Sociedad

La verdad está ahí fuera: muerte al Ctrl+C y Ctrl+V

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La verdad está ahí fuera. Fotografía: Riksarkivet (CC).

Este artículo se publicó en papel en nuestra revista trimestral nº26

El 16 de marzo de 2006, el juez titular del juzgado de instrucción número 2 de Marbella Francisco Javier de Urquía suspendió la emisión de un programa titulado Misión Imposible: Operación JAR, que había empezado a emitir en bucle de forma ininterrumpida una televisión local de Marbella. 

A la mañana siguiente, Juan Antonio Roca, JAR, cabecilla de la trama corrupta del municipio malagueño, conversó varias veces por teléfono con el dueño de una casa que quería comprarse Urquía en la urbanización Azalea Beach. Quería saber cuánto tenía que pagar en nombre del juez para agradecerle a este que hubiera evitado la difusión del programa que pretendía desgranar ante la audiencia marbellí su enorme patrimonio. 

Entre las 14.30 y las 15.00 horas de ese mismo día, 17 de marzo, una vez se marcharon los empleados, tras las puertas del número 65 de la calle Ricardo Soriano de Marbella, sede de la firma Maras Asesores, el juez Urquía recibía de manos de Roca 73 800 euros. Era «justo el dinero necesario para la firma del contrato de compraventa de la casa, aceptándolo este justo al día siguiente de haber estimado su petición de suspensión cautelar de la emisión del programa televisivo», dijo la sentencia del Tribunal Supremo reproduciendo los hechos probados por el Tribunal Superior de Justicia de Andalucía. Se pagó en metálico y en dos sobres. Uno, con 63 000 euros, que era parte del precio fijado para la transacción (423 000 euros en total). El otro, con 10 800 euros, equivalentes a los intereses del tres por ciento derivados del aplazamiento del resto. 

El esfuerzo del juez por evitar una emisión televisiva que en principio no iba a tener más alcance que municipal no fue menor. De hecho, el apaño tuvo que hacerse dos veces. Roca había presentado una denuncia contra la emisión del programa. En respuesta, el juez Urquía dictó un primer auto ordenando «la inmediata suspensión de la redifusión» y requiriendo «la aportación al juzgado» de «los soportes mecánicos o magnéticos» en los que se encontrase la grabación. Serían las prisas pero el juez no cayó en que un procedimiento penal por injurias exigía ser presentado en forma de querella, no de denuncia, acompañada de una certificación que probase que se había celebrado un acto de conciliación entre las partes o al menos se había intentado. Urquía tuvo que archivar sus propias actuaciones, reconociendo en un segundo auto que había «padecido un evidente error» y empezar de nuevo el proceso. Esto dio margen a la emisora de televisión para volver a emitir el programa durante unas horas, las que necesitó el juez Urquía para informar a Roca del error y acordar con él el modo de subsanarlo.  

Lo hizo por teléfono. Epic fail. El otro lado de la línea tenía más de un final: el teléfono de Roca, en Marbella, y la terminal del sistema SITEL de los agentes de la Jefatura Superior de Policía de Andalucía Oriental, en Granada. El número de Roca estaba intervenido por orden del juzgado de instrucción número 5 de Marbella, que investigaba en el más absoluto secreto lo que dos semanas después, el 29 de marzo de 2006, saltaría a las pantallas de toda España en forma de registros espectaculares y detenciones que incluyeron la del propio Roca. La Operación Malaya salía a la luz.

Nada tuvo que ver aquel programa de televisión interrumpido. Malaya llevaba meses gestándose. Aquello no fue más que una prueba de cómo funcionaba Marbella, donde un policía local podía hacer las veces de periodista y emitir en bucle un programa sobre corrupción política y donde la inercia por acallar toda información que pudiera afectar a las sistemáticas mayorías absolutas que sacaban en las urnas los corruptos activaba de forma inmediata los resortes de bloqueo de toda información local contraria a sus intereses. 

