1.
Yo no quería comprarme un coche. Pensaba en esto mientras mirábamos el catálogo de vehículos de segunda mano y regateábamos precios con los vendedores. Hay una feria del automóvil en tu ciudad este fin de semana. ¿Cuántos kilómetros dices que tiene? Este es un poco más caro de lo que teníamos pensado, pero es ideal. Diez consejos a la hora de comprar tu nuevo vehículo. Ya va siendo hora de que tengas uno.
Yo no quería comprarme un coche, pensaba, porque mis memorias de viaje más felices han sido siempre en un arcén de carretera, sin un lugar claro al que ir, ni planes por atender, ni una hora de llegada, ni tampoco nadie esperando. Algunas veces con un calor de narices, matando el tiempo con el arte de coger frutos secos al vuelo; otras, empapado de lluvia, bajando en picado las posibilidades de que alguien se detuviese. Mochila a la espalda, sonrisa de buen niño y pulgar arriba.
2.
Dice Vila-Matas que caminar es la forma más natural de desplazarse, puesto que tiene la velocidad humana. En ese caso, yo argüiría que el autostop es la forma más gratificante, porque tiene la velocidad de la suerte.
3.
Si usted es conductor, tal vez alguna vez haya reparado en uno de ellos desde el interior de su cabina, esa prolongación climatizada del espacio personal. Detenido al borde de la corriente metálica, vertiginosa e indiferente que es toda carretera, en ocasiones uno puede encontrar, junto al margen, a un personaje completamente desnudo, desprovisto de carrocería, que es todo blandura, como Platero.
Consciente o no, la figura del autoestopista encarna en la carretera un vago arquetipo de la infancia, del mismo modo crucial que el Principito se le aparece a Saint-Exupéry como una alucinación en mitad del desierto. Varado en un mundo adulto y maquinal, demasiado apresurado para prestarle atención, el viajero personifica valores fundamentalmente propios de la niñez como la fragilidad, la ingenuidad o la espera. No es casualidad que la práctica del dedo se circunscriba sobre todo a la juventud temprana. Seguramente a una época de negación que tiene lugar alrededor de la veintena, y que puede prolongarse desde unos pocos meses en verano hasta, en algunos casos graves, toda una vida.
4.
En 1992, el antropólogo Marc Augé dio en llamar no-lugar a aquel espacio que no puede definirse ni como espacio de identidad, ni de relación, ni histórico: un espacio de anonimato, en oposición al lugar antropológico. Ejemplos de ello son las áreas de descanso, gasolineras, apeaderos, carreteras de extrarradio… Cualquiera de aquellos rincones olvidables, en fin, en los que Jean-Claude Romand pasaba sus días refugiado, fingiendo no ser nadie.
En esa clase de entornos, duros e impersonales, el autoestopista, caracol sin más caparazón que la mochila Quechua de rigor, acepta de buena gana su propia vulnerabilidad; no solo eso, sino que la utiliza en su favor para abrirse paso en el caudal azaroso de las cosas.
Porque nada está asegurado. Cuando uno hace dedo, ni siquiera está en su mano escoger el camino, el transporte o la compañía. No existe el punto A ni el punto B. No hay cabida para la puntillosidad, la desconfianza o la sed de control. Consciente de ello, el viajero abraza un mayor grado de incertidumbre para acceder a un estado de apertura dialéctica con su entorno. Todo se vuelve potencialmente aprovechable, en esa clase de extroversión que solo nace como respuesta elemental ante el desamparo. Se trata, hablando en plata, de una prueba de fe.
Suena extraño, casi radical, adherirse a esta clase de posturas en una época como la nuestra, donde nuestras burbujas de intimidad se han ampliado lo justo para poder quedarnos a vivir en ellas. Pero no hay que olvidar que, después de todo, el autostop es solo un juego. Una simulación. Una controlada pérdida de control, bajo unas normas y unas reglas establecidas. Sería ingenuo referirnos a ello como un medio eficaz de transporte, por no hablar del evidente riesgo que puede llegar a entrañar si las cosas se tuercen. Y acaso no hay mejor ejemplo del carácter esencialmente infantil del autoestopista, que no tiene interés alguno en encontrar el camino más útil, ni tampoco el más seguro, sino el más divertido.
5.
Una anécdota apócrifa atribuye a la antropóloga Margaret Mead lo siguiente. Hallándose en una de sus clases, un estudiante le preguntó cuál consideraba ella que era el primer signo de civilización. En lugar de señalar, como era esperable, avances tecnológicos como la cerámica o instrumentos de caza, Mead supuestamente respondió que se trataba de un fémur que había sido hallado en un yacimiento. El hueso daba muestras de haber sido fracturado y posteriormente sanado. Se trataba del primer gesto documentado de solidaridad humana. La historia, que tiene más de parábola que de clase de antropología, apunta sin embargo hacia una dirección unívoca: que el altruismo es la argamasa que cimienta nuestras estructuras sociales.
Ciertamente, el autoestopista se propulsa por efecto de la confianza en los demás. Dicho de otro modo, su motor es una fe ciega no solo en la idea de una mano amiga, sino en todo un sistema de compensaciones y equilibrios que lo llevará generosamente a su destino. Solo, sin una red eficaz de favores, el autoestopista no puede llegar a ninguna parte.
