Viene de ¿Quién mató al thriller erótico con un picahielos? (I)
La última seducción de una luna de hiel
El 21 de marzo de 1992, activistas LGTBi protestaron contra el filme Instinto básico en varios lugares de Estados Unidos (San Francisco, Nueva York, Chicago y Seattle). En las manifestaciones se cantaron proclamas como «Hey, hey, ho, ho, Hollywood homophobia has got to go» o «Rape is not sexy», considerando que el personaje bisexual de Sharon Stone (Catherine Tramell) «estigmatizaba» a todo el público gay. Fue uno de los casos más polémicos, con más difusión, de las emergentes minorías políticas ejerciendo su derecho a la protesta. Esta fue la oportunidad para que la polemista Camille Paglia sacara su martillo contra puritanos en Vanity Fair y se postulara como gran defensora del «poder violento» de Tramell en la película:
¡Las mujeres son zorras! La mujer es la diosa puta del universo. Instinto básico ha visto el retorno de la «femme fatale», lo cual indica el dominio de la mujer en el reino sexual. La interpretación de Sharon Stone es una de las mejores de una fémina en toda la historia de la gran pantalla. ¡Esa escena de interrogación en comisaría va a convertirse en una de las escenas clásicas del cine de Hollywood! Ahí se ve de todo: esos hombres alrededor de una mujer en su plenitud sexual y ¡los convierte en gelatina!
Es el año 1992: Madonna ha lanzado en octubre su libro Sex y su disco Erótica dominó ese mismo mes las listas de EE.UU. y el Reino Unido. Las tiradas de Cosmopolitan, en los primeros noventa, son altísimas y bajo los últimos años de dirección de Helen Gurley Brown —autora del libro de emancipación sexual femenina Sex and the Single Girl—se centran cada vez más en el erotismo como imperio femenino. Es el tiempo de esa cita apócrifa, atribuida a Oscar Wilde, y que popularizó el novelista Michael Cunningham:
Todo tiene que ver con el sexo, excepto este: el sexo es poder.
Paglia consiguió ganar esta batalla a las feministas puritanas, el grupo de Dworkin, para surfear como gran kahuna la ola sociocultural que veía el sexo como un saludable método del llamado «pornopoder». Es difícil, incluso con los persuasivos argumentos de Paglia, no reconocer abusos en este tiempo de cosificación sin final: en 1996 Donald Trump compraría el certamen Miss America y ese culto desaforado a la belleza pronto originaría una plaga de anorexia femenina (el caso Terri Schiavo es de 1990). Chicas redneck de Arkansas, en el estilo curvo de la actriz Roseanne, que pretendían ser Linda Fiorentino y que jamás podrían alcanzar esa proyección, esa ficción cultural, a la cual el thriller sexual contribuyó sin culpa. Una fantasía que acabaría en la parodia camp de Sexo en Nueva York: serie de ciencia ficción que podría ser un sueño dorado del urbanita tipo en un piso en Manhattan con un alquiler de diez ceros.
Quizá ese ensueño sin final, esa mistificación del sadismo en gentes sin problemas económicos (¡ni de peso!), justifique los delirantes diálogos de estos thrillers. De hecho, las conversaciones de Instinto básico, que según Eszterhas escribió oyendo enfebrecido a los Rolling Stone, fueron imitadas por todos:
Interrogador: ¿Cuánto tiempo llevabas saliendo con él?
Catherine Tramell: No salía con él, me lo follaba.
Del mismo año 92 es Lunas de hiel, película interesante en testimoniar el cambio del hombre posesivo a la mujer como único depredador en la propia trama del filme. Masacrada por la crítica en su momento, resulta una aproximación más europea al género, más dura, que construye un final donde el hombre concluye que el dominio del eros femenino no conlleva a otra cosa que el suicidio. Este es el gran tema de la filosofía francesa posterior a Foucault y la raíz de la novela de Pascal Bruckner que adapta con fidelidad el filme:
Oscar: ¿Por qué no te suicidaste?
Mimi: ¿Para qué? Ya estaba muerta.
Una rareza interesante de este tiempo, Mujer blanca soltera busca, unía a dos mujeres, Bridget Fonda y Jennifer Jason Leigh, en el camino a la perdición. Este filme es reivindicable por el profundo erotismo entre ellas, todavía larvado, y que se aleja de la heterosexualidad imperante en el apogeo del género. En ese sentido, las hermanas Wachowski harían una película lésbica mucho más torpe, menos mórbida, con la posterior Lazos ardientes de 1996; más una historia de acción que de obsesión erótica.
Todas estas películas que hacían de la violencia y el sexo un matrimonio conflictivo/divorcio positivo crearon un cliché reactualizado de film noir gracias a los desnudos, conversaciones ingeniosas y fotogramas dominados por azules o naranjas. Muchas de las tramas pintaban la luz del marco con dos tonos de color: el frío de la noche en soledad, en azules grisáceos, o el naranja del acto sexual en trópicos como metáfora telúrica de cuerpos en tierra caliente (escena tórrida en Acapulco con el Chapulín Colorado de fondo incluida).
