Cada periodista tenía su religión, y cada periódico, un altarcito para los dioses y santos de su devoción. Por aquel entonces, en las primeras décadas del siglo pasado, la litografía de una matrona con el gorro frigio decoraba la cripta republicana del periódico El Motín, donde misaba José Nakens. La misma alegoría, sobre el empapelado de color rojo masón, escuchaba las oraciones de los exaltados en El País y los ronquidos de cualquier escritor sin casa que dormía en su célebre y sobado sofá, porque el diario de la calle de la Madera era capilla y también, como recordó Emilio Carrere, el «grand palace de la bohemia». En los cuartuchos de Malasaña que servían de redacción a los papeles anarquistas colgaba el inevitable retrato del mártir Ferrer i Guàrdia. En la sede de la calle Colegiata del muy católico, apostólico y romano El Debate custodiaban estampitas de los Padres de la Iglesia y del Sagrado Corazón de Jesús; y no es descabellado suponer que alguno de estos píos cromos servía para disimular el pecaminoso cerco que había dejado, no mucho tiempo atrás, cuando el mismo edificio servía de sede al Heraldo de Madrid, la reproducción del cuadro de La Fornarina exhibiendo sus espléndidos pechos (rigurosamente histórico). Mientras, los folicularios que escribían al mandado de las sectas del cambalache turnista, consumados profesionales del onanismo, desahogaban su lascivia erotizándose con la vista de los artículos, debidamente enmarcados, con los que habían logrado provocar una crisis de gobierno. La Correspondencia de España, tan casta ella, tan pudibunda, tan ministerial de todos los ministerios, por no significarse ni comprometerse, salió a buscar un motivo seglar para adornar sus despachos: Gutenberg vino a su socorro y la sala de redacción fue forrada con tapices alusivos a la invención de la imprenta, pasando por alto el pequeño detalle de que el artilugio del demonio sirvió, antes que nada, para que el herejote de Lutero se hiciera propaganda.
No constan, sin embargo, cuáles fueron las devociones iconográficas de los diarios más modernos, aquellos que se llamaban a sí mismos «de empresa». Desde luego no ocupaban, como aquellas redacciones que tan bien conocía Baroja, un entresuelo de alquiler en la misma casa en la que había una casa de citas, un taller de peinar señoras y la consulta de un médico que se anunciaba con un letrero que decía «Enfermedades secretas». No, ellos se hacían construir sus propias sedes, palacetes burgueses con pretensiones de flamantes templos de la industria periodística. ¿A qué dios se rezaba allí? ¿Qué deidad espiaba desde una pared las cuartillas que emborronaban los plumillas? No lo sabemos, porque las descripciones preferían fijarse en la suntuaria que podía comprar el dinero que justificaba la nueva filosofía de aquellos periódicos: por ejemplo, prodigios de ebanistería para el diario Ahora; y un derroche de mármol para los suelos de la casa de ABC, eso sí, profusamente alfombrados para que los Borbones pisaran en mullido. El Sol, por su parte, ocupaba un edificio modernista en la calle Larra que gastaba todo el boato en la fachada. De hacer caso a las fotos, la redacción estaba decorada con la sobriedad del despacho de cualquier triste negociado municipal. Y así fue hasta que Luis Bagaría se puso manos a la obra.
En noviembre de 1927, recién llegado a Madrid tras una larga estancia en Buenos Aires, el dibujante visita la sede de su periódico y se pasea por todos sus departamentos. «Iba como saboreando, en su nueva estancia allí, lo antiguo y lo moderno, aquello que le era familiar y lo para él desconocido, entre esto último el local de refacción que no existía cuando el artista marchó», escribió Joaquín Llizo, uno de los periodistas de la plantilla del periódico.
Se detuvo —continúa el relato de Llizo— en la pieza, de recién pintados muros, y contempló con gran detenimiento la amplia faja de pared comprendida entre el alto zócalo y el techo, de lisa y clara superficie aquel trozo superior.
Salió, volvió a entrar, miró de nuevo al mismo sitio…
A poco, Bagaría, delineaba unos trazos en unos cartones. Después, con uno de ellos en la siniestra mano y encaramado en una silla, el genial dibujante trasladaba, ampliados, los rasgos que el cartón contenía a la parta alta del muro, objeto de su detenido examen. Y al lado de esas líneas aparecieron otras, correspondientes a un segundo cartón, y próximas a ellas otras, de un cartón más.
En esto, junto a su laborioso colega llegó Sancha.
