Esta entrevista se encuentra disponible en papel en nuestra trimestral nº32
Solo hay una forma de no caer rendido ante Asier Etxeandia (Bilbao, 1975): evitar mirarlo directamente a los ojos. Fracasamos en cuanto abre la puerta de su casa. Lo que deslumbra no es su terraza, en la que centellea el perfil de Madrid, ni su frenética perrita Gora, ni una hospitalidad de comuna hippie. Es esa cosa indefinible que Asier tiene atrapada entre párpado, pupila e iris.
No es cantante, actor, bailarín o performer, aunque haga todo eso. Es fantástico, lo dice él. «Artista», sentencia, y eleva el mentón. Fue un niño maltratado que actuaba para amigos invisibles, un freak que se está cobrando su venganza. «Las personas a las que hacías bullying y pegabas en el cole somos los que hacemos los libros, películas y discos que escucháis. Nos vais a admirar, nos vais a hacer ganar», dice.
A eso se dedica ahora, a ganar. Llenó teatros, rueda con Almodóvar y por fin ha formado su grupo de música, Mastodonte. Esto último es lo que más le ha costado: durante mucho tiempo solo lo tomaron por «un actor que canta», un animal escénico con voz rasgada que podía coger el micrófono si hacía falta. Pero ni cuando vivía en una casa okupa, o vendía vibradores, o dormía en bancos de la calle, o cantaba «Paquito el chocolatero» en verbenas de pueblo, se libró de ese deseo asfixiante: la música.
Conforme va desgranando su historia, su vida, se va construyendo sobre la mesa un altar de cosas importantes: una foto de su abuela, otra de Tomaz Pandur, un póster firmado por Pedro, vinilos. Dice que lo han querido para tres vidas y que tiene pavor a la vejez. También a la soledad, aunque es un poco en balde: durante la larga conversación jamás mira el teléfono, pero a su casa van llegando amigos de hace décadas. Tiene sus iniciales tatuadas, y ellos lo llaman «el cumplesueños». Su risa estalla como una tormenta de verano; su palabra más repetida es emoción.
En la terraza aún hay restos de la última fiesta. «Nací el día de san Maricón. Aquí lo celebramos a manguerazos», cuenta. Presume de saber que va a cumplir los sueños que le quedan. Sin descansos ni vacaciones. Porque, si se para un segundo, él solito se encarga de destrozarse. A veces piensa que no es suficientemente bueno. Debe de ser el único.
Hoy haces lo que haces porque de pequeño viste a Gene Kelly en Cantando bajo la lluvia, y por tu madre, ¿es así?
[Risas] Buen resumen. Sí, Esas imágenes se han quedado grabadas en mí, sobre todo por mi madre. Era la más artista de la familia, la que más pasión tenía por la música, aunque mi padre también. Admiraba a todos los actores y actrices de Hollywood, se sabía todos los nombres y en mi casa se consumía ese cine: Gigante, Ben-Hur… Efectivamente, el primer recuerdo que tengo de impresionarme mucho fue viendo a Gene Kelly, cuando yo era muy muy pequeño. Sentí que no solo estaba viendo a un actor, sino algo más grande: «Esto quiero ser», dije. No soy en absoluto Gene Kelly, ni bailo como él, ni nada, pero había algo mágico en lo que hacía que me atravesó. Una mezcla de carisma en la belleza de lo que hacía… Todavía hay veces que le veo bailar y me pongo a llorar. Hace poco me volvió a pasar. Las cosas que más me hacen llorar son la belleza y el perdón. Cuando perdonas o te piden perdón, hay algo de redención. Y, curiosamente, creo que la interpretación, las películas o las canciones tienen algo de redención, de reencuentro con el mundo, con uno mismo, y eso siempre me ha emocionado, desde pequeño. Era un porqué. No se trata solo de bailar, cantar o actuar, o de ser un personaje en una historia. Hay algo más. Por eso desde que tengo uso de razón decidí ser artista.
¿Nunca hubo un plan B?
No, nunca. Siempre lo tuve clarísimo. Me emocionaba tanto… No el hecho de que me vieran, sino lo que causaba en mí cuando veía semejante belleza. Me hacía reencontrarme con la vida, con el mundo, creía en el ser humano, creía en el por qué estamos aquí. Me parecía una fórmula para entendernos. Siempre he tenido esa sensación de que llegaba directamente al corazón.
Artista. ¿Era eso lo que decías, «De mayor voy a ser artista»?
Sí. Lo he dicho siempre, nunca me ha dado pudor. Durante mucho tiempo tuve discusiones con algún amigo de la profesión, que decía: «Uy, artista, qué te piensas que eres…». Pero es que un zapatero también es zapatero. Yo no considero que lo hago es arte, pero estoy en la búsqueda del arte. No me voy a limitar, me aburre pensar que solo interpreto un personaje cuando soy actor. Compongo canciones desde que soy pequeño, hago performances con mi propio cuerpo y mi imaginación desde enano, he bailado, he buscado la catarsis en la reacción de los demás con comportamientos, y eso tiene que ver con un artista. Siempre estoy en esa búsqueda. Desde pequeño he estado más dirigido hacia la música, era lo que más me emocionaba, pero la vida me llevó a meterme en una escuela de interpretación y a enamorarme de los textos, de los dramaturgos, de las interpretaciones, del cine y, sobre todo, del teatro. Supongo que una cosa ha ido alimentando a la otra. Me ha dado más trabajo ser actor, y también era necesario para poder contar otras cosas como artista, para tener de qué escribir en las canciones, por ejemplo.
Enrico Barbaro [la otra mitad de Mastodonte] dice que «tienes superpoderes con el público». ¿Tienes superpoderes?
[Risas] ¡Es que encima te lo ha dicho Dios, que yo lo llamo así! Él sí que tiene superpoderes, que no te engañe. He encontrado a mi media naranja para poder hacer lo que quiero. Es cierto que, dependiendo de quién tengas a tu lado, se crea eso del «artista mago» o el «actor mago». Tengo un gran amigo, maestro de interpretación, Juan Codina, que siempre dice eso, que el actor debe ser mago. Que el público pueda sentir que ha habido algo de magia durante un instante. No me interesa demasiado la gente que demuestra lo bien que lo hace.
¿Ser actor no es solo lucirse?
