No es sencillo lanzarse a la tarea de describir o reseñar un libro como En la ciudad líquida, y aún menos ser fiel a alguna pretendida objetividad cuando uno se siente en deuda con la autora. No había escuchado hablar de Marta Rebón hasta hace poco más de un año, en que salió a la luz su nueva traducción de El maestro y Margarita. Aunque hacía poco de mi última relectura del clásico que no se parece a nada, y por tanto no volví a él en ese momento, la nueva edición me puso sobre la pista de la traductora, y no tardé en averiguar que si había disfrutado de la incomparable Vida y destino se había debido a su habilidad para verter al castellano los centenares de páginas de Grossman que se salvaron casi milagrosamente del olvido y la destrucción. Una de las muchas historias, por cierto, que Marta cuenta en su libro. A partir de ese momento, no fue difícil seguirle la pista a través de artículos y entrevistas —siempre profundos y sutiles los primeros, chispeantes y agudas las segundas—, y lanzarme a su libro lleno de esperanza y expectación (no son exactamente la misma cosa) acabó resultando más un corolario inevitable que una opción posible. No solo para aprender y profundizar en su manera de pensar, sino, como dice Gide en una cita recogida en el propio libro, para irme un tiempo de viaje con ella.
Lo primero que sorprende de En la ciudad líquida es la dificultad para adscribirlo a un género determinado, todo lo más podemos estar seguros de que se trata de literatura de no ficción. En sus cerca de cuatrocientas páginas —que pasan como el viento sobre la estepa— la autora culebrea con naturalidad y soltura entre la autobiografía, la crónica histórica, el ensayo filosófico e incluso científico, el anecdotario o la crítica literaria, mezclando en su paleta, como si de colores se tratara, en el mismo capítulo, la misma página e incluso en el mismo párrafo. A pesar de tan notoria mezcolanza, el discurso fluye con continuidad y nos transporta entre espacios y tiempos, ideas y emociones, el brillo marfileño de palacios y fotografías desvaídas que resisten la decadencia, y el ritmo nos mece como el traqueteo de esos viejos trenes rusos y soviéticos que con tanta frecuencia surcan estas páginas.
Porque lo más probable, con todas las salvedades y libertades que acabamos de referir, es que la esencia de la obra se circunscriba, sea en un sentido mayormente sentimental, a la literatura de viajes. No solamente viajes físicos, aunque aquí aparezcan con profusión protagonistas que recorren la taiga, los hielos o el desierto en meses y años para el recuerdo o el olvido, o las ciudades que aparecen en el título, cuyos ríos reflejan cielos de diferentes continentes —de ahí líquidas—, con lenguas que asumen las más variadas músicas, o un caleidoscopio de razas y culturas que refuerzan la naturaleza poliédrica del texto. Muchos de los viajes que se nos muestran son interiores, hacia el pasado de los personajes —de la propia autora, de los escritores y artistas o de las personas que los acompañaron en la vida— hacia los vericuetos más profundos de sus mentes, o hacia las páginas más recónditas de los libros que escribieron y los hicieron inmortales. Un periplo multidimensional regido por la flecha del tiempo, las infinitas estancias de las memorias y algo como la biblioteca de Borges, donde al final lo que queda es la idea del traslado, del movimiento, del cambio.
Aunque Rebón pasea por varias ciudades y sobre todas dispone y ejecuta su particular bisturí —páginas memorables transcurren por lugares tan disímiles como Tánger, Quito o Estambul— todos sus caminos acaban llevando a Rusia, sin duda su Roma personal y vital. Algo inevitable teniendo en cuenta la trayectoria de la autora, una parte importante del libro transpira sin ocultación un amor arrollador, torrencial, por el país de los zares, de Lenin y Dostoievski, de los popes e iconos, el vodka y los blinis, los bosques infinitos y los dos continentes. Quizá el libro nunca está tan vivo como cuando paseamos con Marta por las callejuelas de Arbat, recorremos con ojos de «algún día todo esto será tuyo» los latifundios sin fin de la familia de Nabokov, subimos con dificultad los angostos escalones del cubículo de Tsvetáieva, nos sorprende la luz casi fantasmal de las noches blancas o nos aterra la nieve despiadada que reparte muerte en Kolimá. Hay un corazón (qué hermosa palabra en ruso, serdtse) que late por debajo de estas páginas.
Y es que una de las características que definen la singularidad de esta obra es el punto en que lo sentimental abraza lo histórico, envuelve lo digresivo en un manto de cercanía y salpimenta párrafos aparentemente neutros con pequeños toques que elevan en el lector la temperatura de la mirada. En una gran parte, las concesiones a la emoción son sutiles, y puede ser que por ello más punzantes y efectivas; y quizá por contraste, una decisión autoral, exótica a la par que arriesgada, sobresalta al lector por lo inesperado en su primera aparición: el uso de la segunda persona. Quizá un personal homenaje a Apuntes del subsuelo, tardamos un poco en deducir que el destinatario de todos esos párrafos y capítulos es el compañero de la autora, el prestigioso fotógrafo Ferran Mateo, que también desempeña un papel relevante en alguna de las historias. Y aunque rara vez se permite Rebón alguna línea sentimental en este sentido, el libro acaba transpirando un aroma floral, nunca cursi, a dedicatoria.
