta en Buenos Aires, que nos dejó Gandolfo, otro profesor. La cerraron con la dictadura. Tenía experiencia y la aproveché.
Hice collares no solo por ganarme la vida, era por mostrarles a mis hijos que podíamos ser felices, y que podíamos ponernos todos a trabajar y a hacer cosas juntos. Como método de vida también hice tartas y las vendía en los restaurantes. Aprendes de todo y haces de todo por tratar de mantener la alegría, de no estar quieta. Y de dar de comer a mis hijos, eso está clarísimo. Fue insólito, porque en Argentina nunca habría pensado en hacer algo así. Los collares los aprendió a hacer María, que le enseñó una señora de la calle de Álvarez Gato, y ella me enseñaba a mí. Sí hice pegatinas, fui cocinera, camarera…
Cuando llegas a España, renuncias conscientemente a ser actriz aquí, a pesar de que tenías trayectoria en Argentina.
Sí, yo empecé siendo actriz porque iba a seminarios de José Luis Gómez y porque era una época muy rica para ello. Eso sí: los ochenta, ya cuando entró el PSOE y empezó a venir Peter Brook, armaron el Festival de Otoño… Entonces sí fue una fiesta. Yo tomaba todos los seminarios de gente que venía y eso me permitía abrir campo. Y, sobre todo, me interesaban los cursos sobre psicología social. Tuve la suerte de encontrarme en Buenos Aires con uno de los creadores, Enrique Pichon-Rivière, y con Ana Quiroga. El que tuvo que exiliarse y trabajaba mano a mano con ellos fue Armando Bauleo, a quien enseguida le dije: «Mira, cobra lo que quieras, pero sé mi asesor». Yo necesito siempre a alguien que esté por encima y me diga lo que sí y lo que no, dónde me equivoco, dónde no me equivoco, cómo leer a los grupos, cómo entender la dinámica social y cultural….
Él me aconsejó que estudiara la historia de España para entender dónde estaba. Y eso hice. Luego él creó centros de psicología social en Venecia, en Turín, en Cuba, en Suecia…, y aquí venía a supervisar hospitales, para enseñar a contener la angustia del otro. Era muy interesante. Porque todo es una cadena, la acción genera acción. No lo dice solamente Marx, sino cualquier sabio del mundo.
Lo que no puedes hacer es parar. Con depresión, con ganas, sin ellas, con pena, con nostalgia… No puedes impedir sentir muchas cosas, pero lo que es casi criminal es dejarse comer por todo eso, porque la indiferencia es criminal. Entrar en esas zonas te hace ser indiferente, así que te tienes que accionar. Te levantas cada mañana, y si te levantas deprimido, mal, ya cansado o diciendo: «¿Por qué hago una entrevista a estas alturas del partido?» [risas]. Pero te levantas igual. Con lo que sientas, con lo que tengas, y también vivir tus penas. Eso traté de hacer yo, traté de que mis hijos pudieran ir gestionando toda la tristeza, la pena, la rabia, el odio…, pero que no pasara nunca al primer plano, que lo canalizaran. Nunca pensé que mis hijos fueran a ser actores porque era lo último que habría deseado.
¿Por qué?
Porque estábamos en un país extranjero, con poco trabajo porque no era un país boyante ni donde la cultura hubiera estado apoyada por los gobiernos, ni con una política cultural. No la hay.
Has dicho que la España que te encuentras era hostil, también culturalmente.
Sí. Había un agujero cultural enorme cuando llegué. No hay una política cultural tampoco ahora. Una gira por el extranjero se la gestiona Almodóvar porque es Almodóvar, pero él se vende a sí mismo. Pero no hay una política de nuestras películas, no se ven en el extranjero salvo que en algún festival puedan hacer recorrido. Hay que vender, y hacer de nuestra cultura una industria como hacen los ingleses con Shakespeare y los franceses con Molière. Pero nosotros no lo hacemos con Lorca, y tampoco con Unamuno. ¡Ni con Valle-Inclán! En Argentina nos moríamos con él, montábamos muchísimas cosas. Todo el elenco que hicimos Romance de lobos, la trilogía, nos sentábamos en la sala del teatro San Martín, viendo obras de Buñuel y viendo La hueste, para meternos en su mundo. Yo me di cuenta de que nosotros amábamos más a Valle-Inclán, sin saber que aquí no era así. En Argentina es pecado mortal no amar a Lorca. Yo lo recité desde los ocho años, cuando empecé con las clases de declamación y poesía.