No. Porque al final todo lo haces para ti, para ver como reaccionas tú, no para que me mires a mí. Yo os utilizo [al público] como una especie de cobayas, aunque yo también me utilice como cobaya para ver hasta dónde puedo llegar para transmitir ciertas ideas, o para generar emociones. Cuando descubro eso, yo desaparezco. El ego desaparece. Solo está el que observa. Eso es emocionante, es maravilloso.
Pero para la interpretación hace falta algo de ego, de vanidad…
Eso es una equivocación. Creo que el actor o el artista ha de tener, por necesidad, un sentimiento de exhibicionismo. Pero fíjate: creo que tiene que ver más con desaparecer. Con mostrarse tanto que puedas sacarlo para que no se quede dentro, como una especie de cáncer. Yo creo que hay que ser generoso para ser artista, si no, no puedes. La generosidad no tiene que ver mucho con el ego. Es una visión un poco extraña, lo sé. Pero es que, al fin y al cabo, lo que yo hago es desnudarme para que tú flipes. Eso es todo lo contrario a ser egocéntrico.
Hace algunos años te decidiste a contar el bullying terrible que sufriste cuando eras niño. Coincidió con la obra El intérprete, en la que volvías a ese infierno que viviste. ¿Qué te llevó a hacerlo, a dar el paso?
Ahora estoy un poco cansado de hablar del tema del bullying, fíjate. Porque estoy curado. Entiendo que sigue siendo necesario hablar de ello, y lo hago. Porque esta profesión sirve mucho de exorcismo, tanto para el que lo ve como para el que lo hace. El intérprete surgió en una época de mi vida en la que me quedé sin trabajo. Me dieron el premio Max por La avería, la obra que hice con Blanca Portillo, pero me quedé sin trabajo igual. Fueron dos años en los que no tenía ni un duro. No tenía ni para el metro, directamente. Así que me dije: «La vida te está poniendo esto delante porque tú no eres actor, tú no estás en casa esperando a que te llamen. Tienes otras inquietudes, quieres cantar desde hace mucho tiempo…». Y si quería cantar, tenía que contar algo, no solo se trata de notas.
Me pregunté qué quería contar, en qué me quería mojar, qué era lo que realmente me había condicionado como ser humano, lo que me había conformado como persona. Me hice todas esas preguntas y me cagué por el camino, pero de repente me di cuenta de que, si quería subir a un escenario, tenía que pringarme y hablar de mí lo primero, no podía salvarme. Y lo que más conformó mi vulnerabilidad y mi poder fue que sufrí una infancia marcada por el bullying, por el fracaso escolar y por el ninguneo y el desprecio de prácticamente el noventa por ciento de los niños, e incluso de los profesores, en un colegio religioso que encima marcó una represión hacia mi sexualidad y mis decisiones. Eso podía haber acabado conmigo, pero yo potencié una imaginación para salvarme, que fue lo que hizo que yo me convirtiera, o, mejor dicho, que necesitara ser artista. Porque si no, estaba hundido. Mi imaginación me salvó.
Siempre es interesante volver al niño cuando estás perdido, porque en la infancia está todo, y descubres muchas cosas de lo que tú eres. Todas las respuestas están en la madre y en la infancia. Así que, en ese período sin trabajo y pelado, descubrí que era eso de lo que tenía que hablar. Cuando escribí El intérprete con Álvaro Tato, lloraba todo el tiempo, me emocionaba, porque escuchaba las canciones que me ponían mi madre y mi padre, las que descubrí yo mismo en la adolescencia… Descubrí que todo eso no era solo bueno para mí, sino también para el que lo observaba. Todos, en algún momento de nuestra vida, incluso el campeón de fútbol, hemos sido ninguneados y hemos sentido que éramos una mierda. Y a mí me fascina el sentimiento de empoderamiento, el poder darle la vuelta y convertir el carbón en diamante. Me dije: «Este mierda va a hacer algo maravilloso». Con El intérprete yo sentí que me curé. Estuve haciéndola casi seis años. Fue un éxito acojonante, la gente se emocionaba, se cambiaron vidas.
Pasó algo bastante singular en el teatro: la gente iba a ver la obra más de una vez y más de dos, ¿no?
Efectivamente. Hubo gente que fue a verla más de sesenta veces, flipas. Fue maravilloso, porque me di cuenta de que eso es lo que tenía que hacer. Cuanto más te pringas, mejor resultado tienes. Si no te mojas, si solo te pasa por encima, no va a cambiar nada. Había cosas que me afectaban, pero eran necesarias. Ahí conocí a Enrico y también decidí que lo que más feliz me hacía era subirme a un escenario a cantar, ponerle un vestuario emocional a una canción, crear una puesta en escena… Vamos, el tipo de cosas por el que soy tan fan de Bowie, que eso es Bowie, y mucho más. Pero ahora siento que ya está, que estoy curado. Tengo muchas más cosas de las que hablar que del bullying. Ahora resulta que todos los titulares se reducen a eso: «Asier Etxeandia: “Sufrí bullying”».
Pues ya está, hombre. Yo no soy actor ni soy conocido porque me maltrataron de pequeño, sino porque hago cosas fantásticas, y punto, y ya está [risas]. Entiendo que ha ayudado mucho que yo lo contara, porque hay muchos niños y niñas, y padres también, que vinieron a ver El intérprete, y les ayudó mucho. Así que para mí es una misión cumplida. Me han preguntado mucho si no voy a volver a hacer la obra, y, mira, no voy a estar con sesenta años diciendo: «De pequeño me maltrataron». Pues ya está, estoy curadísimo. Ahora soy capaz de hablarte de las anécdotas más duras de mi infancia partiéndome el churro.
Pero aún vas dejando recados en algunas letras de Mastodonte: «Los niños me insultan, pero las niñas no».
[Risas] Es verdad. Es cierto que los jesuitas era un colegio de niños, y yo repetí como cuatro veces, porque solo sacaba «muy deficientes». Y cuando me cambiaron por fin a un colegio mixto yo fui feliz con las niñas, era otro humor. Las mujeres siempre han sido mis cómplices, y ahí descubrí que las niñas no se metían conmigo, eran los gilipollas de los niños. Ahora tengo amigos hombres, por supuesto, pero entonces era así.
«Si existe Dios es mujer», dices.
Claro, totalmente. Si existe, es mujer. Si es que sois las que dais la vida, y hay algo en vuestra inteligencia emocional que no tiene nada que ver con la masculina.
