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JV44, el último circo de la historia (I)

JV44
Un escuadrón de cazas alemanes Me109 en Battle of Britain, 1968. Fotografía: Getty. JV44

El ambiente estaba enrarecido en Rocquencourt, un pequeño pueblo cercano a Versalles (Francia), aquella mañana de la primavera de 1965. Era un lugar tranquilo y somnoliento, que no tendría nada de especial si no fuese por el hecho de que allí estaba la sede del Cuartel General Supremo de las Potencias Aliadas en Europa, nada menos. 

Hacía justo veinte años que la Segunda Guerra Mundial había terminado, pero la guerra fría entre el bloque soviético y la Europa occidental ya había alcanzado la temperatura exacta para que nadie descartase que, en cualquier momento, los misiles nucleares de las dos superpotencias empezasen a cruzar los cielos para marcar el principio de la devastación total. Por si no fuese suficiente, los aliados franceses amagaban con abandonar la estructura de la OTAN y todo el personal hacía cábalas sobre una inminente mudanza de las instalaciones.

En medio de ese ambiente extraño, en un despacho del Cuartel General Aliado, el general estadounidense Lyman Lemnitzer, jefe supremo de las fuerzas de la OTAN, esperaba pacientemente la llegada de su recién nombrado comandante eventual de las Fuerzas Aéreas Aliadas en Europa. En el delicado equilibro de poderes entre los socios de la OTAN, el cargo había recaído por primera vez, de forma accidental, en un oficial alemán, los antiguos enemigos de la Segunda Guerra Mundial.

Cuando Johannes Steinhoff entró en la sala, seguramente el general Lemnitzer no pudo contener un escalofrío. No era nada extraño, ya que Steinhoff estaba acostumbrado a aquella reacción cada vez que ponía el pie en una habitación. No era por su elegante uniforme de la Luftwaffe, ni por las discretas condecoraciones convenientemente «desnazificadas» que salpicaban su pechera, sino por su rostro. 

Porque la cara de Johannes Steinhoff parecía sacada de una pesadilla. 

Su piel tirante y llena de cicatrices le subía hasta el cuello, pero a partir de ahí la cosa era peor. Sus mejillas trazaban unos extraños surcos debajo de los ojos; su boca estaba torcida hacia un lado en una eterna mueca de sarcasmo, con el labio ligeramente descolgado; su nariz era un remedo artificial y puntiagudo junto a la cual hasta Michael Jackson habría salido bien parado. Pero lo más inquietante eran sus ojos, apenas cubiertos por unos párpados artificiales, que no podía cerrar del todo ni para parpadear. En deferencia a los demás, Steinhoff usaba siempre gafas de aviador, aunque ese gesto lo hacía todavía más inquietante. 

Todas aquellas marcas eran el amargo recuerdo del paso de Johannes Steinhoff por la Jagdverband 44, quizá una de las unidades militares con el historial más breve y exitoso de la guerra que, en un espectacular alarde wagneriano, brilló con intensidad durante los últimos meses de la contienda, cuando el régimen nazi se derrumbaba con estrépito y los cielos de Europa eran propiedad de los aviones aliados…, excepto en aquellos lugares por donde pasaban los experten de la JV44, Steinhoff entre ellos. Pero vayamos al principio de esta historia.

Nos tenemos que ir a marzo de 1945. Los rusos se acercaban a marchas forzadas hacia Berlín, persiguiendo los jirones destrozados de la Wehrmacht, y en el frente occidental el panorama no era mucho más alentador. A esas alturas del partido, los ejércitos alemanes ya solo eran una sombra desdibujada de la afinada máquina militar que había pasado como un rodillo sobre prácticamente toda Europa apenas cuatro años antes. 

Las catastróficas pérdidas en el este, unidas al incesante bombardeo británico y estadounidense de los centros industriales alemanes, habían reducido a la orgullosa Wehrmacht a una tropa mal equipada, con uniformes gastados en muchos casos, un armamento variopinto y unas cadenas de mando pulverizadas y formada por hombres demasiado viejos y chicos demasiado jóvenes que no deberían estar allí. El panorama en la guerra naval era igual de catastrófico, y en la guerra aérea no era mucho más alentador. El mundo se derrumbaba en torno a ellos en una vorágine final de fuego, destrucción y muerte de la que nadie podía salir.