No solo hubo películas de éxito en estos inicios de los noventa, sino también imitaciones de escasa estatura artística o erótica como la fallida El cuerpo del delito de Madonna e incluso actualizaciones pseudocibernéticas como la fisgona Acosada con Stone. De mayor nivel fueron filmes como La última seducción, la cual convirtió a Fiorentino en el gran rival erótico de Sharon Stone a través de sus diálogos escurridizos:
Mike: La tengo como un caballo. Piénsalo.
Bridget: Veamos.
(Le abre la bragueta)
Mike: ¿Qué haces?
Bridget: Creo que estamos buscando si dices la verdad sobre lo del caballo.
Esta conversación, escrita por el guionista Steve Barancik, ya es bastante paródica y anticipa la deriva medio humorística que tendrá el género ahogado en sus propios arquetipos de trajes rojos ceñidos y ejecutivos agresivos adictos al sexo. Decenas de narraciones usaron estas funciones manidas, confiando en que el espectador volvería a caer en esas manos de mujer fatal: Una proposición indecente, Mi obsesión por Helena, Acoso, El color de la noche o Jade.
Más sugestiva, existió una corriente de filmes eróticos mucho más abstractos, quizá con el ojo puesto en Terciopelo azul, que han sobrevivido mejor el paso del tiempo al hacer más etéreas sus insinuaciones y tramas/trampas. Subgénero, en muchas ocasiones, foráneo a Estados Unidos tiene puntales en filmes como Jamón, jamón o la densa Exótica; morbosísima pieza de equívocos y turgencias:
Viene cada noche. Tiene su bebida favorita, su mesa preferida con su bailarina más querida. A veces la espera, a veces ella le espera a él…para protegerle. Es su ángel.
En esta corriente podría estar también Crash, apenas entendida en su tiempo —generó polémica— y que igualaba el orgasmo al accidente automovilístico en una inteligente adaptación de una novela escrita por el distópico J. G. Ballard por parte de David Cronenberg. Menos expuestas todavía, más inteligentes y artísticas, serían tanto Carretera perdida como Eyes Wide Shut. Historias con énfasis estético, alejadísimas de la explotación del sexo gratuito, y que omiten los coitos por sobrentendidos para centrarse en las consecuencias de estos. Zizek analizó bien Carretera perdida como ensueño de un asesino culposo en su célebre libro sobre el filme, pero será el cerebral filme onírico Eyes Wide Shut el primero en evitar la exposición sexual para centrarse en el drama psicológico de los celos. Adaptación de ese experto en el «ello» que fue el dramaturgo vienés Arthur Schnitzler, finalizaba con un diálogo qué revelaba cuánto tenía de proyección onírica el sexo gratuito que había dominado los anteriores filmes:
Alice: Te quiero, pero sabes que hay algo muy importante que necesitamos hacer pronto.
Bill: ¿El qué?
Alice: Follar.
Bagatelas bondage para un nuevo puritanismo
Una de las señales más marcadas de decadencia de este género fue su progresiva infantilización, ya sea en discursos para adolescentes o al entrar directo en territorios de pop frívolo. La primera línea, quizá iniciada por la ridícula Hiedra venenosa de 1992, tendrá varios filmes como Juegos salvajes (1998) o Crueles intenciones (1999). Películas eróticas muy conservadoras, en la línea de lo decente, para el chaval con granos cuyo spleen pajero era el trío de emes: MTV, Mortal Kombat y Mountain Dew. La última línea de este cine, cada vez más ridícula, es la derivación camp, deudora del pop más rosáceo y que ganó consideración entre el público gay con películas testimonio de glitter estadounidense. El puntal sería, claro, Showgirls de 1995, a la que seguirían filmes todavía más bufos como Striptease un año después.
Las psicohistorias sexuales comienzan a ser ya «conscientes», a tener una necesidad de incorporar capas para adolescentes o mitómanos, y fascinar más allá de los desnudos al espectador común. En este final de los noventa el ascenso de la pornografía por internet va a eliminar eficacia comercial al género en EE.UU., que sobrevivirá mejor en Europa gracias a la aplicación de criterios más psicoanalíticos y de autor. El nuevo epicentro de la producción de thriller erótico fue Francia, con la seminal Fóllame (2000) de Virginie Despentes. Sus diálogos descarnados, en la idea de la prostituta como monstruo terrorífico para el hombre, tienen el tono habitual de la autora:
Una mujer con personalidad asusta a los hombres: se sienten menos viriles. Todos son maricones, eso es lo que son.
Si bien no fue un éxito en el momento, su mundo herrumbroso y oscuro, sus escenas explícitas, fueron un seminario de estilo para cintas como Irreversible de 2002 o Nathalie… estrenada dos años después. El filme sexual seguirá siendo rentable en Francia en estos dos miles ya sea a través de coproducciones de sexualidad enfermiza y cortante en el estilo de La pianista, de tipo costumbrista como Swimming Pool o abrazando el modelo más americano de thriller con la menor Femme Fatale de Brian de Palma. La mejor película coproducida en el hexágono de todo este thriller erótico tardío, Mulholland Drive de Lynch, seguiría el modelo alegórico e intelectual del director, alejándose de la crudeza de inicios de los noventa.