¿Qué papel desempeñó la muerte de tu madre en que te lanzaras a hacer El intérprete?
Pues fundamental. Me lancé a hacerlo porque mi madre murió unos años antes. Es curioso: uno no se atreve a ser quien es, por pudor, hasta que muere su madre, o las personas queridas. Ahí empiezas a darte cuenta de que tienes que ser tú hasta el final, que tienes que hacer lo que quieras, comportarte como hubiese querido verte, ser tú hasta el final. No andarse con tonterías, no ser cobarde. Me di cuenta de que lo que más me emocionaba era hablar de ella, homenajearla. Está dedicado a mis padres, pero sobre todo a ella. Tengo su vena artística, y el surrealismo que me habita le pertenece.
Y a tu abuela.
Exacto. Yo crecí con ella, con la madre de mi madre, que se había quedado ciega y sorda. Estaba pegado a ella todo el rato, hasta que murió cuando yo tenía doce años. Fue un palo tremendo, porque vivía conmigo. Mira, aquí está [enseña una fotografía]. Aquí estaba cogidito de su mano. Volviendo a lo que te decía: yo creo que todo está en las madres, incluso si tu madre es una hija de puta. Que hay casos así, también. Nos conforman enteros.
A los dieciocho años te vas de casa, ¿no?
Por ahí. Empiezo a darme cuenta de que necesito conocerme a mí mismo, así que me meto en una clase de teatro y me vuelvo loco ya el primer año. Viví una revolución interior alucinante, me enamoré de mis compañeros, porque nunca había tenido ni hermanos ni un grupo de amigos. Me fui a vivir con ellos, dejé la casa de mis padres…
¿A una casa okupa?
Sí. Era un antiguo cuartel militar abandonado, completamente destrozado, lleno de ratas. Estaba todo lleno de punkis supermacarras. Les dije a mis padres que estuvieran tranquilos, que iba a estar bien, que solo necesitaba encontrarme, saber quién era y cuidarme. Mi tía Clara me ayudó a pagar la escuela de teatro y hacía trabajillos para vivir. Hice teatro de calle, pasé la gorra, fui modelo y desfilé en Bilbao, trabajé de camarero, de recogevasos, en un sex-shop durante bastante tiempo —de dependiente, no te creas que me despelotaba, ¿eh? [risas]—. Pero hice la mayor caja de toda la franquicia, a los veinte años. ¡Y yo era virgen! [risas] Me llamaron para decirme: «Enhorabuena, nos has dejado locos. En una tarde has vendido cuatrocientas mil pesetas. Pero ¿qué les has dicho?». Yo me lo inventaba todo, supongo que porque tenía unas ganas de follar que me volvía loco [risas]. Fueron los momentos más felices de mi vida. Mi amiga Vero, que vivía en esa casa okupa conmigo, me dejó una habitación. Y no había ni agua ni luz, solo una velita. Ahí estuve como un año y medio, hasta que empecé a compartir piso con mis compañeros de clase.
Dices que pasaste la infancia hablando y actuando para tus «amigos invisibles». ¿Ahí se convirtieron en reales?
Sí. Dejé de tener amigos invisibles y de actuar para ellos para tener amigos reales. Ahí entendí algo que ya se me ha quedado para siempre: yo necesito vivir en comuna. Me gusta mucho la comunidad, hacerle la comida a la gente, recibirlos, que no les falte de nada…, aunque esté cada uno a su rollo. Igual porque en mi casa éramos solo yo y mis padres, me he aburrido tanto en la infancia que supongo que ahora necesito estar con gente. Me gusta cuidarla y lo necesito bastante.
¿Es lo mismo que tener miedo a estar solo?
Puede que haya algo de miedo a estar solo. O quizá no. Es cierto que me abruma el hecho de la vejez, no por los ancianos, sino por lo que tiene de imposibilidad, de soledad. Es algo que me angustia un poco, y me hace feliz una casa llena de gente. Y es algo que también traslado al trabajo, me gusta mucho hacer factoría. Por ejemplo, en Mastodonte, con los músicos, con los técnicos. Hacer piña, hacer que se enamoren del proyecto y lo vivan como algo personal, que sea algo más allá de un trabajo. Soy muy de sectas [risas] —es broma—. Pero sí hay algo en la comunidad, en el clan, que me gusta.
Alguna vez has contado que la Escuela de Teatro de Getxo no fue precisamente una buena experiencia, que los profesores «descargaban sus frustraciones con los alumnos».
Sí, pero ahora que ha pasado el tiempo, lo vivo de otra manera. Porque ya te digo que lo que más emociona del mundo es el perdón, que si no perdonas, no avanzas. Así que creo que también tuve que pasar por eso, y ahora estoy muy agradecido a cada episodio que viví, incluso cuando no creí en ellos. O cuando su forma de docencia me hizo daño, porque eso también ha conformado cómo me enfrento al trabajo ahora y desde qué lugar le doy importancia. Para mí esa escuela se ha vuelto algo idílico, por mis compañeros, por las horas de ensayo, sudando todos juntos, por el compromiso, el vivir para eso… Es algo que me enseñó estar en esa escuela, y todavía mantengo relación con la gente de mi promoción. En su momento fue doloroso, eso es verdad. Estuve allí seis años y me fui enfadado, porque hubo un momento de ruptura muy feo y se mezclaron muchas cosas personales. Éramos casi familia, y se utilizaban las cosas personales para meterlas dentro y montar las secuencias; eso parecía Cassavetes, te volvías loco. No te puedes hacer una idea. Y encima, cuando tienes veinte años, que vas a muerte con tu profesor y lo sigues adonde te lleve, te sientes manipulado. O te das cuenta de que estaban manejando un caballo que no eran conscientes de hasta qué punto era peligroso. Lo veo ahora desde otro sitio, claro.
Has hecho las paces por ello.
Sí, totalmente. Aunque no he vuelto a verlos. Ahora estoy agradecido a todo lo que viví ahí. Porque en la escuela empecé a hacer música a muerte, además de trabajar en una orquesta verbenera para pagarme la habitación.
¿Una orquesta de pueblo?
