En la cuarentena vivimos con aprensión la larga espera del momento en que llegaríamos a lo alto de la famosa curva y empezaría la cuesta abajo. Fue motivo de alegría, pero hablando en general, el inicio del final no suele serlo y, sobre todo, nunca está tan claro dónde empieza, cuál es el último día bueno, cuándo empieza a estropearse todo, de forma imperceptible al principio, y luego ya de modo patente. Cuando todo es oficialmente un desastre, cuesta mucho remontarse en el recuerdo al momento preciso en que comenzó; somos ciegos para las señales premonitorias de la desgracia, quizá por nuestra naturaleza irracionalmente optimista. Pensemos en nuestras historias de amor fallidas: es difícil saber dónde comenzó el desamor, por qué motivo, tal vez banal, se abrió una primera grieta. Eso es lo más inquietante, que normalmente no lo sabemos cuando lo estamos viviendo. Hace falta una lucidez muy particular, o una opinión externa. La decadencia puede ser más bien eso, una opinión, un punto de vista, un estado de ánimo, una percepción personal que es distinta entre quien lo vive y quien lo observa.
La decadencia más bien se suele sospechar, pero no hay certeza total; es una de sus características más curiosas. Solo se puede certificar al final, viendo el cuadro completo. Porque mientras tanto siempre cabe la posibilidad de que cambie la suerte; en el fondo, no sabemos nada de la vida. Desde luego, no saber que uno está en plena decadencia ahorra disgustos: si en los felices años veinte hubieran sabido lo que venía luego —la quiebra del 29, el auge de los totalitarismos, la Segunda Guerra Mundial—, habrían dejado de ser felices. Ahora es igual: ¿estamos ante la decadencia de Estados Unidos, de la democracia, de la civilización occidental? Pues a lo mejor sí, pero es que luego lo mismo remonta, la historia es así. Miren Eurovisión, nadie daba un duro por ella y luego volvió a ponerse de moda —para nuestro horror, quizá no es buen ejemplo—.
Desconocemos si los últimos ejemplares del hombre de Neandertal que correteaban por el peñón de Gibraltar eran conscientes de ser el final de una especie o simplemente pensaban que la vida era así, y que era normal no encontrarse con nadie como tú. Si alguien se queja de que es difícil conocer a una chica, que se imagine el drama que era ligar para los últimos neandertales. Hoy, cuarenta mil años después, sabemos que estuvieron en decadencia unos doscientos mil años hasta desaparecer, es un dato poco discutible. Otra cosa es que ellos mismos se dieran cuenta, y como eran los principales interesados, qué más da lo que pensemos luego los demás.
El factor temporal tiene mucho que ver en este asunto. Un artista se puede morir pensando que es grandioso y luego el tiempo lo pone en su sitio. Pensemos en los libros que, en mi infancia, se veían en todas las casas de la transición, un cierto canon superventas de la época: Gironella, Vizcaíno Casas, J. J. Benítez… O los de hoy, en qué quedarán, quién sabe. Pero puede pasar al revés. Hay dos posibilidades de decadencia: vivir el éxito en vida y la decadencia una vez muerto, aunque ya te da igual porque no te enteras; y lo contrario, que debe de ser peor, casos clásicos como el de Van Gogh o Modigliani, que no vendieron un cuadro en su vida.
El entrañable actor británico Charles Laughton solo dirigió una película, La noche del cazador (1955), y fue tal fiasco que no volvió a hacer otra. Sin embargo, hoy es considerada una obra maestra y te preguntas cómo demonios pasó, y qué otras películas podría haber hecho luego si le hubieran dejado. Supongo que él se haría muchas preguntas, se sentiría incomprendido, o pensaría que la gente es imbécil —conociendo su carácter, sería más bien esto, y no hay que desdeñar en absoluto este factor a la hora de enfrentarse a la cuestión—. No sé si se sentiría acabado, pero sí que murió siete años más tarde. Para lo que estamos hablando, está claro que supo que no volvería a dirigir nunca otra película, y debió de tener alguna sensación de que su vida comenzaba una cuesta abajo, ya con un sueño irrealizable y sin la aspiración de una meta. «Cuando la vanidad se aplaca, el hombre está listo para morir y empieza a pensar en ello», dijo Ennio Flaiano. Si alguien se adelanta a la época, o no coincide con las modas, o se mueve en otra onda distinta a la del momento, puede no tener éxito, pero lo bueno de las obras de arte es que ahí se quedan para que las juzguen otros más adelante. Está establecido que puede ser un consuelo para el artista. La crítica no fue muy amable con Alfred Hitchcock en su última etapa, pero hoy ves Cortina rasgada (1966) y es una de espías que está muy bien, y Frenesí (1972) es retorcida y magistral.
