Adam Glass (Decatur, Georgia, 1968) tiene una risa diminuta y aguda, sigilosa como un punto y coma. Que lleva treinta años contando historias se nota en cuando empieza a desgranar la suya, que tiene todos los ingredientes de los relatos cinematográficos del sueño americano: la infancia pobre, el trabajo duro, la perseverancia para cumplir un sueño. Escena de dormir en el coche incluida. «Yo soy el sueño americano», anuncia rotundo, como si la película empezara con una voz en off. Le gusta —se nota— desgranar detenidamente cómo llegó a ser guionista de series como Supernatural, escritor de cómics, propietario de una casa las colinas de Hollywood. Porque no fue fácil y, sobre todo, porque está convencido de que su ascenso a la cima encierra muchas lecciones más allá de la baratija motivacional. Glass es un tipo que cree en la suerte lo justo para no quitarse méritos. Que es consciente de lo cruel de la industria en la que se mueve, que muchas veces estuvo a punto de devorarlo también a él. Porque en contra de la imagen que tenemos, en Hollywood casi nadie es élite. Tampoco él, que sigue hablando de dinero con la transparencia humilde de quien jamás lo tuvo por castigo.
Está rodando en España una serie para Netflix y hace una pausa para hablar de esto, su historia. No era la que le había tocado vivir pero se emperró. Escribió tanto que ahora las líneas le salen solas.
Te has definido alguna vez como «un judío neoyorkino del sur profundo de Estados Unidos». Ahora que llevas varias décadas trabajando y viviendo en Hollywood, ¿eres también un tío de Los Ángeles?
[Risas], puede ser, sí. Aunque lo gracioso es que, a falta de un término mejor, yo soy EE. UU. En el sentido de que nací en el sur pero fui criado en el norte. Mi padre biológico era un baptista sureño, mi madre judía, que me crio en un hogar judío, que es lo que me considero. He sido pobre y he sido rico. Quizás no rico, pero ya sabes: con buena posición. También he vivido en California durante los últimos veinte años, así que he visto todo, cada aspecto de EE. UU. Digamos que soy una persona que encarna el típico sueño americano. Ya me entiendes: di un vuelco a mi vida, tuve un sueño, una idea… Porque crecí muy pobre, usando siempre la asistencia social, y no tuve padre. Bueno, fui a conocerle a la cárcel cuando tenía catorce años, pero me criaron mis mi madre y mi abuela, mi «bubbe», como la llamamos en la cultura judía.
De hecho, bromeas con que fuiste criado por Hanna y sus hermanas, ¿no?
Sí, lo digo mucho. No fueron solo mi abuela y mi madre, también me criaron muchas de mis tías. Fue algo que obviamente me ayudó a identificarme con mi lado femenino, y a la vez que me construía a mi mismo como hombre, me permitió darme cuenta de lo que suponía la lucha femenina. Me fijaba en mi madre, que nos parecemos mucho, y veía cómo para ella todo era muchísimo más complicado, el abrirse camino en la vida. Como hombre, yo podía hacer exactamente las mismas cosas sin que nadie lo pensara dos veces, pero con ella era diferente. Por ejemplo con el sentido del humor. Si miro atrás, veo como toda la vida me han dicho que era muy gracioso, pero si mi madre hacía la misma broma que yo, la gente se quedaba con cara de «mm, esto es raro».
Me dicen mucho eso de que ha tenido que ser duro crecer sin padre, pero la verdad es que tuve muchísimo amor del resto, realmente fui muy querido, nunca me sentí no deseado. Fui muy afortunado de tener todas esas mujeres maravillosas en mi vida y algunos tíos fantásticos también. Extrañé un padre, pero lo compensaron de mil maneras. Provengo de una estirpe que no soñaba a lo grande. Generaciones y generaciones de gente que trabajaba con sus manos, sastres, electricistas…. Y cuando dije que quería trabajar con mi cabeza, la reacción fue clara: estás loco. Sencillamente no podían entenderlo. Y yo lo supe toda la vida, supe que no querría dedicarme a nada de lo que se dedicaban ellos. Es extraño, porque no es solo que no lo entiendan, es que sienten que de algún modo estás renegando de ellos. Así que cuando me mudé a Los Ángeles para perseguir todo esto, todo el mundo pensó que estaba loco.
Años después, decían «¡nosotros creímos en ti, sabíamos que lo lograrías!» pero no. No. No fue así, lo que decían es «deberías unirte al sindicato de electricistas, aprender el oficio…». Hay algo que suelo decirle a la gente: puedes tener una estrella polar que guíe hacia donde quieres ir en la vida, pero cómo llegas allí, es un viaje extraño. Nunca se sabe. Lo digo porque miro atrás ahora, con cincuenta y dos años, y veo que si no hubiera comido con esa persona, hecho tal cosa, aceptado ese trabajo por la forma en que salió… no estaría aquí. Y eso es fantástico. No podría haberlo imaginado ni en un millón de años.
Dices que cada vez que escribes un guion es como si compraras un billete de lotería, que nunca sabes lo que va a ocurrir con él. Esto es un poco lo mismo.
Sí, eso. Nunca sabes. A quien se acerca pidiéndome consejo, especialmente si son escritores, y me dicen eso de «¿qué consejo me darías, como escritor?» les pregunto lo mismo: «¿Hay otra cosa que quisieras hacer?». Si me dicen que podrían ser abogados, o profesores, o cualquier otra cosa, se lo digo claramente: pues haz otra cosa, no escribas. Yo escribo porque literalmente no hay otra cosa que pueda hacer. Si no escribiera, no sé, me encanta la historia y podría dar clases… pero no lo sé. No tengo nada más. Mira, mi hija va a la Berklee School of Music y está increíblemente dotada con un gran voz, si te pusiera algo de lo que hace, alucinarías. Pero yo le aviso: también necesitas suerte. Ahí está el tema. Tienes que estar listo y preparado para que si la suerte se cruza en tu camino seas capaz de aprovechar el momento y decir: boom, allá vamos. Pero es difícil. Mi hijo, por ejemplo, tiene diecisiete años y aún está tratando de encontrarse, es un artista. Mi mujer y yo bromeamos todo el rato sobre ello, sobre qué esperamos de ellos. Los dos somos artistas y nuestros hijos también, y aunque sabemos que es un camino muy duro, no podemos aconsejarles que hagan lo contrario de lo que hicimos nosotros. No podemos decirles que busquen un plan de respaldo o que hagan algo «por si acaso». Tienen que encontrar su propio camino.
Tú fuiste la primera persona de tu familia en ir a la universidad, ¿no?
Sí. Mi familia materna son judíos rusos, procedentes de Bielorrusia y trabajaban en oficios relacionados con la costura, sastrería… la paterna eran sureños dedicados al campo, working class people en ambos lados, que sencillamente sentían que no había tiempo para cosas como la universidad. Yo sabía que quería ir, era muy importante para mí, y me llevó cinco años y medio acabarla porque tenía que trabajar a la vez de camarero y de mil cosas más. Fui al City College de Nueva York, y ahora cuando estoy sentado en una sala de guionistas, siempre me burlo de la situación: a mi izquierda se sienta uno de Harvard, a la derecha uno de Yale, y yo soy el jefe, el que fue a un City College. La idea de que un chico que estudie en un sitio como ese pueda estar al cargo de todos ellos es muy potente.
Uno de mis sueños es en algún momento volver a uno de esos city college a dar clases, porque me gustaría que los chavales supieran que pueden lograrlo. Porque aunque crezcas en la ciudad, hay que recordar que es muy diferente hacerlo en Manhattan que en el Bronx, o en Brooklyn o en Queens. No tiene nada que ver, como no tendría nada que ver crecer en Madrid o en las afueras de Detroit. Para nosotros, era como si Manhattan estuviera a un millón de millas de distancia aunque no lo estuviese, porque veníamos de familias inmigrantes, trabajadores, que te decían ¿pero para qué vas a Manhattan? Cuando estaba literalmente a treinta minutos en tren. Lo que trato de decir es que en ese contexto, cuando estás creciendo ahí, nadie te dice: puedes ser escritor, o puedes ir a Hollywood y hacer series de televisión, o escribir cómics, o nada de eso. Nadie te lo dice. Te urgen a que consigas un trabajo, te asegures una vida, seas un buen hombre… por eso me encantaría volver atrás y decirle a esos chicos que también pueden escoger otro camino.
Antes de acabar la universidad ya probaste suerte en Los Ángeles, ¿en el stand-up?
[Risas] Sí, sí, lo intenté. Pero no funcionó. Era demasiado sensible.
¿Tú o la audiencia?
