Los desiertos poseen una magia particular, pues han agotado su propio futuro y, por lo tanto, están libres del tiempo. Cualquier cosa erigida allí, una ciudad, una pirámide, un motel, está fuera del tiempo. No es casualidad que los líderes religiosos surjan del desierto. Los centros comerciales modernos tienen casi la misma función. Los futuros Rimbaud, Van Gogh o Adolf Hitler surgirán de sus desechos atemporales.
(G. Ballard. La exhibición de atrocidades, edición anotada. 1992)
A todos los que llegan a este lugar feliz: bienvenidos
(Walt Disney. Discurso de inauguración de Disneyland. 1955)
Los maquilladores de comida son las personas más poderosas del planeta. No viven en palacios de oro ni en parlamentos europeos ni en despachos ovales ni en bancos mundiales; trabajan en estudios de cine o fotografía, a menudo solos o con pequeños grupos de personas a su disposición y, sin embargo, sus productos modelan nuestra comprensión del mundo y de la propia realidad hasta la primera respuesta que nos define como seres humanos: la respuesta emocional.
¿No me creen? Pues piensen en la última vez que vieron un anuncio de comida rápida. Si son aficionados al deporte los tendrán muy recientes porque es en medio de los partidos cuando más publicidad de este tipo aparece en la pantalla: pizzas bordeadas de queso desafiantemente cremoso, hamburguesas jugosas envueltas en saltarinas hojas de lechuga cubiertas del rocío más fresco de la mañana, pepinillos verdes como esmeraldas y tomates capaces de alimentar a ciudades enteras, pan con semillas de sésamo colocadas según patrones ignotos pero perfectos. Perfectamente cremoso, perfectamente jugosas, perfectamente cubiertas de rocío, perfectamente verdes y perfectamente suculentos. Todo es perfecto.
Luego vas al McDonald’s del barrio y lo que te dan es una birria. La hamburguesa que tienes en la bandeja de plástico imitación madera es un sucedáneo disminuido de esas fotografías a todo color que colonizan las paredes del restaurante. Y te frustras. No deberías hacerlo porque, al fin y al cabo, todo forma parte de un engranaje mercadotécnico y estás bien acostumbrado a ello. Sin embargo, te frustras, aunque sea de forma moderada. La cosa te jode porque ya no se trata de objetos accesorios; no es un coche o una falda o un apartamento en la playa. Es lo que nos alimenta: las hamburguesas y las pizzas, pero también las manzanas brillantes y las sopas de cocido humeantes y los filetes de pollo despampanantes. Nos hemos creído que la comida que nos anuncian es la comida real cuando, a veces, ni siquiera es comida. Las semillas de sésamo son pequeñas escamas de PVC, el pan es poliuretano y el kétchup y la mostaza son trazos de pintura acrílica roja y amarilla. Incluso la carne y la lechuga se colocan especialmente para dar bien en cámara; solo un fragmento, hacia el objetivo. Todo ello cogido con horquillas y cubierto de laca para aguantar el tiempo de la grabación y el calor de los focos. Todo ello cuidadosamente manufacturado por un maquillador de comida.
Sin embargo, esto solo son consecuencias; los culpables de nuestra frustración no son esos poderosos artesanos anónimos y tampoco el constructo difuso al que llamamos marketing. El primer responsable es Walter Elias Disney, porque él construyó una ciudad real a partir de una colección escogida de mentiras.
La ciudad de mentira
Puestos a ser falsos, Disney no fue exactamente el primero. Las Vegas ya se había refundado el 26 de diciembre de 1946 cuando Bugsy Siegel inauguró el Flamingo Hotel & Casino y, en realidad, la estructura arquitectónica de lo falso era prácticamente una tradición norteamericana desde la construcción de los parques de atracciones de Coney Island a principios del XX o de la Exposición Universal de Chicago en 1893. Esta lógica de la imitación era evidente en artilugios híbridos como el elefante habitable de Coney Island o las colosales fachadas neoclásicas de Chicago que simulaban mármol italiano, si bien se habían fabricado con madera pintada de estuco. De hecho, tampoco estos dos ejemplos pioneros eran verdaderas invenciones pues se apoyaban en el sistema constructivo natural de un país sin historia arquitectónica.
