Esta entrevistase encuentra disponible en papel en nuestra trimestral nº33 especial Argentina.
Pablo Braun (Buenos Aires, 1976) es un personaje peculiar. Nacido en una de las familias más ricas y tradicionales de la Argentina, a los veintiocho años abandonó el puesto que ocupaba en una de las empresas del clan y decidió ser vendedor de libros. Tenía el dinero suficiente y la intuición necesaria. No le ha ido mal. Eterna Cadencia, así llamó a la librería que hoy es un sitio de culto en un barrio de culto, lo que queda del Palermo de Borges, hoy es también una editorial con más de doscientos títulos y una distribuidora. En Eterna Cadencia nació el Filba —el festival de literatura más reconocido de Buenos Aires—, una fundación de promoción de la lectura y una distribuidora. Braun piensa las palabras y su vocabulario no puede ser más argentino. Recibe a Jot Down entre decenas libros empacados para la venta online en lo que alguna vez fue el bar de la librería, hoy cerrado por la pandemia. La terraza de Eterna Cadencia parece ser un sitio más seguro para neutralizar el riesgo de contagio. Ha llovido, pero el clima ya es de primavera y se está muy bien allí arriba, aislados del ruido de la calle y el movimiento silencioso de los clientes que deambulan sobre el piso de pinotea de, hay que decirlo, la librería más bella de la ciudad.
¿Por qué una persona con dinero decide vender libros, una opción que parece tan poco rentable?
Yo digo que vendo objetos no deseados [risas]. Es una historia larga. Mi papá era empresario y murió a los treinta y tres años, cuando yo tenía ocho. Volcó con el auto, su quinto vuelco, la estaba buscando. Era un demente, iba muy rápido en la vida y el auto no era la excepción y se mató. Eso claramente me marcó desde el dolor, pero no me marcó desde lo laboral, digamos, porque yo no conviví con eso. Mi vieja, que aún vive, era ama de casa, y si hablamos de libros, en mi casa no había libros, nunca se leyó. Yo no era un gran lector, sobre todo de niño. En mi adolescencia, en primer año del colegio, me tocó una profesora que nos hizo leer un par de autores que me dispararon, que me convirtieron en lector. Fue un poco por la educación y por algo que había adentro. En séptimo grado de la primaria, en las vacaciones, me leía cuatro libros seguidos, pero nunca fui ordenado y podía pasarme cinco meses sin leer. Ni yo me sentía mal ni mi mamá me decía: «Che, lee». Cuando terminé el colegio, tal vez por ese mandato familiar inconsciente, estudié Administración de Empresas. Mientras que estudiaba siempre hice cosas que tenían que ver con el comercio. Tuve un kiosco de golosinas y cigarrillos, en Quintana y Alvear, un kioscaso. Siempre había como una cosa de tener algo, como un gen familiar, donde varios de mi familia son comerciantes. Pero cuando terminé de estudiar y me quise poner a trabajar en una empresa grande, de traje, no me gustó.
¿Qué no te gustó? ¿El traje o que sea una empresa de la familia?
No me hacía feliz estar delante de una computadora viendo cuadros, Excel y no sé qué. Tal vez quería algo más mío, no tanto con la estructura de la empresa, donde podría haberme dedicado a algo concreto. Supongo que tiene que ver con que me gustaba tener algo mío.
¿No había un mandato que lo obligaba a trabajar en las empresas familiares?
No, de hecho, yo laburaba en la empresa que maneja mi tío, y el día que le dije: «Me voy», no me dijo nada. En ese momento conocí a la mamá de mi hija, Rita, que hoy tiene dieciséis años, y con ella armamos la fundación TEMAS, por trabajo, educación, medio ambiente y salud. Hoy, a diecisiete años de que la armamos, sigue haciendo un laburo extraordinario en la Villa 21. Cuando nos separamos era obvio que era imposible seguir trabajando juntos. Yo me quedé en Pampa y la vía [sin nada] a nivel de proyecto laboral, de qué hacer. Esto fue en 2004, con veintiocho años. La situación me golpeó fuerte, me deprimí y me encerré en mi casa a leer. Leí como un animal. Yo ya era lector en ese momento, pero no leía dos libros por día, como me pasó durante esos cuatro o cinco meses. Leí unos trescientos libros. Un buen día, por lo menos en mi recuerdo, porque a veces los transformamos, me estaba bañando y me vino una idea. «¿Y si ponés una librería, Pablo?», me dijo uno de esos yoes que te hablan. Yo iba mucho a librerías, leía todo el día, salía, compraba libros y volvía y no hacía nada más.
No tenías una biblioteca armada, estabas obligado a comprarlos…
Sí, además me gustaba ir a las librerías. Ese fue el primer pensamiento, que se hizo recurrente. Al día siguiente, de nuevo: «¿Y si ponés una librería, Pablo?». Entonces iba a las librerías y ya no miraba tanto los libros, sino que miraba la iluminación, los estantes, cómo sería mi cosa. Y empecé a imaginar un delirio, con una casa enorme con distintas habitaciones donde en una te recibía un librero especialista en historia, en otra un especialista en filosofía. Persistió tanto, que dije: «Bueno, me voy a animar».
Además, disponías del capital.