Justo como te estás imaginando, sí. La Orquesta Nervión, se llamaba. Era un puto circo. Tocaba, cantaba, montaba el escenario, lo desmontaba, carretera sin dormir… Y, además, tuve bastantes grupos musicales. Estuve en uno que se llamaba los Peace Monkeys y Su Puta Madre Cabaret, que éramos cuarenta y hacíamos punk-rock, y era acojonante. Con Ajo y Agua y con Circus Manía hacíamos versiones de Janis Joplin… Dejé la orquesta porque un verano, en un bolo en Madrid, me quedé afónico en la quinta canción.
Y hasta ahora.
[Risas] Sí, eso, qué cabrona. Pero ese día me dije: «Asier, te has quedado afónico cantando mierdas».
¿Cantabas «El tiburón»?
¡«El tiburón»! Esa muchas veces. «Paquito el chocolatero» y mil canciones más que odiaba, pero me pagaban muy bien y con eso pagaba la escuela. Cuando me quedé afónico fui adonde el jefe, que era el pianista, y en mitad del concierto le dije: «Me voy» [fuerza la afonía]. Salí llorando y prometiéndome que no volvería a cantar mierdas. Y me fui al concierto de U2, que tocaban en el desaparecido Vicente Calderón. Me prometí no volver a cantar nada que no tuviera que ver conmigo, porque eso era sagrado. Y así fue. Es cierto que, a partir de que me salió una serie en la EiTB, me empezó a salir más y más trabajo como actor. Me cogían en todos los castings, yo era todo punki y rock & roll de Bilbao, no tenía ningún interés en venirme a Madrid. Como tampoco tengo interés en Hollywood ahora, porque creo que un artista no es adónde vaya, es lo que hace. Para mí no se trata de buscar más fama o más éxito. Que lo respeto totalmente, ¿eh?, pero no ha sido mi motor.
Empezaron a cogerme en castings para venir a Madrid, y vine un poco por venir, porque en la prueba yo tenía cuarenta de fiebre. La verdad es que la vida me llevó a ser actor. Yo intenté serlo cada vez mejor, enamorarme del trabajo y del compromiso. Siempre tuve la espina de que la música era lo que yo era, pero quizá hay que escuchar a la vida. Me comprometí mucho con el teatro y con lo que podía sacar de ahí. Pero tengo que decirte que de Un paso adelante me fui yo, ¿eh?
La Wikipedia dice que es porque «temías encasillarte».
[Risas] Ni puta idea tienen. Me fui después de la primera temporada porque estaba hasta el higo, era una mierda aquello. Vi lo que estaba ocurriendo y decidí que no tenía nada que ver conmigo. Fue una experiencia terrible, y lo peor es que pensé que a lo mejor toda la televisión era así, y yo no quería formar parte de eso. Luego me he dado cuenta de que no, de que se trabaja muchísimo, pero no fuera de la legalidad. Lo que ocurrió en Un paso adelante fue muy bestia. Había un montón de chavales que habían encontrado por fin la panacea, que habían estado luchando por encontrar su sueño y se dejaron manipular mucho. Yo me piré a Bilbao otra vez arruinado, porque me lo gasté todo. Volví con una mano delante y otra detrás, no tuve ningún problema en decir: «Esto no es lo mío».
Cobrabas bien, pero dormías en la calle, ¿es cierto?
Así era. Ganaba pasta, pero no tenía casa, porque no me dejaban ni un momento, ni media hora, para ver un piso de alquiler. Es más, una noche de invierno dormí en Ópera, en un banco. Y por la mañana vino el cochazo de producción a recogerme ahí, al banco. Me parecía todo tan surrealista y absurdo que me volví a casa. Algunas noches dormí en el trastero de Pablo Puyol, otras en otra parte… Así que me dije: ¿para qué? ¡Si yo no quiero ser famoso, yo quiero ser fantástico! [risas]
Disparando titulares desde 1975.
[Risas] ¡Claro! De ahí saqué muchos amigos, también tengo que decirlo. Rocío Calvo, Alfonso Bassave…
Y Natalia Millán, que te avisó del papel en Cabaret.
Sí. Yo estaba ya de vuelta en Bilbao, y pasé una depresión muy gorda después de aquello. Fue una desilusión muy fea encontrarme con que esa ilusión de encontrar mi camino en Madrid era en realidad una mierda. Y por cosas personales que me ocurrieron de repente, me encontré con una gran desilusión con el ser humano, y yo soy un flipado, ¿sabes? Estuve muy jodido, se me cayó un poco el pelo y todo. Y me creé un espectáculo para curarme, como siempre. Se llamó Feromona feroz, que lo monté con mi banda, Circus Manía. Fue un exitazo de la hostia, y entonces me llamó Natalia para ver si quería hacer el casting para el maestro de ceremonias de Cabaret, que era una de las películas fetiche de mi madre. Yo crecí con esa película, siempre había soñado con ser Joel Gray, desde pequeño. Me producía un misterio acojonante y me volvía loco. Así que dije: «Uh, esto sí». Hice la prueba y me cogieron.
Te presentaste en el casting flipadísimo, ¿no?
[Risas] Joder, es verdad. Lo dije tal cual: «Soy yo». Para mí era verdad, yo tenía tan claro que eso era mío… Me acuerdo de que me planté delante de Mariana Gómez Cora y le dije: «Tu verás, pero vas a perder el tiempo buscando: soy yo. Llevo toda la vida preparándome para esto». Se lo dije con tanta seguridad, que dijo, «Ah, ¿si?». Y así fue. Fueron cuatro años maravillosos.
¿Cómo no te devoró un personaje tan histriónico, al ritmo de funciones que ibais?
Es que sí me devoró el personaje, por eso lo dejé. Porque hacíamos doblete en una obra de cuatro horas, con una intensidad física y emocional superbestia. Me puse enfermo, adelgacé mogollón del esfuerzo y llegó un momento en que me acojoné. Porque el último año —y sé que esto va a sonar a actor flipado—, sentí que el personaje me poseía totalmente. Hay una cosa que suele pasar cuando llevas haciendo el mismo texto todo el tiempo, y es que se te desordena en la cabeza y te olvidas de él en escena. Tú no sabes cuál es la siguiente frase que tienes que decir, pero tu cuerpo la dice perfectamente. Y tú estás pensando en la lavadora que has dejado puesta mientras tu cuerpo hace lo que tiene que hacer: toda la coreografía, el texto, la partitura. Mientras, estás como encerrado dentro de tu cuerpo, diciendo: «Que viene». Me acuerdo de que una vez, cantando el «Money», me meé encima del miedo, porque no sabía lo que venía después. Me acojoné tanto que pensé que ya estaba todo destrozado, que tenía que dejarlo. Y así fue, me despedí del maestro de ceremonias en el espejo, cogí una llorera y yo qué sé. Se quedó allí, en ese camerino.