La revisión a la baja del concepto de uno mismo —no ser el que eras— puede ser un claro punto de inflexión. En esto hay algo muy cruel, contra lo que no se puede luchar, porque es la esencia misma de la condición humana: ir a peor. Pero es mucho peor, por ejemplo, en el caso de ser un mito sexual o una estrella legendaria. Un señor o una señora cualquiera envejece y ya está, como mucho le toman el pelo los conocidos, quién te ha visto y quién te ve. Pero si eres Greta Garbo, que se retiró del mundo en París, o Warren Beatty, que llevó fatal envejecer y daba las entrevistas a media luz, debe de ser muy duro. Cada vez que ves una película tuya, sigues siendo en la pantalla aquel ser fascinante, y no solo en la pantalla, también en el recuerdo de cada habitante del planeta. Si a muchos no les gusta ver viejas fotos porque les entristecen, imaginen lo que es para uno de estos mitos hacer zapeo y toparse con su mejor momento.
La decadencia es más bien una idea moderna. En el mundo antiguo, con treinta años ya eras un señor maduro, no como ahora, y si no te dabas prisa en hacer lo que tenías que hacer, podías palmar más pronto de lo que pensabas. No había mucho tiempo para la cuesta abajo y, en todo caso, la vejez era respetada y prestigiosa, no había residencias de ancianos. El avance de la ciencia ha hecho más difíciles de llevar las biografías, que duran más. Pero debe decirse que, con la obsesión física y los avances de la cirugía, esto ha ido cambiando. Ahí está Brad Pitt luciendo abdominales con cincuenta y cinco tacos en la última de Tarantino, que cada día me lo recuerdan en casa. En ese caso, lo que señala es la decadencia de los demás, del espectador: se han invertido las tornas. Los retoques, el bótox, los estiramientos, las palizas de gimnasio y las dietas sofisticadas son esa huida para no dejar de ser el que eras, para intentar mantener una ficción. En última instancia, se trata de disimular el paso del tiempo, ese factor primordial de decadencia.
Si se llega a esa tesitura —hacer como que eres el que eras—, los posibles resultados son dos: que cuele más o menos, o que no cuele en absoluto. Tomemos otro caso de manual, la comparación entre los Beatles y los Stones. Los primeros evitan la decadencia dejándolo en lo más alto, en 1970, antes de seguir por seguir y diluir la leyenda. Bueno, lo dejaron porque ya no se aguantaban, sin muchas más consideraciones, y los Stones continuaron porque aún eran jóvenes y se lo seguían pasando bien, de hecho, sus mejores discos son después, en los setenta. ¿Es decadencia lo de los Rolling Stones? Llevan cuarenta años sin sacar un disco potable, pero imagino que ser millonario y tocar en estadios sintiéndote todavía un chaval tiene que estar bien. No, la decadencia tiene más que ver con dar un poco de pena. Al ver a Mick Jagger dando todavía saltitos piensas que ya está mayor y que quizá podría dejarlo, pero no es completamente ridículo. Está cerca, sí, pero aguanta, el tío.
Aquí surge un problema muy actual. Hacer el ridículo debería ser el criterio definitivo para establecer la decadencia, pero resulta que hoy puede llegar a ser incluso la última carta. Acabar en la isla de los famosos y cosas así. Miren la Pantoja. Tuvieron que llevársela los médicos de la dichosa isla, pero se sacó un pastón y media España hablaba de ella el año pasado. Ya no, por cierto. Se acaba así cuando ya no se encuentra otra forma de triunfar o, sencillamente, de trabajar, dinero para ganarse la vida. Rebajarse encaja perfectamente con la idea de decadencia: eres menos de lo que eras, incluso lo aceptas con humillación. Ahí solo queda la dignidad y la gracia como último flotador. Pero tampoco hay que cebarse con la gente: siempre se trata de un ser humano buscándose la vida, sin rendirse, exprimiendo la existencia. Sobrevivir al mejor momento a veces es la auténtica aventura. Maradona, sin ir más lejos. O un expresidente del gobierno.
