Transcurre el año 1899 y alguien huye de la autoridad campo a través. En mitad de la vega prusiana, sin lugar donde esconderse, el fugitivo desaparece bajo las cuatro faldas de una mujer que come las patatas que asa sobre un fuego bajo sus pies. Y así, entre el frío y el fango, entre la humareda y el desconcierto de los guardias que deambulan en círculos sin poder explicárselo, es concebida la madre del pequeño Oskar. El tambor de hojalata está lleno de momentos inolvidables, pero probablemente ninguno sea tan indeleble en la memoria como el de los abuelos de ese niño que se niega a crecer nada más cumplir los tres años. Otros detalles son más sutiles: durante el encuentro, la hospitalaria propietaria de cuatro faldas superpuestas lanza suspiros entornando los ojos y, atentos, «evocando en cachuba los nombres de todos los santos».
No sabemos cuánto de autobiográfico hay en el relato de Günter Grass, pero sí que su madre pertenecía a uno de esos pueblos que abandonarán la tierra sin que hayamos llegado siquiera a saber que estuvieron aquí alguna vez. Sepan que, más allá del delirio surrealista del alemán, Cachubia es tan tangible como esas patatas trinchadas en varas de avellano. Búsquenla en la «tierra de nadie» entre polacos y alemanes, la que fue cambiando de manos desde que la Orden Teutónica se apoderara del enclave en el siglo XIV. El propio Grass nació en 1927 en Gdansk, una ciudad a la que la dirección del viento cambiaba el nombre constantemente: uno podía acostarse en Danzig y despertar en Gdansk sin levantarse de la cama. Pero las pesadillas eran atroces, especialmente durante primera mitad del siglo XX. Fue entonces cuando cientos de miles de ellos emigraron a Estados Unidos porque quedarse era abandonarse al azar de la guerra. Sin ir más lejos, Grass fue uno de esos adolescentes enrolados en el ejército alemán en el último año de la contienda. Tras ser rechazado como un tripulante más de los U-Boote, acabó en una división Panzer de las SS que se acabaría rindiendo a los americanos.
Uwe Johnson, otro hijo de ese páramo azotado por el viento, contaba once años entonces. Demasiado joven hasta para los nazis. Su padre era un campesino de origen sueco de Mecklemburgo, un antiguo enclave del Reino de Suecia en la orilla sur del Báltico; su madre, una cachuba de Kammin (hoy Kamién Pomorski). Tras morir su padre en uno de los campos de internamiento que los soviéticos construyeron en el este de Alemania, el joven Uwe fue arrastrado por su familia hacia un viaje en círculos sin salir del país, en busca de un lugar en el que echar raíces de nuevo. Muchos cachubos acabaron trabajando en las minas de Silesia, pero los Johnson consiguieron permanecer en la superficie, y Uwe cursó estudios de Filología Alemana en Rostock, en la entonces recién constituida RDA. Lo suyo era la literatura y, en 1953, escribió una primera novela, Ingrid Babendererde, que jamás vería publicada.
La segunda, Conjeturas sobre Jacob, se publicaría en 1959, y casi a la vez que El tambor de hojalata. A través de la misteriosa muerte de un ferroviario de la RDA, se abordaba de manera directa, y por primera vez, la cuestión de la división alemana. Aquel fue el pasaporte de Johnson para integrarse en el llamado Gruppe 47 junto a Grass, Heinrich Böll, Siegfried Lenz y otros escritores alemanes y austríacos perfilados por el auge y la caída del nazismo y la posterior partición del país.