Por suerte, sí, tenía el dinero. Me puse a buscar casas con una idea clara: hacer una librería para visitar, no una librería de paso, no quería que estuviese en una avenida. Yo quería una librería bien curada, literaria, con libreros y donde pudieses tomarte tu tiempo. Hoy este ya no es un barrio alejado, aunque tampoco lo era demasiado en ese momento, pero prefería que alguien se tomara su tiempo para venir, que viniese una vez al mes y se comprase dos o tres libros que una vez por semana y se llevara uno o ninguno. Si te querías venir en auto con tu familia te venías, por eso siempre la pensé con un bar para que la gente pudiera estar un rato más, para que se pudiera encontrar para charlar de libros, para que el bar fuese un lugar posible de presentaciones, charlas, cursos. La pensé como un pequeño centro cultural literario.
¿Cómo elegiste el lugar? Buena parte del ángel de la librería está en el espacio físico que has creado.
Vi unas setenta casas, y me quedé con la primera. Estaba tan rota que yo no me animaba. Pero mi amigo de la inmobiliaria me decía: «Volvamos ahí», y yo dudaba. Había grietas que daban miedo. Vine con un arquitecto y me dijo: «Esto se arregla, vas a tener que invertir, pero no tenés que demolerla y hacerla de nuevo». Este lugar se vendía para tirar abajo, como terreno. Yo quise abrir la puerta del baño y estaba cerrada, y el vendedor me dice que no tiene la llave. «¿Para qué querés abrir, para qué la estás comprando?», me dice. «Porque quiero poner una librería». Me consiguió la llave y pude ver el baño.
¿Conoces la historia de la casa?
Donde hoy está la liberaría había una imprenta medio clandestina, no en el sentido de que hacía panfletos prohibidos, sino que la tenía un familiar sin autorización comercial. Eran tres casas con tres puertas. Con una entrabas arriba, por la otra entrabas a todo lo de abajo y por la tercera a una casa que estaba en medio. Yo compré el bloque. Eso fue en septiembre de 2004. El 20 de diciembre de 2004 empecé la obra y el 20 de diciembre de 2005 abrí la librería, exactamente un año después.
¿Y cómo se llena una librería desde cero?
Los libros no se compran, a diferencia de España. Aquí hay consignación, pero cuando sos nuevo y no tenés historia en el mundo del libro algo te hacen comprar.
¿Pero inspiraba confianza en las editoriales o pensaban que eras un loco?
Tuve mucha suerte, porque un buen día llamo a un amigo que laburaba en una librería y le digo que nadie me daba pelota. Yo llamaba y nada. Alguna me abría, alguno se animaba a venir y veía la obra, pero no avanzaba. Mi amigo me dio el número de Santiago Roca, que junto con hermano manejaba en ese momento la distribución de Tusquets. Hablo con él y justo conocía a alguien en común conmigo y me abrió la cuenta. Y que te abra la cuenta Tusquets era como: «¿Y quién te abrió la cuenta?». «Me abrió tal y tal y Tusquets». «¿Tusquets?, ah, sí, entonces te abro». Eso y hablar, hablar y hablar.
¿No te ayudaba tu cuenta bancaria y que supiesen quién eras?
En ese momento Google no era como ahora, que ponías un nombre y averiguabas cualquier cosa. Yo creo que cuando vieron el proyecto y que había una inversión aflojaron. Unos me hicieron comprar una parte en firme. También hice una importación muy grande de libros de Alianza y de Cátedra desde España que terminé de vender ahora durante la pandemia, quince años después. Marqué como un loco desaforado y después te das cuenta de que no vendés tanto como creías. No alcanzan los apellidos ilustres.
¿Cómo eliges el catálogo que le da el perfil a la librería?
Tiene mucho que ver con mi perfil lector. Soy un lector sobre todo de literatura. Cuando marcaba un catálogo marcaba lo que a mí me gustaba y lo que creía que podía ser afín. Joyce no me conmueve, pero si puedo tener veintitrés ediciones del Ulises, las tengo. En realidad, no es que no me conmueva Joyce, es que no estoy a su altura. Después conocés una editorial que tiene dos o tres libros que te gustan y empezás a entender que hay un universo ahí y pedís todo de esa editorial. Obviamente hay errores y marcas cosas que no van con el perfil que buscas. Y después están las preguntas de la gente que viene. El público te empieza a mover el perfil. La librería te marca la cancha de la curaduría, sobre todo de las mesas, que es donde más se ve. Las librerías que tenemos un espacio por arriba de los cien metros cuadrados compartimos un montón de cosas, no hay ninguna que no tenga el Ulises o las novedades literarias que te mandan las editoriales por impulso. Pero después está eso de quemarse las pestañas mirando los catálogos; o pidiendo libros que te venden en firme porque queda solo uno y lo compras igual; o que te digan que no lo vas a vender y vos lo querés igual, aunque sepas que lo vas a tener cinco años. No me asusta tener un libro que sepa que no va a moverse rápidamente.
¿Cómo nace el nombre de Eterna Cadencia?
