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Libros que no leerás jamás (II)

Libros que no leerás jamás
Fotografía: Freepik.

Segunda entrega de la serie sobres grandes libros perdidos que empezó en este otro artículo con las obras de lord Byron, Sylvia Plath, Walter Benjamin, Shakespeare y Homero. En esta ocasión inspeccionaremos los escombros humeantes de la Biblioteca de Alejandría, nos detendremos en un título que nació y murió en la Edad Media y hablaremos de las pérdidas literarias que ha sufrido la humanidad en fechas recientes, tan recientes como el año 2017. Y más. Con estos ya serán diez los grandes libros que usted no leerá jamás y la lista, aun así, seguirá estando incompletísima.

El Hermócrates de Platón

Un libro que ha hecho correr ríos de tinta, mares de especulación y océanos de documentales en Discovery Max a partir de las diez de la noche. Y da igual de lo que vayan, el Hermócrates sirve para todo. ¿Stonehenge? El Hermócrates de Platón. ¿Alienígenas? El Hermócrates de Platón. ¿El triángulo de las Bermudas? El Hermócrates de Platón. Encienda usted la tele de su casa, cambie de canal al azar hasta alcanzar las latitudes conspiranoicas de la TDT y espere a que salga en la pantalla alguien peinado raro, el primero que aparezca. Estadísticamente, hay una posibilidad sorprendentemente alta de que esa persona le acabe le acabe comiendo la oreja a usted, antes o después, con el dichoso Hermócrates de Platón.

Los misteriólogos tiran tanto de este libro porque dicen que Platón revelaba en él, redoble de tambor, LOS SECRETOS DE LA ATLÁNTIDA (ántida, ántida). ¿Cómo lo saben, si es un libro perdido? Se lo digo yo en un momentito, ya verá qué rápido: no lo saben. Nadie lo sabe. Del Hermócrates no se conserva nada, es que ni un triste renglón. Y ni siquiera nos queda constancia de él indirectamente, cosa que sí es habitual con los libros perdidos. Nadie que haya dicho «yo he leído el Hermócrates» o una prueba fiable de que hubiese algún ejemplar en una biblioteca, un monasterio o en la colección de algún erudito durante los veinticinco siglos que han pasado desde la época de Platón hasta el día de hoy. Nada. Solo tenemos una frase del propio filósofo en Critias, uno de sus diálogos más influyentes, en la que dice: «¿Por qué no concedértelo, Critias? [el derecho a hablar]. También habremos de dispensar la misma gracia a Hermócrates, que hablará el tercero». Con ella Platón anuncia que, después de haber escrito el Timeo, este otro diálogo, el Critias, constituía una continuación y que habría un tercero, el Hermócrates, que cerraría la trilogía. Damos por sentado que sí llegó a escribirlo, pero hasta eso debe ponerse en duda. De hecho, muchos expertos optan por la cautela y clasifican el Hermócrates no como un libro perdido, sino como un libro hipotético.

Nota. ¿Quiere usted leer lo que Platón dejó dicho sobre la Atlántida? Tenga, un link. Jártese. Es el propio Critias, un diálogo cuyo título completo es, no por nada, Critias o La Atlántida. Es lo más gracioso de esta obsesión con el famoso libro perdido de Platón sobre el continente sumergido: que ese libro existe, es el Critias y no está perdido diga lo que le diga a usted su ufólogo de referencia. Eso sí: es un libro griego. Tiene unas palabras muy raras, unas frases muy largas y unas subordinadas que no sales de ellas ni con Google Maps. Y lo que es peor: no dice que la Atlántida la echase abajo el complot de alienígenas masones travestis vacunaniños que gobierna secretamente el mundo. Es más fácil no leerlo, conseguir que el espectador tampoco lo haga y decir que Platón sí decía eso mismo, pero en su libro perdido. Qué casualidad.

