Quizá ser un loser pueda ser un fin en sí, una manera tan válida como otra de organizarse la vida. Hoy la palabra ha mudado a un vocablo de uso regular que se utiliza para calificar, no al que es menos apto o capaz, sino al que no es igual a los demás, al que no aspira a la homogeneidad. En ese sentido podría ser una evolución natural de la bohemia, donde el artista que no alcanzaba un éxito rápido debía asumir que su destino era el devenir adocenado, el perderse en la indistinción de la masa, el caer del lado de los insignificantes, antes que escorarse hacia la consagración cultural, como explica Javier Aquilué en lo que ha dado en llamar El Ojo Vago (En vez de nada, 2020). Más o menos el mismo concepto de loser que maneja Ignatius Farray refiriéndose a sí mismo en Vive como un mendigo y baila como un rey (Planeta, 2020).
Al escultor Alberto lo arrolló la vida. Fue un loser. Empezó mal, llamándose Alberto Sánchez Pérez, que no es memorable (con perdón del presidente). La cosa empeoró al nacer en el barrio de las Covachuelas de Toledo en 1895. Su familia emigró a Madrid, pero Alberto había encontrado un buen trabajo en una herrería y decidió quedarse. Fue una mala decisión. En 1907 sufrió un accidente en la fragua y su vista quedó dañada, así que al final tuvo que tragar e irse a la capital. Entró de aprendiz en el taller del escultor José Estanys, trabajo que combinó con el de panadero por las noches. Durante los años siguientes consiguió aprender a leer en la Casa del Pueblo y se fue metiendo en las Juventudes Socialistas. Allí conoció a Francisco Mateos y se enamoró de las obras de María Blanchard en una exposición. Pero cuando parecía que había encontrado el camino de su destino le tocó hacer la mili. Por supuesto en Melilla. Se tiró allí entre 1917 y 1920. A su vuelta la Escuela de Artes y Oficios le negó el acceso, pero afortunadamente la panadería no, lo que le dejaba el día para dibujar en el Gran Café de Oriente junto Rafael Barradas. Gracias a este, en 1924 participó en el Salón de Otoño con cuatro dibujos, y posiblemente también por él, la Diputación toledana le dio una beca. En 1926 consiguió su primera exposición individual en el Ateneo madrileño (dibujos y apuntes para esculturas) y conoció a Benjamín Palencia, con quien expondría habitualmente, constituyendo lo que se ha llamado Escuela de Vallecas. La cosa iba bien, muy bien.
Demasiado bien. Estamos en 1933. Surgen desavenencias entre Alberto y Palencia y la Escuela de Vallecas se disuelve, pero Alberto ya es lo bastante conocido para que la compañía de Ignacio Sánchez Mejías le encargue algunos decorados para teatro y sea nombrado profesor de dibujo en El Escorial. No sé si el lector se ha dado cuenta, pero Alberto quería ser escultor, sus dibujos eran bocetos de esculturas y estas, salvo excepciones mínimas, eran solo grafitos en un papel. En 1936 se casó con Clara Sancha y en abril expuso por fin diez esculturas en el local de los Amigos de las Artes Nuevas de Madrid. Bueno, ya saben qué ocurrió en 1936. Alberto se fue a combatir al frente de Peguerinos y su familia a Valencia. Mientras tanto, un bombardeo destruyó su casa de Lavapiés con sus obras dentro.
En 1937 nació su hijo Alcaén, y el arquitecto Luis Lacasa, que era su cuñado (estaba casado con la hermana de Clara) convenció a Josep Renau para llevárselo a París donde estaban con el lío del Pabellón de la Exposición Internacional. Parece ser que Alberto no solo hizo el monolito de la entrada del pabellón, El pueblo español tiene un camino que conduce a una estrella, sino que trabajó como carpintero y albañil, hizo las estanterías y seleccionó las piezas de arte popular. Eso sí, conoció a Picasso.