El nombre nace ahí, en ese sitio [señala un punto en la terraza cercano a la puerta de acceso que da a la escalera]. Estaba parado ahí con los arquitectos viendo el tema de las letras que ves en el piso. El primer nombre que se me ocurrió fue «Desasosiego», y no era por Pessoa, era porque a mí la palabra me gustaba, el sonido, no lo que significaba. Cuando lo empecé a comentar la gente me decía que ir a «Desasosiego» era un bajón. Empecé a buscar otras palabras que me gustaran y pensé en cadencia. El desasosiego tenía que ver con lo que me pasaba a mí a mis veintiocho y lo que me pasa un poco con la lectura. Uno entra a una librería y siente desasosiego, porque ves todos esos libros y pensás: «¿Qué es esto, todo lo que me falta, todo lo que querría haber leído?». Entonces volví a la palabra cadencia. Un buen día estaba hablando acá con los arquitectos, y así de la nada, como en la ducha, hice sinapsis y dije: «La eterna cadencia», la eterna búsqueda del conocimiento o no sé de qué, a través de los libros. «Lo tengo», pensé. Se lo comenté a la arquitecta y me dijo: «No, no me gusta nada». Bueno, a mí sí me gustaba y faltaban dos o tres meses para abrir y necesitaba hacer algo tan básico como el logo. Resonó muy dentro de mí y decidí que ese sería el nombre.
¿Cómo fue el salto desde la liberaría a la editorial?
La editorial surge dos años después. Empezamos en agosto de 2008, cuando ya tenía la librería más agarrada. Los dos primeros años fueron durísimos. El primer día abrí, entraron dos personas y creo que vendí dos libros. «Con esto vamos a tener que remar», pensé. La gente no dijo: «Pablo, qué linda tu librería». Pero cuando me sentí cómodo, sentí que ya podía hacer algo más. Ahora voy a parecer el chico sinapsis, pero juro que es verdad. Una mañana vi un repartidor haciendo fuerza con la zorra [carretilla] mientras trataba de entrar unas cajas a la librería y dije: «Cómo me gustaría entrar como caja a un montón de librerías». Ese fue el razonamiento que tuve, te lo juro [carcajadas]. Traducido: me gustaría tener una editorial. Podría haber sido también «me gustaría tener una distribuidora», como tengo ahora. La voz interior me decía que me dejara de joder, que no tenía idea de cómo era una editorial; y al día siguiente lo mismo, y al otro también, y otra vez a los quince días y al mes. Y me encuentro con una de las primeras editoras que me vino a visitar acá: Leonora Djament, que era editora de Norma y había pasado por Alfaguara. Una señora que en ese momento estaba embarazada. Vino a proponerme algo para hacer un evento de Norma. Yo pensé: «Uy, uau, me viene a visitar un editor». Tuve una charla de trabajo con ella, armamos el evento y yo ya tenía en la cabeza lo de la editorial. Pensé en hacer un paso que no había hecho con la liberaría, que fue formarme. Cuando yo abrí la librería algunos me acostaron sin chupete; por falta de experiencia me vendieron en firme al treinta por ciento cuando te consignan al cuarenta. A algunos se las he pagado muy románticamente. Hubo cosas que también hice por apuro, necesitaba libros y en ese momento pensás que se acaba el mundo, cuando en realidad podés abrir con un estante menos sin que pase nada.
Decidiste entonces aprender cómo era eso de fundar una editorial.
Decidí formarme al menos un poco. Había un curso de edición que daba… Leonora Djament [risas] en la escuela de Letras. Me anoté en ese curso para tener alguna idea y pensar con sustento. Entre la primera y la segunda clase nos tomamos un café y decidimos abrir una editorial.
Contrataste a tu profesora.
Contraté a mi profesora [risas]. Fue entre los dos. Se juntaron el hambre y las ganas de comer. Ella tenía ganas de volar más libremente, de salir de una editorial grande como Norma, y yo tenía ganas de empezar. Ella largó Norma después de diez años estando embarazada, se tiró un piletazo [un salto al vacío] importante. Hoy tengo algo que mostrar, pero, en ese momento, no tenía nada que mostrar mas que una librería bien manejada.
¿Cómo se arma el catálogo de una nueva editorial?
Leo viene de la carrera de Letras y Filosofía, del ensayo literario, pero también es muy lectora de ficción. Y yo soy casi exclusivamente lector de ficción. Tuvimos entonces una primera charla sobre qué nos gustaría, esto puede servir, esto vende menos explosivamente, pero vende sostenido en el tiempo… Le compré la idea porque yo no sabía nada. Me entregué, y ya llevamos doce años.
¿Cuántos títulos lleva editados Eterna Cadencia?
Vamos a terminar este año con doscientos veintidós libros. Siempre a un ritmo de entre quince, el año que menos editamos, y veintitrés, el año que más lo hicimos. Cada uno con sus gustos, sus opiniones, lo mío al principio con más timidez.
¿Son todos libros que te gustaría tener en tu casa, o con la cabeza puesta en lo que se va a vender?
Hay un poco de todo. El norte, claramente, no es que venda, pero tampoco somos tontos. El ideal es autores que nos gustan, que sean buenos y que al menos vendan, aunque no sean tan masivos. Lo que quiero tener en mi casa está repartido en un montón de editoriales, y yo tengo acceso a muy pocos autores. Tal o cual me encanta, pero puede estar casado con otra editorial o no querer editar con nosotros.
¿Has intentado robar autores a la competencia?