En medio de ese caos, un joven oficial de la Luftwaffe llamado Adolf Galland había sido convocado a una reunión con el mismísimo Hermann Göring. El jerarca nazi ya no estaba en Berlín, asolada por los bombardeos y reducida a una pila de escombros humeantes, sino que se encontraba atrincherado en su refugio de Carinhall, un palacio de opereta atestado de obras de arte robadas que merecería una historia aparte. Galland, un as de caza alemán con más de noventa y seis derribos confirmados, llevaba apartado del frente desde 1941, cuando fue nombrado inspector general de cazas y esperaba que aquella reunión fuese la última. 

Convertido en un símbolo por la propaganda nazi, Galland era algo parecido a una estrella del rock —si me permiten el paralelismo y salvando las distancias— para el ciudadano alemán de a pie. Su rostro había aparecido innumerables veces en el Deutsche Wochenschau, un noticiario parecido al No-Do español que se emitía en los cines, y Goebbels había tomado la decisión de retirarlo de los cielos para evitar la imagen del héroe derribado y muerto a manos enemigas. Pero, una vez en tierra, Galland no había resultado ser el engranaje dócil que los nazis habían pensado que sería. Durante los años siguientes, Galland había llevado a cabo un terrible trabajo burocrático, enfrentado a un Göring cada vez más drogado y errático y a un Hitler que cambiaba sus órdenes estratégicas sobre la Luftwaffe de un día para otro. 

Galland se había desesperado por las absurdas órdenes que recibían sus pilotos, obligados a atacar, en cualquier circunstancia y ocasión, las pesadas formaciones de bombarderos aliadas y sus enjambres de escoltas, aunque fuese en misiones casi suicidas. Había peleado hasta la extenuación contra las decisiones erráticas de Hitler, como su obsesión con el Me 410, un bombardero bimotor que estaba a años luz de las necesidades de una Alemania acosada en ese momento de la guerra y que era esencialmente inútil en dichas circunstancias, entre otros muchos ejemplos. La relación llegó a tal punto de degradación que Hitler y Göring, cada vez más paranoicos y aislados, dejaron de confiar en Galland. 

Así, cuando Galland llegó a su reunión en Carinhall, tenía muy claro que estaba harto de todo aquello: iba a presentar su dimisión y a pedir ser asignado de nuevo al frente, para volar contra los aliados. Pero la reacción del impredecible Göring era eso: impredecible. Cualquier cosa podía suceder. Y, sin embargo, el mandatario nazi accedió, posiblemente para sacárselo de en medio.

En ese punto de la guerra, su valor como símbolo ya estaba amortizado, y a la jerarquía nazi, más preocupada con su propio final que con el del pueblo alemán o sus soldados, no le importó demasiado que Galland volviese a los cielos. Seguramente, pensaron, iba a morir en combate. En medio de millones de muertes, qué más daba.

Pero Adolf Galland tenía otros planes. Liberado por fin de las obligaciones del Alto Mando, había decidido hacer la guerra por su cuenta, aplicando todas las ideas que reiteradamente habían desechado sus jefes de Berlín. Pero el desafío era mayúsculo.

Para empezar, la situación bélica era desesperada. Los pilotos alemanes se veían normalmente en una situación de inferioridad numérica en el aire de, como mínimo, veinte a uno, si no más. Cada vez que hacían una salida, se veían rodeados de enjambres de aparatos aliados y sudaban la gota gorda para volver con vida a sus bases. Sus aeródromos eran machacados hasta la extenuación por los bombardeos enemigos, y las continuas retiradas en todos los frentes habían transformado a los pilotos en una suerte de caravana ambulante que tenía que retirarse de una pista a otra, cada vez más cerca de Alemania, en una huida a trompicones. Y si eso no era suficiente, el material humano y los aviones eran cada vez más escasos y de peor calidad.

Por desgracia para los planes de Galland, la calidad media de los pilotos alemanes era muy pobre comparada con los aliados. Años de guerra habían segado sus filas, y la mayor parte de los ases de caza habían ido cayendo en los distintos frentes, derribados o prisioneros del enemigo. Los reemplazos de esos huecos eran cubiertos por jóvenes cadetes que salían a toda prisa de las academias de vuelo, en la mayoría de los casos con un curso acelerado de pilotaje de unas pocas semanas o meses, en todo punto insuficientes para enfrentarse a un enemigo mejor adiestrado y con mejores medios materiales.

