Si escribir canciones es verter lágrimas, podemos decir que nadie, absolutamente nadie, ha llorado tanto como Yosi. Nadie ha sabido transformar tanto dolor en tinta como el viejo druida de Ourense. (Kutxi Romero)
Cada año, durante el mes de junio, se celebra en Santa Baia de Losón la romería de O Corpiño, una de las más populares, subvencionadas y concurridas de toda Galicia, incluidas las quintas provincias. La parroquia, localizada en el Concello de Lalín y con una población censada inferior a los cuatrocientos habitantes, recibe esos días a los miles de visitantes que se acercan al pequeño santuario neoclásico con la sana intención de espantarse el meigallo, un hechizo de amplio espectro y origen indefinido que suele afectar, en algún momento de sus vidas, a casi todos los descendientes —directos e indirectos— del rey Breogán. Allí, en el corazón geográfico del país y a las faldas del monte Carrio, se dan cita los más fieles devotos de esta imagen milagreira y especializada que acostumbra a repartir protección y suvenires entre enfermos de todo tipo, adictos al milagro preventivo, amigos del infortunio, mercaderes gastronómicos, malos estudiantes, algunos políticos locales y, desde hace un par de años, una legendaria y casi apagada estrella del rock: Yosi Domínguez.
Antes de aquella primera visita a O Corpiño, en el verano de 2018, el líder y vocalista de Los Suaves había renunciado casi definitivamente a todo cuanto un día fue, incluida su propia voz. Llevaba dos años sin tocar una guitarra, sin entonar ni una triste melodía y recluido en su casa de Ourense, tan magullado por las secuelas de una desafortunada caída que apenas lograba avanzar en el proyecto más ambicioso de su nueva vida: la reconstrucción de un viejo hórreo que languidecía dentro de su propiedad, una metáfora tan perfecta que solo se le habría podido ocurrir a él mismo. Rodeado de libros, árboles y piedras, el druida limitó cualquier contacto humano al amor de su pareja, la periodista argentina Luna Lunardelli, y a las visitas de un grupo muy selecto de amigos entre los que se encuentra el escritor —y fiel escudero en su peregrinación al santuario de Losón— Rodrigo Cota. «En el último instante, amigo Rodrigo, comprenderás que lo único que te llevas de aquí son cien libros, cien poemas y cien canciones. Todo lo demás sobra», le confesó durante uno de esos paseos por la intimidad de su finca, apenas un mes antes de que la Virgen obrara el milagro.
En 2016, durante el último concierto de la banda hasta el momento, Yosi Domínguez se precipitó al vacío por una trampilla mal señalizada: otra vez la metáfora perfecta. Llevaba tantos años caído que su percance fue recibido con cierto escepticismo generalizado, como si todo formara parte de una performance. A Yosi lo ha matado tantas veces la rumorología —sobredosis, suicidio, caída desde una azotea, cáncer— que nadie parecía dispuesto a dar mayor importancia al incidente de Santander hasta que el parte médico encendió todas las alarmas. El ídolo se había fracturado una pierna y un hombro, pero el verdadero peligro residía en un fuerte traumatismo craneoencefálico que lo sumió en el coma. «Era el final del concierto. Me encendí un cigarro, tomé un trago y dije: “Adiós, espero vernos pronto, gracias por…”. Y, de repente, la negrura», explicaba el artista varios meses después en una entrevista concedida a la revista La Heavy. «Solo recuerdo que vinieron las ambulancias y perdí el sentido durante meses». Los médicos que lo atendieron llegaron a temer por su vida, pero ninguno de los componentes de la banda, presentes y pasados, se molestó en visitarlo. «En estos dos años, en todo el tiempo que he pasado de convalecencia desde el accidente, no he vuelto a verlos», asegura en otro momento de la entrevista. Uno de ellos, el también eterno bajista de Los Suaves, es su hermano Charly.
De pequeño, Yosi vio a la Santa Compaña. Jugaba con uno de sus hermanos en un bosque de Ourense cuando, de repente, se toparon con la procesión de las ánimas. Según le relató a su amigo Cota en alguna ocasión, se quedaron petrificados durante un instante y luego echaron a correr. Pero sucede, claro, que los recuerdos siempre son más rápidos que las piernas, y el de aquel encuentro lo perseguiría toda su vida, de ahí que la muerte sea uno de los temas más recurrentes en sus canciones. Al fatalismo congénito en cualquier hijo del río Miño que se precie, incorporaba Yosi una experiencia traumática que los años y los excesos terminaron por convertir en una de sus señas de identidad: siempre al límite, siempre con un pie en Ourense y otro en el más allá, lo que a menudo resulta ser el mismo sitio. Juan Tallón se lo encontró durante uno de esos descensos al infierno en la cola de un supermercado de la ciudad. Estaba sucio, en zapatillas de casa, perdido… Se quedó mirándolo un momento hasta que el artista se giró y le preguntó si podía pagar la barra de pan que llevaba en la mano. Era el Yosi que se presentaba tarde a los conciertos, que deambulaba por el escenario como si todo le importase una mierda, el que apenas tenía voz para solicitar la colaboración del público en los estribillos con su clásico y desesperado «¡Ayudadme, joder!».
En Galicia, donde los entierros son cultura, esperar el suyo se convirtió en algo parecido a una costumbre. Cada cierto tiempo, un rumor definitivo se propagaba de parroquia en parroquia con la velocidad del fuego y, a veces, era simplemente eso: un fuego, un incendio forestal que algunos confundíamos con una gran pira funeraria diseñada a la medida del gigante. Sus fanes se acostumbraron de tal manera a darlo por muerto que el mero de hecho de verlo vivo sobre el escenario, escrutado por las miradas inquisidoras de sus compañeros, bastaba para regresar a casa con la felicidad intacta por haber asistido al que siempre parecía su último concierto. En aquel tan desafortunado de Santander, cuando el artista había recuperado buena parte de su crédito y hasta la voz, una caída dejó al descubierto lo que ya era un secreto a voces para todo el mundo: que los únicos que habían perdido la fe en Yosi Domínguez eran Los Suaves.
Nadie sabe si la gran banda del rock nacional por excelencia está definitivamente disuelta: el de las certezas nunca fue su contexto favorito. Todo parece indicar que el de 2016 fue, esta vez sí, su último concierto, pero nada es del todo definitivo con Yosi de por medio y la inestimable colaboración de Nuestra Señora de O Corpiño. El 2 de noviembre de 2018, el gato volvía a maullar en compañía de Rodrigo Cota Jr., el hijo músico del escritor pontevedrés. Se arrancó el segundo con los acordes de «Dolores se llamaba Lola» y a Yosi le explotaron, por fin, los demonios que le atenazaron la garganta durante esos dos años de convalecencia y duelo. Cómo de grande debe ser la leyenda que siempre lo ha acompañado para que la enésima demostración de su más absoluta decadencia se convierta, por obra y milagro de una talla religiosa, en el penúltimo de sus cantos a la esperanza.
Yosi, me hizo entender como se hacen las canciones con guitarra acústica: puedes partir de una idea (convertida en letra) o de una melodía. Escuché a Leño y a los «enfrentados» de la época. Y aunque los escuchábamos todos, tenías que ser de Obús o de Barón Rojo; yo era de los barones por sus letras, me parecían más elaboradas….pero el día que calló en mis manos, aquella cinta grabada, con «esta vida me va a matar»…..fue un shock .
Leer esto,me duele pues quienes serían ellos sin él…nadie,ni siquiera Alberto.
Deberían estar rezando por él,ya que cuando peor está hace sus mejores temas; debería haberse retirado ya.