Y, al igual que sucede con la anécdota de la antropóloga, ignoro si esto nos habla más de solidaridad grupal que de idealismo individual.
6.
Por último, hace falta ser naíf. Lo cual no deja de ser una conjugación de dos de los atributos anteriormente mencionados: vulnerable y confiado.
Con tan solo diecisiete años, Virginie Despentes y una amiga suya fueron violadas mientras hacían autostop para volver a casa. Aquello no impidió que la autora francesa siguiera desplazándose haciendo dedo durante una época.
Aunque la ley suele ser ambigua al respecto, es evidente que existe una censura contra la práctica del dedo. En este caso de carácter moral. Se trata como algo de otra época, de cuando la humanidad también era más inocente y despreocupada. Ahora es demasiado peligroso, demasiado arriesgado. En el fondo, da la sensación de que lo que realmente se está ponderando entre líneas es «demasiado ingenuo». La candidez se sanciona, es amonestada y de algún modo justifica su propia desgracia. Porque más reprobable aún que el infractor, recordemos, es el ingenuo.
7.
El éxito de un autoestopista depende de muchos, muchísimos factores, desde el país en que uno se encuentra hasta el tipo de carretera, el número de pasajeros, el modelo de coche, el contacto visual, la hora del día, el tiempo, el género, la edad o incluso la ropa que uno lleva. (En mi caso, por ejemplo, siempre que podía me dejaba las gafas puestas, para dar una impresión más amigable).
Los más veteranos en esto calculan porcentajes de éxito que suelen oscilar entre el uno y el ocho por ciento. Es fácil inferir entonces que la mayoría de encuentros son fallidos. Por si a alguien le interesa saberlo, suelen consistir en un diálogo brevísimo, puramente gestual, incluso. Signo de OK y sonrisa de espantapájaros por un lado, que suelen ser correspondidos por el conductor con una mirada encogida que dice: «Ahora no me va bien…».
En una actividad tan estrechamente ligada a la espera, el autoestopista no ceja en su tentativa de comunicarse, y yo no puedo evitar acordarme de aquella edad en la que estiraba con insistencia de la falda de mis mayores. Casualmente, obteniendo siempre la misma respuesta: «Ahora no me va bien…».
8.
Yo no quería comprar un coche. Pensaba en esto mientras mirábamos el catálogo de vehículos de segunda mano y regateábamos precios con los vendedores. Porque comprar un coche suponía decir adiós a todos aquellos veranos, cerrar los recuerdos en un maletero y constatar que a partir de entonces no serían más que eso: recuerdos. De una infancia no tan lejana, no tan infancia. Ecos de una vida anterior y feliz, donde la libertad se mezclaba con la incertidumbre, y las oportunidades le levantaban a uno el flequillo al pasar de largo zumbando. En esos días parecía que todo era posible y que cualquier alegría estaba por venir, seguramente montada en el próximo coche que pasara.
Una prosa cautivadora, señor, que me ha traído recuerdos imborrables de ese período con nubes que podían ser cualquier
cosa en blanco, un cielo infinito para nada misterioso, pájaros, liebres y perdices aún más libres que nosotros y una
pampa de la cual éramos el centro. Cuando descendimos de aquel camión, sucios y oliendo a comida de chanchos, nuestra
primera reacción fue de ir en busca de ese chofer para insultarlo y, por qué no, darle una merecida tunda, pero ya estaba
lejos con la marcha primera al máximo. Era uno de esos que mancillan la cofradía de camioneros, gauchos sobre cuatro
ruedas, o sea generosos y disponibles. Se detuvo para nuestra alegría debajo de un sol que picaba, y nos trepamos sin
pensarlo dos veces por los costados de su inmensa y metálica caja de carga, felices por no tener que caminar los diez
kilómetros que faltaban, diez kilómetros durante los cuales no tuvo mejor idea que acelerar de golpe, con el nuestro
inevitable resbalar hacia la parte posterior, frenar también de golpe, con su efecto contrario, todos a los golpes y
amontonados en la parte anterior, sin poder aferrarnos a ninguna protuberancia, ya que para transportar afrecho (salvado)
húmedo para animales es necesario que la superficie sea bien lisa. Un infierno de golpes, desesperación, impotencia e
insultos. Por supuesto que le deseamos lo peor, a él y a toda su familia, pero ahora es un recuerdo que me hace reír
con la misma risa posterior de ese día y con la facilidad que teníamos para no darle importancia a las cosas, ya que el
arroyo marrón y manso con sus peces estaba ahí, al alcance de la mano. Muchísimas gracias por la lectura.
Muy buena historia, E.Roberto. Estos días estoy leyendo «On the road», y os he imaginado sin dificultad como aquellos personajes que uno se suele cruzar, rebotando sin fin por la carretera. Siempre dispuestos, siempre sonrientes, aun estando serios. Un abrazo y gracias por leer.
No sé por qué no aparece una frase que ejemplifica mejor la situación en la cual se encontraban esos cinco pibes: «Una
masa elástica y caótica, informe, con cinco cabezas y veinte extremidades, cambiante tanto de ida como de vuelta»