Si el que fuera tanquista adolescente se convirtió en el rey del realismo mágico europeo, Johnson abordaba al lector no con la ficción, sino a través de la técnica disruptiva de voces indiscernibles y continuos saltos en el espacio. Aunque lo reconoció en varias ocasiones, su admiración por Faulkner era más que patente sin necesidad de verbalizarla. «Johnson muestra un compromiso casi maníaco por verlo todo, entenderlo todo y que todo encaje», decía de él Damion Seals, su traductor al inglés. Nunca fue fácil. La madre de Johnson había huido al oeste en 1956, lo que no trajo más que complicaciones para su hijo en el este, como la prohibición de trabajar en la administración. Sin otra forma de sobrevivir, Johnson traduce libros al alemán —entre ellos Israel Potter: sus cincuenta años de exilio, de Melville— mientras trabaja en el suyo. Es en 1960 cuando decide finalmente zafarse de la Stasi para instalarse en el oeste. Más que de una huida, Johnson habló siempre de un «cambio de domicilio».
En Conjeturas sobre Jacob llegó incluso a anticipar la construcción del muro que se levantaría en 1962; de hecho, rogó a sus amigos y a sus seres más queridos que cruzaran al oeste antes de que fuera demasiado tarde. Elisabeth Schmidt, su novia, lo hizo cinco meses antes de que Berlín se partiera físicamente en dos. Fue un viaje de dos días en tren hasta Copenhague con un pasaporte suizo falso; de ahí a Hamburgo, y luego en avión hasta Berlín Oeste, todo para recorrer una distancia que se hacía en apenas diez minutos de tranvía y por veinte peniques. La pareja se acabaría casando en Roma a finales de febrero, y su hija Katharina nacería en noviembre de ese año, el mismo en el que el cachubo recibió el prestigioso Premio Internacional de Editores.
Con Jacob, otras dos novelas y varias historias sobre ambas Alemanias, Johnson se labró una imagen de refugiado que no dejaba de ser crítico con su lugar de acogida: renegaba tanto del estalinismo de Walter Ulbricht en el este como de los nazis que salían a la superficie en puestos de poder en el oeste. Antes de cumplir los treinta se había convertido en «la voz de la Alemania dividida»; también en «el escritor procomunista», «el refugiado poeta» o, simplemente, en un autor «difícil». Grass decía de él que ningún escritor de Alemania del Este había superado a Johnson en la descripción de la vida en ese país. Ya al otro lado del muro, la anomalía cartográfica que planteaba Berlín Oeste como un enclave amurallado dentro de la RDA aislaba a la ciudad tanto emocional como administrativamente. Johnson es uno de tantos jóvenes que esquiva así el servicio militar y, en cierta medida, sigue viviendo en las dos Alemanias. Pero se ha convertido un personaje público: todo el mundo lo conoce en la ciudad-isla, y solo piensa en cruzar el océano.
Volverá a América en 1965 —hizo un primer viaje muy breve en 1961—, donde trabajará desde Nueva York editando a Brecht, entre otros, y trabajando en la que se convertirá en su obra magna: Aniversarios. En ocasiones anteriores había retratado la vida en Mecklemburgo, la tierra de su padre; esa región agrícola y extremadamente conservadora que permanecía aún bajo un régimen semifeudal bien entrado el siglo XX. «Si se fuera a acabar el mundo me trasladaría a Mecklemburgo porque allí todo sucede cien años más tarde», dijo Bismarck de aquel cenagal a orillas del Báltico. En Aniversarios, Johnson se inspirará en ese trabajo anterior explorando sentimientos como el de «comunidad» y «pertenencia» en momentos de gran convulsión histórica. El hilo es la odisea vital de un personaje de ficción, Gesine Cresspahl, que emigra desde Mecklemburgo a Nueva York. La intrahistoria de la obra es ya lo suficientemente elocuente sobre la obsesiva minuciosidad del alemán: casi 2000 páginas entre cuatro tomos escritos durante más de quince años, pero que recogen uno solo (1967-1968) en la vida de Gesine.