Estados Unidos, fuera de las citadas coproducciones, reaccionó con piezas menores como la pornografía mansa de Suavemente me mata y con un poco más de densidad en el canto de cisne de este género: Infiel. Remake estilizado de Claude Chabrol, el realizador Adrian Lyne consiguió superar los cien millones de dólares en la taquilla con una película más bien propia del año 88. A pesar de estos factores narrativos, en su trama se detecta cierto conformismo en los diálogos muy alejado de la perdición de Instinto básico o Atracción fatal:
Connie: Podemos acabar con esto y nadie resultaría herido en sus emociones.
Paul: Me herirías.
A ella le siguieron filmes menores, En carne viva (2003), y la fallida secuela de Instinto básico con el subtítulo Adicción al riesgo. Esta última fue un desastre antológico que no llegó a recuperar los setenta millones de presupuesto, y que ni siquiera, según ese perverso polimorfo que fue el crítico Roger Ebert, llegaba a mostrar «un desnudo frontal femenino». La debacle convirtió al thriller erótico en recuerdo del pasado: se reduciría de aquí a 2020 a filmes medianos de directores consagrados como Chloe, Un método peligroso o La piel que habito. De calidad variable, algunos denostados y otros celebrados por la crítica, todos ellos carecieron de proyección entre un público joven que descartaba ya el cine como medio para ver cuerpos desnudos y violencia.
La década del 2010 dio a luz heterodoxias interesantes, bastante innovadoras, y que quizá puedan crear escuela en el futuro. Entre ellas son notables el asesinato como orgía queer sin final de El desconocido del lago o el delirio entre existencialista y orgásmico de Lars Von Trier en Nymphomaniac, las dos del año 2013. Estas películas fueron de las pocas en mostrar escenas sexuales explícitas, siendo la escasa resistencia a un género que volvía a los años sesenta de sugerencias y represiones. Von Trier fue explícito en su nihilismo sexual, tan fuera de tiempo ahora, en los diálogos de su ensayo fílmico:
Joe: Para mí el amor es lujuria con celos de postre. Todo lo demás carece de sentido. Por cada cien crímenes cometidos en nombre del amor, solo uno se comete en nombre del sexo.
Los directores, en fin, no quisieron o no pudieron continuar este género y todo acabó en filmes bondage de la señorita Pepis como la inocua Cincuenta sombras de Grey o relatos propios del terror psicológico menos erótico posible en el estilo de El duque de Borgoña de 2014 a 2015. Un síntoma: Elle de Paul Verhoeven, estrenada en 2016, apenas tiene escenas lúbricas en una película que podría ser una continuación cronológica, castrada incluso, a la perversa La pianista. Solo filmografías exóticas como México o Corea del Sur mantendrían cierta carnalidad gracias a La región salvaje o La doncella, películas a pesar de todo fuera del ritmo frenético del thriller.
El triunfo de la serie distópica El cuento de la criada, en 2017, elevó el puritanismo al altar de lo deseable por todas las marcas que casi tres décadas antes habían erigido al thriller erótico en consumación necesaria para toda mujer liberada. La revista Cosmopolitan, aquella que había hecho su fortuna en los años noventa con sus guías sexuales, ahora recomendaba prudencia ante un eros que se tenía cada vez más como maldito. Este es también el año del #MeToo: movimiento justo, necesario, pero que en sus excesos derribó a muchos actores y realizadores que habían vivido de explotar el erotismo en la gran pantalla. En Francia, donde no había muerto el thriller erótico, se pudo pergeñar un manifiesto contrario; sesgado aún agudo. Un texto tan fuera de tiempo como también síntoma de los choques culturales entre generaciones y países:
… la característica del puritanismo [es] tomar prestado, en nombre de un llamado bien general, los argumentos de la protección de las mujeres y su emancipación para vincularlas a un estado de víctimas eternas, cositas pobres bajo la influencia de machistas diabólicos, como en los tiempos de la brujería.
Dos años después se estrenaría el éxito Midsommar (2019), la secta castradora como elevada metáfora de las «bondadosas creencias» que esconden una naturaleza «hipócrita y siniestra» a decir del crítico cultural Jesús Palacios. Quizá ese puritanismo en la gran pantalla sea el deseo real del público millennial ante el aburrimiento por la ubicuidad del sexo por internet; una experiencia virtual que no deja de ser soma barato contra nuestras endorfinas. Son las nuevas normas morales de emergentes religiones instigadas por los habituales condenados al futuro: aquellos jóvenes que ahora derriban estatuas para erigir otras igual de ridículas que las anteriores.
Aun así, el picahielos de Catherine Tramell permanece oculto, todavía, a la espera que estas «nuevas novicias» redescubran su lugar litúrgico en el único ritual atávico que nos ha sobrevivido: el sexo.
Cuando en el artículo se cita «Una terapia peligrosa», me imagino que se quería aludir a otra película.
Sí, ahora se cambia. Es que los títulos de la película de Cronenberg y Harold Ramis son muy similares.