Y, socialmente, ¿cómo era esa España que te encontraste como inmigrante?
Fue muy hostil, muy xenófoba. Porque España era incrédula. Pensé que tenía que haber sido un pueblo muy engañado. Nunca lo tomé de manera personal porque comprendí que era un pueblo que había sufrido muchas invasiones. Luego, las políticas desde el Estado implementan la creencia de que todo extranjero es un enemigo. Esa fue también la política de la dictadura. En el fondo son relatos y discursos nazis, nazionalistas.
Cuando llegamos a España, a mis hijos les afectó en el colegio lo del acento. María, que tenía tres años y medio, se encerraba con Juan para enseñarle a hablar español. Y para ella el español era un montón de eses [risas]. Era genial: «Mira, Juan, sígueme a mí y vamos a hablar español, porque así no se van a reír en el colegio» [Marca exageradamente todas las eses]. «No se dice “colita” ni “pompi”, se dice “culo”», le escuchaba decirle. «Aquí todo se dice como es: se dice “caca”, no “popó”» [risas]. Era muy graciosa cómo marcaba todas las sílabas abriendo mucho la boca. Lo vivieron con un poco de dolor, porque se reían de ellos y a veces los agredían físicamente. Años más tarde, durante la educación primaria, fueron los profesores los que imprimían castigos físicos. Entonces sí, me plantaba allí y les decía que, si en mi casa no pegábamos a los niños, en el colegio tampoco. Yo no lo autorizaba. Y tuve que presentar una nota firmada con notario.
¿Con notario?
Consulté a un abogado maravilloso, al corroborar que mi palabra no bastaba. Solo valía la autoridad. Y si no era con notario, nada. Se vengaron y pusieron en el boletín de calificaciones de Juan una nota: «No se le puede pegar, “niño sensible”». Como poner «niño maricón».
Antes de montar la escuela de interpretación, diste clases en casa, en una sala pequeña. ¿Cómo fueron esos inicios?
Sí, estábamos en el Español, y José Luis Gómez me dijo que había un sitio que él iba a alquilar, que estaba muy bien y que lo vendían barato. Yo fui al banco, y allí me dijeron: «Señora, es usted viuda, aproveche a comprar ahora, porque más adelante no va a poder». Me ofrecieron un crédito, sin ir a la central, de quinientas mil pesetas. Eso me alcanzaba para dar el 10 por ciento y comprar el local. Y me estafaron. Pero, bueno, me estafaron tantas veces… Muchas, muchas. Es que por ser mujer la gente creía que eras idiota. En principio, siempre me fío, y por eso creo que me ha ido bien, en el sentido de que soy un poco más feliz.
Finalmente, pude adquirir ese sitio y allí me mudé con el estudio que ya había comenzado hacía cuatro años.
Suelen definirte como «maestra de actores», pero a ti no te gusta mucho la definición, ¿no?
Sí, es que la palabra enseñante va con la palabra aprendiz, si tenemos que definirlo académicamente. Intento orientar y sacar del otro lo que ya tiene. Mi arte, mi talento, sería tratar de conocer a esa persona lo suficiente como para llegar a su interior con preguntas y respuestas. Y, claro, eso a veces duele. Los mejores momentos son cuando decimos: «Estoy perdido». Eso es fenomenal. Así llegamos a conocernos, con preguntas que a veces no tienen respuestas inmediatas. No hay que tener certezas, hay que perderse para encontrarse. Los seres humanos deseamos tener siempre certezas, pero como método de conocimiento y autoconocimiento debemos aceptar las «no certezas».