—¿Qué haces? —preguntó a Bagaría.
Este puso el cartón en manos del compañero, a la vez que le estimulaba:
—Toma. Sigue tú eso.
Mientras pronunciaba la frase descendió de la silla y, presuroso, se alejó hacia su pupitre especial para trazar más diseños aún.
En la tarde del día posterior, reanudado el trabajo, hubo de iniciar un alarmante balanceo la atormentada silla, cuyo asiento, tras de algunos crujidos de progresiva intensidad, se desplomó haciendo perder el equilibrio a Sancha, quien cayó en brazos de su camarada, que en aquel instante llegaba para hacerle entrega del vigésimo cartón.
Se dispuso entonces un sólido andamiaje. Ambos artistas prosiguieron con ardor la tarea, ya simultáneamente, ora por turno.
Una y otra jornadas, Bagaría al descender del andamio, marchaba indefectiblemente a su pequeño estudio para abocetar nuevos modelos y volver luego a encaramarse en los recios tablones.
El curioso que se asomaba allí, si era dibujante, tras de haber examinado el curso de la artística obra, se alejaba resuelto a manejar diligente el lápiz o la pluma mojada en tinta china; si redactor de uno de los periódicos que allí radican, se iba a llenar cuartillas con más entusiasmo que nunca.
Evidentemente era contagiosa aquella súbita actividad febril del formidable caricaturista.
No era la primera vez que Bagaría hacía algo parecido. En 1922 había decorado las paredes de la cervecería El Cocodrilo en la madrileña plaza de Santa Ana. Lo que dibujaba ahora con tanta aplicación, ayudado por Francisco Sancha, era un gran fresco, una broma monumental: la cima del monte Olimpo donde se habían reunido, no una docena, sino cincuenta y nueve dioses para tomar café. Pero en este nuevo friso olímpico no estaban ni Zeus, ni Hera, ni Apolo, ni Artemisa, ni ninguna otra de las divinidades del panteón griego. Los convocados por Bagaría eran Dickens, Hernán Cortés, Miguel Ángel y Charles Darwin, al que un mono sujeta el pocillo; cerca están Herbert Spencer, un gabán que es la sinécdoque de Pérez Galdós, Dostoievski, Jorge Manrique, el rabudo de Maquiavelo y, un poco apartados, Schopenhauer y Nietzsche, dos punks enfurruñados que se niegan a participar en la tertulia y compartir café. También están Tolstói, los diablos de Voltaire y Rousseau, Kant, Beethoven, el Greco, Molière emperejilado, Vasco de Gama, Velázquez de palique con Victor Hugo, Goethe, un Napoleón muy Napoleón, Prim en un caballito de feria, Esopo y Pi i Margall, este con el corazón a la intemperie, tal y como Bagaría dibujaba a todos los santos de su devoción. Andan por allí Wagner, Cervantes, con manquera hermoseada por un arabesco muy bagariano, Goya, Ibsen, san Juan de la Cruz, santa Teresa de Jesús y Fray Luis de Granada, Garibaldi y Rubén Darío, cafetera en mano. Completan la cuadrilla Arquímedes, Alfonso X, Pasteur, Maragall, Servet, Oscar Wilde, Galileo, Shakespeare, el angelote de Verlaine y el plastrón romántico de Larra, Julio César y Cleopatra, Lope de Vega, Lamartine, Pascal, Sócrates, Calderón de la Barca, Baudelaire, Gautier y Balzac, el divino Dante y Danton (tachado como tachaba Bagaría sus figuras para anticiparse y denunciar la censura, que derrama el café sobre el cardenal Cisneros que abre el paraguas, aterrorizado por el espíritu laico de la infusión con la que pretenden bautizarlo).
Hay quien cree que esta sala era la misma en la que se reunían por las tardes los endiosados miembros del consejo de administración del periódico, quizás teniendo en cuenta un apunte de Corpus Barga en Los pasos contados: «Los periodistas de mesa, los verdaderos periodistas, despechados porque no tenían acceso a ella, le llamaban despectivamente el Olimpo». Sin embargo, todas y cada una de las alusiones al friso señalan que decoraba el cuarto que servía de comedor a la redacción. ¿Y no parece más bien improbable que el cónclave de minervas se celebrase en la misma habitación que olía al potaje o la tortilla del almuerzo de los insignificantes mortales? Porque resulta completamente inverosímil, podemos fantasear con otra hipótesis.