Es verdad que pasa, me ha ocurrido con otros personajes y lo he hablado con otros actores a los que también les ha pasado. Porque es repetir el mismo texto a la misma hora, con el mismo movimiento y la misma emoción todos los días. Hay algo muy fuerte que al final hace mella en ti. Yo flipo con los actores que pueden estar quince años haciendo la misma obra de teatro y no estar psicópatas perdidos. ¿Cómo pueden hacer lo mismo los de Cats, todos los días a la misma hora, que llevan veinte años? Hay algo que se te descuadra en la cabeza. Me asusté y me dije: a otra cosa.
Es curioso, y no muy habitual, que un personaje de teatro sea el que te hiciera conocido entre el gran público.
Sí, y me siento muy orgulloso de que haya sido así.
¿No te molesta que te paren para decirte: «Mira, el de Cabaret»?
[Risas] Me acuerdo de una vez en La Latina que iba uno con un pedo enorme y le dijo al otro: «Oye, este es el del charlestón, ¿no?» [risas]. Sí, el de charlestón. Qué maravilla. Me encanta y es normal. No tiene nada que ver el público que te reconoce por Velvet con el que te ha visto en el teatro, porque el del teatro ha sentido algo distinto viéndome, se te acercan con un respeto mucho mayor que quien te ve por la tele haciendo zapping.
Pero estás reconciliado con la televisión: Velvet, La línea invisible…
Sí, luego he tenido la suerte de trabajar con grandes profesionales y de quitarme ese mal sabor de boca. En la televisión se aprende muchísimo, creo que a mí es lo que más me ha enseñado. Ha habido momentos en los que me he dado cuenta de lo máquina que soy, porque me leo una secuencia, una separata, y ya me la sé. Y eso te lo da el callo de la televisión, es un máster regalado. Estar en esa dinámica te enseña mucho como actor.
Fuiste «el muso» de Tomaz Pandur, ¿cómo fue aquello?
Aquí lo tengo [saca otra fotografía]. Esto es de Infierno. Tomaz fue mi maestro, los viajes más alucinantes que he hecho trabajando han sido con él. Es la persona que ha sacado lo mejor de mí, me exploró como nadie. Porque él utilizaba al actor como una paleta de colores, pero no era dirigista, te conocía y buscaba dónde estaba tu diamante, que era lo que explotaba.
«Vas a sufrir como un cerdo», te dijo.
Oh, eso fue la hostia. Una locura. Me cogió para Infierno sin hacerme prueba, solo me había visto en Cabaret. Yo me acojoné, porque no sabía qué quería de mí y tenía mucho miedo. Tomaz era en ese momento Dios. Venía de donde venía, el enfant terrible del teatro. Me quedé impactado cuando vi imágenes y vídeos de sus obras, porque era lo más flipante que había visto. Y encima me coge para hacer de Dante, el protagonista, en La divina comedia, nada menos. No sabía qué quería que hiciera, porque había hecho casting todo Madrid, y yo no. Por un lado, es muy bonito, pero también muy acojonante.
Le pregunté directamente por dónde empezaba y qué quería de mí, y me contestó: «Empieza por tu dolor. Quiero verte sufrir como un cerdo cuando lo matan». Y me cogí, gilipollas de mí, y me fui a la matanza de un cerdo, flipadísimo. Me planté en un pueblo y dije: «Por favor, ¿puedo ver cómo lo degüellan?». Y el tío, imagínate cómo me miraba [risas]. Yo, que soy animalista y sufro con eso como nadie… Me quedé traumatizado, no me sirvió de nada absolutamente, fui un vasco flipado [risas] ¡Que quería estudiar cómo mataban a un cerdo! Estuve durante un montón de tiempo paralizado en los ensayos. No veas el coñazo que di. No sé cómo Tomaz luego quiso seguir trabajando conmigo, porque los ensayos fueron horrorosos. Yo rompí gracias a Roberto Enríquez, que me zarandeó y me dijo: «¡Ya!». La semana antes del estreno rompí y empecé a entender todo, pero antes trabajé completamente traumatizado con lo de «tu dolor». Solo pensaba en el descuartizamiento del cerdo, tenía un miedo horrible. Yo aconsejo a los actores que no hay que fliparse tanto, ¿eh? Hay que flipar y hay que trabajar, pero hay cosas que no valen para nada.
Bueno, los actores habéis potenciado mucho esa idea de meteros en los personajes a través de experiencias extremas: «Me voy a vivir al monte para saber lo que siente un eremita…».
Si tú le vas a sacar partido a eso y te emociona, pues perfecto. Pero créeme que no hace falta. Hace más falta escuchar a tu compañero y estar presente en los ensayos, estar con todos los sentidos a tope y ser generoso con la obra y con el texto que montarte una película tú solo y encerrarte en una burbuja. Eso es todo lo contrario a estar concentrado. No hay que mirar para dentro, hay que poner hacia fuera lo que uno es, pero tampoco estar fuera de ti. No sé muy bien cómo explicarlo.
¿Y cuáles son las consecuencias de exponerte tanto?
Ah, amiga. Eso es lo que más acojona, se convierte en un mastodonte muy grande con el que hay que lidiar. Porque, al fin y al cabo, tienes un espejo continuo ante ti mismo, y a veces da bastante pudor, pero no puedes evitar que eso eres tú. Hay gente que no se ve tan reflejada, pero si decides que te tienes que exponer y lo necesitas, pues así es.
¿Te hace más vulnerable?
Mucho más. Te acojona mucho. Hay veces que, en lo que más me divierte en el mundo —sacar toda la imaginación, como lo que estoy haciendo con Enrico en Mastodonte con la música, la luz, el juego, el vestuario, bailar—, que me veo y me digo: madre mía, ¿a dónde vas?, ¡que te está viendo todo el mundo y esto es un momento íntimo! Pero es que eso es lo que hacemos: ser artista consiste en mostrar tu momento más íntimo. Cuando de repente eres consciente, dices: ay, Dios mío, qué vergüenza.
Como darte cuenta de que estás desnudo en mitad de la calle.