Yo creo que una de las cosas que me salvaron aquí, en el exilio, fue darme cuenta de que no tenía certezas. Me causó hasta gracia, porque me dije: «Ah, esto era». Es mejor tener dudas. No hay un «método de trabajo». Puede haber un «sistema de trabajo», ya que un «sistema» es abierto, cambia con los tiempos. Nuestra personalidad es única, ya que está apoyada en nuestra vivencia.
Llevas muchas décadas en la enseñanza, pero siguen preguntándote eso de si un actor «nace o se hace».
¡Ay, por favor! Sí, siguen mortificándome con semejante idiotez. Yo siempre les contesto lo mismo, que eso no se lo preguntan a un médico o una juez. Me aburre, porque lo vengo viviendo desde Argentina, y tengo setenta y cinco años. Empecé a los catorce… Ya, ¿no? Hay que crecer.
Tú siempre discutes mucho eso de que el actor es alguien narcisista a quien le gusta hablar de sí mismo. Dices que es al revés.
Claro, el actor siempre está prestando una partecita de él al personaje. Porque no te puedes identificar con todos, te volverías loco. Pero una parte sí la presta: sus vivencias, su conocimiento y su expresividad. El actor también investiga, intenta nutrirse de las costumbres y del comportamiento de un personaje. Así lo va conformando, desde su circuito emocional-racional-energético, y viceversa. Yo puedo comprender tu personalidad y no juzgarla, pero siempre tendré que pasarla por mí y mis vivencias, no se trata de mímesis, que sería imitar un compartimiento exterior, y eso corre el riesgo de ser una mera caricatura.
El actor ha de tener un yo muy férreo, porque todo lo que conforma el yo es justamente la identidad. Por eso tiene que ser sólido, para poder soportar que todos los días te miren y sepas que te juzgan. Que van a disfrutar o van a decir si es malo, si les gustas, si les caes mal… Estás siempre visto y siendo mirado. Bueno: más bien mirado y, en el mejor de los casos, visto. Ha de tener un yo muy sólido, porque, en el peor de los casos, si es un actor que se mira mucho, que sufre mucho, que mira para dentro, no ve al otro. Y ve poco el mundo que lo rodea. Esto sería contradictorio, pero hay casos de actores que son insoportables porque sufren mucho y entran en pánico permanente ya que solo se miran a sí mismos. ¡Ponte a la tarea con el otro, y te olvidarás de ti! Porque el 50 por ciento siempre lo pone otro ser humano, o por lo menos debiera.
¿Pero no es ser frágil esperar siempre la validación ajena?
Es muy frágil, para poder ser permeable. Pero, por lo mismo, tienes que saber que todo lo que te va a venir de fuera es bueno y malo. Como dicen los franceses: si el cincuenta por ciento habla mal de ti, y el otro cincuenta por ciento bien, entonces, muy bien; porque están hablando todos de ti [risas]. Hay que ser muy sólido. El actor narcisista no lo resiste, entra en depresión, en pánico. Es muy aburrida la depresión [risas].
En todos estos años han pasado muchas generaciones por la escuela, has visto cómo han ido cambiando. ¿Es cierto eso de que se dice que los jóvenes actuales tienen menos tolerancia a la frustración?
Ahí está la inteligencia emocional y cognitiva. Es muy difícil desarrollarla en una sociedad que ya desde los cincuenta empezó a crear sus planes de cambio y ataque. Vivimos una época extraordinaria en los setenta, no aquí, ya lo sé, pero por lo menos en mi país sí, a pesar de la dictadura. Eso hizo de nosotros unos activistas con la ilusión de cambiar el mundo. Con el 68 y Vietnam nos manifestamos como si alguien nos fuera a escuchar [risas].
