Si los reportajes de Bob Woodward y Carl Bernstein en torno a las escuchas en el complejo Watergate y sus intrincadas ramificaciones presidenciales son la referencia habitual del periodismo de investigación, todo periodista de opinión sueña con tener su momento «J’accuse»: la columna definitiva, el artículo que resuene por todo el planeta, que pase a la historia durante más de un siglo y que cambie el curso de la política de su país.
En torno al célebre artículo de Émile Zola en L’Aurore hay tal mística que es complicado distinguir lo real de lo estético ―cuestión habitual en el periodismo, aunque ese sería otro tema―. Empecemos por algunas verdades indiscutibles: efectivamente, aquella portada incendiaria provocó un enorme debate en la sociedad francesa y puso el «affaire Dreyfus» en el ojo de mira internacional… aunque Zola no fue ni mucho menos el primero en defender al oficial judío ni su intervención, como veremos, tuvo tanta relevancia.
Por otro lado, habría que discutir el efecto práctico que provocó el artículo: en general causó más perjuicios que beneficios. Hay mucho de romántico en eso del escritor comprometido acusando a las autoridades y desvelando la verdad, pero lo cierto es que si Dreyfus acabó indultado ―que nunca absuelto― no fue por ese artículo. Que se avivara el debate no quiere decir que se avivara en un solo sentido. Tanto La Libre Parole como otros periódicos antisemitas redoblaron sus ataques con la anuencia y la participación de numerosos miembros del parlamento francés y el apoyo de bastante más de la mitad de la población francesa.
El «J’accuse» le sirvió a Zola para ser condenado por libelo, le llevó al exilio y no es descartable que estuviera detrás de su extraña muerte. El «J’accuse» sirvió a Esterhazy, el verdadero culpable, para ganarse el afecto de millones de personas y convertirse él mismo en colaborador habitual de periódicos conservadores. El «J’accuse» no conmovió ni un ápice a Félix Faure, el presidente de la república a quien estaba dirigido, ni al ejército, ni a los jueces. Si las cosas acabaron bien para Dreyfus fue porque le conmutaron su exilio a cambio de la propia confesión de culpabilidad… y si hoy día no tenemos dudas de que no tuvo nada que ver con las acusaciones es, en buena parte, porque, al poco, Esterhazy, huido a Gran Bretaña tras ser expulsado del ejército por desfalco, relató casi toda la verdad a un periódico inglés.
En cualquier caso, el artículo de Zola sigue representando un momento mágico del periodismo en el mundo. El inmediatamente anterior a la radio, en el que solo la prensa podía manejar la opinión pública. Por eso conviene detenerse en todo lo que rodeó tan conocida carta abierta y ponderar su verdadera importancia tanto en el «affaire Dreyfus» como en la política francesa anterior a la Gran Guerra.
Los hechos (o una aproximación)
En lo que se vendió como una gloriosa maniobra de contraespionaje llevada a cabo en la embajada alemana en París, una agente del ejército francés descubrió en septiembre de 1894 una carta rota en seis pedazos en la que se ofrecía al alto mando alemán información detallada sobre las operaciones militares francesas. ¿En qué consistía dicha información? Nunca se supo. Circuló una copia del llamado bordereau pero aunque la acusación siempre habló de páginas y páginas de información secreta y delicada, estas nunca fueron hechas públicas ni se dejó que la defensa tuviera acceso a las mismas. Probablemente, no existieran.
La autoría de la carta se atribuyó inmediatamente al oficial de artillería Alfred Dreyfus. Dreyfus, de treinta y cinco años, era miembro del Estado Mayor, lo que provocó un lógico revuelo. Dreyfus pasaba por ser el primer judío en la historia del ejército francés en llegar a tan alto cargo y no formaba, por tanto, parte de ninguna de las familias que habían dominado la institución durante siglos. El ministro de la Guerra, Auguste Mercier, dejó en manos del teniente coronel Armand du Paty de Clam la carga de la acusación y se echó prudentemente a un lado. Paty De Clam encargó un informe pericial para ver si la letra del bordereau era la del oficial judío, pero los resultados fueron negativos. Enfurecido, recurrió a un segundo «experto» que en realidad no era tal, Alphonse Bertillon, que se sacó de la manga la teoría de la «escritura fingida»: la carta era de Dreyfus, pero si su caligrafía no coincidía era porque la había forzado a propósito para engañar a todo el mundo.