No somos de robar autores. Nos han robado, pero es un juego natural. También le hemos dicho que no a autores a los que le hemos publicado dos o tres libros. No creo en la obligación de un autor de publicar con una editorial ni que estemos obligados a publicar para siempre a un autor. Puede ser que no rinda o que pase algo o que creamos que el autor se repite. También pasa que, como fuimos creciendo, tenemos acceso a más autores y uno tiene la posibilidad de escalar. Y obviamente hay autores que no venden nada y es muy difícil, porque sale muy caro mantener la maquinaria de una editorial. Si vende cincuenta ejemplares es muy frustrante para todos: para el autor, para nosotros, para todos. En cuanto a robar, soy muy fanático del uruguayo Mario Levrero y me fui a Uruguay para hablar con la viuda, me senté con ella y… no.
Hablando de Uruguay, abriste una librería en Montevideo. ¿Cómo fue eso?
Me fui a Uruguay porque conocí a mi socio, que se llama Alejandro Lagazeta, acá en Buenos Aires. Estaba trabajando acá un sábado y entra un tipo de unos treinta años. Y me cuenta que tenía una librería en Uruguay que se llama La Lupa y que se cruzaba cada fin de semana a Buenos Aires. El tipo era gerente financiero en una empresa de levaduras y los domingos empezó a ir a Tristán Narvaja, que es una calle donde se venden cosas usadas, entre ellas libros. El primer día llevó veintitrés libros y vendió uno. Hoy tiene veintidós mesas. En medio de eso, le ofrecen comprar una librería muy chiquita, un tipo grande que él conocía. Se la dejó por nada. El tipo la empezó a mover y, como es muy inquieto, se cruzaba a Argentina para comprar libros. Quería comprar libros de la editorial y de la librería, con descuento. Así empezamos a generar una relación. Al tiempo, en 2008, yo ya estaba con otro proyecto, la Fundación Filba y el festival del FILBA, muy bien agarrado y sentía que podíamos dar un poco más. Entonces decidimos hacerlo en Uruguay. Ya traíamos autores de todos lados y pensamos: «Poner un Buquebus que los lleve a Montevideo y los traiga de vuelta, ¿por cuánto nos puede salir?». Me crucé a Uruguay y le dije a Alejandro si le gustaría participar. Me fui una vez, me fui dos veces, y nos empezamos a hacer amigos. Durante el transcurso del festival, tomando una cerveza en un bar, pensamos en hacer algo juntos. Le dije que estaba dispuesto a poner algo de plata y que él podría largar su laburo.
Le estabas cumpliendo el sueño de su vida…
Se dio algo muy afectuoso entre nosotros, la affectio societatis, como se llama, que es una de las cosas de las que depende el éxito de una empresa. Yo nunca había tenido un socio, y con él nunca tuve ningún problema. Largó su laburo y nos pusimos una distribuidora y una librería.
Que se llama Escaramuza. ¿El nombre también fue «efecto de la sinapsis», como Eterna Cadencia?
Se le ocurrió a la mamá de mi hija [risas]. Estaba viendo a un cantante uruguayo, Canario Luna, y el tipo, entre una canción y otra, se pone a hablar y nombra la palabra escaramuza. Y le da un sentido no relacionado con la pelea, sino con hacer cosas, hacer quilombo. Y una de mis frases preferidas es que me gusta «hacer quilombo», hacer lío en el buen sentido.
Como el papa Francisco…
Mejor no me voy a meter con la religión, y con el Vaticano menos [risas]. Pensamos un montón de nombres y quedó finalmente Escaramuza, porque queríamos hacer quilombo.
¿Le va bien?
La verdad es que sí, se instaló muy rápido. Encontramos una casa hermosa, más grande que esta, con un patio al fondo, muy linda. Y encima tuvimos la suerte de asociarnos con una pareja gastronómica, el chef del restaurante más importante de Uruguay, y ella, la jefa de repostería. Nos encontramos con dos changos que no sabíamos ni quiénes eran, pero nos pareció buena gente y conocíamos el restaurante de haber ido a comer ahí. De repente teníamos un restaurante insólito, donde va mucha gente y siempre tiene movimiento. Eso nos ayudó a que nos vaya bien más rápido, porque de entrada ese restaurante se llenó. Abrimos, y el primer día, que en general es tranquilo, empezamos a correr. Yo estaba lavando vasos porque no había nadie que pudiera lavar vasos. Esto fue en 2015.
¿Cómo surge la idea del FILBA? Tienes una librería, una editorial y una distribuidora. Como estabas aburrido un día, pensaste: «Voy a hacer un festival».
Esta vez, no. En 2008, Soledad Costantini, que maneja MALBA Literatura [la editorial del Museo de Arte Latinoamericano de Buenos Aires, propiedad del mecenas Eduardo Costantini], un buen día me llama y me dice: «Vinieron unos tipos de Inglaterra que están viendo la posibilidad de hacer un festival». Me pide que vaya a la reunión porque ella no tenía mucha idea. Yo no tenía ni idea de lo que era un festival de literatura. No había ninguno en Argentina y no había tanta internet como para estar al tanto. A mí me gusta hacer cosas que tengan algún sentido, y esto era un festival donde los autores interactuaban con el público y se podían armar charlas interesantes. Si yo podía participar de manera chiquita o grande, estaba de acuerdo. Tomamos un café, y a los diez días me dice que los ingleses se bajaban, porque buscaban una ciudad más chica. Y le digo: «Sole, hagámoslo igual. Tenemos la estructura del MALBA y yo me hago cargo del resto». La primera edición la organiza el MALBA, tirada por mí.