No quiero hablar del capitalismo, porque me parece un cliché un poco metafísico, pero es tan feroz y salvaje que tiende a la clonación del ser. Se va quitando la posibilidad de empatía, se va poniendo filtro al amor hacia el otro, a la necesidad auténtica del otro. Incluso a la sensualidad y a la sexualidad. Se han ido creando necesidades de tener, no de tener conocimiento o tener amigos, sino de tener. Tener dos mil ochocientas respuestas virtuales, la televisión, el ordenador, la wifi… Tener. Tener dinero, tener ropa, muchas marcas baratas de imitación que te duran quince días, pero con las que vas calmando la angustia y la ansiedad. Pero en lugar de soportar la angustia existencial para poder seguir adelante, cada vez hay menos capacidad de frustración. Por lo tanto, menos ganas de aprender y de aprehender.
Algo bueno tendrán, ¿no?
El esfuerzo que hacen es mayor y más profundo, porque ya empiezan a luchar contra cosas concretas, ya tienen más cosas que decir, y sobre todo en esta escuela, donde, si no tienes nada que decir, mal vas. Decía Bauleo que esto era una escuela de pensamiento, porque involucra al teatro, pero con el conocimiento del mundo, con el conocimiento del otro y donde el vínculo está creado a partir del otro. El trabajo no se puede hacer solo, tiene que ser con equipos de lectura donde cada uno aporta algo diferente de lo que sabe, de lo que tiene y de lo que siente. Colectivismo, colectivismo, colectivismo, nada solos. El enseñante es el coordinador de la clase, y puede abrir debates, pero los que debaten son ellos. Es importante aprender a pensar y a ser independiente sabiendo tu valor como individuo. Creo que en ese sentido sí están más preparados.
¡Antes es que era un caos! [risas] Muy creativo, pero un caos. Como una falsa ilusión de libertad, porque como se salió de una dictadura tan potente y castradora… Los pilares de un país son la gestión, la educación y la sanidad, no sé en qué orden. Pero eso mismo hacemos aquí: el actor tiene que saber de gestión, de ahí La katarsis del tomatazo, porque diluye el narcisismo. E igual que se aprende interpretación, se incluye dramaturgia, imprescindible para ser un buen actor y tener argumentos, sabiendo que perteneces a un todo. Sabiendo que estás al servicio de un cuento y de una narrativa. Nosotros damos gestión teatral para saber cómo se arma una cooperativa, cómo se pide una subvención, cómo se monta una compañía de teatro, o de danza. Porque nosotros al movimiento le damos mucha importancia, a la libertad corporal y a la libertad expresiva y vocal. Puedes sentir mucho, pero, si no tienes un cuerpo libre, va a estar reprimido y bloqueado, que es a lo que tiende esta sociedad. Hay muchas disciplinas de movimiento. Cuando un actor aparece en teatro, cine o televisión es un significante, y tiene que ser responsable de lo que significa socialmente.
Para qué están menos preparados tus alumnos cuando llegan, ¿para el éxito o para el fracaso?
Los que entran no están en absoluto preparados para el fracaso, porque se teme más al error que a la muerte, así se enseña en esta nueva sociedad. Se teme más al ridículo del error, cuando la única manera de aprender es errando. Error, error, error, acierto. Te tienes que equivocar muchísimo para aprender y llegar a hacerlo medianamente bien o bien.
De hecho, siempre destacas eso, por encima de otras cosas, de una de tus alumnas, Penélope Cruz. ¿Era eso lo que la distinguía de los demás?
Sí, era muy singular. Tenía tantas ganas de ser actriz que estaba por encima de cualquier ridículo o de cualquier error. Penélope no tenía miedo a equivocarse. Tenía miedo a la pelea con el grupo, a los enfrentamientos, pero al trabajo, no. Yo le decía: «Haz el pino», y lo hacía; «Grita», y gritaba. Tiene que ser instantánea la respuesta del actor a lo que te pidan para primero hacerlo y después analizarlo. Se aprende, pero sufres cada vez más con el error.
Aunque ha sido siempre un asunto relevante, de tanto en tanto surgen relatos sobre cómo los directores de cine pueden extralimitarse y acabar siendo tiranos. ¿Salen tus alumnos preparados para eso?