Yo. Era demasiado sensible para el resto de cómicos, eran muy malvados y yo era demasiado joven. Cualquier cómico te contará lo mismo: hay una noche que lo petas, la gente se muere de risa contigo. Pero al día siguiente usas el mismo material y no, nada. Silencio. Nadie se ríe. Recuerdo que tenía una novia por entonces, esa época que yo salía mucho de fiesta, y un día se puso a llorar en el sofá y le dije que qué pasaba, «Dios mío, ¿te vas a morir?», me preguntaba [risas]. Estaba muy preocupada por mí. El caso es que decidí que tenía que volver a Nueva York y acabar la universidad, porque me había tomado un año para intentarlo. Para serte honesto, cuando volví pensé que jamás regresaría a Los Ángeles. Jamás. Pensé que yo era un neoyorkino que quería hacer películas independientes, que no le gustaba el rollo de Hollywood…
Es en cierta manera, un cliché, ¿no? El neoyorkino que desprecia la frivolidad de Los Ángeles…
Sí, al cien por cien. El caso es que realmente quería volver, estar en Nueva York, con mis amigos, acabar la universidad… Y aunque esa época la disfruté mucho, también fue muy dura. Fue la primera vez en mi vida que estaba realmente solo. Vivía en un apartamento, lejos de mi familia…
¿Qué edad tenías?
Diecinueve o veinte años. Recuerdo estar asustado, esa sensación de: esto es real. Recuerdo llorar algunas noches, por estar tan solo. La poca familia que tenía se mudó a Florida, mi novia iba a la universidad al norte de Nueva York… Conseguí trabajo como camarero mintiendo, diciendo que sabía y aprendiendo sobre la marcha, cogiendo trenes muy tarde para conseguir cuadrar la universidad y el trabajo, fue duro. Pero como todo en la vida, encuentras la manera. Aprendes a gestionar qué es importante y cómo gestionar tu tiempo y a ti mismo. En verano siempre tenía dos trabajos, por la noche en el hotel Marriott y durante el día atendiendo mesas. Descubrí que con el dinero que conseguía durante el trabajo de día podía ahorrar suficiente para rodar películas. Hablamos del tiempo en el que tenías que comprar el microfilm para rodar, y era un proceso muy caro. Casi diez mil dólares para hacer algo en condiciones. Así que empecé a guardar todo el dinero de mi trabajo durante el verano, las propinas, y luego rodaba durante el otoño, lo hice durante dos o tres años.
Tuve esta idea… cómo decirlo, casi una epifanía que podía cambiar mi vida. Era una película que llamé Pawns. Trataba de dos soldados separados de su batallón durante la Segunda Guerra Mundial, que están hambrientos y agotados y todo lo que quieren hacer es calentarse y comer algo. Sucede todo al final de la guerra, y se internan en el bosque. Encuentran la casa de una mujer austríaca que les deja entrar, a pesar de ser americanos. Pero con una condición: que dejen sus armas en la puerta. Cuando aceptan y entran en la casa, se encuentran que la mujer ha ofrecido el mismo trato hospitalario a dos soldados alemanes. El quid de la historia es qué ocurre cuando estás frente a frente con el enemigo desarmado, cuando nadie está mirando. Fue una película sobre las necesidades básicas: calentarse, comer, fumar un cigarrillo. La mujer conecta una pequeña caja de música y todos beben vino, se relajan, bailan con ella, florece la humanidad. Hasta que el reloj marca las doce y llega el tiempo de volver a la guerra, cada uno a su batallón. Ella se queda sentada en un sillón viéndolos marchar y escucha un disparo que le devuelve a la realidad. Por eso se llama Pawns. La rodé con un grupo de amigos en una cabaña de caza en Williamsport, en Pensilvania. Fue una gran experiencia, quince de nosotros durmiendo en aquella cabaña durante una enorme nevada, rodando con lo que podíamos… Fue todo lo que esperas de un grupo de cineastas jóvenes e independientes [risas]. Durante esa época yo estudiaba en el Brooklyn College, y como trabajaba tanto, nunca fui parte de los grupos cinéfilos, de las sociedades cinematográficas, y ni siquiera valoraba la posibilidad de ir después a una escuela de cine porque sencillamente estaba tratando de sobrevivir.
¿En el Brooklyn College te llegó a dar clase Allen Ginsberg?
¡Sí! Clase de poesía. Fue increíble. Y no solo él, tenía profesores alucinantes, como F. Murray Abraham. El caso es que cuando estudiaba ahí no tenía tiempo de salir con mis compañeros, cuando terminaba me iba directamente a trabajar. Además, ya era un poco mayor que el resto, así que no estaba exactamente en la misma línea de salir a beber y tal. Ellos eran muy cercanos entre sí, y supongo que me miraban preguntándose: «¿quién es este tipo todo vestido de negro, que sale corriendo en cuando acaban las clases?». Recuerdo que cuando mi película ganó los New York Student Academy Awards todo el mundo, mis compañeros pero también mis profesores dijeron: «¿Tú has hecho esto? ¿En serio?», porque yo parecía un tipo muy tranquilo. No era tranquilidad, era que estaba agotado: trabajaba sesenta horas a las semana, iba a la universidad y pasaba tres horas y media al día en el tren, yendo y viniendo. Cuando llegué a la ceremonia de entrega de los premios por mi película, vi que competía contra otras cinco que habían hecho en Escuela de Artes cinematográficas de California, no creo que nadie de una city college hubiera entrado antes en una competición así. Lo normal era que fueran hechas por gente que había ido a la NYU, a la Columbia Film School, a las privadas…
Hubo muchas historias graciosas sobre ese premio, de cómo me vi enfrentándome a cinco películas mucho más grandes. La primera que se estrenó estaba rodada en 35 milímetros en el Chateau Marmont, y posiblemente una sola toma costó más que toda mi película, y yo estaba ahí viéndolo, avergonzado, murmurándome «pensaba que esto era una categoría para estudiantes…». Durante la ceremonia se me acercó un agente, y me dijo que mi película era la mejor, que yo era el más dotado para rodar, que debería mudarme a Los Ángeles… y yo dije que no, que ya lo había intentado, pero que era demasiado neoyorkino. Así que volví a Nueva York. Allí me invitaron al MOMA, para hacer una proyección de mi película, e invité a mi familia, que aún hoy en día sigue sin entender muy bien a qué me dedico. Les amo, pero no son, cómo decirlo… muy sofisticados. El caso es que empieza la proyección, y claro, es una película con sonido pero en la que nadie habla. El ambiente se genera por el crujido de la madera, el sonido de la chimenea, la música… Genera emociones a través de eso, del blanco y negro. Total, que mi familia estaba ahí, viendo la película en una pantalla enorme, rodeada de otras quinientas personas. Yo estoy al final del pasillo y veo a mi madre, mis tías, mis tíos, mis primos, ahí sentados. Empieza la proyección y escucho que mi tía dice: «¿Pero alguien va a hablar?», y empiezan a murmurar entre ellos muy inquietos, «Sí, es verdad, yo también me lo estaba preguntando». «Qué raro, no entiendo qué pasa». Y yo desde atrás «shhhhhhhhh» [risas].
Menudo baño de realidad, ¿no?
Exacto. Así lo sentí yo también. Pero al final esa película me cambió la vida. Aún hoy mi familia sigue refiriéndose a ella como «esa cosa rara que hiciste de joven», pero es verdad que me cambió la vida.
En ese momento, ¿tu sueño era ser un director indie? ¿O ya pensabas en la producción?
Entonces sencillamente quería hacer películas, ese era mi sueño. Y eso, a principios de los noventa significaba querer hacer lo que Nick Gómez, Spike Lee, era la época de todos esos cineastas jóvenes y geniales. Además, yo era un crío de hip-hop, era lo que todos escuchábamos entonces, empecé a hacerlo en los ochenta en el Bronx. Fue la mejor época para el hip-hop, tenías a A Tribe Called Quest, Biggie… Salías por ese entorno y todo el mundo que veías formaba parte de esa escena musical, o del cine indie. Así que fue como formara parte de una escena de moda realmente genial.
¿Y cómo acabaste en Los Ángeles la segunda vez?
Pues a lo loco. Yo tenía una novia de la universidad, llevábamos saliendo y dejándolo como cinco años. Cuando me gradué, seguí un poco con lo mismo: seguía apurado de pasta, así que promocionaba clubs, atendía mesas en el Upper West Side, y en otros sitios de moda. Los fines de semana era cuando podía ir a promocionar clubs como el Crane Club, donde te pagaban las propinas en cocaína. Yo nunca he tomado cocaína, jamás.
¿Viviendo en Hollywood?