Además, los pilotos alemanes se encontraban con una desagradable perspectiva cuando se subían en la carlinga de un avión por primera vez. Mientras que sus contrapartes occidentales tenían un servicio militar limitado —por ejemplo, los pilotos de bombardero aliados únicamente debían cumplir veinticinco misiones sobre la Europa ocupada antes de ser retirados del frente—, para los pilotos de la Luftwaffe no había límite alguno: debían seguir volando, misión tras misión, hasta que la guerra terminase o alguien los derribase. Para ellos, la guerra no era una cuestión de vida o muerte, sino una simple cuenta atrás hasta el día en que no volviesen de una misión. 

Paradójicamente, esa mecánica de funcionamiento desesperada había servido de sistema de selección darwinista. En 1944 y 1945 la vida media de un piloto alemán en el frente era de tan solo unos dos meses, un período demasiado corto como para que adquiriesen experiencia. Ser un piloto novato en aquellos últimos años era una sentencia de muerte casi segura.

Sin embargo, unos cuantos ases escogidos, auténticos cazadores del aire, se las apañaban para sobrevivir y prosperar en ese infierno volador, aparentemente inmunes a la carnicería que se desarrollaba a su alrededor. Eran los experten, un puñado de veteranos curtidos, tipos bregados en años de guerra y con una vastísima experiencia acumulada de miles de horas de vuelo y centenares de misiones, infinitamente más rodados que cualquier rival que se pudiesen cruzar en el aire. Afortunadamente para los Aliados, tan solo eran un puñado y su impacto en el conjunto del escenario bélico resultaba totalmente marginal, aunque eso no servía de ningún consuelo a los pilotos aliados que, de repente, se cruzaban con alguno de aquellos depredadores aéreos, normalmente minutos antes de caer a tierra envueltos en llamas.

Eran estos experten los pilotos que Galland quería para su lucha final en Europa. Su idea era reunir en una unidad a los mejores, a los más preparados y letales pilotos que aún le quedaban al Reich, para un último combate antes de ser barridos de los cielos, un concepto que encajaba muy bien con la disparatada ética wagneriana del sacrificio del héroe en la lucha final que les había sido imbuida hasta la saciedad.

Galland ya no era el jefe de cazas, pero aún tenía suficiente reputación y contactos como para hacer a su antojo en la desmoronada Luftwaffe. Para empezar, constituyó su propia unidad, la Jagdverband 44 (o JV44), prácticamente fuera del control orgánico del Estado Mayor. A continuación, Galland inició su pesca de pilotos en una actividad frenética de semanas.

A esas alturas de la guerra, quedaban pocos ases donde escoger, pero los que aún volaban tenían unos números que hacían palidecer a la inteligencia aliada. Sus años continuados de vuelo les habían permitido alcanzar unas cifras de derribos que los pilotos aliados, sobre todo los occidentales, no podían igualar. El prestigio de Galland entre los pilotos era enorme, pues sabían que había sido la única voz de la cordura que había intentado evitar su sacrifico inútil durante todos aquellos años, y además era un experten, como ellos. 

A base de telefonazos, cartas y arriesgadas visitas a campos de aviación cercanos, fue capaz de ir reuniendo una lista de pilotos en torno a la JV44 que metía miedo: Heinz Bär, Gerhard Barkhorn (un chaval de Königsberg que con veinticuatro años ya sumaba cerca de trescientos derribos en su haber), Walter Krupinski, un jovencísimo Johannes Steinhoff…, y así hasta cincuenta nombres selectos. El único común denominador de todos ellos era que ninguno contaba con menos de media docena de derribos en su cuenta y la mayoría pasaba holgadamente de la veintena. Eran una pandilla de supervivientes. Una especialmente letal.

Por supuesto, reclutar a semejante compañía no resultó nada fácil. La mayor parte de los comandantes de campo se negaban en redondo a permitir que sus mejores hombres se fuesen de sus escuadrillas. Por regla general, la presencia de un experten era lo único que evitaba que los aliados masacrasen a los aviadores novatos que se lanzaban contra ellos. La sola presencia de uno de estos ases abría la ventana de oportunidad para que los jóvenes pilotos pudiesen cruzar la cortina de cazas defensores, que eran arrastrados por el experten de turno y que aún así se las veía y se las deseaba para salir con vida.