No habían pasado ni dos años a orillas del Hudson cuando Johnson se entera por la prensa de que su antiguo estudio en la Stierstraße, en Berlín Oeste, se ha convertido en uno de los nichos de la Komunne 1, la primera comuna levantada sobre cimientos políticos en Alemania. El cachubo vuelve a Berlín en 1969: no sabemos si pesó más su pulsión libertaria, el deseo de echar a los okupas, o todo lo que dolía Alemania. Nueva York le ofrecía una reconfortante rutina de comprar el New York Times todos los días, comer en los mismos restaurantes y reconocer las mismas caras en el metro. También contactos, y una proyección con la que jamás hubiera podido soñar en los años de privación y prohibición en la RDA. Pero su estancia se alargó principalmente por Gesine, el personaje de ficción cuya vida en América necesitaba construir con esa precisión prusiana.
«América era un rumor y vine a verificarlo», soltó Johnson en una entrevista. Misión cumplida. A su vuelta a Alemania será agasajado con más premios, más puestos: en la Academia de las Artes, en el PEN Internacional… Aspirinas que se disuelven en una jaqueca oceánica.
Viaje pendiente
El estuario del Támesis no es un mal lugar para morir y Johnson se muda con su mujer y su hija a la somnolienta isla inglesa de Sheppey en 1974. Nadie supo explicar las razones de su inesperado traslado: que si era para que su hija continuara sus estudios en inglés; que si necesitaba refrescar su material para Aniversarios; que si la vista sobre el mar le recordaba a la que disfrutaba sobre el Hudson en Nueva York, o al norte de Alemania… Más conjeturas sobre Johnson. También en Sheppey, porque nadie en la isla tenía claro quién era aquel misterioso extranjero.
«No sabíamos si era un millonario que se ocultaba o, simplemente, un hombre pobre. Una de las primeras cosas que me dijo fue: “Me llamo Uwe Johnson, pero todo el mundo aquí tiene problemas para pronunciarlo, así que puede llamarme Charles”», recordaba para la BBC en 2015 Martin Aynscomb-Harris, quien fuera su vecino durante los años que el alemán permaneció en la isla. A mediados de los setenta, su mujer y su hija abandonaron la casa y, tras un primer ataque al corazón, él se atrinchera en el Sea View Hotel, donde la parroquia llamaba Charlie a ese extranjero solitario que siempre llevaba una libreta en el bolsillo. Es en ella donde disecciona la vida y las gentes de una pequeña isla inglesa con la misma frialdad con la que abrió las tripas de Mecklemburgo, o las de Nueva York.
Siguió escribiendo como lo hacía ya en sus años en la RDA, donde casi siempre escaseaba el papel: la mitad derecha del folio para el texto, dejando el izquierdo para anotaciones y correcciones. Y así, en 1983, publicó finalmente el cuarto y último volumen de Aniversarios. Justo a tiempo: Johnson fallecerá diez meses después en su insularidad victoriana de un ataque al corazón provocado por un exceso de alcohol, de tabaco, de somníferos; de una soledad certificada por las tres semanas que pasaron hasta que sus vecinos encontraron su cadáver en su casa. Tenía cuarenta y nueve años.
Hans Werner Richter, compañero de Johnson en el Gruppe 47, lo recordó como un Grenzgänger, un «ser fronterizo»; un outsider de la sociedad que nunca se encontró en casa en ningún sitio. Antes de morir, planeaba volver a orillas del Báltico, como si anticipara, una vez más, lo que estaba por venir. El muro que llegó a ver en sueños se desplomó en 1989; incluso antes de aquello, su Cachubia natal empezará a temblar de nuevo con las huelgas del sindicato Solidaridad. Los astilleros Lenin de Gdansk fueron el epicentro de todo aquello.
Ya sabemos que no hay mayor déjà vu que el de la propia historia; de hecho, creemos haber visto antes a ese fugitivo en su huida campo a través. ¿Dónde parar cuando la tierra se agrieta constantemente bajo el fango? Quizá solo quede correr. Aunque sea en círculos.