Cine y TV

Solo compro secuelas

secuela
Imagen: Lucasfilm.

Escuchábamos rock y comíamos hamburguesas, íbamos al cine a ver Star Wars y Regreso al futuro y El padrino, pero todo eso se ha perdido ya. En los grupos de siempre las canciones mejores siguen siendo las antiguas y ninguno de los nuevos transmite lo que en los ochenta o los noventa. Las secuelas de las viejas sagas no nos satisfacen, salimos de verlas negando con la cabeza: no era esto. Cuando vemos en la carta que el pan que lleva sésamo encima puede elegirse de color negro, rojo o verde, recordamos esas cosas grasientas y devoradas en bares con planchas de grasa infinita después de una noche de alcohol. Es el fin de una era. Y menos mal que nos queda reunirnos con los viejos amigos y repetirnos como cuñados lo buena que era tal o cual canción, aquel libro de Círculo de Lectores que andaba por casa y esa emoción de ser un Superman que te transmitía tener un reloj Casio con calculadora. Por no hablar de Star Wars, una saga de las que solo valen las tres películas originales, y sin remasterizar, las de verdad. Quién se ha creído que es George Lucas para suplir las carencias tecnológicas de su tiempo mejorando cosas con las que no se sentía satisfecho o realizado. 

Y es que todo está muerto. Las ideas, la producción, la originalidad. La realidad se ha convertido en un eterno reestreno, en un día cultural de la marmota. Hasta tal punto que la publicidad, siempre un reflejo de la sociedad para la que se emite, lo usa como base creativa. Durante las navidades pasadas se viralizó en todo el mundo un anuncio cuyo servicio se ofrece solo en Estados Unidos, y cuya globalización no trajo ningún beneficio a la marca. Pero la emoción que despertaba en padres de muy distintos países consiguió que hicieran clic para verlo y se hablara de él en revistas, periódicos y programas de radio. Consistía en una secuela de E. T., donde Elliot, el niño protagonista, encarnado por el mismo actor, Henry Thomas, ahora cuarentón, recibía de nuevo la visita de su amigo extraterrestre. Convertido en padre de familia, compartía con sus hijos experiencias que recreaban las secuencias más memorables del largometraje, como las bicicletas voladoras y el dedo índice encendido. Además, tenía contratado un servicio de televisión por cable que le garantizaba esa agradable vivencia familiar y navideña de sentarse todos juntos para elegir algo de la plataforma.

Lo más significativo, ya fuera de ese universo publicitario, es que Elliot y su familia podrían haber seleccionado en esas navidades de 2019 cualquiera de los remakes, secuelas y precuelas capaces de devolverlo a sus años de infancia y juventud. Doctor Sueño de El resplandor (1980), Footloose de Dirty Dancing (1987), El rey león en versión animales reales (original de 1994), Chucky, el muñeco diabólico, convertido en juguete robot (1988), It: Capítulo 2 (1986), las versiones geriátricas de Rambo V (1982) y Terminator (1984), Mujercitas (1994), Los ángeles de Charlie (2000), Cats (1981), Men in Black (1997). Podría llenar esta página con una lista de adaptaciones y versiones que abarcara los últimos diez años.

Este fenómeno de agotamiento creativo no es nuevo. Podría citar varios ejemplos de civilizaciones históricas que comenzaron a derrumbarse así, pero para qué, si existe Google. Tiremos de Roma, que a esa la conocemos todos. Antes de caer en manos de los bárbaros, su cultura había dado síntomas de entrar en un proceso de decadencia. Sus contemporáneos lo notaron en que todas las nuevas obras imitaban a escritores y filósofos del período clásico sin inventar nada nuevo, y peor aún, ninguna de sus creaciones tenía la fuerza y la emoción de las antiguas. Eso al menos decían quienes lo vivieron. Es como ahora, cuando los mayores éxitos económicos —y por tanto lo más queridos por el público— son las secuelas. Dadnos a los llorones pañuelos más grandes, porque los artistas y autores occidentales ya no tienen nada que ofrecernos. Quizá, como dicen algunos, la única esperanza es el cine coreano (Parásitos) y afines. Menos mal que DC y Marvel dejaron décadas de sagas de personajes y prometen un mercado inagotable para esos largometrajes que no gustan a Ridley Scott, Martin Scorsese o Steven Spielberg, representantes del Nuevo Hollywood iniciado en 1960.