Sí, claro, porque a eso jugamos. Para eso está La katarsis también, para que se enfrenten al público. Terminan la carrera suficientemente sólidos como para enfrentarse a aquel que te da órdenes o pide al actor resultados sin saber justificar o inducir. El actor debe tener herramientas, no solo para poder traducir en términos de acciones, emociones y sentimientos, sino también para pedir al director o directora que maticen y justifiquen los resultados expresivos de lo que desean. Deben tener las herramientas necesarias para poder tomarse la libertad de preguntarle al director qué le está pidiendo exactamente.
¿Y de negarse a hacer algo?
No. Para qué. Nosotros enseñamos que el actor debe tener siempre su propuesta de la situación y del personaje y estar preparado para que el director le pida otros matices o enfoques. En definitiva, se trata de estar siempre disponible, vulnerable, muy alerta, presente momento a momento para tratar de comprender, sin defensas, lo que el director te está pidiendo. Dejarse penetrar por el otro, nunca violar. En general los directores respetan mucho al actor ahora. Conocí directores, como Mario Camus y Berlanga, que pedían acciones justificadas, y a jugar, que para eso estamos. Pero con una inteligencia sobrehumana. La sensibilidad de Mario Camus me maravilla. O la de Adolfo Aristarain, que trabajó mucho aquí. Eran genios con una sabiduría de saber llevar al actor, para mí casi irrepetibles. Eres un actor, crea.
En la escuela fuisteis bastante pioneros a la hora de poner asuntos sociales sobre las tablas, como la violencia machista, una de las grandes luchas del feminismo.
Yo soy de los setenta y, durante la etapa activista, nuestros compañeros, nuestras parejas o el papá de mis hijos eran castigados cuando tenían gestos como no lavar los pañales —porque en esa época se lavaban— o no cocinar. Eran sancionados. Yo vengo de una etapa de estudio sobre el humanismo, pero no sobre el feminismo: sobre el humanismo. Sobre la conservación de la especie, de la ecología, en el sentido de cuidar la naturaleza. De hecho, yo estudié filosofía.
Mira, recuerdo que, cuando tenía catorce años, mi profesora de danza, Dore Hoyer, era una exiliada judía, y lesbiana. Y todos tan contentos. Su discípula, que estaba en nuestro teatro, era también lesbiana, y nuestro director era homosexual. Que sí, que la dictadura los llevaba presos, desde luego. También tenía una compañera en la universidad cuya ilusión máxima era escupir como un hombre; se pasaba practicando los días, y yo le decía: «Pero, idiota, que de eso no se trata». Y se cortaba el pelo cortito, pero de eso tampoco se trataba. Por eso digo que yo al feminismo siempre lo llamé humanismo, porque en realidad es lo que es.
Ahora, durante el confinamiento, me relacionaba con poca gente, y solamente por trabajo que tenía que ver con el ser humano. Me impresionó Janine Puget, una «genia» de noventa y cuatro años, que dijo: «Es un virus que tiene hambre». Hay que saber hacer metáforas. Yo me sentía muy culpable, porque venía gente a traerme la comida y todo lo necesario. Nuestros criados durante la pandemia por setecientos euros, a lo mejor. Y me sentía muy culpable. Pero también muy culpable por Lampedusa, por Lesbos, por África y por toda la indiferencia que sentimos en Occidente. Ahora nos tocaba a nosotros estar en esa situación de vulnerabilidad. Era algo así como: «Si vienen los malos, yo me confino en casa». Y Puget hacía esa metáfora del hambre, como si todos los hambrientos del mundo vinieran a lo vampírico. Me impresionó mucho su trabajo, muy largo e inteligente, aunque su escritura es de una complejidad que en ocasiones no alcanzo a entender.
¿Te ha costado aceptar el término de «feminismo», entonces?
