1. El malecón
Este verano contemplaba un malecón y los solitarios que paseaban por él. En realidad, yo era uno de esos solitarios: me fijaba en los que iban como yo, en su burbuja, con el mar a los lados, con el mar en la punta, sin hablar con nadie. Pensé en cómo íbamos aislados en nuestros pensamientos, y en que en ese momento éramos estrictamente unos locos. Pensé también en los que viven solos, sin nadie que los limite. Y pensé en la importancia de esos límites, que son los límites de nuestro delirio. «Acote el goce», me decía hace años un amigo lacaniano. Al final, de la locura nos salva la conciencia de los otros. Que los otros nos consten, al menos. En el malecón nos veíamos los unos a los otros. Cada uno aislado, pero sabiendo que había otras islas.
En las discusiones, en las emisiones verbales políticas o filosóficas, el pluralismo es fuente de salud mental. Todos tendemos a enroscarnos en nuestras ideas, en nuestras retóricas; casi toda mente es un círculo vicioso. Prácticamente nadie le da la razón al otro. Pero si el otro está, es posible que vaya calando su semilla, quizá ya sin él, mientras nos alejamos, o al cabo de un tiempo. Y en cualquier caso su mera presencia es salutífera. En las sociedades plurales, variadas, las locuras particulares se contienen entre sí. Aunque me cierre a los otros, los otros están. Aunque me niegue a salir de mi obcecación, al menos compruebo que ella no gobierna el mundo, que hay resistencias. Hay otros casos además del mío.
2. Efecto enloquecedor de la mentira
La locura —hablo del uso cotidiano del término, sin precisión psiquiátrica— tiene que ver con el desajuste entre la percepción (o la conciencia de lo que se percibe) y la realidad (o al menos lo que considera «realidad» la percepción mayoritaria de las personas). El caso prototípico de loco es, en este sentido, don Quijote, que ve gigantes donde hay molinos. Es muy interesante, a propósito, esta reflexión de Harry G. Frankfurt en su libro Sobre la verdad, sobre el efecto enloquecedor de la mentira:
Las mentiras no tienen otro objetivo que perjudicar nuestra concepción de la realidad. Por ello, su objetivo es, de manera muy real, enloquecernos. Si nos las creemos, nuestro intelecto está ocupado y gobernado por las ficciones, fantasías e ilusiones que el mentiroso ha urdido para nosotros. Lo que aceptamos como real es un mundo que otros no pueden ver, tocar o experimentar de manera directa. En consecuencia, una persona que cree una mentira está obligada por ella a vivir «en su propio mundo», un mundo en el que los demás no pueden entrar y en el que ni siquiera el mentiroso reside de verdad. Así, la víctima de la mentira se encuentra, en función del grado de privación de verdad, expulsada del mundo de la experiencia común y aislada en un reino ilusorio en el que no hay ningún camino que los otros puedan encontrar o seguir.
El asunto, naturalmente, está en el atractivo de la «locura» en cuanto huida de esa «experiencia común». Cuando esta se considera sosa, aburrida, limitadora, la locura puede suponer una liberación. No en vano, de una vida común, aprisionada, obligatoria, sin estímulos, se dice que es «alienante»: enajenada, precisamente.
3. Partidarios de vivir
Se suele recurrir a una inversión de los términos para expresar esta paradoja: frente a una falsa vida cuerda, la verdadera vida sería la vida loca. Hay muchas canciones que lo expresan. En la de Joan Manuel Serrat «Cada loco con su tema» la conclusión de sus preferencias «locas» es: «Antes que nada soy / partidario de vivir». En otro de sus clásicos, los niños instalados en la vida con su afán de juego y libertad son «Esos locos bajitos». En la música brasileña, que es la que me gusta, abundan los ejemplos: el brasileño, pueblo vitalista, es muy sensible a las propuestas de felicidad desafiante. Así Caetano Veloso en «O último romântico»: «Tolice é viver a vida assim sem aventura / Deixa ser pelo coração / Se é loucura, então melhor não ter razão». O la «Balada do louco» de Os Mutantes: «Dizem que sou louco por pensar assim / Se eu sou muito louco por eu ser feliz / Mas louco é quem me diz / E não é feliz / (…) Eu juro que é melhor / Não ser o normal». No ser «el normal», o no ser normal: he ahí la clave. Ese era el imperativo de André Breton: «Hay que huir, en la medida de lo posible, de ese tipo humano al que todos nos parecemos».
4. El amor loco
Íntimamente relacionado con lo anterior está la locura amorosa. Un «dulce tormento» para los trovadores y toda la tradición deudora del amor cortés. Un bien absoluto para Breton, hasta el punto de que termina El amor loco con estas palabras para su hija pequeña: «Te deseo que seas locamente amada». En nuestra lengua, ningún poema es más explícito que el fabuloso soneto de Antonio Machado cuyo primer cuarteto dice: «Huye del triste amor, amor pacato, / sin peligro, sin venda ni aventura, / que espera del amor prenda segura, / porque en amor locura es lo sensato». Relacionado con la alucinación amorosa está también este verso de agradecimiento de Borges: «Por el amor, que nos deja ver a los otros como los ve la divinidad». Que a su vez podría asociarse a la «locura divina» de los rapsodas: percepciones de una vida más amplia, menos chata.