La primera versión del Extraño caso del doctor Jekyll y el señor Hyde, de Robert Louis Stevenson

Westbourne, Inglaterra, 1886. Un escritor se pone a dar gritos en plena noche y su mujer, asustada, lo despierta rápidamente para liberarlo de su pesadilla. El hombre, en lugar de agradecérselo, la increpa con dureza y abandona corriendo el dormitorio para poner su sueño por escrito. Pasa dos jornadas así, escribiendo frenéticamente y comiendo y durmiendo lo imprescindible, y al final del tercer día sale finalmente de su estudio y anuncia con aire triunfal que ha completado una novela y que es la mejor de toda su carrera. Pocas horas después, la quema en la chimenea.

Lloyd Osbourne, el hijastro de Robert Louis Stevenson, el mismo que nos legó los pormenores de esta anécdota, dijo también que seguramente nadie había acometido antes una hazaña literaria como aquella1. Como poco, no se puede negar que aquel arranque de Stevenson no fue el colmo de lo metaliterario. A la hora de escribir El extraño caso del doctor Jekyll y el señor Hyde, el autor escocés quiso ser audaz y hacer una conquista formal al alcance solo de los superhombres, como habría hecho el propio Henry Jekyll; e inmediatamente después sucumbió a un ataque de furia y destruyó irremediablemente su creación, como habría hecho Edward Hyde. Aunque luego reescribió el texto y publicó la novela definitiva que conocemos usted y yo, es muy lamentable que jamás vayamos a leer esa primera versión, de la que suele decirse que probablemente era más viva, más visceral y más picantona. Y todo el mundo parece tener claro quién tiene la culpa de ello: su mujer.

Fanny Stevenson, que era escritora y editora, solía revisar los borradores de su marido y anotar sus observaciones en los márgenes de sus manuscritos. En esta ocasión dio su opinión de viva voz nada más leer ese borrador que su marido había escrito de forma tan apresurada. Durante más de un siglo se pensó que fue tan crítica con aquel texto que Stevenson, en lugar de practicar cambios y correcciones, sencillamente lo lanzó a la chimenea y empezó a reescribirlo desde cero. Hoy en día se va más allá y se dice con frecuencia que fue ella, la propia Fanny, quien destruyó personalmente la primera versión del libro. La culpa la tiene, en parte, una carta descubierta y subastada en el año 2000 en la que ella califica aquel borrador como un despropósito y le dice a su destinatario, el poeta William Ernest Henley, que lo quemará después de enseñárselo.

Consejo: esto, con alfileres. Cuantos más, mejor. Por más que Fanny dijera que tenía intención de quemar la obra, no sabemos si hablaba figuradamente y mucho menos si lo consumó. Y la versión de la historia que legó el hijo, que estaba allí aquel día, es inequívoca al respecto: fue Robert Louis Stevenson quien destruyó el manuscrito poco después de completarlo y lo hizo por su propia iniciativa2. ¿Podría no ser cierto? Podría. De hecho, la carta de Fanny da a entender que Stevenson conservaba el borrador mucho tiempo después de haberlo escrito, lo que contradice plenamente la historia que contaba su hijo. ¿Existen razones de peso para dar por bueno lo que dijo ella en aquella carta y descartar sin más el relato de su hijo? De peso, de peso, no. La propia carta parece faltar a la lógica cuando dice que Stevenson consideraba aquella pieza su mejor obra y que acto seguido se olvidó de ella, sin más. ¿Entonces? Entonces, lo dicho: alfileres. Más todavía si se tiene en cuenta que Robert Louis Stevenson sí había quemado al menos otra obra suya antes de aquello, A Travelling Companion, sencillamente porque pensó que carecía de valor3. Fanny Stevenson llevó toda su vida un sambenito terrible en Reino Unido y a la vista está que todavía, en pleno siglo XXI, no vamos a permitir que se lo sacuda de encima. Pista: era una mujer divorciada y con hijos antes de casarse con Stevenson, tenía diez años más que él y era extranjera, concretamente de Estados Unidos. Y lo peor de todo es que su marido la tenía en estima intelectualmente y le prestaba oídos. En 1886. Habrase visto.