No. En serio. Fumo y bebo, pero jamás he probado la cocaína porque me da miedo. Conocí a un chaval que murió de un ataque al corazón por una reacción alérgica a la cocaína, así que desarrollé pavor. Eso pasó en mi primer día en la universidad, me dejó muy marcado. Bueno, el caso es que yo estaba trabajando en esos garitos, y me hice medio colega de dos de los clientes, que siempre iban de traje, aunque el ambiente era fundamentalmente universitario y yo me burlaba mucho de ellos por eso. Resultó que trabajaban para marketing de Disney y estaban todo el rato quejándose de esto y lo otro. En ese momento estaban trabajando en el lanzamiento de una película animada que se llamaba La bella y la bestia. Y recuerdo preguntarles, «¿pero cuál es el problema que tenéis?», y me contaban que los screenings, que no conseguían atraer a suficiente gente joven. Y como yo promocionaba clubs y fiestas, les dije: «OK, puedo hacer eso por vosotros». Me preguntaron que qué necesitaba para ayudarles, y les dije que necesitaba créditos para la universidad, porque aún estaba tratando de graduarme. No quería dinero. Y así fue como empezaron el Disney Collegiate Marketing Program, que creo que aún existe hoy. Yo fui el primer estudiante, y otros de los que empezaron ahí fue Michael Giacchino, uno de los mejores compositores del mundo, premio Óscar. Ahí nos conocimos .
¿Seguiste trabajando para Disney después?
Pues ahí viene lo más loco: cuando me gradué, me ofrecieron un trabajo. Recordemos que eran los noventa, con la economía hundida, y me ofrecieron creo que veinticuatro mil dólares al año. Recuerdo hablarlo con mi novia, valorando la oferta, y no sabía muy bien qué hacer. Y entonces me llamó su padre, que era un tipo estupendo, bombero. Me llevó a tomar una copa y me dijo que sabía que estaba planteándome no coger la oferta de Disney. Le conté los sueños que tenía, el cine, lo que quería hacer… y que me preocupaba que si me metía en el mundo del marketing, nunca los conseguiría. Y él, con toda su buena intención, me dijo: «Eso son solo sueños, luego creces». Me dijo que por qué no empezaba a pensar en comprometerme en serio con su hija, se ofreció a dejarnos dinero para comprarnos una casa… Y entonces vi toda mi vida, esa vida, delante de mí. Tenía, no sé, veintitrés o veinticuatro años. Y no me gustó lo que vi. Caminé tres horas hasta mi casa, donde vivía con cinco compañeros en un piso de una habitación, y dije: «Me voy. Me mudo a Los Ángeles».
Vamos, que huiste.
Sí, hui. En un mes ya me había mudado. Dejé los trabajos, cogí los ochocientos dólares que tenía a mi nombre, otro amigo me llevó en coche y creo que él tenía otros quinientos dólares, y nos largamos. El primer año en Los Ángeles fue durísimo, éramos homeless que vivíamos en el coche, o en sofás de colegas. Pero ya sabes, son esas cosas que haces porque eres joven, porque estás en tus veinte años y en realidad no tienes nada que perder. Cuando la gente me dice que cómo pude aguantar, siempre digo que pude hacerlo porque tampoco es que tuviera una red de seguridad. No era como si pudiera volver a casa, donde había una gran vida esperándome. Para ser honestos, allí lo único que me esperaba, si hubiera querido, era unirme a un sindicato de electricistas. Y eso no era la vida que quería.
O decir que sí a Disney.
Sí, eso también. La verdad es que cuando les rechacé no dieron crédito. Me dijeron que estaba cometiendo un gran error. Me fui a California porque era joven, porque no pensaba en los peligros de que todo fracasase. Entonces pensaba que había luchado tanto que nada me asustaba, pero no sabía que estaba a punto de luchar más duro de lo que había luchado en mi vida, porque tomé una decisión. Fue una elección: lo voy a lograr. No puedo hacer ningún otro trabajo. No puedo ser camarero, quiero dedicarme a ser escritor, a dirigir. En mi primer año en Los Ángeles gané unos dos mil quinientos dólares en todo el año. Dormíamos, mi colega y yo, en un coche, y luego el se echó una novia… ¡Pero el coche era mío! [risas]. Se fueron a vivir juntos y yo me quedé en el coche. Lo tenía aparcado en un parking precioso, en las colinas de Hollywood. Cada vez que paso cerca de ahí ahora con mis hijos, les doy la lata con que su padre solía dormir ahí, y ello responden: «Que sí papá, que sabemos la historia…».
Y en esos años, ¿llegaste a dudar de tu talento? ¿De que quizás no estabas hecho para eso, dado que no conseguías resultados?
No, nunca. Tienes que creer en ti mismo, tener confianza.
Sí, pero ¿siempre? ¿Duermes en el coche y no hay un instante en el que te da por pensar que igual…?
Mmmm. Creo que a falta de otro término, lo que soy es muy determinado. Muy decidido. Yo tenía que lograrlo, tenía que hacerlo, era lo que más quería en el mundo. No quería volver a la vida que tenía antes. Y por cierto, todas las cosas que me han hecho como soy, la gente que he conocido, las relaciones que he tenido, las cosas que he aprendido, ni en un millón de años podría haberlas adivinado. Pero bueno, volviendo a tu pregunta… no es que me rindiera, pero recuerdo que escribí un guion cuando ya llevaba en Los Ángeles como tres años, cuando ya había empezado a hacer un poco más de dinero, muy poco a poco. Pero aún debía los impuestos, así que iba por ahí con el cheque de mil dólares recién cobrado en el bolsillo, en efectivo, porque tenía miedo de que si lo metía en el banco me lo quitaran automáticamente. En ese momento alguien me ofreció ir a pintar una casa en San Francisco, algo que yo nunca había hecho. Había escrito ese guion y se lo había pasado a todos mis amigos para que me dieran sus impresiones, pero parecía que no prosperaba, así que decidí irme a San Francisco. Allí conocí a una chica cubana, me quedé viviendo con ella, que vivía con otro montón de gente… En fin, que llevaba allí ya un mes, habíamos cabreado al dueño de la casa que teníamos que pintar porque lo hicimos fatal [risas]. Era el tío de mi amigo, un tipo estupendo, pero es cierto que como pintores éramos terribles. Tenía ya suficiente dinero para volverme a Los Ángeles, pero estaba con esta chica y estaba siendo divertido… Pero al final me volví.
El primer fin de semana fui a una fiesta en Los Ángeles, y recuerdo que había un tipo, Laurent, que era francés, que ahora es el encargado de llevar el archivo personal de Steven Spielberg. Nada más verme chilló: «¿Dónde cojones has estado?». Me quedé en shock. «¡Todo el mundo se ha vuelto loco con tu guion y no dábamos contigo!», me dijo. El guion lo había escrito con otro compañero y ahí descubrimos que al final, después de tres años de intentarlo, finalmente teníamos a todo el mundo, agentes, mánagers, intentando concertar una reunión con nosotros. Y fuimos, claro. Recuerdo ir a una en la casa de un productor, Kevin Moreton, que hizo una de las películas que amo que se llama Menace II society, y nos dijo: «Si puedo hacer lo que sea por vosotros para echaros una mano, lo que sea, decídmelo. Decidme lo que más os ayudaría ahora mismo». Y le contestamos: «¿Tienes algo de comida?». Estábamos hambrientos, hartos de esas bolsas de arroz, lo único que comíamos y Kevin nos hizo un estofado espectacular. Luego nos llevó a una tienda de alimentación y nos hizo la compra… y encima quería producir nuestra película, nos presentó a un montón de gente. Volví a encontrármelo años después, llevaba como veinte años sin verle, y se lo dije: «Tú cambiaste mi vida y quiero que sepas lo agradecido que estoy».
¿En qué acabó ese guion?
Pues fue otro gran viaje. Tupac Shakur quería hacerlo, así que Russell Simmons, que dirigía Def Films lo compró. Pero luego cambió de idea, y se centró en que Shakur rodara la película Gridlock’d. Así fue como conocí a Tupac, un tío genial, y no quiero decir que no sea lo que esperas, pero sí que desafía un poco la imagen que se tiene de él. Años después acabé escribiendo la historia de su vida [The Tupac Shakur Story] y conocí a toda su familia, una experiencia fascinante. Tenemos más o menos la misma edad y habíamos pasado por situaciones muy parecidas, sin padres, con madres trabajadoras… Así que aunque él quisiera interpretar mi guion, todo se desmoronó, pero salió algo bueno de eso. Por eso digo lo de los guiones y los billetes de lotería. He escrito un montón de cosas que jamás se vendieron por un millón de dólares, muchas ni siquiera se hicieron, pero me dieron mis siguientes cinco trabajos. Porque a la gente les encantaron. Tengo muchas historias como estas, en las que estuve así de cerca [deja el dedo índice y el corazón a un milímetro de distancia].
Una de ellas es cuando te compraron una serie sobre un tipo que estaba muriéndose y decidía dar un vuelco criminal a su vida, y justo entonces estrenaron Breaking Bad, ¿no?