Sí. De hecho, yo suelo soñar mucho con eso. Con que de repente estoy completamente en pelotas en mitad de la calle y me tengo que esconder y no hay manera.
Cuéntame cómo fue esa época en la que tenías función diaria en el Español, en sesión doble con La Chunga y El intérprete, y además en tu único día libre te metes en el microteatro con Sagrado Corazón 45. ¿Desayunabas cocaína?
[Risas] Ese año fue muy fuerte. Pero si hubiese desayunado cocaína, te aseguro que no hubiese podido hacer ni la mitad, porque a partir de El intérprete empecé a trabajar en cosas mucho más potentes. Trabajé con Julio Medem, hice La novia, La puerta abierta, en dos años hice tres pelis… Hice La Chunga con Aitana Sánchez-Gijón, que ahí es donde creamos nuestra relación, la amo. Salía del Español a las nueve y a las doce hacía El intérprete en La Latina. Por las mañanas rodaba Velvet y la película Ma ma. Los lunes, que era mi día libre, me iba a La Casa de la Portera para hacer Sagrado Corazón 45.
Una obra de microteatro por la que cobrabas cincuenta euros por función.
Sí, no lo hice por la pasta. Mi amigo Eduardo Mayo era actor y director, y me parecía maravilloso tener la experiencia de hacer teatro con el público tan pegado, tan reducido. Yo me he pasado toda la vida compaginando trabajos y yendo a la carrera de un sitio a otro, con las movidas con mi representante, gracias al que he podido trabajar tanto porque se lo ha currado mucho, Pedro Garay. Con él a muerte, lo quiero muchísimo. Empecé a trabajar en cosas interesantes gracias a él, y siempre ha respetado mucho mi parte artística, aunque él no gana nada de eso porque me lleva como actor. De todo lo que genero como músico, no ve un duro, pero curiosamente es lo que más le emociona. Es superfan de Mastodonte.
No eres capaz de parar.
No, no puedo, es como soy. ¿Doy imagen de zumbado? [Risas]
No, de workaholic.
Es que necesito hacer mucho a la vez, si no, me vienen los fantasmas, los demonios.
¿Cuándo paraste por última vez? Lo que llaman vacaciones.
Pues en la mierda del confinamiento, que ha sido terrorífico para mí, aunque no me puedo quejar de nada, como puedes observar. Porque he tenido la suerte de encontrar una casa que me deja respirar aire libre, y encima me venía muy bien descansar del estrés al que estaba sometido. No te voy a decir que no tengo estrés, porque lo tengo, estoy a muchas cosas. Pero es cierto que estar quieto, descansando, sin hacer nada, a mí no me viene bien. Acabo contándome que soy gilipollas, que la vida no vale nada y que se ha terminado todo, que hasta aquí.
Dices que sufres el síndrome del impostor.
Sí, totalmente. Pienso que soy un impostor, que es todo mentira. Pero nos pasa a todos, creo. Yo soy artista para recordarme que no soy imbécil [risas]. Soy de dar titulares todo el rato. Si tú no creas nada o no estás generando nada, qué sentido tiene.
¿Qué te llevó a fundar tu propia productora, Madre Constriktor?
Constriktor fue para El intérprete. Tuvimos un final un poco doloroso, porque acabamos separándonos después de mucho trabajo y esfuerzo. Cada uno siguió su camino y José y yo fundamos Factoría Madre Mastodonte. «Factoría» por la comunidad, que no soy yo solo, sino artistas cada uno de su ramo, que nos necesitamos; «Madre», por la madre del cordero; y «Mastodonte» porque claramente estaba ya dirigido al disco y a la banda de Enrico y yo. En cuanto lo conocí le entré, y él iba a hacer lo mismo conmigo. «Eres el cantante que llevo buscando toda mi vida», me dijo. Él era el músico que había buscado siempre. Nos encerramos, nos fuimos a vivir juntos y a trabajar. Todo el dinero que he ganado en mi vida siempre lo he invertido en más trabajo. Me acuerdo de que, hablando con mis amigos de eso de qué harás si te toca la lotería, yo siempre lo he tenido claro: tener una casa donde poder crear, donde estar todo el rato gastándonos el dinero en hacer cosas, obras de teatro, discos, pelis… Por eso tengo tanto miedo a la vejez, porque me veo viviendo debajo de un puente. Nunca he tenido el sentimiento del ahorro. Yo me he gastado todo el dinero que he ganado en el disco de Mastodonte. Vivo muy al día, la verdad. Cambio de casa continuamente, y cuando tengo algo ahorrado, ya estoy pensando en qué hacer con eso. Como ahora mismo: «¿Con esto me llega para hacer los vinilos del disco?», que en eso estoy. Tengo una colección de vinilos acojonante, los pincho todo el rato. Mi sueño es tener el álbum de Mastodonte en vinilo, con el diseño de mi amigo Sergio Betancourt, como los álbumes conceptuales de Pink Floyd, Bowie… Ese universo me vuelve loco. Y ahora estoy haciéndolo. Quiero que Factoría Madre Mastodonte sea una fábrica de logística que haga posibles las cosas que nos inventamos.
Has dicho que crees en la «responsabilidad social» del actor. Que no se trata solo de elegir el papel que mejor te siente.
Lo creo absolutamente. Los artistas somos educadores emocionales, totalmente. Es así. Tú entiendes más la vida cuando un libro o una película te ha trastornado, es lo que nos ayuda a empatizar con personas diferentes a nosotros. Así empiezas a comprender otro tipo de vidas e incluso a ti mismo. Sé que hay mucha gente que esto no lo ve así, y le parecerá que simplemente es ocio, pero no lo es.
¿Es un problema confundir la cultura con el ocio?
Sí. Es horrible. Porque la cultura nos conforma como seres humanos, nos hace nuestra personalidad, nos forja, decidimos si somos más de los Beatles o de los Rolling, de cine o de teatro… Nos conforma hasta en los mínimos detalles. A mí lo que más me emociona es transmitir conceptos, discursos, bellezas cargadas de mensajes encriptados, canciones que emocionen o acompañen a la persona que está sola en mitad de la noche con un drama acojonante y que de repente pincha la radio, suena una canción de Mastodonte y entiende que puede tirar para adelante. Eso es lo que más me motiva de esta profesión. Me encantaría tener una discográfica que apoyara al cien por cien todas nuestras ideas y no nos obligara a seguir un camino prefijado.