Siempre fui reacia. Sobre todo, porque se creía aquí que feminismo era ponerse corbata y chaleco, o que feminismo era ser lesbiana o defender el género solamente. Soy reacia a las etiquetas. Madrid se ha convertido en una representación, te hablo ya más metafóricamente, igual que Valencia fue allá lejos la representación del anarquismo y luego se convirtió en la imagen del conservadurismo. Ahora a Madrid la piensas y ya la piensas hostil, conservadora y reaccionaria. Como ciudad, me refiero.
Hay tantas fuerzas reaccionarias que utilizan la palabra feminista para denostarlo… Por eso, yo trato de decir siempre: feminismo es humanismo, humanismo es feminismo. Defender la naturaleza, las leyes naturales de la vida son feminismo.
¿Se puede estudiar en la Escuela de Interpretación Cristina Rota y salir de aquí sin conciencia social?
Yo qué sé, pero es difícil, la verdad. A mí me llegan muchas cartas y ramos de flores que no sé de quién son, porque no los firman, y siempre me agradecen eso: «Realmente aprendí lo que es comprometerse con». Unos se dedican a la producción, a la dirección, otros a la danza, pero podría decir que el 90 por ciento tienen clara la función social del arte.
¿No es asfixiante que los alumnos estén desesperados por conseguir tu aceptación todo el rato?
[Risas] Es como tener hijos y que busquen todo el tiempo tu aprobación. Cuando son chiquititos te hace gracia, pero, si crecen y siguen, es muy aburrido. Es terrible, es enfermizo. Es lógico que al principio se necesiten referentes y aprobación. Pero si toda tu vida dependes de la aprobación de los demás, no creces, porque te sientes invalidado al menor aporte crítico y estás incapacitado para hacerte una autocrítica. Si el ser humano no tiene capacidad de frustración para abrazar el error como método de conocimiento, si solo busca certezas y no puede soportar las «no certezas», jamás alcanzará la plenitud y la enorme felicidad que otorga el acierto. De esta postura nace la creación.
Tuve un alumno que nunca me invitaba a sus obras. Siendo ya muy conocido, estrenó una obra en la que estaba muy mal dirigido y el resultado de su trabajo no era bueno. Entonces sí que me invitó como un pedido de socorro. Quizá era un claro signo de excesiva dependencia.
¿Le diste tu opinión de verdad?
Sí, por supuesto. Cuidándolo mucho y con todo el respeto que me merece un actor o actriz que debe exponerse todos los días en un escenario. El actor está siempre muy expuesto y solo.
Aunque tienes muy buena relación con actores muy célebres que han pasado por tu escuela —José Coronado, Penélope Cruz, Ernesto y Malena Alterio…—, te cuesta mucho tirar de ellos, llamarles para pedirles cosas, ¿no?
Sí, no sé cómo sabes tú eso, pero es verdad que me da pudor. ¿Sabes qué pasa? Que al actor se lo usa siempre como a un payaso social. Nunca se le llama para decirle «te quiero», igual que a cualquier otro ser humano. Nunca llamas a un amigo para decirle «qué importante eres para mí» o «qué tesoro tengo», siempre llamas cuando necesitas algo, o para contarle cualquier idiotez. Y al actor, fundamentalmente, se le llama para decirle: «¿No me harías un favor?», «¿No vendrías al programa?» o «Estoy organizando no sé qué…». Justamente antes de la pandemia me llamó un actor, guionista y director muy sensitivo para hablar de esto mismo. Estaba muy angustiado. Me dijo que aquella gente, aquellos compañeros a los que admiraba y amaba, se le habían caído del pedestal porque solo le llamaban para ver si tenía trabajo o no, nunca para ver cómo estaba. Al actor se le pide que vaya a dar una charla, para un cameo, para cosas útiles, pero por afecto. Estaba muy triste. Y poco después se murió un compañero suyo, que era bailarín, y eso le hizo reflexionar mucho sobre cómo nos tratamos entre nosotros. Por eso yo no quiero pedir nunca nada, porque me parece usar a la gente. Salvo si compartimos alguna causa común que lo justifique. Tampoco me gustaría que pensaran que busco un agradecimiento o una devolución por haber pertenecido al centro y haber sido su profesora…
O te mencionen en el discurso del Goya, que ha pasado un par de veces.
