Hay premios literarios que confirman aquello de lo que se lleva tiempo hablando y premios que adelantan lo que nadie ha visto. El caso de la novela Herzog y el Premio Formentor pertenece a este último grupo. En Estados Unidos solo una persona había vaticinado el éxito de una obra rodeada de tantos sucesos azarosos antes de su publicación que parecía estar construyéndose de antemano el mito. Aaron Asher, editor de Saul Bellow, estaba convencido de que Herzog alcanzaría el prestigio que merecía. Por eso fue paciente: Bellow le había cambiado el título varias veces, la había escrito y reescrito, la había perdido a manos de unos ladrones que huyeron con el botín de sus páginas. El atraco a una oficina de correos de la que los asaltantes se llevaron dinero y las sacas con todos los envíos acabó con miles de sobres esparcidos por los solares de Chicago en la primavera de 1964. Allí estaban las últimas correcciones de la novela; muchas de ellas no llegaron nunca a Nueva York. Y para Bellow, hasta que una obra no estaba en galeradas no podía considerársela algo serio. Con todo, Herzog se publicó en septiembre de ese mismo año y se mantuvo en la lista de los libros más vendidos durante cuarenta y dos semanas.
En el año de su publicación, la novela vendió casi ciento cincuenta mil ejemplares en tapa dura y el autor recibió unos generosos anticipos para la edición en rústica no solo de esta, sino de sus anteriores obras. Como recuerda Louis Menand en The New Yorker cuando repasa todos estos datos, por primera vez Bellow tenía dinero. Habría muchos giros en su vida, tanto literales como metafóricos. Y con el paso del tiempo, llegarían más premios. El escritor alcanzó los galardones más relevantes de la literatura: desde los tres National Book Awards que recibió, pasando por un premio Pulitzer y la Croix de Chevalier des Arts et des Lettres francesa en 1968, hasta recibir el Nobel en 1976. En 2005, año de su muerte, Herzog y Las aventuras de Augie March entraron en la exclusiva lista de las cien novelas de Time, que eligió las mejores obras desde el comienzo de la icónica publicación, en 1923.
En 1965, cuando Bellow gana el Formentor por Herzog, ya se han traducido al español algunas de sus obras, aunque, como suele ocurrir, ha sido al otro lado del Atlántico. La editorial argentina Guillermo Kraft publica en 1962 Las aventuras de Augie March, con traducción de Ada Emma Franco; en México D. F. aparece Henderson, el rey de la lluvia (1964) de la mano de Editorial Joaquín Mortiz, con traducción de Vera Ozores. En España, tras el premio a Herzog, Destino siguió publicando obra de Bellow mientras que Carlos Barral, uno de los promotores del Premio Formentor, solo editó una de sus obras, Seize the Day (1958) como Carpe Diem en 1968, traducida por José María Valverde para la colección «Biblioteca Breve».
Merece la pena recordar que el mismo año del Formentor, Bellow recibe también el National Book Award estadounidense. Se enfrenta en este premio a gigantes como Vladimir Nabokov, con La defensa, y Thomas Pynchon, con V. Compite, además, contra una novela cuyo protagonista también es profesor: El rector de Justin, de Louis Auchincloss. En ambas se radiografían las capas tectónicas del poder norteamericano a través de los dilemas de quienes se dedican a la Educación, así, con mayúsculas, pues este es uno de los pilares de la cultura estadounidense. En la obra de Auchincloss, un joven profesor de St. Justin Martyr, un prestigioso internado masculino, recibe un encargo delicado: escribir la biografía del fundador, Francis Prescott, la persona que puso en pie la institución a finales del siglo XIX y la convirtió en el centro de referencia que ocupa en la novela. Los testimonios que el joven protagonista va recabando para erigir su obra, a menudo contradictorios y controvertidos, entroncan bien con esa crónica de una vida que se va cayendo a pedazos a medida que se revisa con detenimiento: son los pecios con los que Bellow construye la figura de Moses E. Herzog. En ambos casos, lo que parece comenzar con un dilema laboral se transforma en uno personal, y, a su vez, ese dilema personal remite de nuevo a las presiones laborales de ese mundo tan familiar y a la vez desconocido para la mayoría de quienes lo ven desde la barrera: la Educación Superior.