Entre tanto esperpento, Dreyfus fue juzgado ese mismo otoño y condenado, por supuesto. Se le anularon todos los honores militares y se le envió al exilio a la isla del Diablo, lugar de condena habitual para criminales. Ahí habría quedado todo de no ser por el improbable empeño del teniente coronel Marie-Georges Picquart. Picquart, conocido antisemita, tuvo que investigar el contenido de una carta del oficial Ferdinand Esterhazy y de inmediato reconoció ahí la letra del autor del bordereau. Pese a las amenazas de sus propios compañeros de armas, Picquart decidió abrir una investigación que derivó en un proceso a puerta cerrada contra el citado Esterhazy.
No era un caso demasiado complicado: la única prueba era la carta interceptada y esa carta tenía la caligrafía de Esterhazy. Sin embargo, reconocer su culpabilidad suponía reconocer la inocencia de Dreyfus y por lo tanto poner en evidencia todo el sistema militar francés. Ante el pasmo general, Esterhazy fue absuelto. Solo la polémica causada por todo el proceso y la profunda división ―más política que social― que el asunto estaba generando en Francia hizo que se accediera a una revisión del caso Dreyfus ―civil, no militar― en la que el oficial desterrado aceptó declararse culpable a cambio de una amnistía. No se le restauró el honor, pero al menos pudo volver a su país y seguir su vida con cierta tranquilidad pese a las continuas amenazas antisemitas y alguna agresión puntual, como durante el traslado del cadáver de Émile Zola al Panteón en 1906.
El antisemitismo en Francia
El hecho de que Dreyfus fuera el primer judío en llegar al Estado Mayor ya dice bastante del antisemitismo de la sociedad francesa, tanto en sus élites como en lo que Hannah Arendt califica en su libro Los orígenes del totalitarismo de «populacho». Fue ese «populacho» el que abrazó con entusiasmo la condena a Dreyfus, espoleado sobre todo por los incendiarios artículos de La Libre Parole, el diario fundado y dirigido por Édouard Drumont, fundador también de la Liga Antisemita Francesa.
Arendt atribuye el éxito de La Libre Parole a los conflictos de financiación de las obras de construcción del canal de Panamá, que provocaron una enorme crisis económica en Francia y de la que se culpó, como casi siempre, a la familia Rothschild, es decir, a los banqueros judíos. Tampoco ayudaron, desde luego, los tejemanejes de otro judío, Cornelius Herz, al respecto. La «pureza de sangre», en términos parecidos a los establecidos en las Leyes de Nüremberg de 1935, era motivo de orgullo en la ilustrada Francia de finales del siglo XIX y la separación entre gentiles y judíos era un hecho que a menudo no era preciso siquiera mencionar. La concepción del judío como un eterno apátrida, un extranjero casi nunca bienvenido en ninguna tierra, les hacía chivos expiatorios con enorme facilidad.
Igual que Hitler culpó a los judíos de la derrota alemana en la Primera Guerra Mundial ―incluso a los que se dejaron la vida por su país en las trincheras―, en Francia se filtró el sentimiento de que la derrota ante Bismarck en 1870 también era producto de algún tipo de conspiración judaica. La paranoia no era una exclusiva francesa; el antisemitismo estaba en pleno apogeo a lo largo y ancho de Europa, única razón por la que se explica el éxito de los Protocolos de los sabios de Sion, concebido en Rusia apenas unos años más tarde (1902) y que muchos esgrimieron durante décadas como arma arrojadiza aun después de demostrarse la falsedad de todas sus premisas.
La recién creada Tercera República veía con recelo a los judíos hasta el punto de que, en medio de la polémica en torno a Dreyfus, solo dos de los seiscientos miembros de la Asamblea Nacional se manifestaron a favor de una revisión de su caso. En cuanto al ejército, que dominaba de facto el país, el citado Mercier, ministro de la Guerra, y otros mil oficiales, suscribieron un documento en el que se solicitaba al presidente «probar un nuevo modelo de cañón sobre cien mil judíos del país». Quitarse de en medio a Dreyfus y dar así un aviso disuasorio a cualquier judío que aspirara a hacer carrera política o militar en el país se convirtió en un objetivo aplaudido por buena parte de la prensa y del público.