El que expresen gratitud o no habla de ellos como seres humanos. Nunca le mando un mensaje para agradecerle a alguien que me nombró en el Goya. Lo agradezco, sí, y me siento muy querida.
Los actores que salen de aquí y no les va bien en la interpretación, ¿culpan a la escuela?
Sí, hay muchos que culpan a la escuela. Muchos. Es muy difícil saber reconocer… [reflexiona]
¿Que te falta talento?
Sí. Es como el tango, ¿no? «No sé si me falló la fe / la voluntad / o acaso fue que me faltó piolín».
¿Te sigues considerando radical de izquierdas?
¿Quién dijo eso?
Tú. En una entrevista en 2008.
Ah, ¿sí? [risas]
Da la impresión de que con el tiempo te has ido decepcionando con la política.
La política es un arma de la ideología. Lo que pasa es que en este momento se ha desgastado la palabra. Es igual que cuando yo descubrí, muy joven, que a los diez años la dictadura se había puesto el nombre de Revolución Libertadora. Eso cambió el signo de la palabra revolución, ya no se podía usar en el mismo sentido. El significado de las palabras lo van desgastando perversamente. El creador trata de desvelar la verdad; el político, a menudo, de ocultarla.
O sea, que quede claro, radical soy: de eso no me cabe la menor duda. Porque lo soy en el humanismo, radical en mis creencias, pero flexible a los cambios. Sé sufrir. Sé que todo cambio produce una crisis. Lo sé. Y sé que la edad me produce cambios que me producen crisis, las acepto o lo paso mal. Ya no soy joven, ya no tengo ese carisma, mi cabeza va por un lado y mi cuerpo dice «no». Es algo difícil de aceptar, pero hay que hacerlo. Por lo mismo, ahora la palabra izquierda me está costando, porque le van cambiando perversamente el significado.
¿Y para ti qué significa?
[Suspira] Ay, para mí. Para mí la izquierda no puede significar solo justicia, porque justicia por sí sola es ir a las cosas prácticas, una a una. Como hoy mejoro un poquito la sanidad, soy justo. Y no, no es eso. Yo no soy reformista, detesto a los reformistas, porque me parece una postura cómoda y liberal. Detesto a los escépticos, porque es una posición muy cómoda. El decir: «No leo los periódicos, no creo en nada…», pues fantástico, espero que por lo menos sean muy felices.
La izquierda significa humanismo, lo más lógico, lo más humano…, lo más decente. Lo que lleva al hombre hacia delante y hacia una propuesta más cooperativa. Es lo natural. Yo definiría izquierda con todo eso, las leyes naturales. Lo que lleva al hombre a una convivencia justa, digna y decente. No concibo el mundo donde unos tengan y otros no, donde la sanidad se pauperice para que todos nos hagamos de las mutuas y de las privadas, que es lo que ha pasado aquí. Como diría Costa-Gavras: «Ne pas contradiction», esa gente no tiene contradicción. Si no tiene contradicción, claramente es de derechas. Quizá parezca muy afirmativo lo que digo, pero así lo creo.
O sea, que políticamente sí te has desencantado.
Sí, porque me da rabia que, habiendo luchado tanto mi generación y yo, mucho nos tenemos que haber equivocado para que, en lugar de dejar un mundo mejor, dejemos un mundo peor. Y que prevalezca lo injusto, lo indecente, lo inhumano.
En 2003 hiciste, con Joaquín Oristrell, Los abajo firmantes, una obra muy crítica con la guerra de Irak y con Aznar, que precedió al movimiento del «No a la guerra». ¿Volverías a hacerlo? Muchos actores se han quejado de que todo aquel compromiso acabó por quitarles mucho trabajo.
Ah, claro, claro que volvería a hacerlo. Porque, mira, mejor: así no te van a llamar para cosas que no te interesan. El tema es que, penalizando la cultura, cometen el peor pecado de indecencia, inmoralidad y ataque al pueblo.