Nosotros hemos tenido que sufrir mucho porque todo el mundo nos obligaba a etiquetarnos. Solamente para sonar en Spotify ya te tienes que poner en una categoría musical, y justamente yo estoy huyendo de las categorías, experimentando con otras cosas. Y la sociedad te presiona para que te etiquetes. Yo creo que la fórmula de poder tener una casa donde crear es hacer lo que te da la gana, y hacer que trascienda. Nos dicen que nuestras canciones son larguísimas, bueno ¿y qué? ¿Y las de Pink Floyd? ¡Ben-Hur duraba cuatro horas! Pues ya las escuchará quien quiera, no hace falta que me pinches en la radio.
El virus de la instantaneidad.
Es el puto internet y las redes sociales, la inmediatez del aquí y el ahora. Que todo pase muy rápido taladrándote, y que no te dé tiempo a pararte un momento a respirar lo que estás viviendo. A mí siempre me han gustado las obras totales, no sé cómo explicarlo. Porque para que tú entres en ellas hace falta cierto tiempo para alcanzar la emocionalidad, eso está estudiado. Y eso, hoy por hoy, no te lo van a permitir. Todos nos aconsejaban que las canciones duraran tres minutos como mucho, y no. Es que no. Me gusta todo el viaje y el proceso hasta el final de la canción, y lo que te pasa ahí. No es porque yo quiera ser un flipado o sea una paja mía. Esto está muy trabajado, es que llevamos años en esto y le hemos dado mil vueltas a la puta canción antes que tú, que las has escuchado una vez y te parece larga. Estuvimos tres años trabajando en el disco, joder. Es una mezcla de cosas que ya tenía Enrico, canciones que yo escribí cuando tenía veinte años y cosas que hicimos juntos desde cero. Fue lento, pero el grosso del disco lo hicimos en tres meses, en una casa que pillamos en Valdemorillo. Yo disfruto mucho más del proceso que del final. Me pasaría la vida ensayando, escribiendo la letra y toqueteando… Una vez que está parido, es distinto.
¿Te sorprendió el éxito tan rápido de Mastodonte, que funcionara tan bien desde el principio?
El éxito ¿en qué sentido? Porque yo siempre he tenido la sensación de que lo que hacemos es respetable y es bueno. Entonces, lo que me parece es justo. Vivir de la música en este país es imposible. Yo llevo dos años con la empresa para poder hacer esta música, y no he visto nunca un duro de Mastodonte, nunca, con ninguna actuación. Porque es mi hijo. Yo prefiero poner ese dinero en el vestuario, o en una pantalla, o en pagárselo mejor a los músicos que cobrar yo un sueldo. Todavía no he visto un duro, lo hago gratis. Pero porque creo en ello, y porque espero que algún día lo dé, porque esto es insostenible. Espero poder ganar dinero, pero para seguir alimentando al monstruo, porque si no, no tiene vida. No lo hago para ganar dinero, ya te lo he dicho: es para ser fantástico. Ni para ser famoso, ni para ser rico [risas].
Pero te habría encantado ganar el Grammy latino al que te nominaron, ¿no?
¡Hostia! Claro, me habría encantado. Pero, mira: estar nominados el primer año de vida, con un videoclip larguísimo, que convencí a todos mis colegas para que salieran, rodado por La Caña Brothers… Un vídeo por el que nadie daba un duro, grabado en dos días. Toma ya, nos vamos a Las Vegas toda la familia, como una auténtica familia gitana. Nos viste Ana Locking para ir fantásticos en la alfombra roja, para ser fantásticos y brillar todos juntos, toda la gente con la que hemos hecho ese trabajazo. «¡Pero mira dónde estamos, maricón!», nos gritábamos todo el rato [risas]. Eso fue la hostia. Así que, en ese sentido, sí ha sido un éxito, aunque esperamos empezar a ver dinero, que con la mierda esta de la pandemia… Algo se nos ocurrirá.
Hablemos de Almodóvar. Rodaste una escena en Los abrazos rotos que luego se cortó en el montaje y no salió en la película. Vaya chasco, ¿no?
Pues no me duró tanto el disgusto, fíjate, porque paso página pronto. Quizás porque no sentí aquello como que estaba trabajando con Pedro. Estaba Blanca [Portillo] y hacía falta el personaje de un camarero ciego, un personaje pequeño. Era un personaje maravilloso, pero yo entendí perfectamente que en esa escena que rodé ya ocurría algo que se contaba más tarde. Era redundante. Y me acuerdo de que me llamó Esther García para decirme: «Joder, es que lo que le pasa al personaje de Blanca en tu escena ya le pasa después en Chicote». Y claro que pensé que era una putada que, para una vez que trabajaba con Pedro, me quitaran. Pero luego te das cuenta de que lo importante no eres tú, es la película, la historia. Es importante que tu personaje aparezca y sea una llave dentro del guion y de la historia, y si no sirve para nada, pues ya está. Te reconozco que en ese momento sí dije: «Menuda puta mierda», pero se me olvidó enseguida. Y, en cambio, cuando me llega la prueba para Dolor y gloria gracias a Eva y Yolanda, las directoras de casting, leo el personaje y digo: «Esto soy yo». Volví a sentir lo mismo que en Cabaret.
¿Qué parte del guion leíste? ¿El monólogo?
Me mandaron una secuencia con Antonio Banderas, aunque aún no estaba elegido él para el papel. Estaba haciendo casting toda España. Incluso a mí me lo hizo para el personaje de Salvador.
¿Almodóvar te quería a ti para el personaje de Alberto?
No, al principio Almodóvar no me quería a mí. Decía: [imita su voz] «Asier en teatro muy bien, pero en cine no, en cine no» [risas]. Y entonces Eva y Yolanda, que tenían el guion, también estaban convencidas de que era yo. Y me colaron dentro de los vídeos de las pruebas de otros actores, para que me viera.
Y funcionó.