Tuve la mejor perspectiva sobre la tremenda tontería que es este discurso sobre la decadencia de las ideas cuando se encendieron las luces de la sala tras El ascenso de Skywalker. Por fin, el largometraje más fiel a aquella Guerra de las galaxias que mi hermana y yo nos tragamos dos veces seguidas, tan emocionados estábamos. Era una sala de sesión continua, y troleábamos a mi padre, que se despertaba a veces preguntando si había acabado ya. Ahora yo estaba razonablemente satisfecho con este final de la saga de los jedi, no tanto como para tragármela de nuevo, ni como para salir luchando con espadas láser invisibles con mi hija de once años. Su reacción era tan fría como la de las redes sociales, donde las opiniones anónimas no distaban mucho de la que tenía yo. ¿Esto es todo? Se supone que la traca de fuegos artificiales tiene que terminar con un «guau», no con un «vale». A mí me habían podido la nostalgia para ir a esa sala y una estrategia de mercado basada en ella. Porque no es la añoranza de una sola persona, sino de varias generaciones. Si se han fijado en las fechas de los remakes, habrán visto que abarcan dos décadas muy concretas: los ochenta y los noventa. Las de quienes crecimos con las películas, los cómics, las series y los bollos como parte importante de nuestras vidas. 

Los bollos, sí. Pensemos un momento en los dulces que ahora tenemos al alcance. Yo, que era un niño regordete, habría reventado las costuras de tener a mi disposición lo que se ofrece hoy al público. Infinitos tipos de bollería chocolatada, caramelizada, coloreada, al horno, frita, artesana, vegana. Ya ni hace falta esperar a Navidad para zamparte un kilo de polvorones, de turrón, de mazapán. Y el brillante universo de los helados. Benditas leyes del universo que posibilitaron tal variedad de sabores. Pues bien, pese a todo, ¿saben cuál es el bollo más vendido en la actualidad en nuestro país? La Pantera Rosa. Un bizcochito con cobertura de ese color y relleno de crema blanca, que desde luego no es un acabose para el paladar, y fue creado en 1967. Se vende tan bien por la razón que da el fabricante en su web, mintiendo solo a medias: «El preferido de los niños y de esos adultos nostálgicos…». De los niños no, señor Bimbo. De adultos que crecieron en un mundo separado entre lo que era admisible y lo que no cuando dejabas de ser pequeño, y que un día, cuando alguien les dijo que no había nada malo en leer cómics o ver pelis «de niños», volvieron también a comer aquella bollería industrial que los devolvía a su infancia. Regresamos a los dulces y a los viejos personajes, a las antiguas series, a los álbumes de vinilo, a las modas pasadas. Y ya en el colmo de la justificación, a los tebeos de siempre, que eran más admisibles como novelas gráficas, igual que es admisible hartarse de cervezas con tapas si es artesana y servida en gastrobares. Nos habíamos convertido en decadentes. No la cultura, nosotros.