5. Cuestión de medida
Al final, todo es cuestión de medida. Del mismo modo que el veneno en manos del sabio es medicina y la medicina en manos del necio es veneno, podría decirse que la locura en manos del sabio es cordura y la cordura en manos del necio es locura. Antonio Escohotado, al que le leí la primera idea, suele citar a Paracelso: «Solo la dosis hace de algo un veneno». Incluso en el vitalismo moderado, la locura suele figurar como ingrediente. El epicúreo Horacio recomendaba: «Mezcla a tu prudencia un grano de locura». Y el más arrojado Ernst Jünger: «Para que los dioses nos sean propicios, para tener a la suerte de nuestro lado, se requieren dos cosas: no exhibirse demasiado como buena persona y tener un cierto grado de locura».
Friedrich Nietzsche, investigador del fondo oscuro, irracional, de la cultura griega, y de la cultura en general, relacionó genialmente dos grandes máximas griegas de sabiduría: «Conócete a ti mismo» y «De nada demasiado». O sea: conócete a ti mismo, pero no demasiado.
6. Salud mental
Nietzsche decía de las Conversaciones con Goethe de J. P. Eckermann que era «el mejor libro alemán que existe». Yo que lo he leído recientemente creo saber por qué: el Goethe de esas páginas encarna el ideal de la salud mental absoluta. El propio Nietzsche se aproximaba a ese ideal, solo que de un modo menos sereno, más pugnaz y compulsivo, más entrecortado, y sin estar completado por el placer (o al menos el bienestar) físico, el amor y la felicidad (aunque a cambio de esta Nietzsche tuvo mucha alegría). Sin embargo, su filosofía es una explosión de cordura, una dinamitación de los resortes que la impiden, y conduce definitivamente a la sabiduría: a la real, la que aprecia (y se instala en) «el sentido de la tierra». Los enemigos de ella —los religiosos de todo tipo, los teológicos e ideológicos, o los resentidos sin más— han pretendido utilizar la locura de los últimos años de Nietzsche como una consecuencia de su filosofía sana: como si esta estuviera enferma desde el principio y la locura fuese su verdadera cara, la confirmación; o como si, pensando así, se acababa inevitablemente loco. Podríamos responderles nietzscheanamente que se acogen a ese razonamiento mezquino solo porque les excede la salud mental.
7. Nuestro loco
Los locos están en el misterio de un modo aún más abrumador que los cuerdos; o quizá lo estén para los cuerdos, cuando los miran o piensan en ellos. Yo pienso a veces en el Nietzsche loco, o en el Nietzsche ido. Y en el Hölderlin loco también: en otra orilla ya.
Nuestro loco (literario) ha sido Leopoldo María Panero. Era risible y era verborreico (Jaime Gil de Biedma le llamaba Blablapoldo Panero). Pero estaba en contacto con «lo otro» y ha sido nuestro último maldito. Cuentan que Octavio Paz, precisamente por su interés por la otredad, quiso conocerlo en un viaje a España en los años setenta del pasado siglo. Mientras Paz intentaba entablar conversación, Panero no paraba de decir: «¡Octavio Paz es más tonto que de aquí a Tijuana!». La única vez que lo encontré en persona tuvo su gracia. Yo trabajaba de guionista en Antena 3 TV y una mañana lo vi en el bar tomando coca-colas: pedía una, se la bebía y pedía otra. Me dijeron que iba como invitado a un programa de entrevistas que tenían Lola Flores y su hija Lolita, Sabor a Lolas.
Pero mi amigo Curro, el mejor lector de poesía (y filosofía) que conozco, es devoto de la de Panero. Y mis amigas con mayor sensibilidad poética, Cristina y Araceli, estuvieron en conexión con él. Cristina lo encontró enjaulado, literalmente, en una caseta de la Feria del Libro. Se miraron, pero sus guardianes no la dejaban acceder. Al final logró acercarse, en un descuido de estos. Panero le escribió como dedicatoria: «Cuando rrrruge la marabunta». Y Araceli se lo encontró en un bar de Las Palmas. Pasaron toda la tarde charlando y Panero la bautizó como «Andros». No volvieron a verse ni a escribirse. Años después se cruzaron en Córdoba. Tras un recital en que armó uno de sus líos, se lo estaban llevando entre unos cuantos. Entonces la vio y le dijo: «¡Andros!».
8. Al borde siempre
Lo cierto es que siempre estamos al borde de la locura. Hay veces en que nuestro teatro mental, que es el teatro del mundo, parece desmoronarse. No solemos caernos, pero sí constatar qué frágil es el límite. Estas cosas pensaba por el malecón.
Malecón tu padle!
Excelente artículo. Acabo de compartirlo en mi muro con esta breve introducción:
«Este lúcido artículo sobre la locura, de José Antonio Montano, me reafirma en mi intuición de que un factor esencial para una razonable salud mental es evitar el aislamiento, no ensimismarse, o lo que es lo mismo y muy curioso, lo sano es precisamente enajenarse – en la justa medida-, en el sentido de estar en otro, en el otro, en los otros, para el buen funcionamiento de la torre de control que es uno mismo.»