La extraña figura de Georges Clemenceau
Prácticamente, nadie puso en duda la culpabilidad de Dreyfus en un primer momento. De entrada, como ha quedado claro, porque la injusticia sobre un judío no solo no escandalizaba a casi nadie sino que incluso se veía con ojos golosos. En segundo lugar, porque todo el procedimiento se había llevado tan en secreto y con tanta rapidez que no dio tiempo a que observadores imparciales detectaran errores. Por último, el ejército dejó claro desde un primer momento que cuestionar la sentencia contra Dreyfus era cuestionar su autoridad y poca gente había dispuesta a atreverse a tanto.
Pese a todo, y a raíz del descubrimiento de Picquart de la culpabilidad de Esterhazy, empezaron a escucharse voces de descontento. La adinerada familia Dreyfus llamó a todas las puertas que pudo y entre los que quisieron involucrarse en su defensa destacó Bernard Lazare, el siempre polémico e izquierdista crítico literario. Sin embargo, sus folletos pasaron prácticamente desapercibidos como pasaron sin pena ni gloria los posteriores artículos de Romain Rolland y otros jóvenes intelectuales.
Nada cambió hasta que la injusticia llegó a los oídos de Georges Clemenceau, que hizo del tema una batalla personal y dedicó multitud de páginas de su recién fundado periódico L’Aurore a tratar la polémica. Clemenceau llevaba años ejerciendo de periodista y político: había sido alcalde de París justo antes de la instauración de La Comuna en 1871, había luchado en Sedán y había fundado varios periódicos, incluido La Justice. Como máximo exponente del radicalismo en Francia, Clemenceau logró varias veces un escaño en la Asamblea Francesa, pero todo cambió a raíz precisamente de su amistad con Herz y los problemas en Panamá. Clemenceau cayó en desgracia, perdió su escaño y se convirtió en una figura impopular y antipática por sus críticas constantes al nacionalismo y al antisemitismo. Durante diez años se mantuvo alejado de la política y se centró en L’Aurore, que cerraría en 1915. Allí fue donde dio la oportunidad a Zola de escribir la carta abierta que ningún otro periódico ―la izquierda tampoco destacaba precisamente por su prosemitismo― se habría atrevido a publicar.
La azarosa trayectoria de Clemenceau le llevaría con los años a presidir el consejo de ministros en dos ocasiones: en 1906, coincidiendo con la crisis colonial de Marruecos, lo que aprovechó para indultar definitivamente a Dreyfus ―que no exculparle, algo que era inviable― y en 1917, justo en las postrimerías de la Primera Guerra Mundial. Supo enemistarse con casi todo el mundo: a la vez con Jaurès, el líder socialista, y con la cúpula de la Iglesia católica, a la que privó de varios privilegios.
«J’accuse», el momento cumbre de la guerra periodística
A menudo se habla de la división entre «dreyfussards» y «antidreyfussards» en Francia, pero, si quisiéramos simplificarlo más y hablando en términos periodísticos, la lucha se podría resumir entre los lectores de L’Aurore y los de La Libre Parole. Cada movimiento social o político digno de ese nombre tenía su órgano de difusión en forma de folleto o periódico. Como se comentaba al principio, nunca en la historia fue el periodismo tan influyente sobre una sociedad que dejaba de ser mayoritariamente analfabeta como en aquel cambio de siglo.
Aunque en rigor Clemenceau no dirigía L’Aurore sino que se limitaba a ser su fundador, Zola negoció directamente con él la publicación de un artículo de protesta en torno al escándalo Dreyfus. Cuando hablamos de Zola hablamos también de un hombre peculiar, marcadamente polemista y vinculado a movimientos progresistas sin necesidad de aceptar todo el credo socialista. Era adorado y odiado a partes iguales y a menudo su figura pública o la repercusión política de sus obras ensombrecían hasta cierto punto su talento puro y duro como escritor.
Apremiado por la familia Dreyfus, Zola decide en 1898 tomar partido definitivamente en la polémica. Su texto, que ocupa toda la portada de la edición del 13 de enero de 1898, adopta la forma de carta abierta al presidente de la República, Felix Faure, y utiliza un tono deliberadamente ofensivo, hasta el punto de que él mismo cita los artículos de la ley de prensa por los que debería ser acusado al acabar la lectura.
En realidad, estamos más ante una crítica a la no condena a Esterhazy que ante una defensa de Dreyfus, aunque una cosa lleve a la otra: según Zola, el general Billot sabía que Esterhazy era el autor del memorando, al igual que el general De Boisdeffre o el general Gonse lo sabían… pero ninguno hizo nada. Solo el comandante Picquart se atrevió a hacer su trabajo de forma honesta y lo mandaron a Túnez en plena guerra colonial. Zola resume la situación en una sola frase: «¿A Picquart también le pagaban los judíos? ¡Si él era antisemita!».