Las cuentas se hacen al final, y es muy poco humana esta manía de poner notas, hacer listas del uno al diez y considerar que el deber de una persona es tener una trayectoria rutilante, siempre ascendente, para considerarse realizado. Supongo que es influencia de esa obsesión estadounidense por el perdedor. Porque eso tiene que ver con el éxito, que es algo distinto. Llevamos casi un siglo de mitificación de la juventud, y la idea de decadencia se asocia a su pérdida, así como la de fracaso a la falta de éxito, cuando, en realidad, estar vivo, ser una persona decente y pasarlo más o menos bien es lo máximo a lo que uno puede aspirar en esta vida. Ganar el Óscar o pegar un pelotazo será estupendo, pero si no, tampoco tiene por qué ser un drama. Sí debe de serlo, en cambio, otro aspecto de la decadencia que, seguramente, es el más interesante: que el talento no dura para siempre, que se puede acabar. Uno de los ejemplos más fascinantes es Francis Ford Coppola. Autor de la trilogía de El padrino (1972), La conversación (1974) y Apocalypse Now (1979), lleva décadas sin hacer una película decente, aunque es verdad que el delirante rodaje de Apocalypse Now bastaría para acabar con las energías de cualquiera para el resto de sus días. Tras ver El hombre sin edad en 2007, que supongo que ni saben cuál es, salí del cine asombrado de que ese director fuera el mismo de las obras anteriores. Es como si le hubieran sustituido secretamente con un doble o trasplantado el cerebro. Luego lo ves en las entrevistas tan contento hablando de sus viñedos. Y quizá es verdad que el hombre vive feliz, pero puede que se levante por la mañana, se mire al espejo y se diga: «¿Por qué no me sale otra como El padrino?». No hay respuesta para este misterio. En todo caso, agradecimiento infinito al maestro: ha cumplido con creces, aunque a veces sueño que un día, no se sabe cómo, le sale otra película buenísima desde las profundidades desconocidas de la inspiración.
Tras años anodinos —o nefastos—, el logro de una última joya puede redimir media vida, equilibrar el balance final. Gloria Swanson, reina del cine mudo, cayó en el olvido durante veinte años con la llegada del sonoro, hasta que Billy Wilder le dio el papel de su vida en El crepúsculo de los dioses (1950), precisamente haciendo de ella misma, quién mejor. Sean Connery desapareció un poco tras dejar de ser James Bond y un sex symbol de los sesenta. Empezó a quedarse calvo y parecía mayor. Se le dio por superado, pero ¿quién se acuerda de 007 si ve El hombre que pudo reinar (1975), Robin y Marian (1976), El nombre de la rosa (1986), Los intocables (1987) o al padre de Indiana Jones? Hay que esperar, no juzgar, y pensar en la capacidad de sorpresa de la vida y de la gente. Sin salir del cine, también se da el caso inverso al de Coppola: tener talento hasta el final, pero no poder darle salida por falta de fondos, o un temperamento difícil, o productores pesados, o todo a la vez. Yo creo que Orson Welles fue un genio hasta que se murió, aunque acabara anunciando coñac con notable sobrepeso, pero es que para él fue un infierno durante toda la vida conseguir hacer cada una de sus películas, salvo la primera. Las rodaba a saltos, cuando tenía dinero, pero, en cuanto le dejaban, hacía una obra maestra.
Otra cosa que considerar es que, si nos olvidamos de lo que dice la gente, lo importante es cómo lo vive el interesado. Por ejemplo: ¿Ricky Martin está en decadencia? Hombre, para quien le espantara lo que hacía antes, la decadencia estaba ya ahí desde el principio: nació y se instaló en ella. Luego simplemente ha dejado de salir en la tele. Era éxito, y eso es muy relativo. Pero a él no le debía de importar lo más mínimo que mucha gente pensara que lo que hacía era una porquería. Sus fanes, en cambio, lo echarán de menos. Pero es que probablemente él viva más feliz ahora, forradísimo, tomando el sol con su marido, después de salir del armario.