El marketing nos sugirió perder la vergüenza, y nuestra nostalgia le compró el argumento. Así, pudimos adquirir cosas que eran más propias de otros públicos objetivos y otros segmentos de edad. El objeto más vendido en todo el mundo, análogo a nuestra Pantera Rosa, son los muñecos Funko Pop, esos cabezones que parecen un icono infantilizado de cuanto héroe de ficción exista y esté licenciado. Hay de Star Wars, de Juego de Tronos, de Stranger Things, de Harry Potter, de DC, de Marvel… Sus cajas aparecen en librerías y tiendas de música, videojuegos y DVD. Como icono, son el final de un proceso que empezó George Lucas, a quien una vez estrenadas sus películas lo que más dinero le generó fueron las figuritas y naves de los personajes. Desde 1983 —estreno de El retorno del jedi— hasta finales de los noventa, cuando los críos habían crecido. Por eso estrenó La amenaza fantasma en 1999. La vuelta de la trilogía y sus derivados, apenas un año después de que Micke Becker se pusiera a crear en el garaje de su casa unos muñequitos, con los que quería recuperar unos juguetes de su infancia que se repartían como regalo en un restaurante. Más nostalgia para crear millonarios. La nostalgia que hizo nacer los Funko y renacer la bollería y Star Wars es la de las generaciones boomer, X y milenial que quieren revivir su infancia. Lucas, siempre habilísimo estratega de mercado, recuperó su imperio de explotación de licencias. Y encantado con su fórmula de Hollywood, ha acabado exigiendo personajes con éxitos previos en cómics, videojuegos, series o libros. Todo vale siempre y cuando tenga ya un nicho de mercado previo. 

Nuestro nicho de mercado tiene mucho que ver con cómo hemos crecido: en medio de la más maravillosa revolución tecnológica, una mayor de la que nos prometieron los viajes en el tiempo de Regreso al futuro. Tuvimos ordenadores, discutimos sobre si era mejor Betacam, V2000 o VHS, hasta que el cederrón —RAE sugiere— se lo llevó todo, y luego el DVD. La música portátil que iba en un «loro» pasó a ser un walkman, un MP3 y de ahí al teléfono móvil todo integrado. Vino internet prometiendo el paraíso libertario y el conocimiento libre, luego se convirtió en redes sociales y trabajo, pero también en ubicuidad y conocimiento. En un momento dado, todo iba demasiado deprisa, y como no nos daba tiempo a digerirlo, poníamos una y otra vez Friends, que todavía era la segunda serie más vista en Estados Unidos en 2018, por la que Netflix pagó una millonada, y que se llevó HBO para 2020 porque aún es un producto rentable. Estrenada en 1994, finalizada en 2004.

Y cuando ya creíamos que no había más horizonte para precuelas, secuelas, sagas, remakes, reestrenos, versiones, series, universos paralelos y orgías de nostalgia, llegó 2016. Stranger Things. Alguien genial nos devolvía al juego de rol y al demogorgon y la vida sencilla de los ochenta, donde los teléfonos estaban en la pared, las cámaras Polaroid te permitían ver la foto sacada al momento y yo qué sé qué más. Porque si aún no está claro que la decadencia no existe, y que la humanidad y sus culturas, subculturas y sociedades se transforman una y otra vez, dejándonos en la boca y el corazón de los que hemos vivido a caballo un poso de nostalgia, ya no sé qué palabras usar. Tan saludable es la orgía de decir que no hay rock como aquel que se hizo en los noventa, o cuando sea, como el capón que te mereces si no escuchas lo que hacen los músicos nuevos. Lo que nos rodea es maravilloso, mediocre y malo; hay de todo, en todas las artes. Y encima hay autores que hacen maravillas con nuestra añoranza de aquellas emociones primeras. El tiempo es como arena que escapa de nuestros dedos; la pasión, un fuego que termina en rescoldos. Hay que soplar para reavivarlo y dejarse llevar, preguntando siempre cuándo será la próxima entrega.

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7 Comentarios

  1. Me temo que llega un momento que se han contado ya todas las historias. Pero el problema no es ese, el problema es si no sabemos contarlas de manera distinta y que sigan siendo interesantes. Eso sí debería preocuparnos.

  2. Julibuliboom

    Te ha faltado decir que han cerrado los Toys R’Us mientras que los Fnac (una juguetería para niños mayores) lo petan ??

  3. Al final no me he tomado el yogurt hasta leer todo el artículo.

  4. Muy interesante!

  5. Gran reflexión; sobre toda para alguien como yo; que disfruto los 80 y esta ya en los 40!

  6. Pingback: La Psicosis de Gus Van Sant o qué podemos aprender de un remake plano a plano - Jot Down Cultural Magazine

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