Bagaría se ha ausentado de Madrid durante meses y, en cuanto llega, sus compañeros lo ponen al tanto de las novedades, por ejemplo, que el Olimpo de El Sol no tiene nada que envidiar al de Zeus, que se montan unas trifulcas fenomenales, que Marte y Mercurio tuvieron más que palabras no hace mucho y que llegaron incluso a las manos. «¿Olimpo? ¿Marte? ¿Mercurio? ¿Qué me he perdido? ¿De qué habláis?», pregunta. Se entera entonces, como nos enteramos hoy nosotros por Corpus Barga, de que la maledicencia jocosa de los redactores había rebautizado a Maeztu como Marte, a Madariaga como Mercurio, y a Araquistáin como Vulcano y así al resto de las vedetes intelectuales que se arrogaban la autoría del periódico. La guasa crítica que los colegas gastaban le hace muchísima gracia al dibujante y se le ocurre alimentarla: decide pintar un Olimpo alternativo en la sala del potaje y la tortilla, haciéndose cómplice de sus compañeros ninguneados. Si eso fuese así, no sería casualidad que más o menos por las mismas fechas, el primero de enero de 1928, en otro gesto de solidaridad, les rindiese homenaje dedicándoles una viñeta que incluía la caricatura de todos ellos.
No hay duda de que para hacer un periódico no bastan una inteligencia empresarial y una inteligencia editorial, por mucho que estas se apelliden Urgoiti y Ortega. Se requiere también una tropa de gacetilleros o, como decía la leyenda al pie de aquel dibujo de Bagaría, «una comunidad de anónimos o casi anónimos» que servían al público «tan fiel y desveladamente a diario». Algún mérito hubo de tener la tropa en el prestigio que alcanzó El Sol, por más que su capitán, Félix Lorenzo, lo atribuyese a las firmas de relumbrón, a «la eximia compañía que para nosotros significan un Ortega y Gasset, un Gómez de Baquero, un Pérez de Ayala, un Miró». «Cuando piensa uno —añadía— que sus notas han de verse hombro con hombro con los artículos de estos caballeros, fatalmente se aprieta el estilo y procura uno decir las cosas con cierto buen aire». El periodista que recogió estas declaraciones fue Pedro Massa, un casi anónimo que trabajaba para el Heraldo de Madrid. Dada su condición, sabía que un periódico no es solo el hogar intelectual de las sapiencias que conciben sus artículos en sus domicilios particulares, también es el espacio físico donde los gacetilleros conviven. Y allí mismo, en la redacción de El Sol, reparó en un pequeño detalle, la pizarra en la que se escribían amonestaciones de este cariz: «Se ruega a los compañeros el uso moderadísimo del gerundio», o «Convendría una rigurosa exactitud y economía en el adjetivo, para no caer en hipérboles “viejo régimen”». Massa discrepaba elegantemente del criterio de Félix Lorenzo al sugerir que el afinado estilo del periódico debía más a la «pizarra de los gerundios» que al ejemplo que ofrecía la prosa del dios Ortega y compañía. Ellos imponían un tono académico y pedante que, añadía el reportero, encocoraba a tantos lectores, además de traicionar el espíritu desenfadado y burlón que la escena mural del comedor contagiaba a la vida en la redacción.
Los compañeros de Bagaría editaron a finales de 1929, en una edición no venal, una carpetilla con los bocetos del friso olímpico de El Sol, que reprodujeron no solo algunos periódicos madrileños, también la revista lisboeta Ilustraçao (1 de enero de 1930) junto a un comentario de Joaquim Novais Teixeira, el diario The Manchester Guardian (18 de enero de 1930) y la revista londinense The Graphic (1 de febrero de 1930). Los dibujos no son una copia exacta de los que se trasladaron a las paredes, difieren algunos detalles menores, tal y como atestiguan las fotos tomadas in situ y que habían ilustrado el reportaje publicado por Joaquín Llizo en las páginas de la revista Alrededor del mundo en noviembre de 1927.
Estas reproducciones y fotografías son los únicos vestigios de aquel inverosímil batiburrillo de dioses y satanes, beatos y herejes, inquisidores y heterodoxos que compuso Luis Bagaría. El edificio de la calle de Larra, donde se hicieron El Sol y La Voz, fue incautado tras la guerra civil y utilizado como sede del diario Arriba. Luego, un día impreciso, más pronto que tarde, alguien mandaría dar unos brochazos de pintura para tapar aquel panteón pagano. Era completamente imposible que el periodismo falangista pudiera hacerse bajo la inspiración burlona, contestataria, escéptica y cafeinómana del friso de Bagaría.