Que estuviese el MALBA detrás fue una buena carta de presentación.
Imagínate. Íbamos a la embajada de Francia a pedir por algún autor y te escuchaban. Si iba yo solo, eso no pasaba. Nos juntamos, otra vez, el hambre y las ganas de comer en una unión virtuosa. El primer festival funcionó muy bien, y cuando le hablé a Sole de pensar el del año siguiente, me dijo que no tenía ganas, que prefería hacerlo cada dos años. A mí me quedaba muy lejos dos años, y consideré que el festival tenía tela para cortar. Además, yo tenía ganas de hacer otras cosas vinculadas a la promoción de la lectura. Los festivales son más promoción de la literatura, de autores y libros, pero me interesa, y ese es el grave problema en Argentina y en otros países: que la gente no lee. Y no lee por muchas razones, no solo porque no le alcanza y hay mucha pobreza, porque hay bibliotecas. Hasta hace ocho años no se capacitaba a los maestros para que enseñen a leer en el aula. Por eso se me ocurrió armar una fundación que absorba el manejo del festival Filba e hiciera cosas para la promoción de la lectura. Vamos a escuelas, hacemos un festival para niños y niñas [el Filbita], capacitamos a maestros. El festival es la parte visible de Filba, pero hacemos un montón de cosas más. Y después hacemos el Filba nacional en ciudades de todo el país para promover la lectura de una manera más federal. Como en todos los países, aquí las grandes capitales absorben todos los eventos importantes y las provincias se quedan afuera.
¿Es un mito esto de que los argentinos leen mucho?
Sí y no. Es una verdad y una mentira, en el sentido de que en Argentina se lee poco. Un libro que en España vende seis mil o siete mil ejemplares acá llega a mil quinientos y tenés que tirar cohetes. Leemos un libro y medio por año, habiendo personas que leen cien o doscientos por año. Además, no sé si esas estadísticas se basan en libros vendidos o en qué, porque no siempre un libro vendido se lee. Supongamos que se leen dos libros por año, y eso es muy poco, son menos de dos páginas por día, un minuto y medio por día, lo mismo que nada. Pero me parece también que hay una tradición literaria muy fuerte de grandes lectores, de un Borges, de esos lectores que se juntaban en la revista Sur y que se peleaban entre los de Florida y Boedo, y en la carrera de Letras tenés a una Beatriz Sarlo, una Josefina Ludmer, un Daniel Link. Se lee muy bien en Argentina y eso hace creer que un montón de gente lee. Entonces, hay muy poca gente que lee, pero que lee muy bien. Hay además una larga tradición de traductores, grandes editoriales que nacieron acá y librerías. Hay un gen argentino raro. Pasa como en el tenis, somos unos chotos, la Federación Argentina de Tenis es un desastre y llegamos a semifinales de Roland Garros. Hay algo del ser argentino, una de las pocas partes buenas, que tiene un empuje que logra hacer. Hay una editorial que logra ir a España, traducir, García Márquez termina editando acá y luego hay un conocimiento que se guarda bien en la academia. Eso nos da esa imagen de que somos grandes lectores, y para mí es mentira.
¿Y en cuanto a los escritores? ¿Sientes que han surgido nuevas voces interesantes?
Siempre hay autores nuevos, como en todos lados. Si tengo que comparar con grandes nombres como Borges, Piglia o Saer, es complicado predecir si está surgiendo alguno.
Te nombro a algunos y me dices qué te parecen. Samanta Schweblin.
Me gusta, pero no tanto. Distancia de rescate es una gran novela y me gusta que le vaya muy bien, que pueda trascender. No sé bien qué fibra toca en los lectores que funciona. Y estoy feliz de que una autora argentina se difunda por todos lados y que además sea buena.
Selva Almada.
Selva me gusta, y mucho. Acabo de leer No es un río, que puede que sea su mejor novela.
Mariana Enríquez.
Me encanta. No la tengo tan leída, pero me gusta ella, me parece una persona muy valiosa e inteligente. Ahora se editó una recopilación de sus crónicas. No la leo mucho porque las novelas de terror me dan mucho miedo, no es broma. Recuerdo un cuento de ella, uno de un viaje hacia el norte, que me asustó mucho. Pero insisto, me gusta mucho ella como personaje.
Camila Sosa Villada.
Me gusta mucho su parte histriónica y me encanta que le vaya bien. Sus lecturas son una asignatura pendiente, quiero agarrar sus tres libros y leerlos de corrido. Me quiero ir a algún lado y leer los tres de un tirón. La conocí en un FILBA en Córdoba, y cuando la vi, dije: «Uau, qué grosa [genial] que es esta mina».
Pedro Mairal.
Me parece uno de los escritores más amables. Es un placer leerlo, te hace sentir bien, corre, fluye. En eso es muy parecido a Sergio Bizzio, tiene una literatura de mucha imagen. Me gustan los escritores visuales, por eso me gusta un Levrero.
Patricio Pron.
Leí Una puta mierda y me pareció interesante, pero no leí nada más.
¿Qué se vende más en Eterna Cadencia?
Literatura, sin duda.
¿Clásica o contemporánea?
Nueva literatura, soy muy de vender El viento que arrasa [de Selva Almada], de vender Distancia de rescate [de Samanta Schweblin] o Una muchacha muy bella, de Julián López, publicado por nosotros.