También fue prueba de que el secretismo del juez instructor de Malaya, Miguel Ángel Torres, había funcionado. Sus cautelas, que incluyeron no abrir un nuevo caso sino usar el número de registro de uno ya archivado, los pinchazos telefónicos y sobre todo la documentación obtenida en Maras Asesores en los registros del 29 de marzo sirvieron para cazar a una parte de la mafia marbellí, incluido el cabecilla de la trama, Juan Antonio Roca; demostrar la máquina de apaños urbanísticos en que habían convertido la ciudad malagueña y poner fin a quince años de gilismo, iniciados con la primera victoria por mayoría absoluta en las urnas de Jesús Gil allá por 1991. 

Un secretismo imprescindible porque Marbella estaba agujereada. Los juzgados, la policía, el Ayuntamiento. Era un campo minado para quien no se integrase en la rueda. Para el juez Santiago Torres, para la abogada Inmaculada Gálvez… para los periodistas que no formasen parte de la máquina de propaganda municipal.

Al empezar el trabajo del libro Playa Burbuja: un viaje al reino de los señores del ladrillo junto con el periodista Antonio Delgado ya se nos hizo evidente que documentarse para tener el contexto suficiente con el que afrontar una investigación sobre los abusos del sector urbanístico en la costa peninsular mediterránea no iba a ser como en otras ocasiones. Coger la moto y recorrer la costa de punta a punta, quedarse días en un municipio, mezclarse con sus vecinos, sus políticos, jueces, abogados, conseguir documentación, estar, pareció indispensable desde el primer momento, pero ¿dónde estaba el contexto, la hemeroteca, el camino ya recorrido por otros periodistas para seguir avanzando sobre él? Y entonces aparecieron ellas y ellos. Periodistas locales, profesionales de ediciones regionales de periódicos nacionales, y periodistas de investigación acostumbrados al cuerpo a cuerpo, desplazados con tiempo y medios para trabajar la información allí donde estaba teniendo lugar.

Periodismo sobre el terreno. Periodismo de suela de zapatos. La primera trinchera, tan dura en ocasiones para quienes hacen su trabajo con honestidad como plagada de quintacolumnistas. Un mundo sin Ctrl+C y Ctrl+V, con teléfono pero sobre todo con «cariño y café» a las fuentes, que diría el maestro Antonio Rubio. «Te tienes que manchar los zapatos para saber de qué va la historia. Analizar la situación del País Vasco o de Cataluña sin estar allí no te permite contextualizar», pone como ejemplo. 

Rubio, autor de tantas conocidas investigaciones periodísticas que han marcado la historia de este país, también estuvo en Marbella trabajando para el diario El Mundo. «Yo me desplazaba allí continuamente. Me veía con uno, con otro. La gente necesita hablar, explicar los problemas, las circunstancias y cuando además en la prensa local no sale información sobre algo que está ocurriendo pueden ser más abiertos con gente que viene de fuera, porque identifican que ese periodista no está presionado por el entorno, no tiene vínculos familiares. Pero hay que estar allí. Tienes que ver la cara de la gente y que vean la tuya. Es muy importante la comunicación no verbal y el entorno». 

No vivir la presión de un residente en Marbella no les inmunizaba, ni mucho menos, de riesgos. «Nos teníamos que ver en El Palo, que está a las afueras de Málaga en dirección este, no hacia Marbella, con los funcionarios judiciales que nos ayudaron al principio. No podíamos desde luego quedarnos a dormir en Marbella porque estaba perfectamente agujereada por la gente de Gil y compañía. La mayoría de los hoteles estaban infiltrados, controlaban tus llamadas desde las recepciones, con quién quedabas, y todo le llegaba a Gil».

El 21 de octubre de 1999, El Mundo iniciaba la publicación de una serie de artículos desvelando cómo se desviaban decenas de millones de euros de las arcas municipales de Marbella a sociedades sin más actividad que emitir facturas falsas para aspirar ese dinero. Con el tiempo se conocería aquella trama como caso Saqueo. 