El Inventio Fortunata, de autor anónimo

Un continente enorme y redondo dividido en cuatro regiones simétricas; un remolino marítimo de proporciones monstruosas por el que las aguas del océano se vertían hacia el interior de la Tierra; y una isla misteriosa ubicada exactamente en el centro de todo aquello, Rupes Nigra, constituida íntegramente por piedra negra magnética, que por esa razón atraía las agujas de las brújulas en su dirección a lo largo y ancho del planeta. Con todo lo que sabemos hoy acerca del Polo Norte no se puede decir que el Inventio Fortunata fuese una descripción rigurosa de la región, pero sí creemos que su autor estuvo allí y que su libro fue, en puridad, la primera descripción cartográfica del Ártico. Fue un monje inglés que participó en varias misiones comerciales en nombre del rey Eduardo III y que luego le regaló este volumen con descripciones de todo aquello que existía al norte del paralelo 54. Su nombre debería figurar de los primeros en la nómina de los grandes cartógrafos o incluso en la de los descubridores de la historia, pero se ha perdido.

El Inventio Fortunata se escribió en la segunda mitad del siglo XIV, probablemente en la década de 1360, pero se cree que solo existió durante un siglo o acaso unos cuantos años más que eso. Hay razones para pensar que ya no existía a finales del siglo XV, cuando tuvo lugar el descubrimiento de América. Una de ellas es una carta de 1497 descubierta en el Archivo General de Simancas en 1953 cuyo autor, un mercader inglés, le cuenta a su cliente que no había sido capaz de encontrar el Inventio Fortunata, que aquel le había solicitado. «El libro de Ynbinçio Fortunati  non le hallo», dice, «y creo que le traya con mis cosas y desplazeme mucho non le hallar porque le quisiera mucho seruir». Se cree que aquel cliente, por cierto, era Cristóbal Colón.

Lo poco que sabemos sobre los contenidos del Inventio Fortunata es gracias a un sumario del libro que hizo un copista de Brabante, aunque aquel volumen, a su vez, también se acabó perdiendo. Por fortuna, el mismísimo Gerardo Mercator tuvo acceso al resumen y citó alguno de sus detalles en una carta que dirigió en 1577 al astrónomo y polímata John Dee que se conserva en el Museo Británico. Pese a nuestro penoso desconocimiento del libro, se piensa que tuvo una enorme influencia en los siglos XV y XVI e incluso Martin Behaim se sirvió de sus descripciones para confeccionar el Erdapfel, el globo terráqueo más antiguo que se conserva, en el que todavía no aparecía América.

Los últimos diez libros de Terry Pratchett

Ocurrió el 25 de agosto de 2017 y ocurrió, como quien dice, ante los ojos mismos del mundo, ya que varios asistentes documentaron la ceremonia en directo y fueron subiendo fotos y vídeos a internet. Puede que los ordenadores y la calefacción nos haya arrebatado la teatralidad que solían tener estas cosas y que ya no se puedan arrojar manuscritos a las chimeneas con gran dramatismo, pero ese problema lo tienen solamente aquellos faltos de imaginación (que, al lado de Terry Pratchett, somos prácticamente todos). Él no. Él dejó dicho que arrancasen los discos duros de su ordenador, que los pusieran todos juntos en el suelo y que les pasase una apisonadora por encima. Mejor si era una de las antiguas, de las que funcionaban a vapor, no sea que la cosa quedase sosa y que la gente se fuera de allí diciendo que menuda mierda de espectáculo. La clase de apisonadora que usaría el Coyote para atropellar al Correcaminos. Dicho y hecho. Diez libros había en aquellos discos, diez. Diez libros de Terry Pratchett desmigajados para siempre contra el asfalto. Y las malas lenguas dicen que al menos dos no eran borradores, sino libros prácticamente acabados. Imagine usted qué lloros y qué lamentos.