Aquí hay otra variable escurridiza: siempre me ha intrigado por qué un artista o un famoso no se retira cuando es rico y se dedica a viajar y vaguear. Supongo que es porque no soy rico, ni artista, ni famoso. Intuyo que el aburrimiento es un estímulo muy poderoso. Y negarte a creer que estás acabado, que ya hiciste todo lo que eras capaz de hacer, que ya dijiste todo lo que tenías que decir. Que el mundo no te necesita. Y esta motivación es poderosísima: Julio Iglesias debe de pensar que el mundo necesita otro disco de Julio Iglesias, y va y lo hace, y encima todavía se vende, y entonces cree que ha hecho bien y ha contribuido a un mundo mejor. Pero por cada uno de estos personajes hay mil que triunfaron y luego se alejaron confortablemente del ajetreo de la fama. Pasa con alguna película de hace unos años, que ves un actor o una actriz y te dices: «Huy, este luego ha desaparecido un poco, ¿no?». Te los imaginas deprimidos bebiendo en un bar de carretera, pero lo mismo están en su piscina tocándose un pie.
A veces hay algo trágico en los que están en la cuesta abajo pero no se dan cuenta. John Huston ahondó en sus películas en la épica del fracaso, algo que puede ser un poco latoso si no se hace bien. Muchas de ellas acaban mal, o desde luego no como sueñan sus protagonistas, que mastican la decepción, pero la aceptan como parte del juego. Uno de los personajes de El tesoro de Sierra Madre, tras perderlo todo de mala manera, acaba diciendo con una sonrisa: «Lo peor no es tan malo cuando al final ocurre. Ni la mitad de malo de lo que uno se imagina». Hay cierta elegancia vital en esto. Eso y el sentido del humor son básicos para no dejarse arrastrar por el bajón de la decadencia. Como Zorba el griego, que, tras el fracaso estrepitoso de su proyecto empresarial —una endeble estructura de transporte de madera que se derrumba a la primera de cambio—, le pregunta a su socio, muriéndose de risa: «¿Alguna vez vio una catástrofe más magnífica?». Mejor tenerlo en cuenta, porque la decadencia nos llegará a todos, así que menos humos.
En los años 20 y 30 casi todo el mundo creía que la Democracia liberal era algo del pasado, que el fascismo y el comunismo era lo cool. Hace justo 100 años.
Excelente artículo!
Gran artículo. A usted no le ha llegado la decadencia.
Magnífico, como siempre, Íñigo Domínguez. Un placer leerlo.
«No pretendo entrometerme en tus asuntos, pero ¿cómo reaccionaste ante el hecho de que a lo largo de todos esos años ni uno solo de tus relatos mereciese el honor de una portada en Weird Tales? Luminarias como Speer y Davidson lograron alcanzar esa distinción, pero no HPL.
Los seis meses del ano 1931 durante los que la revista publicó en forma de serial Tam, Son of the Tiger, una tontería carente de todo mérito escrita por el inmortal Otis Adelbert Kline debieron de resultarte especialmente duros. Nadie acusó jamás a ese prolífico artesano de ser un escritor de escritores, pero su serial publicado en seis partes consiguió cuatro ilustraciones de portada seguidas.»
Robert Bloch hablando de Lovecraft.
«Sic transit gloria mundi». A saber quién demonios era Otis Adelbert Kline, o si vamos a ello, los tales Speer o Davidson. ¿Y a quién le importa, en realidad? :(
La decadencia está ínsita en el devenir de los asuntos humanos, si entendemos como decadencia el paso del tiempo que hace que «las cosas ya no sean como eran». A veces tendemos a identificar «vejez» con «decadencia», y como señala el autor en el artículo – magnífico-, no es necesario ser viejo para ser decadente.
El Arte está lleno de ejemplos, y me viene a la cabeza la pelicula de «Conan» con Arnold Schwarzenegger, que fue ampliamente denostada en su estreno y hoy es un film de culto (básicamente, gracias a que Arnold apenas abre la boca en toda la película y hace en ella lo que mejor sabía hacer, es decir, lucir palmito).
Diferente es la decadencia de las civilizaciones, sobre la que Arnold – vaya, otro Arnold- Toynbee escribió largo y tendido en su monumental «Estudio de la Historia». En este caso, hay signos que no deberían escapar a un ojo avisado, como el cambio de paradigmas sociales, la progresiva debilidad de los sistemas de creencias y de valores, las sucesivas crisis económicas, etc.
Desde ese punto de vista, creo que podemos pensar en una posibilidad de que nuestra civilización esté en decadencia… Pero no creo que nadie que les estas líneas llegue a verlo.
Un artículo magnífico. Enhorabuena!