¡Sí! [risas]. Y esa ni siquiera fue la peor. Antes de eso, tenía una gran estrella que quería dirigir una de mis historias y el día antes de nuestra reunión le detuvieron por conducir borracho: Mel Gibson. Mi mala suerte. Pero bueno, podría haberlo conocido y que la cosa nunca funcionara, aunque estuviera muy interesado. El caso es que él también me abrió puertas, y tuve que plantearme qué hacer con mi carrera, junto a mi agente. Cosa de un año después empezó a funcionar la cosa en serio. Escribí una película para Ron Howard, recuerdo estar sentado en su casa en Connecticut cuando él estaba rodando justamente con Mel Gibson, y estaba por ahí su hija [Bryce Dallas Howard] que también es actriz y directora… En fin, que de repente ya me vi metido en un montón de cosas. Ya tenía como veintisiete o veintiocho años, así que me pude mudar a un apartamento de una habitación en las colinas de Hollywood, llevaba allí a mis amigos como si fuéramos Entourage, me lo pasaba bien, ganaba dinero… Cuando iba al cajero no podía creer lo que veía, y mis amigos de la infancia tampoco. Nadie en nuestras familias había ganado nunca tanto dinero. Si ganaba setenta y cinco mil dólares, eso era más dinero del que mi familia amasó jamás. Cuando yo iba a la universidad mi madre trabajaba de recepcionista en el Howard Johnson’s, un restaurante, y creo que no ganaba más de doce mil dólares al año. Así de pobres éramos. Por eso no nos entraba en la cabeza.
Justo en ese momento mi compañero de escritura y yo rompimos, porque lo que él quería de verdad era ser actor, aunque no me lo había dicho nunca. El caso es que separamos nuestros caminos, y fue un momento duro. Cuando trabajas en pareja, la autoría se diluye, la gente no sabe qué trabajo te pertenecía a ti y cuál a él. Mi carrera continuó gracias a dos productores: Preston Holmes, que lleva la productora de Spike Lee y Paul Hall, el socio de John Singleton. Los dos me dieron proyectos en ese año clave que si no hubiera tenido, hubiera tenido que volverme al Bronx. Pero gracias a eso pude continuar avanzando sin perder el paso. La pregunta entonces era, ¿cómo destaco? Era mi treinta cumpleaños y un amigo me organizó una fiesta enorme. Cuando digo enorme es enorme, más de trescientas personas, una locura. No conocía a la mayoría, era una de esas juergas locas de Hollywood. Estaba en la azotea con uno de mis amigos, mirando la fiesta y me di cuenta de que estaba agotado de eso. No quería seguir haciéndolo, las fiestas, el ambiente… Quería conocer a alguien, que mi vida significase algo más. Aunque había tenido muchas novias, me sentía solo, como si estuviera malgastando el tiempo. Cuatro meses después conocí a mi mujer, y llevamos juntos veintidós años.
Cuéntame esa historia con tu abuela y Steven Spielberg… Ese choque de mundos.
Me llamó un día, porque se dio cuenta de que nunca iba a volver a casa. A mudarme, vamos. Y me dijo: «He tenido una idea. Estaba viendo las noticias, y he visto a la madre de Steven Spielberg, hablando de su judaísmo y esas cosas». Ten en cuenta de que existe este mito de los judíos y Hollywood, y muchos piensan que por ser judío es más fácil trabajar en la industria. Y no lo es, ser judío nunca me ayudó en Hollywood, jamás. Nunca me invitaron a una fiesta judía, ni siquiera [risas]. Pero bueno, mi abuela continuó: «La idea que he tenido es: ¿por qué no llamas a Steven Spielberg y le dices que eres judío y así te da un trabajo?» [risas]. Siempre que lo cuento bromeo con qué habría pasado si hubiera hecho esa llamada, si hubiera funcionado. «Hola, soy Adam Glass, judío», «oh, claro, claro, ven a mi casa, tráete unos bagels».
En 2007 la huelga de guionistas te pilló trabajando en la televisión, ¿eso fue lo que hizo que te replantearas dar un giro hacia los cómics?
Bueno, más o menos. En mi vida, cada vez que las cosas se han puesto feas para el resto de la gente, yo he conseguido encontrar otro camino. Lo habría hecho genial en la guerra, habría sido ese tipo que te decía «¿necesitas una nevera? Yo te consigo una nevera», habría acudido al mercado negro, o encontrado la forma. Cuando el sistema se va a la mierda, son buenos tiempos para Adam [risas]. El caso es que durante la huelga salí a protestar junto a showrunners y gente muy importante de la industria que jamás habría conocido en una situación normal, pero ahí estábamos luchando todos juntos en primera línea. Pasábamos ahí cuatro, cinco, seis horas juntos, contándonos nuestra vida, yendo a comer. De alguna manera conseguí un acceso que no había tenido nunca antes. Y lo necesitaba, porque había llegado a un punto en mi carrera en que las cosas estaban dejando de suceder. Tenía dos hijos, una esposa, una hipoteca… Estaba a punto de perder todo. Y además, por supuesto creía en la huelga, en nuestros derechos, los derechos de los guionistas. Si no nos protegíamos nosotros, nadie lo iba a hacer.
No sé si lo sabes, pero los guionistas de Hollywood, y de la televisión norteamericana, son los únicos guionistas del mundo que que no poseen los derechos de su material. Si soy un autor de un libro, poseo los derechos de ese libro, pero en Hollywood no. Total, que estábamos en la huelga y conocí a Mike Benson, otro guionista que trabajaba en Entourage y conectamos. Los dos éramos dos judíos de Nueva York que se habían criado leyendo cómics. Me contó que estaba atascado con una historia que estaba escribiendo, hablamos de Deadpool… Y lo siguiente que supe es que me dijo: «Oye, ¿querrías escribirla conmigo?» y por supuesto acepté. Fue antes de la película, añado. Escribimos la historia para el cómic y se convirtió en un bestseller del New York Times y eso redirigió mi carrera.
Empecé escribiendo con él y me encantó, pero había llegado un punto en el que quería escribir solo. Sabía que para hacerlo tenía que dejar Marvel Comics, así que empecé a escribir para una serie de televisión que me encantaba, Supernatural. Fui a la Comic Con con mis hijos, y pasé por el stand de DC a saludar a un tipo de marketing al que conocía. Le saludé y tal, y me preguntó que porqué no escribía para ellos. Y le dije la verdad: porque no conocía a nadie en DC. Y literalmente llamó a Dan DiDio, el presidente de DC Comics, y le dijo: «Este es Adam Glass, que escribe para Supernatural» y dijo «espera un momento, ¿escribes para Supernatural?» y trajo a su novia, ahora su mujer, porque ambos eran muy fans de la serie. Hablamos de eso… y lo siguiente que ocurrió es que un día, un poco antes de Navidad, estaba en una tienda de cómics con mi hijo. Sonó el teléfono y dijeron que eran Jim Lee, un dibujante famosísimo y DiDio, y yo pensé que era uno de mis amigos gastándome una broma. Colgué. Me volvieron a llamar, y ya vi que era en serio. Mi hijo rodaba por ahí canturreando, y yo gritando: «Shhhhh». Me ofrecieron hacer un cómic para ellos, al principio empezamos suave, con el libro anual de La Liga de la Justicia….
¿Era el New 52?
No, todavía no. Hice eso y después me pidieron que continuara haciendo más. Quiero decir algo, por poner en contexto: me doy cuenta perfectamente de lo bendecido y afortunado que soy. Lo que haces en televisión, en comparación con hacer un cómic no tiene nada que ver. Nada. Pero, Dios, es que me encantó. Porque crecí leyendo cómics, y me encanta contar historias. Pero no dejaba de ser un outsider, así que la mayoría de la comunidad comiquera me miraba diciendo «oh, ya viene otro tipo de Hollywood a meter las narices…». No les importaba que yo llevara cuarenta años leyendo cómics, o que supiera algo sobre contar historias. En mis etapas más negras, especialmente cuando era niño, los cómics me salvaron y de hecho soy escritor por ellos.
Además de ese recelo que genera una comunidad muy cerrada, ¿no despertaba también suspicacias que saltaras de Marvel a DC? Porque para algunos eso continúan siendo cultos antagónicos.
Sí, al cien por cien. Recuerdo ir al despacho de David Macho, que después nos hicimos amigos, y hablar de todo esto. Le dije: «Si yo y Tom King escribimos exactamente la misma historia, la suya sería la de un genio y la mía una mierda, porque vengo de Hollywood». He notado que retrospectivamente, en ciertas reseñas, la gente ha ido apreciando mi trabajo, pero con el tiempo. En el momento de publicarlas no lo apreciaron mucho. El cómic del que estoy más orgulloso es Luke Cage Noir, y creo que mayoritariamente también gustó mucho, siempre está en los tops de mejores cómics del personaje. A mí siempre ha gustado este tipo de películas hardboiled, con su detective, y fue una maravilla poder hacerlo en papel. Fue un momento parecido a cuando hice Pawns, de decirme a mí mismo que podría hacerlo, que estaba capacitado. Esa confianza. Cuando acabé me sentí tan orgulloso, y Shawn Martinbrough hizo un trabajo tan increíble con la ilustración… Con ese cómic sí que sentí que la gente la daba el valor que se merecía.