A lo largo de todas estas décadas, Herzog se ha analizado desde dos puntos de vista, dos perspectivas que, bien pensado, se van alternando en las distintas generaciones de críticos y lectores, pues obedecen más a los intereses de la época que a los de la propia obra. Escrita como un conjunto de cartas que su protagonista nunca envía, la lectura existencialista de la trama de Herzog ha sido uno de los principales intereses de gran parte de la crítica académica y cultural. Es normal, sobre todo si se tiene en cuenta que el protagonista de la novela incluye incluso a Nietzsche y Spinoza entre sus destinatarios; los cientos de páginas de Bellow garantizan un buen puñado de párrafos de pensamiento lúcido. En el rincón opuesto del cuadrilátero, como no puede ser de otro modo, están quienes buscan determinar si las coincidencias entre vida y obra son eso, meras coincidencias desde las que saltar a la ficción, o, por el contrario, las señales luminosas de una autopista que no es más que una autobiografía (poco) velada. Esta segunda opción, que adelanta ya el frágil concepto de la autoficción, es, desde luego, más que superflua para aquellos a quienes les interesa únicamente la obra. Y, en cualquier caso, la mastodóntica biografía en dos tomos publicada por Zachary Leader podrá aclarar cualquier pregunta que se haga el lector a este respecto. Bellow se casó cinco veces, simultaneó varias relaciones y mantuvo una interesante correspondencia que le dan a Leader material necesario para las casi ochocientas páginas de su segundo volumen (1965–2005). No es extraño, por tanto, que parte de la crítica se empeñe en desentrañar los ingredientes entre vida y obra o, aún peor, entre realidad y literatura (ese «plagio mutuo», según la expresión con la que Mary McCarthy bautizó la problemática fusión de dos planos vitales).
Aquí dirijo mi lectura a aquellos lectores a los que todo esto no les importe y les propongo una tercera opción que, partiendo de la primera, salta del existencialismo a la crónica vital universitaria, a eso que ha venido a llamarse campus novel o academic novel, un género con fácil traducción al español, aunque con un menor número de cultivadores entre nuestras letras. La novela académica o novela de campus cuenta con una larga tradición en las obras en lengua inglesa. Hay títulos que asoman de manera inmediata, como el de la estadounidense La mancha humana (2000), de Philip Roth y, también otros algo más distantes, como la trilogía británica de David Lodge, que comienza con un guiño a Dickens en Intercambios. Historia de dos universidades (1975), o Lucky Jim (1954, también traducida como La suerte de Jim o Jim el afortunado), de Kingsley Amis, con la que obtuvo el premio Somerset Maugham al año siguiente de su publicación. En 1957 Nabokov publica Pnin, que no es estrictamente una novela de campus, aunque su protagonista no deje de ser un profesor universitario y en su universidad, la ficticia Waindell College, se adivine una mezcla de dos instituciones de prestigio de la costa este estadounidense (Cornell University y Wellesley College). En realidad, los inicios del género se remontan a Fanshawe. A Tale (1828), una novela de juventud que el autor de La letra escarlata (1850), Nathaniel Hawthorne, publicó de manera anónima con los bostonianos Marsh and Capen, de Putnam and Hunt. Luego la intentó retirar del mercado comprando todos los ejemplares que fue capaz de localizar, pero esa es ya otra historia.
En los años cincuenta, la década dorada de este tipo de novelas, fue la escritora Mary McCarthy la que abrió la senda. En 1952 publicó The Groves of Academe, con la que ponía sobre la mesa por qué el género de la novela de campus nunca defrauda si se construye con los mimbres apropiados. Para quienes no estén familiarizados con el género, bastará decir que se trata de tramas ambientadas en colleges o instituciones de educación universitaria en las que, por fuerza, surgen intrigas provocadas por las envidias, los egos y las miserias humanas que nadie imagina de unas personas que, supuestamente a salvo por la exquisita educación que han recibido, son, en realidad, un conjunto de seres entre los que se cultivan la mentira, la deslealtad, la cobardía e incluso la lujuria. Una tragicomedia de Shakespeare donde todos sufren y es más fácil perder el raciocinio que llegar a tener razón.