Coja la calculadora. Terry Pratchett publicó cerca de setenta obras entre 1971, cuando sacó su primera novela con veintitrés años de edad, y 2015, cuando murió con sesenta y siete años. Eso son cerca de setenta libros en cuarenta y cuatro años de actividad. Eso es un libro y medio al año durante casi medio siglo. Solo su serie más famosa, Mundodisco, consta de una auténtica panzada de volúmenes, cuarenta en total más el último de todos, La corona del pastor, que salió de forma póstuma unos meses después de su muerte. En otras palabras: que si no ha leído usted a Terry, no lamente demasiado esos diez títulos perdidos. Tiene usted Terry para hartarse. Aun así, a sus lectores más hooligans (y Pratchett es la clase de autor que solo tiene lectores hooligans) les rompió el corazón aquella apisonadora. Pratchett, que había sido diagnosticado de alzhéimer en 2007, temía que su enfermedad no le permitiera escribir literatura de calidad en los últimos años de su vida y pidió que sus discos duros fuesen destruidos después de su muerte, ocurriera cuando ocurriera y fuese cual fuese su contenido. Y así se hizo.

Las obras completas de Safo

Safo de Lesbos fue la única mujer que se contaba entre los Nueve poetas mélicos, los grandes autores líricos de la etapa arcaica griega. Nosotros consideramos a los autores griegos y romanos de la era clásica como los grandes padres de nuestra cultura y ellos, los autores griegos y romanos, consideraban a los Nueve como los grandes padres de la suya4. Aunque los Nueve incluían superestrellas como Píndaro y Anacreonte, con el paso de los siglos Safo se ha convertido en la más recordada y en una de las más influyentes del grupo, si no la que más. Su peso en la historia misma de la poesía es imposible de resumir con unas cuantas palabras, así que mejor pongámonos un ejemplo. ¿Sabe qué tienen en común los escritores latinos Catulo y Horacio, el autor anónimo del Carmen Campidoctoris medieval, poetas del Siglo de Oro como Góngora y Garcilaso de la Vega y autores modernos como Unamuno y Ginsberg? Que todos escribieron estrofas sáficas, una forma de rimar versos endecasílabos que popularizó ella hace la friolera de dos mil seiscientos años. Consejito: la próxima vez que le tiente denominar influencer a un chaval de catorce años, acuérdese usted de esto.

Lo irónico es que Safo es también la poetisa de los Nueve de la que nos han llegado menos versos. Se cree que compuso cerca de doce mil, pero en la actualidad solo se conservan seiscientos y la mayoría son fragmentos minúsculos, a veces de una palabra o dos. «Completo» solo tenemos su Himno en honor a Afrodita, de veintiocho versos, y si ponemos entrecomillado es porque no está realmente completo, le faltan algunos términos. En 2014 se anunció el descubrimiento de un fragmento de papiro con un nuevo poema suyo prácticamente entero, la Canción de los hermanos, pero todavía es objeto de trabajo pericial científico y lingüístico y resulta más cauto decir, de momento, que el poema se atribuye a Safo. En la actualidad es tal el desconocimiento que tenemos de su obra que no solo nos vemos obligados a especular acerca del contenido de sus poesías5; incluso la historia de su desaparición se ha acabado convirtiendo, a su vez, en objeto de leyenda.

Lo que sabemos con certeza es esto: que las obras de Safo pervivieron durante las eras arcaica, clásica y helenística, que llegaron íntegras al siglo I antes de Cristo y que entonces fueron recopiladas en una colección de nueve volúmenes por los eruditos de la Biblioteca de Alejandría. Y lo que no podemos tener tan claro es lo que se suele decir a continuación: que aquella colección con las obras completas de Safo sobrevivió a la propia biblioteca y desapareció definitivamente en el año 1073, cuando el papa Gregorio VII ordenó destruir todas las copias que circulaban por Europa por considerarlas inmorales y pecaminosas. Se trata de una visión de la historia que se popularizó entre los humanistas renacentistas italianos mucho después de aquella fecha, en el siglo XIV, y al menos uno de los primeros en darle pábulo, Pedro Alcionio, pudo ser responsable de quemar él mismo el último ejemplar de otra obra antigua, el De Gloria de Cicerón, con el objetivo de plagiarla6.