Hablemos del personaje de Harley Quinn. Tú fuiste el primero en introducirla dentro del Escuadrón Suicida, pero no sueles atribuirte el mérito…
¡Porque nadie me lo ha dado!
Pero, ¿te pertenece?
Sí. Al cien por cien. Pero después de mí vinieron otras personas y cogieron ese mérito como suyo. No lo he combatido mucho porque creo que, en el fondo, todo el mundo sabe la verdad. Yo ya había hecho un par de cosas para DC, y recibí una llamada de un editor que ya no está ahí, diciéndome que le gustaba mucho mi material y preguntándome si estaba familiarizado con Legion of Doom, [The Warriors, en España], del que yo era muy fan. Me dijo que si estaría interesado en hacer una especie de miniseries de Legion, y que si quería, me reunía al día siguiente con Geoff Johns. «¿Cómo?», grité. Claro que quería. Yo le veía mucho en el ascensor, y le saludaba, porque las oficinas de Supernatural estaban en el mismo edificio que las de DC, pero no le conocía. Quedé con él y hablamos de las millones de ideas que yo tenía para Legion of Doom, con Siniestro, con Bizarro, con Manta Negra… y él me contestó: «No, ninguno de esos está en los planes». Quería que la historia fuese sobre Heat Wave. «¿Heat Wave, de The Flash Rogues Gallery?», y por supuesto que dije que sí. Empezó a lanzarme ideas, porque no tenía ni idea.
Al final, lo que hice fue una historia carcelaria, con Plastic Man como un auténtico badass, con muchas cosas muy bestias, y me encantó. Pero la crítica lo destrozó. Yo no me lo podía creer, leía las críticas y no daba crédito, confiaba mucho en lo que había hecho. Así que sentí que mi carrera se iba por el retrete porque todo el mundo odió el cómic. Pero en DC me apoyaron mucho, me dijeron que a ellos les había encantado y que no me preocupase por lo que decían los fans, porque yo había hecho un buen trabajo. Creo que lo que les gustó es que fui muy profesional, muy rápido, no me salté ni un deadline.
Después de eso me mandaron una lista de libros, para ver si me interesaba alguna de las series que querían lanzar. Pero la verdad es que no me gustaban. Me llamó un editor, Pat McCallum, y me dijo que realmente querían trabajar conmigo, que qué era lo que me apetecía hacer. Le conté que de pequeño me encantaba el Escuadrón Suicida de John Ostrander, y me empezó a preguntar que por dónde llevaría yo el argumento, si me lo encargaron. Dije que lo primero que haría sería meter a Harley Quinn en el grupo, porque creía que era un personaje que estaba muy desaprovechado para el potencial que tenía. Yo creía que merecía alejarse de Joker y otorgarle su propia historia, porque estaba cansado de verla siempre como su punching bag, sufriendo abusos de ese puto tipo. Nunca entendí esa relación, me molestaba muchísimo.
Pareció que le interesaba, así que me pidió que empezara a trabajar en esa línea, a escribir. Cuando se lo mandé y nos reunimos, me dijo: «A ver, primero las buenas noticias: queremos que tú hagas Escuadrón Suicida. Las malas: que no puedes meter, bajo ningún concepto, a Harley Quinn». Así que dije que sin eso no quería hacer el libro. Porque me encantaba ese personaje desde siempre, desde que la vi en Las aventuras de Batman, siempre pensé que tenía mucho potencial y que todavía nadie había profundizado realmente en ella, solo había habido pequeñas cosas aquí y allá, en Crazy Love… Pero seguía ligada a Joker, ¿y por qué? ¿Por qué a ese tipejo? Es demasiado lista. Yo quería llevarla más allá. En DC no se creían que realmente estuviera rechazando hacer el libro si no salía Harley Quinn. Pat me sugirió que hablara con Mike Martz, el jefe de todo esto, y se lo planteara a él directamente. Hablé con él por teléfono y le conté todos los motivos por los que Harley tenía que estar en Escuadrón Suicida, y le convencí. Hizo frente común con Pat, y lucharon por ello. Volvieron con buenas noticias, y me dejaron incluirla.
¿Cómo ves ahora el éxito que ha alcanzado el personaje?
Mira, me encantaría estar aquí sentado y decirte: «Oh, yo lo sabía, sabía que tenía ese potencial», pero no sería verdad. Sencillamente quería escribir ese personaje, explorarlo, por muchas razones. Entre otras, por mi hija. Si miras detenidamente mi trabajo a lo largo de los años, verás que siempre me he sentido muy atraído por los personajes femeninos fuertes, es algo bastante obvio. Siempre me ha gustado la femme fatale, incluso cuando era un chaval universitario, y todos tenían fotografías de las estrellas del momento, tipo Sharon Stone. Yo tenía de Lauren Bacall, en blanco y negro. Para mí eso era lo que pensaba que era la belleza, lo sexy. Escribiendo a Harley Quinn, nunca olvidaré que Pat me dijo que nos habían dejado solos con el proyecto, que a nadie le molestaba, y nadie esperaba nada del libro, así que realmente pudimos hacer el libro que queríamos hacer.
Así fue como sucedió todo. Tuvimos a un artista argentino, Federico Dallocchio, que hizo un trabajo brillante. Las ventas del cómic empezaron a subir como la espuma, y me llamó Pat para avisarme: «Ahora estamos jodidos, porque es un hit y todo el mundo va a querer sumarse», que fue exactamente lo que pasó. Durante las siete o nueve primeras series nadie nos molestó, pero en cuanto empezó a triunfar todo el mundo tenía una opinión. Pat acabó yéndose de DC… Nunca me interesó meterme en la política de todo esto, sencillamente pensé que cuando acabara mi serie se la darían a otra persona. Pero entonces empezaron a hablar de hacer una serie solo con Harley, y por supuesto dije que sí. Les mandé mi proyecto y mis ideas, pero Jimmy [Palmiotti] y Amanda [Conner] tenían una visión muy diferente de por dónde llevar al personaje, que no era la mía, y que obviamente ha tenido muchísimo éxito para ellos, así que no voy a sentarme aquí a arruinarles la fiesta. A mí me gustó hacer a Harley un poco más seria.
¿Qué sentiste viendo Aves de presa?
Que esa no era mi Harley, no la que yo creé. Creo que la de la película es maravillosa, y creo que también estaba estupenda en la película de Escuadrón Suicida, y eso que la película tiene abundantes problemas, pero ella estaba genial. De hecho, se acerca más a la Harley que yo escribí. Pero es lo mismo que cuando Lauryn Hill hizo su disco en solitario después de los que hizo con The Fugees, pues yo a esto también le llamo «The Miseducation of Harley Quinn». Fue muy gracioso cuando salió la película, que usaron muchas cosas que yo había usado y dicho en mis cómics sobre ella…
Eso, ¿sienta mal o bien?
Siempre es una trampa. Hay una parte de ti que sabe que eres un mercenario, que trabaja a sueldo con personajes que no son suyos. Paul Dini y Bruce Timm crearon a Harley Quinn y se merecen todo el crédito, pero a veces yo también desearía algo más que un «Special thanks to» en los créditos, porque yo ayudé a crear esa franquicia. Yo metí al personaje en el Escuadrón, que ahora se ha convertido en algo mucho más grande. Me invitaron a la premiere de la película, que fue fantástico, pero eso fue todo. Nada más.
¿Estás hablando de dinero? ¿Que merecías más?
Bueno, es una mezcla de cosas. El dinero nunca molesta, claro [risas]. Pero mira, la verdad, te cuento cuál fue el mejor momento. En el estreno, tuve que caminar por la alfombra roja, y habían invitado a John Ostrander, el creador original. Y estaba casi llorando, porque por fin tuvo lo que merecía. Esa es la historia sobre la gente del cómic: a veces conoces a tus héroes, y te sientes realmente mal porque a nadie le importan estos tíos. No les pagan lo que merecen. Muchos de los autores con los que crecí y que son muy respetados no tienen nada de pasta, y han creado millones y millones de dólares con su trabajo.