¿Y el preferido de tu catálogo?
El que más me gusta es Hernán Ronsino. Lo leí un día y dije: «Este tipo es un genio». Es una gran mezcla entre Juan José Saer y Antonio Di Benedetto, que es mi autor favorito argentino. Ronsino es mucho más moroso, mucho menos amable, si se quiere, pero me encanta. Vendió mucho Glaxo, que es una novela muy cortita. Nosotros reeditamos después La descomposición —que ya la había editado Interzona— y publicamos Lumbre y Cameron. Vende, pero a un ansioso no podés venderle Ronsino.
Cuando arrecia una nueva crisis, como ahora, ¿vendes más libros de política?
No. Es cierto que se venden y ayudan en la caja, pero no hacen la diferencia. Del libro de Cristina Kirchner [Sinceramente] vendí algunos, pero otras librerías vendieron mil veces más que yo. Si ves los rankings que publico desde hace diez años, y que son verdad, el 90 por ciento de los diez primeros son libros de literatura.
El público de Eterna Cadencia no es público de no ficción.
Tenemos una sección digna de filosofía, de ensayo, pero lo que destaca es la literatura.
¿Se puede decir que hay una literatura latinoamericana, o estamos viviendo del recuerdo de los gigantes del pasado, como García Márquez, Borges o Cortázar?
Hay un sonido nuevo. No soy un estudioso de la literatura latinoamericana, lo digo desde el olfato. En Chile hay un movimiento, en México hay un movimiento, en Colombia hay un movimiento. No sé si mi oído es tan potente para escuchar un nuevo sonido o soy un lector tan agudo, pero sí me parece que hay un intento, no solo desde la escritura, sino también desde la industria, de hacer algo nuevo. Hay muchas editoriales que están haciendo cosas, se están empezando a mover tímidamente los libros. En España, el 1 de noviembre, se abre la segunda sucursal de Lata Peinada, que es una librería que se instaló hace un año y pico en Barcelona y ahora abre su segunda en Madrid. Los dos dueños son argentinos y venden exclusivamente literatura latinoamericana. Hay editoriales que están haciendo un laburo importante, como Almadia y Sexto Piso en México; o como en Chile, donde salen como hongos editoriales nuevas de poesía, narrativa y ensayo, junto con unas editoriales universitarias buenísimas. Hay algo dando vueltas en todos lados.
Esos nuevos libros que editan, ¿qué están contando?
Hay mucha literatura del yo. A mí no me importa si es del yo, del tú o de quien sea, si está bien escrita. Ayer leí dos páginas de una escritora llamada Maryse Condé, una escritora de Guadalupe que tiene más de ochenta años, que me pareció extraordinaria, y habla desde el yo. La leí con sueño en lo de mi novia después de tomar un vino. Leí dos páginas y dije: «Uau, qué grosa». Otra es Josefina Vicens, una mexicana que ya murió, que es muy parecida a Levrero. Lo que leí era incluso mejor que El discurso vacío de Levrero.
¿Te dolió aceptar que alguien podía superar a tu ídolo?
[Risas] No, no, a mí no me importa nada. Soy un lector hedonista y egoísta, a mí me gusta lo que me gusta, no me va a gustar lo que me tiene que gustar, ni le voy a hacer un favor a un lector diciéndole que me gusta. Vale lo que me gusta a mí, con todos mis defectos y virtudes.
Pero ¿estás de acuerdo en que hay «algo» en América Latina, más allá de tus gustos personales?
Te das cuenta de que hay un interés por lo que se habla aquí. Hasta las editoriales grandes españolas lo tienen en cuenta, por ejemplo, el «Mapa de las Lenguas» de Penguin Random House, que edita varios autores latinoamericanos, o Planeta, con un intento parecido, aunque no le fue tan bien. Hay un interés, no sé si es pour la galerie, pero creo que hoy, al ser un poco más barato imprimir, hay una necesidad de mover libros. Es un movimiento mayor, no te digo que es la gran cosa, pero existe.
Entonces hay vida más allá de las grandes editoriales.
Por supuesto. Hay un ecosistema alucinante, enorme, frágil individualmente pero colectivamente muy fuerte. Cuando se cae uno, aparecen dos, se caen tres y nacen cuatro. Eso pasa en toda América Latina. En Argentina lo tengo más claro porque lo veo y vivo acá. Es muy impresionante lo que pasa en Chile, son pocos habitantes y hay un montón de nuevas editoriales. Los lectores ávidos e inquietos de cada país tienen un montón para leer.
¿Cómo imaginas el futuro del trabajo del librero? ¿Seguirá existiendo esto que hace?
Seguirá. Partamos del presupuesto de que, si hoy se venden cien libros, mañana se van a vender cien libros. Antes, el cien por ciento se vendía en librerías, con interacción humana, con un librero, con una librera que te guiaba y mantenía con vos un diálogo. Eso en general, claro, porque hay clientes que vienen, agarran un libro y te lo tiran en el mostrador para que les cobres. Me parece que con la cuestión online cuelo un tema que me da un poco de miedo, que son los algoritmos. En la librería uno compra lo que ve, los libreros tenemos nuestro algoritmo, que son las mesas. Hoy entrás y está el algoritmo de estos tanques gigantes y hay un maremágnum de recomendaciones de influencers, de blogs. Tampoco los libreros somos los únicos que podemos recomendar libros, porque hay libreros malos, pero, en general, por definición, es una persona que está todo el día dentro de una librería, que charla con los clientes, con los editores, con los distribuidores. Están todo el tiempo hablando de libros y se supone que más o menos entendés. Cuando te dicen: «Che, ¿este libro está bueno?», podés no saberlo, pero sí sabés que la editorial es buena y le decís: «Llevalo». Eso el algoritmo no lo capta. De todas formas, son muy inteligentes los algoritmos. Me impresiona que Mercado Libre de Eterna Cadencia vende muy parecido a lo que vende Eterna Cadencia desde siempre. Yo sé que las novelas románticas de Florencia Bonelli venden una tonelada y tengo Bonelli, y no vendo casi nunca Bonelli acá.