El largo texto acaba con el famoso «Yo acuso…», que va desde Paty de Clam al general Mercier pasando por Billot, De Boisdeffre, Gonse, De Pellieux, los tres calígrafos, el ministerio de Guerra por su propaganda en El Flash y El eco de París… y por último, el propio consejo de guerra por condenar a un inocente a sabiendas, además de criticar «la sucia caza de judíos que deshonra nuestra época».
No tardaron mucho las autoridades en darse por aludidas. En efecto, acogiéndose a los artículos 30 y 31 de la Ley de Prensa del 29 de julio de 1881, Zola fue acusado de libelo menos de un mes después de la publicación de su texto y en apenas dos semanas era condenado a un año de prisión, ante lo que decidió exiliarse en Londres. En su libro, Hannah Arendt apunta: «Todos los testimonios coinciden en señalar que si Zola, cuando fue acusado, hubiera sido absuelto, jamás habría salido vivo de la sala del Tribunal».
Puede que la historia le haya hecho pasar como un héroe pero ante los ojos del populacho era un traidor. Incluso a la vuelta a Francia, tras la condonación de su pena, tuvo que hacer frente a varios incidentes violentos e intentos de agresión y su muerte siempre ha estado rodeada de un halo de misterio: en 1902, una intoxicación de monóxido de carbono le asfixió mientras dormía en su domicilio. No está nada claro que se tratara de un accidente.
Un final nada romántico
La relevancia del «J’accuse» en el procedimiento contra Dreyfus es discutida. No hablamos de su valor periodístico ni de su ejemplo moral sino de sus efectos prácticos. Como ya sabemos, a los pocos días de publicarse su artículo, Esterhazy confesó su culpabilidad en su refugio de Gran Bretaña, primero a un periodista británico y, ya en junio de 1899, en entrevista al diario Le Matin, lo que dejaba las cosas bien claras e imposibilitaba en principio seguir con la farsa.
Sin embargo, Dreyfus nunca tuvo un segundo juicio militar que revocara la condena anterior. Tan convencidos estaban sus partidarios de que el ejército volvería a encontrarle culpable que prefirieron un acuerdo civil por el que se intercambiaba indulto por confesión de culpabilidad y así todos contentos. Aun a día de hoy, oficialmente, Alfred Dreyfus sigue siendo responsable de alta traición contra el ejército francés y está considerado por tanto un enemigo de la patria.
La idea de que Zola cogió la pluma y la verdad se abrió camino es absurda. Zola cogió la pluma y acabó exiliado en Londres, mientras Dreyfus seguía deportado en isla del Diablo y Picquart se jugaba la vida en Túnez. Si Esterhazy no hubiera confesado, el perdón habría sido improbable. Lo que sí hay que reconocer es que Zola dio una vuelta de tuerca al asunto en cuanto a su relevancia internacional. Las críticas en los demás países hicieron que de repente el gobierno viera ante sí un problema no ya moral, sino puramente práctico: llevaban años preparando la Exposición Universal de 1900 y las amenazas de boicot empezaban a multiplicarse.
Así, con Dreyfus se negoció un apaño que no tuvo nada de romántico ni de idealista: se le perdonó simplemente para calmar a la opinión pública extranjera. De hecho, ya en el mismo principio del «J’accuse», Zola advierte de que el escándalo podría perjudicar a la Exposición y se ve que en eso tanto el poder como el columnista estaban de acuerdo. El antisemitismo no desapareció, ni mucho menos, aunque Leon Blum consiguiera abrirse camino hasta la presidencia. El gobierno de Vichy durante la Segunda Guerra Mundial estuvo entre los más activos a la hora de perseguir, detener y entregar a judíos a Hitler y basta con leer a Patrick Modiano para entender que la cuestión siguió abierta durante muchísimos años.
En definitiva, igual que a Nixon no lo derrotó el Washington Post sino su propia torpeza a la hora de regar de pruebas el camino y empeñarse en destituir al fiscal que investigaba su caso, se puede decir que Zola y Clemenceau no salvaron a Dreyfus de nada. Ahora bien, hicieron lo que debían. «No podría vivir con esta carga de culpabilidad», dice Zola en su texto, y quizá el periodismo sea exactamente eso: la necesidad de contar la verdad sin atender a sus consecuencias. Y si no es la verdad, al menos que se aproxime.