A lo largo de los siglos XVIII y XIX, la construcción estadounidense es esencialmente colonizadora; los edificios se levantaban a gran velocidad para poder solidificar los asentamientos a medida que los colonos avanzaban hacia el oeste. Las casas, los fuertes y los graneros debían construirse en el menor tiempo posible y así fundar la población como elemento consolidado. Para conseguir esta construcción de gran velocidad, se desarrolla un sistema, el balloon frame, que consiste esencialmente en una estructura de madera ligera y atomizada en pequeñas partes, normalmente embebida en las fachadas. Así, los edificios construidos con este método son herederos directos de las tramoyas teatrales y, pese a que teóricamente penalizan su durabilidad frente a la construcción con piedra, ladrillo u hormigón, terminaron conformando el procedimiento constructivo predominante en los Estados Unidos. La tradición americana es la tradición del decorado, de la imitación. Es decir, que las refulgentes fachadas-anuncio de Las Vegas o el mármol de cartón piedra de la Expo de Chicago son la verdadera arquitectura americana.
Pero en ninguno de estos casos se era verdaderamente consciente de lo que se estaba haciendo, solo respondían a una manera —arquitectónica y experiencial— de entender el mundo. Disneyland era distinta. Desde su propio discurso de inauguración, pronunciado por el mismo Walt el 17 de julio de 1955, Disneyland destilaba y cristalizaba los Estados Unidos en una ciudad:
A todos los que llegan a este lugar feliz: bienvenidos. Disneyland es vuestra tierra. Aquí los mayores reviven los buenos recuerdos del pasado; aquí los jóvenes saborean la promesa del futuro. Disneyland está dedicado a los ideales y los sueños que han creado América.
Efectivamente, Disneyland no era un parque de atracciones, era un lugar conformado fuera del pasado y fuera del futuro. Como el desierto descrito por J. G. Ballard, se colocaba con extrema precisión fuera del tiempo y fuera de cualquier límite que no naciese de los sueños más o menos imprecisos de una América entendida como artefacto emocional. Lo que pasa es que esos anhelos no flotaban en el aire; Disneyland era —y es— una realidad construida. Lo sueños, que son entidades imposibles, se consolidaban en espacios tridimensionales y arquitecturas palpables, físicas. En materialidad instantánea y comprensible. Así, en una sociedad occidental de metrópolis mutantes y seres humanos impredecibles, Disneyland se entendía —y se entiende— como una isla de felicidad controlada, aunque se cimentase sobre una serie de mentiras, de máscaras corregidas y aumentadas, extraídas de los productos de la Walt Disney Company. El europeo castillo de Cenicienta, más europeo que cualquier construcción del Viejo Continente; el poblado del Oeste, también construido con balloon frame pero mucho más amable y mucho más limpio que los que colonizaron el país; Tomorrowland, tan en el futuro que ningún futuro llegará nunca a ser igual.
Todo construido como el decorado de un teatro, como en La noche americana de Truffaut. Un escrupuloso envoltorio de fachadas de cartón piedra y madera pintada que imitan madera real y piedra real, mientras los cuerpos de los edificios son despreciables y permanecen ocultos porque tienen que ser invisibles. Porque el prestidigitador nunca revela sus trucos y nadie quiere saber que, al final, la magia es un entramado de distracciones visuales. Una coreografía donde lo más importante es saber lo que hay que enseñar y lo que no. Y lo que se enseña en Disneyland es perfecto. Ciento sesenta acres perfectos.
Y lo más perfecto y lo más intrincado no son las montañas rusas ni los castillos; el lazo que ata el simulacro es la avenida que articula toda la ciudad: Main Street USA. En Disneyland, la calle también es una máscara. Esa Main Street no pertenece a ningún lugar concreto, sino que representa a todo el país. Los Estados Unidos solidificados en fachadas pintorescas, en bancos pintorescos y en farolas pintorescas. Aunque todo sea igual al tacto; aunque las ventanas sean ciegas porque no abren a ningún interior; aunque la segunda planta, demasiado baja, no tenga detrás ningún espacio porque no hay altura libre suficiente para albergarlo. El espacio urbano es una ilusión óptica. Un trampantojo arquitectónico perfecto y, esta vez, real.