Con la pandemia, la venta se concentró en la venta online a través de Mercado Libre. ¿Eso te obligó a cambiar el perfil?
[Piensa un largo rato] Sí y no. Voy a hablar hasta antes de la pandemia, porque con la pandemia todo se desmadró. Hace cinco años me enteré de que se podía vender por Mercado Libre sin subir libro por libro, porque nuestro sistema de gestión tenía una interfaz que actualiza cada dos horas nuestro stock. Así empezamos a vender con ellos. Mercado Libre es como un Amazon con una diferencia fundamental, que es que no vende desde sus depósitos, sino que todo su stock está repartido en todo el país entre cientos de negocios o personas. Se trata de un intermediario que te cobra una comisión por juntar al comprador con el vendedor. Te exige entregar a tiempo para hacerte más visible entre los compradores y, si vas bien, vas escalando. Eso es lo que hice yo. El primer día vendí uno o dos libros, a los dos meses tres o cuatro y hoy vendo más de doscientos por día. Me di cuenta de que cuanto más ampliaba mi catálogo, más podía vender. Eso lo hice sin traicionar a la librería, porque tenía un montón de libros que yo no exhibía, que mi público no compraba y que ahora sí puedo vender en Mercado Libre. Ahí se mete cualquier persona en Argentina y, si tenés el libro que quiere, te lo compra.
¿Cómo resuelves esta tensión entre el mostrador y la venta online? ¿Esto puede llegar a matar a la librería? Al final, la víctima puede que no sea el libro, pero sí la librería como espacio de encuentro.
Mercado Libre empezó como una cosa chiquita de la que nos ocupábamos un rato. Entraban dos o tres ventas por día, buscábamos el libro, lo facturábamos, lo envolvíamos y lo llevábamos al correo. Cuando empezamos a vender veinte libros por día, Mercado Libre empieza a retirarlos por la librería, entonces ya le preparás la caja y se la das. Empezó a crecer la venta y apareció la tensión. Poniendo un paralelismo con las drogas: Mercado Libre es cocaína y la librería es marihuana. Está por pasar el tipo de Mercado Libre y no tenés los papeles hechos y estás buscando el libro, corriendo y llega un cliente: «Hola, ¿qué tal?, ¿me recomendás un libro?», y lo querés matar. «Mirá, te quiero contar que leí, hace tiempo, tal cosa», y por dentro pensás: «¡No me cuentas nada!, háblame rápido que tengo que hacer el paquete porque pasa Mercado Libre y si no lo tengo me reta». Con el tiempo ya teníamos personas que se ocupaban específicamente de Mercado Libre y lo pudimos regular. Ahora, con la tensión de la pandemia y el aumento desmesurado de la compra online, la tensión es enorme.
¿Sumaste empleados?
Acabo de firmar el alquiler de un depósito, saco la venta de Mercado Libre porque la librería no puede seguir siendo una librería con las ventas online en el mismo sitio. Acá la gente viene a fumarse un porro y acá estamos duros. Hoy vendemos más por día en Mercado Libre que lo que se vendía en los mejores tiempos de la librería.
¿Eso va a salvar a la librería, va a salvar al libro o te va a salvar a ti?
Hay cuestiones inevitables, como que la gente descubrió que la compra online funciona. Digo Mercado Libre, Amazon o lo que fuere. Un ejemplo. Viene tu hijo y le dieron un listado de tres libros que necesita para el colegio. Antes ibas a tu librería amiga, te decía que tenía uno y los otros dos los podía llegar a conseguir en un mes, te ibas a otra librería, luego a otra y en la cuarta finalmente conseguías los tres libros. Habías perdido cinco horas y plata en un programa tan aburrido como comprar un libro por obligación. Mercado Libre te cobra un envío, pero hoy a mí me pedís un libro antes de las diez de la mañana y antes de las tres de la tarde lo tenés en tu casa. Y si te juntás con el vecino y cada uno compra dos libros, el envío es gratis.
¿Habrá entonces un público de librería y otro de compra online?
Seguramente. La persona que quiere regalar un libro hasta puede pedir que le escriban una noticia. Nos pasamos escribiendo cosas como: «Querida Juana, feliz cumpleaños, que la pases muy lindo, te queremos mucho, Pedro, Agustín y Laura». Hay una comodidad, y del confort no se puede volver.
Después de años de vaticinar la muerte del libro, al final la venta online ha venido al rescate.