Mira, por ejemplo, conocí a Len Wein en una tienda de cómics y fuimos a almorzar, y me contó que vivía en un apartamento de una habitación, por entonces. ¡El tío que creó a Lobezno! ¡Qué injusto! Esa es la parte que me jode, que tienes a esos creadores, que se dejaron la piel y la sangre para crear esos personajes y esas historias, y están así. Vale, entiendo que las compañías se desentienden porque les obligaron a firmar tratos absurdos en los setenta o los ochenta, pero joder, haz lo correcto, cuida a esa gente que te ha hecho ganar tantísima pasta. Sé que hay muchas cosas que arreglar en esa industria, muchas cosas muy diferentes, pero también sé que los Neal Adams, o los Geoff Johns del mundo han luchado para darle a esa gente lo que le corresponde, y el crédito que merecen. Y eso lo respeto mucho.
Fíjate en la familia de los creadores de Superman [Siegel y Shuster]: siguen metidos en juicios para que les paguen por sus derechos, murieron arruinados porque les obligaron a firmar en 1939 un acuerdo completamente absurdo, es ridículo. Por eso siempre reivindico que hay que cuidar de los artistas, de los escritores; pagándoles lo que merecen porque es muy difícil ganarse la vida con esto. Incluso si eres lo suficientemente afortunado para crear algo que triunfe.
A lo largo de tu carrera, y no solo en los cómics, has asumido la «paternidad» de personajes que no habías creado. ¿Cómo convives con eso? ¿Eres como un padre de acogida que luego tiene que respetar lo que hagan otros creadores con él?
Sí, es una buena analogía, aunque yo suelo usar otra, para verlo de otra manera. Es como cuando tienes una relación con alguien, rompéis, y le ves después con su nueva pareja: tienes que dejarles marchar. Les tienes que dejar vivir sus vidas y esperar que sean felices, esperando que la siguiente persona les trate bien. Durante un tiempo quizás sí que estuve, no celoso, pero sí preocupado por el futuro de Harley, y me decía eso de «oh, Dios, qué le están haciendo…», porque no entendía a dónde la dirigían; pero con el tiempo fui asumiendo que tenía que dejarla ir. Uno de mis grandes objetivos era crear un personaje que me sobreviviera, que tuviera vida después de mí, y espero que esa sea Crush, la hija de Lobo. Veo que están sacando muchas cosas sobre ella, y creo que hay más libros en camino, y cuando la veo, pienso: genial.
¿Cómo es la convivencia entre los nuevos personajes y, digamos, las vacas sagradas de las franquicias? ¿Cuajan o se quedan en flor de un día? Porque tanto Marvel como DC llevan tiempo amagando con la cuestión del legado de los personajes más famosos…
La verdad es que esto es un tema en sí mismo, y la realidad es que nunca sabes qué va a ocurrir en el futuro, ni cómo asentar personajes nuevos. Recuerdo escribir algo para un personaje donde hice que lo mataran, aunque no estaba realmente muerto, no en mi cabeza. El creador vino a preguntarme por qué había matado a su personaje, y él era alguien a quien yo realmente respetaba. «No, no le he matado, no está realmente muerto…», le dije. Recuerdo ver su email y preguntarme, ¿esta persona me está escribiendo a mí? Es uno de los grandes, y acabamos haciéndonos amigos.
No vas a decirme el nombre, ¿no?
[Risas] No, ni lo sueñes.
Me gustaría preguntarte por tu relación con las audiencias, tanto la de cómic como la de las series semanales, con las que la gente se vincula mucho emocionalmente… Tienes muchos seguidores en redes, pero las tienes privadas. ¿Por alguna mala experiencia?
Sí, es difícil lo de las redes sociales. Especialmente en estos tiempos hay que ser muy cuidadoso. Y aun así, vivimos en una sociedad en la que la gente sobrepasa ciertas líneas constantemente, es algo sobre lo que reflexioné mucho a raíz de Harley. Cuando salió, la gente se cabreó muchísimo conmigo.
¿Por qué exactamente?
Me decían que había convertido de Harley Quinn en una stripper, que no era cierto y en todo caso habría sido cosa del dibujo. Un día me levanté y tenía como treinta mensajes de Facebook de gente diciéndome, literalmente: «Deberías morir», «Que te jodan, no entiendes a Harley y Joker…». Y woah. Flipé. Creo que fue después de eso cuando cerré las redes. Mira, soy un tipo mayor. Me abrí una cuenta de Instagram para ver lo que ponían mis hijos, nada más. Y Facebook para mí es sencillamente para amigos y familia, para mantener el contacto con gente, especialmente ahora que estamos todos tan ocupados. Mírame, voy a estar seis meses en España. Lo uso para ese tipo de cosas. En Twitter entré cuando estaba en Supernatural, y ahí fue cuando conseguí esa locura de seguidores. Si pongo un tuit sobre cualquier cosa tiene seis likes, pero si tiene que ver con Supernatural se desborda.
Lo que pasó con esa serie, de todas formas, es de esas cosas que pasan solo una vez en la vida. Amé esa serie, amé todos los capítulos que escribí y todos los que produje. Estoy superorgulloso de esos diecisiete capítulos que escribí, o dieciocho, y de la serie en general, aunque yo estuve solo cinco temporadas. Creo que es mucho mejor de lo que muchos recuerdan, y bueno, hay razones para que una serie dure quince temporadas, estoy orgulloso de haber formado parte de esa familia. Siempre digo lo mismo: a no ser que haga algo más grande, cuando muera, mi obituario dirá «Adam Glass, guionista de Supernatural».
Una vez fui a Singapur, invitado por la Tisch School of the Arts, que es una escuela que tiene allí la Universidad de Nueva York. Me pidieron que diera un par de clases de guion, que viera el trabajo de los alumnos y les ayudara a juzgarlo y demás. El caso es que vieron que estaba allí, y Kinokuniya, la librería más grande de Singapur, me pidió que fuera allí a una firma. Como fue justo después de Escuadrón Suicida, pensé que trataría sobre eso. Fui con mi esposa y lo primero que me sorprendió es que había una cola como de doscientas personas, y claro, pensé que habría alguien muy grande firmando antes que yo. Pero empecé a fijarme bien, y la gente era cien por cien fan de Supernatural, vestidos con todo el merchandising… Fue una locura maravillosa. Y eso que yo solo fui una pieza más en el engranaje de la serie, de ninguna manera lo considero como algo exclusivamente mío, éramos mucha gente comandados por Eric Kripke que levantó todo eso. No me siento propietario de ella, pero sí formo parte de su legado. A veces incluso me siento un poco culpable cuando la gente se acerca a mí hablándome de la serie como si fuera mía, porque yo era un guionista y productor, pero no era enteramente mía. Sigo siendo muy amigo de muchos de los guionistas de Supernatural, como Andrew Dabb, que ahora está rodando la serie de Resident Evil en Sudáfrica; o Robbie Thompson… Como te digo, éramos una familia, mis hijos crecieron en ese set.
¿Por qué te fuiste de la serie?
Porque fue un período estupendo, pero sabía que tenía que irme. Me dio miedo, porque después de cinco años, es irremediable que pienses, ¿y ahora qué? ¿Qué vendrá después de esto? Pero quería hacer mi propia serie, después de dirigir una sala de guionistas sentía que ese era el siguiente paso lógico en mi evolución. Tenía que irme.
¿Prefieres escribir en equipo o en solitario?
Yo siempre escribo solo, pero me encantan las salas de guionistas. Si lo haces durante tanto tiempo como yo lo hice, al final se convierte todo como en esa escena de Una mente maravillosa, con la pizarra. Es como si no supieras ya lo que estás haciendo, pero tu cabeza tiene una especie de memoria muscular: entras y bump, bump, bump… sencillamente, sale. También tengo una pizarra en mi casa, porque me ayuda a visualizar, a sentirme más conectado con el total. Al final, lo que haces en la sala de guionistas podrías hacerlo tú solo también, pero no sería tan divertido.
¿Al escribir guiones pasa como en la literatura, que empiezas copiando lo que te gusta hasta que encuentras «tu voz»?
Sí, claro. Especialmente cuando empiezas joven, todo el mundo lo hace así, copiando a quien admira. Es verdad que encuentras tu voz y eso puede ayudarte, pero cuando le describo cosas a la gente siempre echo mano de referencias de películas, lo típico de «recuerdas cuando Michael Corleone dispara a ese tipo en un restaurante, pues…». Pero también creo que añades algo tuyo. Andy Warhol cogía la cultura popular y la llevaba a otro nivel, o Tarantino… Coges tus referencias de los que vinieron antes que tú, pero para añadirlas a un proceso hasta que dices, ¡eureka! Mi disciplina de trabajo es escribir todos los días, todos. Aunque sea veinte o treinta minutos, no importa en qué esté metido en ese momento. Siempre estoy escribiendo.
Creo que te gusta bastante esa frase de Ratatouille de «Todo el mundo puede cocinar», y lo trasladas al «todo el mundo puede escribir» y le añades el «¿pero quién tiene la paciencia?».