No todos pueden tomar las mismas cautelas. Mercedes Gallego, redactora jefa del periódico Información de Alicante y experta en corrupción e información sobre tribunales, recuerda las informaciones que escribió sobre un directivo de la Caja de Ahorros del Mediterráneo. Un viernes viajó a Madrid para cubrir que iba a salir de Soto del Real, donde se encontraba en prisión preventiva. Al día siguiente, sábado, como tantas otras veces, se lo cruzó en su urbanización. Normal, era su vecino. «Él disimula cuando nos cruzamos pero la mujer te puedo asegurar que no. No comparo en absoluto mi situación con la de los periodistas que realmente se están jugando el pellejo», los que cubren asiduamente los temas de narcotráfico, pone como ejemplo, «pero al ser entornos pequeños notas la repercusión que tiene todo lo que haces». 

Gallego coincide en que «la principal ventaja de estar sobre el terreno es la proximidad que te da a las fuentes». Los periodistas regionales forman parte del mismo ecosistema de personas sobre las que escriben. Es el caso de la exalcaldesa de Alicante Sonia Castedo y el empresario de la construcción Enrique Ortiz, ambos implicados en el caso Brugal. Su buena relación «era vox pópuli para los que vivíamos aquí. Alicante es una ciudad pequeña e ibas a un restaurante y te los encontrabas o ibas a tomar una copa y te decían que habían estado allí. La contextualización es muy fácil, no es como en ciudades más grandes, donde es más complicado acceder a ciertos personajes. Aquí te los encuentras».

Para bien y para mal. «Tienes la desventaja de que, precisamente por esa proximidad, te conocen. Aquí los periodistas somos los que somos. Si entras en un sitio donde está un político que está siendo investigado se pone automáticamente en guardia, te dicen que no hay mesa aunque las veas todas vacías. Eso lo hace más complicado».   

También reconoce la soledad que se siente cuando se cubre durante años una información de gran alcance y la prensa nacional no la recoge. «Te da la sensación de estar desamparado. Estás sacando la información trabajando como una hormiguita y ves que más allá del entorno local no tiene repercusión. Hasta que llega un momento que eclosiona». Pone un ejemplo. «Nosotros empezamos a contar cómo un señor de Orihuela decía que estaban pagando a empresarios de la basura que después pagaban al Partido Popular». Era el primer hilo de una madeja gigantesca que hoy se conoce como caso Brugal y tiene abiertas pendientes de juicio una veintena de causas.

La falta de repercusión en muchos medios no fue el único vacío que sintieron por difundir informaciones sobre lo que se consideraba antes «el milagro económico en la Comunidad Valenciana: Terra Mítica, la Ciudad de la Luz… Nos cortaron la publicidad institucional durante ocho años, a pesar de ser el medio con mayor difusión de la provincia. Aguantamos porque el editor aguantó, porque estábamos en época de vacas gordas y había ingresos pero ahora mismo creo que no habríamos aguantado».

Trabajando en Playa Burbuja aparecieron muchos otros periodistas regionales cuyos trabajos fueron base para iniciar la investigación. Es el caso de Miguel Ángel Ruiz, periodista de La Verdad de Murcia que desde las páginas del periódico y desde su blog Con los pies en la tierra lleva años escribiendo de desmanes urbanísticos, daños al medio ambiente y consecuencias del regadío intensivo, entre otros asuntos. Y campañas de publicidad históricas en medios, como La Manga está de moda, que alguno de los empresarios históricos del ladrillo en La Manga del Mar Menor acabó reconociendo con el tiempo que fue una táctica orquestada por el sector constructor para enfrentarse al primer intento serio de paralizar el caos urbanístico junto a la laguna salada de Murcia.