Cuando penalizan la cultura, no te están penalizando por una película, sino por una ideología. Castigaron a todo el cine, a todo el teatro, la música… Convirtieron a toda la cultura en el enemigo público número uno, con una campaña que intentaba poner a toda la sociedad en nuestra contra. Eso todavía es un estigma.
¿Volverías a hacerlo igual?
Sí, me hago cargo, porque con todas las consecuencias yo prefiero eso que ser tibia y acabar cayendo en lo que yo más detesto, que es la indiferencia. No, no y no. Porque vendes tu alma.
Me gusta esta señora. No tiene pelos en la lengua. Estoy totalmente de acuerdo en lo que dice de la sociedad española y su hostilidad hacia el extranjero, especialmente si no es rico y de derechas.
Cuando yo vivía en Francia (1976) España para muchos exiliados latinoamericanos como yo, era un país más atrasado que los nuestros.
Sra. Rota, sobre el racismo de los españoles hacia los extranjeros, usted tiene razón. ¿Puede usted definirme el significado de «GALLEGO» que se utiliza desde décadas en Argentina para señalar a un emigrante de origen español?. Gracias.
Sr. Acevedo: Hace 40 años visité Bs.As. y disfruté de la hospitalidad de una familia argentina, con apellido gallego (de Galicia), El jefe de familia, un taxista maduro, lanzaba pullas a su nuera española llamándola «gashega». Y ella, Mari Carmen, nos confesaría después que su suegro era insufrible.
En Chile, mi país natal, a los españoles los llamamos (cariñosamente) «coños», porque verá Ud., es la expresión frecuente que los hijos de la Madre Patria profieren a cada rato.
El «racismo» o la xenofobia rara vez se dirige a los españoles. En nuestros países el blanco de los odios y las discriminaciones se proyecta preferentemente hacia los aborígenes (mapuches en Chile y Argentina), y hacia las clases bajas, que los argentinos de clase alta suelen llamar «negros».
En nuestros países los emigrantes españoles gozan de un buen estatus económico y social, lo cual infunde respeto. En el caso de Chile, los refugiados que vinieron en el Winipeg, barco fletado por Neruda tras la guerra civil, eran profesionales, educadores, etc.
Y fueron recibidos en el puerto de Valparaíso con vítores y acogidos en los hogares chilenos. Lea el libro de Isabel Allende Largo pétalo de mar, que cuenta la verídica historia de ese acontecimiento.
Sr. Solar. Tras su larga perorata tanto usted como yo sabemos el significado del termino «Gallego» en Argentina, Uruguay, etc. Lo mismo que los terminos: Sudaca y Panchito en España o Frijolero en U.S. No hago un juicio de valor, simplemente expongo un hecho. Sin pelos en la lengua. Saludos.
¿Castigos físicos en la escuela en España en los años 80? Yo estudie primaria en una escuela rural de un pueblo de Huesca a finales de los 70. Soy varios años mayor que sus hijos y ya no había ningún tipo de castigo físico por parte de los maestros. Me resulta extraño que sus hijos lo sufrieran en Madrid años después.
Quizá en los 80 era ya algo muy residual, pero en el 77 o 78 en mi colegio, un colegio público, daban hostias como panes. Tuve un profesor famoso por ello a quien mi padre advirtió de que no me pusiera jamás la mano encima.
Pero recuerdo también otros padres ansiosos por tener a sus hijos en su clases porque identificaban ese tipo de disciplina con un mayor rigor educativo. Claro que, ejemplo pendular, hoy si algún alumno grita y amenaza al profesor éste casi ha de aguantar estoicamente…
Soy del 86 y tuve castigos físicos en un colegio de Valencia. Al menos dos profesores los ejercían. Una con la regla y el otro con un anillo dándoles a los alumnos en la cabeza. Ambos rondarían los 50, así que siendo residual, existiría en bastantes colegios (pensando en profes de más edad)