Islas de realidad
Pese a las reticencias iniciales de los inversores, Disneyland fue un éxito instantáneo. Ciento sesenta mil personas visitaron el parque californiano el día de la inauguración, más de tres millones y medio el primer año, la mitad de los cuales llegaron desde fuera de California. Todo el mundo quería experimentar una ciudad perfecta y la Walt Disney Company les concedió su deseo. Disney World abrió sus puertas en 1967 en Florida, Tokyo Disneyland en 1983 y Euro Disney en París en el 92. El desembarco en Europa desencadenó una fiebre global y, en cosa de dos décadas, cientos de parques temáticos de todo pelaje y condición acabaron poblando el planeta. Todos los países y todas las regiones del mundo querían tener una ciudad perfecta. Así que, para ser perfecto, el mundo acabó imitando a la imitación.
En 1972, Robert Venturi, Denise Scott Brown y Steven Izenour publicaron Learning from Las Vegas, que bien podría haberse titulado Learning from Disneyland. En el libro, abogaban por la fachada como principal elemento significativo de la arquitectura contemporánea. Esa fachada no se entendía como consecuencia del espacio interior sino como artefacto dirigido al espacio público. Por tanto, la imagen del edificio no debía responder al contenido espacial del mismo sino a su carácter semiótico. Las fachadas contemporáneas eran anuncios y los edificios no eran espacios arquitectónicos sino símbolos. El mundo se construía de acuerdo al modelo de Disneyland hasta el punto de que, en 1991, el profesor universitario Peter K. Fallon acuñaría el término disneyficación: el proceso según el cual un lugar real es desprovisto de su carácter original para ser sustituido por una versión higienizada y desinfectada del mismo. Es decir, por un decorado. Las ciudades contemporáneas se repiensan exclusivamente desde su imagen, son un disfraz manufacturado para el consumo turístico, aunque sea de los propios residentes.
El bucle se cerró en 1996, cuando la Walt Disney Company fundó la ciudad de Celebration en Florida, a unos pocos kilómetros de Disney World. Celebration se concibió como una comunidad meticulosamente calculada para ser feliz: calles peatonales, anchos amables, tiendas atractivas, un lago artificial planificado hasta el detalle más nimio, parques, piscinas, una escuela, una oficina postal y hasta su propio ayuntamiento, pese a que el pueblo no es técnicamente independiente. Y casas, casas bonitas, agrupadas según estilos arquitectónicos del pasado, pintadas de distintos colores, con cubiertas inclinadas y ventanas de madera blanca, proyectadas por algunos de los arquitectos más representativos y más en consonancia con lo que Disney buscaba. Philip Johnson, Michael Graves, César Pelli o los mismos Robert Venturi y Denise Scott Brown levantaron obras en un experimento que llenó las páginas de periódicos y revistas especializadas en arquitectura y diseño. Porque todo estaba diseñado y todo era un experimento. Una máquina de ingeniería social en la que hasta el escudo de la ciudad se había dibujado para ofrecer la imagen de mayor paz, tranquilidad y felicidad posible. Celebration era un pueblo real disneyficado desde su propio planeamiento urbano. La compañía imitaba a la imitación de la imitación.
Pero no funcionó, claro. Celebration es demasiado perfecta, demasiado fabricada, demasiado nostálgica y absolutamente falsa. En 2001 fue elegida comunidad del año por el Urban Land Institute, pero sus calles parecen la pesadilla de color pastel que Tim Burton filmó en Eduardo Manostijeras. Porque Disneyland se cierra por las noches y renace nueva e impoluta cada mañana, mientras que una ciudad nunca se apaga. La gente no la experimenta durante cantidades limitadas de tiempo; vive una vida real dentro de ella. Y la realidad es muy difícil de controlar.
Cuando desarrolló el concepto de hiperrealidad, Jean Baudrillard afirmó que «Disneyland es el lugar más real de los Estados Unidos porque no finge ser más de lo que realmente es: una simulación». No tiene un modelo al que referirse porque es su propio modelo. No hay frustración posible porque, al contrario que la hamburguesa comestible que comparamos con la del anuncio, Disneyland solo es un decorado e, inherentemente, nada más que un decorado, tanto físico como emocional. Celebration y la mayoría de las ciudades occidentales fingen ser parques temáticos mientras lidian con miles de circunstancias cotidianas; fingen ser ciudades mientras ofrecen la imagen de parques temáticos. Sin embargo, Disneyland y sus cientos de herederos parecen glorificaciones de lo ficticio cuando son un archipiélago de realidad. El problema es que esa realidad es tan acotada y tan pura que solo podemos resistirla durante un par de días.
Muy buen articulo, si ya tenia pocas ganas de visitar en mi vida ese esperpento, ahora mucho menos
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