Pero merece la pena detenerse en un ejemplo que nos encontramos siguiendo con la moto hacia el norte, muy lejos ya de Marbella y de los comienzos del viaje. De repente, una zona con el mar a la derecha, naturaleza a la izquierda y ni rastro del ladrillo. Como si se hubiera pasado de largo un trozo de la provincia de Castellón justo después de la ciudad salida de la nada que es Marina d’Or, en Oropesa. Estábamos en Capicorb, pedanía de Alcalà de Xivert-Alcossebre. De allí saldríamos conociendo la historia de la asociación de vecinos que logró plantar cara a quienes querían urbanizar. La guerra tuvo muchos frentes pero una de sus armas más poderosas fue un periódico al que llamaron Anem Anant, el informativo mensual de Alcalà-Alcossebre. «De paginación mínima, complicada tipografía y casi nulos elementos gráficos, Anem Anant no necesitó ningún alarde tecnológico para cumplir con su función de influencia, que se mide en base a cuánto se tocan las zonas sensibles de la anatomía de quienes no quieren que una información se conozca». De distribución clandestina, nocturna, puerta a puerta y con elaboración completamente artesanal, maquetado a base de tijera y celofán, sobrevivió gracias a lo que, de ser un digital con pretensiones se habría llamado crowdfunding y ellos, a la antigua usanza, llamaron colecta. Hicieron mensualmente fact-ckecking y lo llamaron simplemente periodismo. Y acabaron recibiendo una lluvia de informaciones simplemente porque eran quienes contaban las cosas que ocurrían.  

«Cuando el periódico comenzó a tomar forma empezó a aparecer continuamente gente que nos pasaba información. Hasta de dentro del Ayuntamiento. De dentro de altas instancias. Nos daban todo tipo de detalles, materiales, documentos. Conseguimos parar cosas, acudir a los tribunales. Resistir», nos contó Juan Barceló, periodista retirado que tuvo la iniciativa de lanzar el periódico y que formaba parte de la Asociación de Vecinos de Capicorb.

De las cosas más cotidianas a las más cuestionables desde el punto de vista legal, a ningún político le gusta verse retratado en manos de sus votantes dejando sin salida seis viviendas por permitir la construcción de un edificio de apartamentos donde antes había una vivienda unifamiliar. Ni aparecer como administrador de una inmobiliaria recién inscrita en el Registro Mercantil siendo concejal de Urbanismo. Y muchísimo menos cuando se trata de diligencias abiertas en los juzgados. 

De ahí el empeño en controlar el periodismo local y regional, como en otros ámbitos pero en entornos de olla a presión. De ahí las cantidades destinadas a parar, a contentar y de ahí el nacimiento de cabeceras propagandísticas controladas por empresarios y políticos y dedicadas sin pudor a ser el azote de todo aquel que osase no formar parte de la fiesta. Jesús Gil tuvo su propio periódico, con una tirada de 50. 000 ejemplares que llovían de forma gratuita sobre los ciudadanos de Marbella. Francisco Hernando, el empresario del ladrillo más conocido como el Pocero, tuvo sus propios medios: La Voz de la Sagra, La Voz de Castilla-La Mancha. Intentos por copar los ojos y los oídos del electorado.

Pero mientras exista el periodismo local, cuya supervivencia lleva ya dos décadas en cuestión a medida que han ido desapareciendo fórmulas de ingresos como los clasificados, que han ido cerrando las rotativas que antes formaban un todo con el edificio de la redacción, que han ido menguando redacciones, siempre corren el riesgo de que haya un periodista en la mesa de al lado. Alguien enfadado que decida pasarle un papel, alguien que baja la guardia en el enésimo café. Siempre que existan periodistas sobre el terreno, locales o desplazados al lugar de los hechos, podrá ocurrir lo que escribía el periodista de ABC Ignacio Carrión que le ocurrió en agosto de 1978. Mientras entrevistaba a la condesa de Bismarck en el Marbella Club, escuchó a dos hombres discutiendo a voz en grito. Eran Jaime de Mora y Alfonso de Hohenlohe. ¿Qué ocurre?, le preguntó a la condesa. «¡Comisiones! El gran tema aquí», respondió ella. «¿Comisiones Obreras?», insistió él, pensando que se refería al sindicato y su fuerza redoblada con el final de la dictadura. «No. En absoluto. Comisiones de venta», respondió ella. 

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