Una vez concluido el evento todos los pabellones se desmantelaron, incluido el español, y la escultura de Alberto desapareció, como casi toda su obra en España. Era una estructura en columna de 12,5 metros de altura, de cemento y bronce, así que si no se ha encontrado ya, con la Segunda Guerra Mundial de por medio, es difícil que aparezca. Eso sí, existe un réplica de 18,7 metros y siete toneladas de peso en el exterior del Museo Reina Sofía (MNACRS) realizada por Jorge Ballester (sí, el de Equipo Realidad, que era sobrino de Renau, por cierto) que iba a ser el reclamo de la exposición que le dedicó el centro a Alberto en 2001, y que se ha quedado allí.
En 1941 la familia Sánchez fue evacuada a Bashkiria, y de allí a Moscú, donde Alberto se dedicó a las clases de español para niños y a hacer decorados teatrales. Murió en octubre de 1962.
El mejor ejemplo de su obra lo es también de su vida. En 1929 realizó un boceto llamado Monumento a los niños con el que se presentó al Concurso Nacional de Escultura de 1930. No ganó, pero el Museo Español de Arte Contemporáneo (MEAC) decidió comprarle una pequeña escultura. El problema es que Alberto no tenía piezas producidas, así que redibujó la pieza central del proyecto y en 1933 le encargó a un sacador de puntos de una cantera de Novelda que esculpiera la figura. Es su famosa Marternidad, en mármol y realizada por otro. El MAEC se la quedó y en 1965, tres años después de la muerte del autor, fundió en bronce a la cera perdida un ejemplar para utilizarlo en exposiciones temporales. Resultó una decisión muy afortunada porque, en 1985, durante una visita internacional de curadores, una de ellas retrocedió para ver mejor un cuadro y se cargó la Maternidad, que tuvo que ser totalmente restaurada. Ambas piezas se conservan en el MNACRS.
A partir de 1958, Alberto comenzó a plasmar en yeso de las obras dibujadas. Tras su fallecimiento se creó la Fundación Alberto, dirigida por su sobrino Jorge Lacasa, su viuda y su hijo. Se recopilaron los dibujos y yesos y se llevaron a la Fundición Capa en Arganda del Rey, que se dedicó a pasarlos a bronce. En 1972 se plantearon mejorar la versión de mármol de la Maternidad a partir de los dibujos originales. El encargo se hizo a la Fundición Parellada, que tenía mucha experiencia por ser la habitual de Miró, Tapies, Subirats o Chillida. Y se enteró el crítico de arte Vicente Aguilera Cerni, que acababa de fundar el llamado entonces Museo Popular de Arte Contemporáneo de Vilafamés (MACVAC), y que estaba liando a Joan Miró para que cediese una obra (el famoso Golafre). El caso es que Aguilera se llevó la primera de una serie de cinco maternidades que desconocemos si llegó a completarse, fiel al dibujo original, y que se convirtió en su obra preferida. Sigue siendo una obra fundamental del museo.
Los dos ejemplos clave de la obra de uno de los mejores escultores suurealistas no son de su mano. Quizá Alberto fuera un loser. O quizá sea loser una sociedad a la que nada reporta la expresión individual sino como posible valor productivo. Quizá.
Vi hace años una exposición de Alberto Sánchez en Barcelona, creo que era en el MNAC: me emocionó mucho. Sus cuadros plasman de manera magistral el paisaje castellano, como visto por un extraterrestre. Sus maternidades, esculpidas y dibujadas, prefiguran a las de Miró. La escultura para el pabellón español, que hoy está frente al Reina Sofía, me recuerda de una manera que no llego a comprender del todo a mis veranos de la infancia en la sierra de Gredos, en Guisando. Me parece un auténtico genio, y lo mejor es que no lo conocía ni de oídas. Una sóla visita a su obra, y me dejó huella.
Cierto, Moncho. Quizá haya algo de sinceridad en su obra que nos haga relacionarla con nuestros orígenes
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