Sí. Todo el mundo tiene una historia que contar, todo el mundo. La diferencia es quién tiene la disciplina, la paciencia, de sentarse y trabajar sobre ella. Todo el mundo tiene una historia que contar, pero hay que tener el tiempo la disciplina para aprender el oficio. Esa es la diferencia.
Todo el mundo tiene una historia, pero ¿merecen todas esas historias ser contadas?
No, no siempre. Entiendo lo que dices. Pero mira, para mí, que tengas una historia que contar no te convierte en escritor. Tienes que pasar por todos los pasos. Nos hemos convertido en un mundo de amateurs, donde todo el mundo puede hacer cualquier cosa sin aprender el oficio. Pero yo creo que la experiencia importa. Por ejemplo, mira a Siskel y Eber y su programa At de Movies: esos tíos se pasaron treinta años viendo películas, escribiendo sobre ellas… Hoy, cualquier tío va a internet y escribe: «¡Esta peli apesta!». ¿Y ya es crítico? Si sigue escribiendo, aprendiendo, estudiando… puede convertirse en crítico. Pero creo que vivimos en un mundo en el que, incluso lo que yo hago, se ha convertido en amateur y Hollywood ha aprendido la lección.
Queremos crear oportunidades, debemos hacerlo. Hay crear oportunidades para gente con diferentes voces y que vengan de ambientes diversos. Pero la única forma de lograrlo es dándoles esas oportunidades. Pero también tienen que formar equipo con personas de las que puedan aprender el oficio. Normalmente los escritores se enfadan mucho cuando digo esto, he tenido cientos de debates sobre esto. No creo que escribir sea un arte, creo que escribir es un oficio. Y si dominas el oficio, si eres lo suficientemente bueno, quizás puedes conseguir algo parecido al arte. Pero si te dedicas a ir por ahí con eso de «soy un artista, yo creo arte…», no sé si vas a conseguirlo. Aprende el oficio. Es como si yo dijera «soy un artista, voy a construir una casa» sin tener ni idea de arquitectura. Si quieres construir una casa, aprende primero a colocar los ladrillos, a cómo hacer los cimientos, adquiere experiencia. Siento que se ha perdido el valor de la experiencia, de la inversión de tiempo en algo.
Lo veo ahora mucho con mis hijos, vivimos un tiempo fantástico, con muchas oportunidades para voces que nunca se habían escuchado antes. Y yo quiero ver esas historias. En la sala de guionistas, siempre les digo lo mismo: ¿cuál es tu marca? ¿Quién eres? Porque parte de lo que haces, al escribir, es venderte a ti mismo. Somos nuestra propia marca. Yo, como veterano, cada vez que miro atrás y me preguntó cómo llegué hasta aquí, como conseguí ese trabajo, o el siguiente, o el siguiente… Es por lo mismo: tenía una buena historia y una perspectiva única.
Pero solo con una buena historia…
Claro, no basta. Recuerdo que mi hija me dijo un día, cuando estaba pensando en dejar al universidad, que sentía que tenía una buena vida, que no le había pasado nada demasiado interesante. Nada malo. Y yo le dije: espera. Dos años después estaba ya diciendo «Oh, dios mío». Sí, la vida. Me han roto el corazón, he perdido a alguien, la vida acaba pasando. Que vengas de un entorno determinado no significa que no te ocurra nada doloroso, o que no tengas una historia que contar.
Cuando monto una sala de guionistas para mí es como armar una mesa para acción de gracias o de Navidad. Vas a estar allí sentado con ellos durante cinco o seis meses, tienes que encontrar la química en el grupo. A veces los estudios se frustran mucho conmigo, porque me lleva tiempo encontrar el equilibrio de gente que necesito. Es como si fuera pescando escritores, de aquí y de allá, de sitios donde he estado a lo largo de los años con los que me gustaría trabajar. Tengo que ir uno por uno preguntando si están disponibles y no siempre cuadra. Una vez volé hasta Nueva York para encontrarme con una guionista, porque no le podía contar online el proyecto que tenía. Tenía la sensación de que la conocía, pero no estaba seguro. Quedamos a comer y a los dos segundos la contraté, noté que era genial y ha resultado ser una auténtica estrella, una guionista maravillosa. Yo ya me tengo a mí en la sala de la guionistas, no quiero otro yo. No necesito más gente que sea como yo y me diga que sí a todo. Me interesan los que sean diferentes, los que puedan aportar otras perspectivas.
Ahora mismo, en el proyecto que estoy rodando en España es sobre una mujer, así que la mayoría de guionistas son mujeres. Porque yo puedo tener mucha experiencia, pero ninguna como mujer, necesito perspectivas femeninas. Siempre estoy buscando gente que pueda aportar ángulos diferentes a la manera que yo tengo de ver las cosas. Creo que en la industria el cambio está empezando a suceder, aunque aún quede mucho, pero cada día vamos mejorando. Es muy diferente a cómo eran las cosas cuando yo empecé, hace veinte años, cuando tenías suerte si había una mujer en la sala de guionistas. Ahora es casi al contrario. Estamos viendo los cambios suceder en nuestras narices, y es muy necesario.
Lo veo también en lo global que se está volviendo todo, y las posibilidades que tiene eso para la ficción. Mira, por ejemplo, Lupin, una serie francesa que se ve en todo el mundo, o La casa de papel, otro hit en todas partes. Me acuerdo mucho de una cosa que dijo Buster Keaton, hablando sobre esto mismo. Contaba que la gente pensaba que cuando se pasó del cine mudo al cine sonoro, los actores que habían hecho cine mudo estaban molestos porque se habían quedado sin futuro, atrapados. Pero a él lo que de verdad le molestaba es que por primera vez en la historia de la humanidad, teníamos un lenguaje internacional: la pantomima. En China podían ver a Charlie Chaplin y no importaba, porque se utilizaba un lenguaje compartido. Cuando se introdujo el idioma, todo el interés volvió hacia cada país y dejamos de hablar entre nosotros. Yo creo que con todo lo que está pasando en la ficción estamos volviendo a hablar entre nosotros otra vez. Lo veo incluso en mi familia, que jamás ha visto una película con subtítulos, jamás. Mi madre me dijo el otro día, he visto esta película coreana que ha ganado el Óscar, cuál era…
¿Parásitos?
Sí, esa. ¡Aluciné de que hubiera visto Parásitos! Sí, y le encantó. Quizás haya que darle una parte de ese crédito a Netflix, que está haciendo producciones internacionales que se ven en ciento noventa países del mundo.
Especialmente es una gran oportunidad para los no norteamericanos, incluso no anglosajones, para que el resto del mundo conozca sus producciones, mucho más que al revés, ¿no? Porque Hollywood ya tenía eso…
Claro, claro, es así. Y eso es alucinante, porque lo necesitamos, necesitamos de verdad más historias contadas por gente internacional.
Hablando de Hollywood, alguna vez has dicho que la gente tiene una idea muy lejana a lo que es de verdad. Que está compuesto por mucha más gente blue collar que por glamur…
Sí. Y digo esto con conocimiento de causa. Muchos de mis amigos son electricistas, iluminadores, trabajadores manuales de los sets. Hay generaciones y generaciones que han perfeccionado el oficio, y es muy triste, porque se están yendo. Esa es la otra cara de internacionalizar los rodajes. Míranos, aquí en España rodando, porque te puedes beneficiar de un crédito fiscal y eso es genial, porque crea oportunidades geniales y maravillosas, pero la otra cara es que el negocio en Hollywood está muriendo.
¿Está muriendo o está cambiando?
Sí, está muriendo. Porque la gente se va a Texas, Nuevo México o Georgia, siguiendo el trabajo. Van a esos sitios porque allí está el trabajo y el dinero ahora. Está cambiando. De alguna manera es algo triste porque hay generaciones que han crecido de otra manera y ahora no saben qué hacer. Yo siempre bromeo diciendo que cuando te dedicas a esto, claro, todo el mundo quiere ir a una fiesta glamurosa en Malibú y tener montones de dinero. Pero tu vida normal, la cotidiana, consiste en llevar a tus hijos al colegio, tomarte un café, todo es mucho más blue collar. Especialmente en los tipos de series que yo he hecho, donde te pareces mucho al resto de la gente con la que trabajas, por eso acabas siendo una familia. Todo el mundo conoce a todo el mundo, tus hijos van al colegio juntos… No importaba si eras el conductor o el escritor de la serie, todo el mundo pertenecía a la misma comunidad. Por eso cuando se habla de Hollywood, especialmente políticamente, como si todo fueran élites… me molesta, porque no lo es. La élite es un porcentaje mínimo de Hollywood, la gran mayoría somos clase trabajadora.
Un consejo que le dabas a tu hija: no pienses en ser famosa, piensa en ser actriz. Te has encontrado mucho con lo contrario, entiendo.