Es muy llamativo pues que estos viajes por las ciudades líquidas acaben recordándose con el cariño que reservamos a recuerdos muy queridos, por cuanto en gran parte la autora dirige sus dardos mucho más al intelecto que al corazón, utilizando sin descanso citas y más citas que con las que a veces apuntalar y otras veces directamente dirigir su discurso. Este recurso, a veces abusado por escritores que proceden sobre todo del mundo académico, aparece aquí en su máximo esplendor. Como decía Bayle, la exactitud en el citar es una virtud mucho más rara de los que se piensa, y la autora muestra un sentido de la oportunidad brillante para que, en cada momento, la sentencia pertinente enriquezca y no redunde, explique y no oculte, dé valor al alrededor y no lo anule. Sorprende el arsenal que maneja Rebón –por cuanto muchas de ellas no proceden de su habitual material de traducción- y es un indicio de la calidad de la prosa que casi nunca las largas frases de la autora desmerecen de las citas que las acompañan.
Otra característica que dota al texto de profundidad y enjundia es la aproximación lateral a muchos de los temas o autores que aparecen en estas páginas. No creo que sea casualidad la mención con título a la revista Lateral en la que trabajó Rebón en sus comienzos —chispeante la descripción de su relación con el fundador, Mihály Des, qué personaje— y en la que se sumergió con todo el ardor y entusiasmo que puede sentir un grafómano ante una oportunidad de ese calibre. Es sorprendente, por ejemplo, cómo la aproximación que se presenta de Chéjov es a través del único retrato que se le realizó en vida; acercarse a Tánger y al desierto a través del tipo que quería fotografiar a Paul Bowles, o llegar a Pasternak a través de una mesa de escritorio adquirida en una tienda cualquiera de Quito. En esas revueltas y en sus recovecos es donde Marta nos hace descansar una y otra vez para que vayamos aspirando la esencia de sus historias al ritmo tranquilo que su adecuada asimilación exige. Y así acabamos disfrutando de la pausa necesaria para casi percibir el calor de la arena que cada día sobrevolaba Saint-Exupéry, asimilar la magnitud del precio pagado por Anna Dostoiévskaya por compartir vida, ludopatía y sufrimientos con una leyenda, o incluso saborear los filetes de mamut (el «topo de tierra» en lengua mansi) que liquidaron Bunge y Toll en un banquete irrepetible.
No todo lo que nos es contado en este libro sobre las ciudades líquidas proviene de información previa. Punteando la avalancha de historias ajenas, reflexiones y semblanzas biográficas, Marta Rebón introduce retazos de su propia vida, de cómo recorrió, disfrutó —y a veces sufrió— estos ambientes que en su libro figuran como los marcos que encuadran, como en El arca rusa, el torbellino inabarcable, turbio y solemne de la realidad. La autora se presenta voluntariamente en segundo plano, utilizando sus experiencias para contextualizar y servirnos como guía en este proceloso y fascinante recorrido histórico, literario y emocional. Su figura es una suerte de espejito dorado que se coloca con destreza para reflejar la mayor cantidad de luz exterior posible. Sin embargo, en varios momentos se impone con rotundidad el interés del componente biográfico, lugares y tiempos en que —bibliófilos, mitómanos, viajeros— desearíamos haber estado físicamente junto a la autora para compartir su experiencia o su conversación. Y en un momento concreto, cuando relata un tiempo de tinieblas en que padeció una grave enfermedad y lo enlaza con La muerte de Iván Ilich y versos de Updike que doblan a muerto, el texto remonta quizá a su mayor altura, entre lo personal y lo emocional, lo literario y metafísico, deviniendo para el lector a la vez en angustia existencial y admiración.
Podrían escribirse párrafos y más párrafos sobre este baúl literario que contiene tantos regalos, pero nos gustaría concluir con dos observaciones que en cierta manera pueden resumir la impronta que este libro ha dejado en el reseñista. En primer lugar, el amor que destila Marta Rebón por el material que describe, por los personajes que pueblan sus páginas, las ciudades líquidas, las imágenes que las recogen, y sobre todo los libros que a la vez la guían y la orientan, la enriquecen y la fascinan. En este sentido destacan unos preciosos párrafos del primer capítulo, en los que sustenta negro sobre blanco por qué ama a diversos autores: Calvino, Ajmátova, Gógol, Szymborska, Brodsky, Pasternak, Pessoa, Jane Bowles y Bishop. No dice que le gusten, ni que hayan marcado su carrera ni su vocación, ni siquiera que sean sus favoritos. No. El verbo es amar.
Y esto nos transporta de inmediato a la nota final: no es solo que este libro sea la puerta abierta a tantas cosas, sino que su entusiasmo y pasión empujan con fiereza a traspasarlas y sumergirnos en la porción de su universo que no conozcamos. Al arriba firmante le faltó tiempo para volver a lanzarse a Gógol —queda lejos ya en tiempo y espacio la lectura de la incomparable Almas muertas— y después esperan La facultad de las cosas inútiles y los poemas de Larkin y Mandelstam y la biografía de Sávinkov —la persona más extraordinaria del mundo—, y repasar los checos que conozco y descubrir los polacos que no, y viajar con Tsypkin y sonreír con Dovlátov y pensar con Tarkovski y sufrir con Shalámov. Mil caminos que seguir hacia otra vidas, tiempos y lugares, para enriquecer la nuestra y hacerla mayor. Y al caer la noche, rumores etéreos…