Así empieza, de hecho, Herzog: «Si he perdido la cabeza, no pasa nada, pensó Moses Herzog». Ese «no pasa nada» parece un guiño a otro éxito, en este caso musical: el de «It’s All Right With Me» de una década antes, compuesto por Cole Porter e inmortalizado por grandes voces como las de Ella Fitzgerald y Frank Sinatra. Como en la letra de Porter, es el momento equivocado, el lugar equivocado; la canción equivocada, el estilo equivocado; el juego equivocado, las fichas equivocadas… pero si estás libre esta noche y te va bien, no pasa nada, también a mí. ¿Qué provoca semejante tragedia en lugares donde debería reinar la paz y la bonhomía? Para el protagonista, gran parte de la responsabilidad de este caos reside en quienes tienen el poder. «En toda comunidad —advierte— hay una clase de personas que son profundamente peligrosas para el resto. Y no me refiero a los criminales. Para ellos tenemos medidas punitivas. Me refiero a los dirigentes. Invariablemente las personas más peligrosas son las que persiguen el poder».
En medio de esta desazón hay, no obstante, lugar para el humor y el sarcasmo, como cuando Bellow retuerce ese saludable refrán que dice que «una manzana al día mantiene al médico en la lejanía» para escribir «un pensamiento asesino al día mantiene al psiquiatra en la lejanía». O cuando recuerda unas palabras de Nietzsche sobre las naturalezas fuertes, que son capaces de olvidar aquello que no está bajo su control, y contrarresta su potencia intelectual con una frase que anticipa algunas de las secuencias de El lamento de Portnoy (1969) de Philip Roth, o cualquier gag en las películas de los setenta y ochenta de Woody Allen: «Claro que [Nietzsche] también dijo que el semen reabsorbido era el gran combustible de la creatividad. Hay que sentir alivio cuando los sifilíticos predican la castidad».
Esta montaña rusa de risas y lágrimas que tiene al profesor al borde del abismo gira alrededor de la separación de su segunda mujer. No es una separación cualquiera, ni siquiera una infidelidad cualquiera: su mujer lo está engañando con otro profesor universitario que resulta ser su mejor amigo. Por eso, la traición que rodea a Herzog lo acorrala doblemente: todo ha ocurrido en el seno de su hogar y en el seno de su vida laboral. Y lo peor es que esta traición le ha ganado la partida sin necesidad de escoger equipo. Él está en el medio, solo. Utilizando las palabras con las que hace casi doscientos años Hawthorne describía al Fanshawe universitario, en la vida de Herzog como profesor pesan los años «invertidos en estudiar en soledad… en conversación con los muertos». Y en este sentido, la novela de Bellow es una interminable conversación con los muertos, con los padres de la filosofía, pero también con los suyos. Sus recuerdos de la infancia nos ofrecen a los lectores momentos memorables, como cuando a su fatigada madre alguien la alecciona por la calle, en mitad de la nieve, y el protagonista se dice a sí mismo: «Fingí no entenderlo. Una de las tareas más arduas de la vida es restarles velocidad a las impresiones que se tienen a primera vista».
En la novela, la universidad funciona finalmente como un espejo de la vida privada del protagonista. Es un espejo antiguo, en el que el deterioro del mercurio ha ido dejando a su paso toda una colección de puntos negros como constelaciones que el personaje debe ir restaurando. O quizás es que ya no tiene vida privada, porque la vida universitaria le ha robado lo poco que le quedaba tras haber fracasado en el resto de sus facetas personales. En esta conversación epistolar que Herzog entabla con sus nobles ausentes se intercalan los quiero y no puedo del profesor universitario: su necesidad de crear frente a su parálisis creativa; su visión crítica de la realidad —social y política— frente a su escaso o nulo poder sobre ella; su exigencia personal para hacer el bien frente al puñetazo de la vida corriente, que no hace sino devolverle una traición con acuse de recibo.
Hay quienes consideran que esta novela es una venganza a la que el escritor le sacó el mayor partido que pudiera jamás imaginarse. Y es probable que sea así, aunque durante los cinco inagotables días de calvario en los que transcurre la novela, en esos días en los que Herzog escribe en sus cartas-terapia, se nos regalan observaciones que son para enmarcar. Algunas tienen, por desgracia, tanta vigencia que merece la pena dejarlas aquí, a modo de recordatorio: «Nos gustan demasiado los apocalipsis, y la ética de las crisis y el extremismo florido con su emocionante discurso. Disculpe pero no. Yo ya he tenido toda la monstruosidad que quería». En un pequeño mundo de entendidos que juega a veces a ser una galaxia de expertos, Bellow era, como le gustaba decir, un pájaro, no un ornitólogo. El Premio Formentor lo trajo a España, un país al que le encantaba venir y donde se sentía libre, como si volviese, en sus propias palabras, a «una patria ancestral».