Y, sin embargo, lo que les ofrecía Galland era demasiado tentador. En vez de pasarse el resto de la guerra siendo un blanco móvil, cuya única misión consistía en atraer el fuego cruzado de los cazas enemigos, Galland les planteaba unirse a un grupo de cazadores de verdad, en el que no tendrían que estar vigilando a sus jóvenes wingmen y podrían concentrarse en lo que realmente sabían hacer: derribar aviones rivales. 

La mayoría dijo que sí, sin dudarlo. A varios de ellos se les prohibió, de forma expresa, pasar a formar parte de la JV44, pero ignoraron olímpicamente dichas órdenes. El peso de Galland era enorme, y la descomposición de la máquina de guerra alemana ya era tan acentuada que, simplemente, se unieron a él, ante la impotencia de sus mandos. El JV44 empezaba a tomar forma.

De todas formas, Galland no consiguió atraer a todos los nombres que le hubiese gustado tener consigo. La mejor incorporación posible, el as de ases de la Luftwaffe, Erich Hartmann, con unos asombrosos trescientos cincuenta y dos derribos —sí, han leído bien— en su haber, no aceptó unirse a la JV44. En sus memorias, Hartmann cuenta cómo fue el encuentro con Galland:

Era el cuarto encuentro con Galland durante la guerra y lo encontré poco cambiado. El antiguo general de cazas, con sus ojos penetrantes, su mostacho fino como un pincel y su arrolladora aura de personalidad, era todavía una figura impresionante. Me saludó con su característico buen humor.

—Hola, Erich. Ahora soy comandante de escuadrón, ¿sabes? —dijo.

—Eso he oído, mi general.

—Estoy juntando un grupo de pilotos de primera para usar el Me 262 como caza. Luetzow, Steinhoff, Krupinski, Hohagen… —Galland irradiaba entusiasmo— Quiero que te unas a mi escuadrón, Erich.

—Pero ¿qué haría yo en semejante escuadrón, con todos esos ases y que encima tienen más tiempo de servicio y mayor rango que yo, mi general? [Hartmann era un simple capitán.]

—Bueno, volarías con nosotros, por supuesto. Eres el mejor piloto del mundo.

—Pero, mi general, no quiero volar siendo el ala [wingman] de nadie, y eso es lo que sucederá si me voy a su escuadrón (…) Además, nunca he pilotado un Me 262. Con mi escuadrón, al menos sé que estaré haciendo algo positivo.

(Raymond F. Toliver, The Blond Knight of Germany, 1970).

Hartmann, como algunos otros experten, estaba demasiado vinculado a su unidad como para pensar en dejarla en los últimos días de la guerra, así que no se unió a Galland y siguió luchando en el frente ruso. Años más tarde se arrepentiría amargamente de esa decisión, pues estuvo prisionero de los soviéticos hasta mediados de los años cincuenta, aunque esa es otra historia.

En su búsqueda insaciable, parece ser que Galland hasta se planteó fichar a Hanna Reitsch, una brillante piloto de pruebas y una de las pocas mujeres galardonadas con la Cruz de Hierro, pero la furibunda nacionalsocialista estaba más preocupada por sacar a Hitler de Berlín y ponerlo a salvo que por unirse a la banda de Galland, por lo que las conversaciones no llegaron a buen puerto.

En definitiva, y con sus altibajos, Galland consiguió reunir a la mayor parte del grupo de experten que necesitaba. Pero el siguiente reto era igual de complicado: ¿en qué volarían?

(Continúa aquí)

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2 Comments

  1. Sturmvogel

    En realidad Galland no dimitió sino que fue depuesto por Göering por criticarle a él y a Hitler por sus decisiones desastrosas acerca del uso de los cazas de la Luftwaffe. Al parecer quería encarcelarlo o fusilarlo, pero cuando Galland pidió incorporarse a un escuadrón de caza aceptó encantado porque en esa época era prácticamente una sentencia de muerte.
    Otra cosa curiosa, y que Galland nunca aclaró, es el numeral de su escuadrón «44», parece ser que era un burla hacia Hitler a quién sus fanáticos de las SS se referían con el código «88» como trasunto de «Heil Hitler» por ser la H la 8ª letra del alfabeto…

  2. E.Roberto

    La chanza hubiera sido mayor si esa octava letra hubiese sido la del alfabeto hebreo, aunque no lo habría entendido nadie, y menos los nazis. Estas pequeñas y desconocidas noticias hacen más amena la lectura. Gracias.

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