Es que ya no hay excusas para no conseguir un libro. Lo tienen en una librería en Jujuy, apretás un botón y te lo llevan a tu casa. Hay menos excusas. Para el cliente creo que son todas buenas, para la industria del libro le pongo muchos puntos suspensivos. Amazon es malo, porque puentea a las librerías, revienta al intermediario y le negocia muy fuerte a la editorial. Recuerdo hace cinco años las cartas de Paul Auster, de Richard Ford, denunciando que les pedían el sesenta por ciento de descuento a grandes editoriales y terminaron perdiendo. Amazon se queda con el 60 por ciento, y desaparecen las librerías. Con Mercado Libre eso no pasa, porque te sacan un porcentaje, que te duele, pero que a la vez es una venta que no tendrías. Es cierto que mucha de esa venta no la vas a tener, porque si mucha gente compra online no la vas a tener en tu librería, hay parte de esa venta que se reemplaza. Cuando hace cinco años era de los pocos que estaba en red, me beneficiaba, porque tenía mis clientes y además otros online. Ahora que están todas en Mercado Libre, muchas me sacan ventas del vecino.
¿Perdiste ventas?
Hasta que llegó la pandemia, no lo notaba, pero era algo que se iba a dar naturalmente.
¿Cómo se sienten las crisis argentinas en el mostrador?
Se sienten mucho. Esta librería está en un barrio de clase media alta y lo siente menos que alguna otra librería, pero está claro que baja el 10 por ciento del PIB y hay un 10 por ciento menos de plata. Además, el libro no es un bien de primera necesidad, si tenés ganas de leer gratis podés hacerlo toda tu vida. Vas a la biblioteca, relees, le pedís a amigos o te robas libros, esa gilada que hace la gente que se cree muy romántica. Siempre hay un amigo que te puede prestar un libro. La crisis afecta y es un drama en el cual estamos metidos todos, salvo que tengas una panadería o una bicicletería.
Desde hace cuatro años estás en pareja con la cantante Julieta Venegas. ¿Cómo se encuentran una mexicana muy famosa con un librero argentino de perfil bajo?
Sucede que Julieta es cero famosa como persona. Al principio ibas a un lugar, la gente se daba vuelta y te ponés hasta nervioso, pero después te acostumbrás. Además, ella no hace un culto de eso, es cero diva. Nunca la verás maquillada o con ropa llamativa. Lo bueno es que cada tanto vas a un restaurante y te invitan un whiskey al final [risas].
Ella está habituada a esas miradas, pero tú no.
No, pero no es un problema, porque ella tiene un buen manejo de las situaciones, es muy amable. Además, no está todo el día en los medios y la gente se olvida un poco de quién es. Estamos juntos hace cuatro años y ya estoy acostumbrado.
¿Cómo empezó todo?
Empezamos a salir en diciembre de 2016, pero tres años antes ella había venido con una amiga mexicana a la librería. La amiga es escritora, y otro autor mexicano, Guillermo Fadanelli, que había estado en un Filba, le había recomendado que preguntase por mí para que le recomendara libros. Yo las atendí a las dos, sin tener la más mínima idea de quiénes eran. Estuve con ellas una hora y, cuando se fueron, los chicos me dicen: «Che, atendiste a Julieta Venegas». Yo no tenía idea, pero me quedó el registro de los lindos libros que había llevado, me encantó como lector. Seis meses después, estábamos buscando temas para el blog de Eterna Cadencia y le dije a Pato Zunini, que manejaba el blog, que se contactase con ella para hacerle una entrevista sobre sus lecturas. Siempre la tuve en el radar, dando vueltas, porque me parecía interesante. Ella siempre promocionó la lectura, y que una persona con tanta llegada lo pudiese hacer me gustaba. El 9 de diciembre de 2016, yo estaba en el auto en Montevideo y el día anterior me habían dicho que Julieta Venegas había encargado un libro en Escaramuza y que tenía que ir a buscarlo. Estaba parado en un semáforo y pensé: «Le voy a escribir». Y le mandé un mensaje directo por Twitter, porque seguía a Eterna Cadencia. Le puse algo como: «Che, mirá, soy Pablo Braun, nos conocimos en Eterna hace tiempo, también tengo que ver con Escaramuza, sé que tal vez venís, y si estás al pedo, tenés un amigo en Montevideo» [risas]. Quedamos en almorzar, almorzamos, y nunca más nos separamos.
Pero vivíais en países diferentes. No debe de haber sido fácil.
El día que nos conocimos estaba terminando una gira, cantó esa misma noche y se volvió el 11 a la mañana para México. Entonces empezamos a hablar por WhatsApp, primero quince minutos, luego una hora, dos horas, cinco horas. El 11 de enero, un mes después, yo viajé a México y nos pusimos de novios.
¿Cómo la convenciste de que viva en Argentina?
Fue ella la que quiso. A los dos meses me dijo que quería vivir en Argentina y en julio se vino a vivir acá. A ella siempre le gustó Buenos Aires.
Muy buena entrevista. Gracias
Y me ha encantado que dejárais los «argentinismos» del habla en la transcripción.
Quintana y Alvear son paralelas
Sr. Pablo
Placer de saludarle y compartir logros con la obra Alfonsina Hoy, inspirada en la escritora Storni.
Recientemente declarará «Aporte Cultural»
Ojalá sea de su interés y sea parte de quienes trabajamos en el arte escénico literario.
Los invito a web y conocer nuestro trabajo en la web.
Cordiales saludos
Daniel Córdoba
Director y Coreografo
Play Ballet