[Risas]. Sí, es cierto que eso se lo digo mucho. Que se concentre en ser buena, no en ser famosa y todo eso, porque si solo quiere ser famosa por ser famosa…
Siempre puede ser Kim Kardashian
¡Eso! Lo cual me recuerda una cosa. Estaba con mi mujer en India, en una fábrica de especias en la mitad de la nada, hace como cinco o seis años. Estábamos hablando con el granjero y preguntándole si sabía quiénes eran los Beatles, Mickey Mouse… ejemplos muy globales. Y ya le pregunté, «¿Qué conoces de EE. UU.?» y dijo: «Kim Kardashian». Me quedé helado. Porque mi mujer y yo tenemos mucho una discusión sobre este tema, porque ella respeta mucho a la madre de las Kardashian, y lo que han construido ellas como modelo de negocio. Y supongo que como modelo de negocio yo también. Pero no me gusta solo la fama por la fama. ¿Qué es lo que haces, cuál es tu oficio, en realidad? La respuesta de «ser una personalidad» a mí no me satisface, supongo que porque estoy chapado a la antigua aunque viva en este mundo. Pero es que no me interesa. Mucha gente nos dice, cuando la escucha, que nuestra hija tiene mucho talento y que porqué no la llevamos a algún reality show de adolescentes. Pero es que no queremos. Porque la otra cara de haber crecido en Los Ángeles es que todos tus amigos están en Disney Channel, o en Nickelodeon… Y yo quiero que sean niños todo el tiempo que puedan. Si cuando tengan la edad eso es lo que quieren hacer, pues les apoyaremos, pero ahora no.
Sé que no puedes contarme demasiado del proyecto que estás rodando, pero ¿cómo se ha visto afectado por el COVID? Porque fue uno de esos proyectos que parecía que se había llevado por delante…
A cinco días de empezar a rodar, estalló todo, y tuve que volver a EE. UU. Le dije adiós a mi equipo de aquí y pensaron que nos volveríamos a ver jamás [risas]. Pero no, casi un año después aquí estoy, rodando una serie para Netflix, que se llamará In From the Cold, protagonizada Margarita Levieva, y es un thriller de espías.
Hace doce años hice una serie con Benjamin Bratt, que se llamaba The Cleaner. Tenían un asistente muy joven, y bueno, hice lo de siempre: ser amable con todo el mundo. Con él también, sin ningún otro propósito que ayudar a un joven que estaba escribiendo y que quería desarrollar algunas cosas. Nos llevábamos bien, yo le daba algún consejo… y pasó el tiempo. Reconectamos en Facebook y de vez en cuando hablábamos, pero no éramos lo que se dice demasiado cercanos. Y de repente me llamó, de la nada, contándome que ahora trabajaba en Netflix, en producción ejecutiva, y me llamaba para preguntarme por otro amigo mío que también es guionista. Se lo recomendé, porque ambos iban a ser muy afortunados de trabajar juntos. «Es un profesional», le dije, porque es verdad y porque creo que es el mejor cumplido que puedes hacer sobre el trabajo de alguien.
Tiempo después volvió a llamarme, y deslizó la posibilidad de tener una reunión con ellos, para nada demasiado concreto. Si se lo hubiera dicho a mi agente, me habría recomendado que no fuera a una reunión como esa, porque yo no estaba para perder el tiempo y era imposible que, en ese punto de mi carrera, saliera algo de ahí. Pero yo nunca he sido así, así que fui a ese encuentro, con él y su socio. Me preguntaron que en qué estaba, qué buscaba, y ellos me contaron un poco lo que buscaban, que encajaba mucho con una idea que yo había tenido. Se la presenté: «Se llama In From the Cold», y ellos se giraron y lo escribieron en la pizarra, directamente: IIn From the Cold. El resto es historia. Así que la lección es obvia: si hubiera sido más engreído y hubiera rechazado una reunión genérica, jamás habría estado sentado aquí ahora mismo. Así que: ve a cada reunión que puedas, no sabes a qué te puede llevar eso. No creas que eres tan genial que no debes rebajarte a hacer cosas sencillas. Ya has escuchado mi historia, es un buen resumen de esto: llegué a esto porque antes hice esto otro, o conocí a esta otra persona. Y porque nunca hice nada por nadie esperando algo a cambio, sencillamente lo hice porque soy así.
Una vez trabajé con un productor, nos caíamos bien, éramos amigos, y a él le despidieron. Recuerdo que lo pasó realmente mal y un día fuimos a comer. Años después, cuando yo estaba en una situación también difícil, me llamó y me dijo: «voy a cuidar de ti, vamos a hacer esto, porque siempre he pensado que tenías mucho talento». Y salvó mi vida profesional. Le pregunté por qué, y me dijo: «Cuando me despidieron, nadie salió a comer conmigo. Tú sí lo hiciste, te comportaste como un amigo». Es importante ser agradecido.
¿Eso es algo habitual en Hollywood? ¿Esa clase de cadena de favores?
Mmmm. Es común entre mis amigos, eso desde luego. Sé perfectamente lo que se cuenta, y la idea que se tiene… pero es que al final tú te haces tu propio entorno, eres tú el que controla quién es «tu gente». Tengo un grupo de amigos que estamos más o menos en el mismo punto, ahora cada uno estamos rodando en una parte diferente, uno en Chicago, otro en Sudáfrica, otro en Vancouver… nos quejamos de las mismas cosas. Y nos ayudamos.
Pero hablo como industria.
Sí, hay muchas historias terribles que son ciertas. Hay gente horrible, y gente con la que evitas trabajar. Aunque siempre bromeo diciendo que si solo hubiera trabajado con gente que me gustaba, ahora estaría en la ruina [risas]. Pero el otro lado es que también he visto cosas maravillosas en Hollywood. Tengo un amigo que murió de ELA, y Hollywood, la comunidad, se puso a recaudar dinero para cuidar de él y de su familia. Por cada historia horrible hay otra muy buena, pero solo escuchamos las malas.
¿Hollywood es más una fábrica de sueños, o una de fábrica de sueños rotos?
Pues sí, es ambos. Pero quizás lo que ocurre es que las historias más interesantes son las de los sueños rotos, ¿no? Ha habido un millón de veces en los que yo mismo pude hacer las maletas y volverme a casa. Ocasiones en las que las cosas fueron mal. Pero parte del juego es la resistencia, continuar haciendo el trabajo, perseverar, llevar la cabeza alta. Los guionistas somos los blue collar del sueño americano. Yo miro a España, y veo que lo estáis haciendo genial, tenéis derechos adquiridos, cuidáis de la comunidad mucho más de lo que nosotros lo hacemos en EE. UU. El capitalismo funciona para el uno o el dos por ciento de la población. El sueño americano no suele funcionar para casi nadie, aunque funcionase para mí. Por eso os miro a vosotros y pienso que lo estáis haciendo mejor, pensáis mucho más en la familia y os preocupáis por el prójimo mucho más que nosotros.
Solía ser así en la generación de mis abuelos, centrarse en ayudar a los que tenían menos que tú, a los que venían detrás y están más jodidos. Pero ahora es como: que les jodan. Y no lo entiendo. En Los Ángeles, el problema de los sin techo es enorme, pero camino por aquí y es raro que vea a alguien viviendo en la calle. Tenéis más claras las prioridades, disfrutar con los vuestros, estar con la familia, comer… Aquí no se me ocurriría llamar a nadie en un fin de semana con algo de trabajo, pero en EE. UU. es como si fuera un día normal. No puedes sencillamente apagar el teléfono. Es 24/7 de verdad. Sé que esto es meterme ya en política, pero me flipa cuando la gente dice «es que España es una socialdemocracia», y sí, ¿qué tiene eso de malo? Tenéis derechos y nosotros tenemos un sistema de salud tan jodido… y vosotros no, al contrario, yo creo que eso ha sido un agente de cambio alucinante. Siempre he pensado que era demasiado neoyorkino, y después demasiado angelino, para vivir en ningún otro sitio. Pero qué va, podría vivir en Madrid. Incluso ahora, que son tiempos duros.
Hablando de comics yo me quedo con esta frase de Alan Moore el creador de V de Vendetta y Watchmen:
«Los comics de superheroes son una catastrofe cultural. Encuentro preocupante que el público de las películas de superhéroes esté ahora prácticamente compuesto por adultos, hombres y mujeres en sus 30, 40 o 50 que se apuntan ansiosamente a ver personajes expresamente creados hace medio siglo para entretener a chavales de doce a quince años”.
En efecto, es el triunfo de la banalidad más trivial.
Yo también «paso» de toda esa historia . Para mí , el cine «adulto» es el cine inglés o francés que trata temas cotidianos, históricos en la línea realista. Pero, bueno, confieso que he sido desde muy joven espectador del cine italiano de autor de los 60 , de la «nouvelle vague» y de la Filmoteca de París, Madrid y Barcelona.
Otra generación, otros gustos…
En fin.