Hoy se cree que quienes contaron por primera vez esta historia sobre la destrucción de las obras de Safo pudieron confundir al papa Gregorio VII, que vivió en el siglo XI, con Gregorio Nacianceno, uno de los Padres de la Iglesia, que vivió en el siglo IV. Gregorio Nacianceno era griego, como la propia Safo7, y en su época los líderes cristianos sí censuraban obras como las suyas, aunque lo hacían por su paganismo y no por su inmoralidad. Y podría ser, a su vez, que se esté confundiendo a Gregorio Nacianceno con Teófilo de Alejandría, un patriarca coetáneo de Gregorio de quien sí sabemos con certeza que ordenó la destrucción del Serapeo de Alejandría y puso coto a las actividades del Museion, una institución neoplatónica que se considera frecuentemente heredera de la Biblioteca. Cuando una turba de fanáticos cristianos linchó y asesinó a la directora del Museion, Hipatia, aclamaron seguidamente a Cirilo de Alejandría, que era sobrino de Teófilo.

O quizá sea mucho más sencillo y las obras de Safo sencillamente se perdieron en la mayor tragedia cultural de nuestra civilización, la destrucción de la Biblioteca de Alejandría, sin que nadie se propusiera destruirlas específicamente a ellas. O acaso después de aquello, con el asesinato de Hipatia y la desaparición del Museion, o más tarde todavía, durante la conquista musulmana de Egipto en el año 640, cuando se destruyeron los últimos rescoldos de las instituciones neoplatónicas alejandrinas y se erradicó definitivamente el paganismo, esta vez en nombre del islam. No lo sabemos y lo más probable es que no lleguemos a saberlo nunca.


Notas

(1) Balfour, Graham: The Life of Robert Louis Stevenson, 1912 (Delphi Classics, 2015). Puede leerse aquí.

(2) El propio Stevenson lo confirmó en A Chapter on Dreams, un ensayo autobiográfico publicado en 1892. Puede leerse aquí.

(3) Terry, R. C. (E): Robert Louis Stevenson, Interviews and Recollections. University of Iowa Press, 1996. El pasaje sobre la quema del manuscrito puede leerse aquí.

(4) Los Nueve poetas mélicos eran Safo de Mitilene (hoy solemos llamarla Safo de Lesbos), Alceo de Mitilene, Anacreonte, Alcmán de Esparta, Estesícoro, Íbico, Simónides de Ceos, Baquílides y Píndaro. Aunque en la etapa clásica ya ejercían como referentes históricos de la literatura y se hablaba de ellos como autoridades, su reunión en un canon cerrado con nombre propio se completó en época helenística, seguramente en la Biblioteca de Alejandría. El panteón de los grandes referentes griegos también incluía a los Tres poetas trágicos (Esquilo, Sófocles y Eurípides) y a los Dos poetas épicos (Homero y Hesíodo).

(5) Es una forma de hablar. Safo, como Sócrates, no legó palabra escrita. Se cree que Safo recitaba sus poesías y que fue algún discípulo suyo, o varios de ellos, quienes pusieron sus versos por escrito.

(6) Pedro Alcionio fue acusado en vida de hacerse con el último ejemplar del De Gloria de Cicerón, plagiar varios de sus pasajes en su Medices Legatus Sive de Exilio, de 1522, y luego destruir el libro. Hoy los expertos suelen considerar que, si bien Alcionio pudo copiar los textos de algún autor clásico en su propio libro, no es probable que fuesen concretamente de Cicerón.

(7) Gregorio era capadocio. Aunque Capadocia forma parte de Anatolia, en la moderna Turquía, en aquella época se trataba de una región de habla y cultura predominantemente helena. Lesbos pertenece a la Grecia contemporánea, pero también está ubicada frente a las costas de Anatolia.

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Un comentario

  1. El Hermócrates fue un diálogo «canibalizado». Platón reescribía cosas y conservaba lo que le parecía de ellas. Tiene usted parte del Hermócrates en los libros I y II de la República. La Atlántida no es el continente sumergido, sino la Atenas de su tiempo a la que opone la Atenas dórica de tiempos homéricos. Platón creía que la guerra se había perdido debido a la corrupción de costumbres y enfrenta las virtudes dóricas de antaño a las bárbaras de los atenienses de finales del siglo V a.C. que terminaron hundidas en el mar (alusión al hundimiento de la flota ateniense en Magna Grecia, símbolo de la supervivencia de la polis).

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