Funcionó perfecto. Me vio y le gusté. Cuando yo leí el monólogo y vi mi personaje, me di cuenta de que no podía rimar más con lo que para mí es un actor: un mensajero emocional, que está ahí para cerrar un círculo que está enquistado. Volvemos a lo mismo: ¿por qué haces esto? ¡Para sanar almas, para sanar cabezas, coño! Y justo lo que hacía era eso. Que escogiera a un actor para contar su historia, que coincide con el personaje que está enquistado con un dolor, el de Leonardo Sbaraglia, su antiguo novio que va al teatro y se emociona y vuelven a encontrarse gracias a un actor que es un mensajero… ¡no podía emocionarme más! Había que contarlo y quería ser yo, así que hice como ocho pruebas. Y fue maravilloso, porque Pedro estaba muy contento con mi trabajo y con el de todos. Fue una película balsámica para él. Yo creo que en el proceso él estaba a flor de piel, emocionadísimo. Así que todo pasa por algo: no tenía que estar de camarero ciego en Los abrazos rotos porque era aquí donde tenía que debutar con él.
Tu historia con Almodóvar…
Yo tengo una historia con Pedro muy especial. Cuando salió Mujeres al borde de un ataque de nervios, en 1988, recuerdo que los padres de unos niños de los jesuitas me invitaron a ir al cine. Era algo especial, porque yo no tenía amigos, me zurraban. Y aquello fue como una tregua, por fin. Llegué yo al cine muy vehemente, muy intenso —que también, aguántame—. Imagínate, me creía hombre-lobo y me ponía a aullar en una esquina, era un flipado. Así que, además de hostiarme, me tenían mucha manía. Pues llegamos al cine y veo el cartel de Mujeres. Y todos los niños de los jesuitas, todos los machirulillos, queriendo ver, yo qué sé, alguna de acción. Yo me obsesioné con el cartel: «¡Por favor, por favor, vamos a ver esta!». No sé cómo coño lo hice, de verdad te lo digo, pero los convencí, padres incluidos. Tengo el recuerdo de ver la cara de los padres con el gesto de «¿Ves como a este niño no había que invitarlo?». Yo no sabía quién era Pedro, no había indagado aún en el mundo underground de los ochenta, y no sabía lo que era Pepi, Luci, Bom y otras chicas del montón, pero me volví loco con la película. Y no solo yo: todos. Recuerdo a esos niños que me zurraban meándose de la risa, gritando que era una pasada. Sentí una cosa con Pedro de pura redención, de cambiar mentalidades y de hermanarme con quien me había hecho muchísimo daño. Y desde entonces, para mí Pedro ha sido un sueño.
¿No tenías vértigo?
Muchísimo. Pero me decía a mí mismo: joder Asier, te llega a pillar más joven y tú no hubieses podido trabajar bien con él, te hubiese impresionado mucho estar con Pedro, de lo mucho que le admiras. Y todavía impresiona, ¿eh? Pero es cierto que me emocionaba tanto el personaje y me parecía tan acojonante trabajarlo que pude centrarme en el trabajo. Me emocionaba mucho estudiar eso bien. Le di mil vueltas al monólogo y vivía con él todo el rato. Creo que es algo que te da la edad. Esto me pilló con cuarenta y uno, y con veinte años hubiese estado muchísimo más pava.
«Antes de ser luz tienes que arder», dices en la canción «Lord Byron».
Es justo eso. Billie Holiday decía que para cantar un buen blues tienen que haberte roto el corazón antes. Y creo que tiene que ver con eso. Para haber llegado a trabajar con Pedro tenían que pasar muchas cosas antes.
Te da cierto pudor que te llamen «chico Almodóvar», ¿no? Cuando te lo decían en las entrevistas promocionales hacías un mohín.
No, no es pudor, no lo sé. Me da un poco igual, o no, no sé. Es muy bonito, claro, joder, es Almodóvar. No sé cómo explicarlo… ¡A ver, que solo he «follado» una vez con él! [risas] Fue una noche muy importante, pero para ser «chico de» soy mucho más «chico Pandur», que me hice cinco obras con él y me llamaba «su musito». Me encanta que la gente piense que soy un chico Almodóvar, pero me parece que son etiquetitas. Y esas no me gustan nada.
¿Conocías a Antonio Banderas de antes?
No, no lo conocía. Fue maravilloso, un caballero de la hostia conmigo y con todos. Como tiene mucho callo con Pedro, él era el que me relajaba, y me susurraba: «Tranquilo, no te asustes, que ahora él hace esto y lo otro y tal…». Y Penélope para mí es un hada, ya flipé trabajando con ella en Ma ma. Me ha encantado siempre, porque tiene esa cosa de «actriz maga», que ilumina la pantalla cuando sale.
Hubo mucha rumorología respecto a que tu personaje está basado en Eusebio Poncela.
No me afectó, y te digo que nunca se habló de esto, además. Yo creo que mi personaje está basado en muchas cosas. Seguramente también tenga que ver con cada uno de los actores con los que ha trabajado, pero creo que, como dice Pedro, Dolor y gloria no es autobiográfica, está inventada. «No soy Salvador Mayo y esto no me ha pasado». Lo que pasa es que él coge muchas cosas para contar una historia, una ficción, que es paralela a cómo se ha sentido y a las cosas que ha vivido con los actores. Yo sí creo que tiene que ver con una reconciliación de Pedro con los actores y actrices con los que ha trabajado. El personaje de Alberto Crespo viene a decir que, a pesar de que se hayan encontrado en conflictos por momentos, ama a los actores y entiende perfectamente su misión. Y por eso les da ese rol de Salvador. Es una reconciliación. Porque Pedro sabe que es un director de actores, que sin ellos y ellas no va a ningún lado.
Nos ofuscamos en saber qué es verdad y qué no, y quizá las películas son verdad solo mientras duran.
Yo lo veo justo así. Y luego ya, si lo quieres saber exactamente, se lo preguntas a él, que es su vida privada. Yo no tengo ni idea, no sé lo que tenía o no tenía de Eusebio.
¿Qué ha supuesto Dolor y gloria en tu carrera? ¿Una cima?
Imagínate. Que te vean en todo el planeta.
Y que tu nombre salga el segundo en pantalla.
[Grita] ¡El segundo en una peli de Almodóvar, y después de Antonio Banderas! Es muy fuerte, pero eso no hay que pensarlo mucho, ¿eh? Que luego de repente haces… [hace una pedorreta] y se te va la olla. Me pone nervioso y me hace distraerme un poco del foco, así que no lo pienso mucho. Pero es un flipe. Aunque no dura mucho, porque ha habido tanto trabajo detrás… Siempre pasa así. Cuando sueñas que te encantaría hacer algo —una película con Almodóvar—, sueñas solo la forma. Pero cuando ya has estado ahí, te has comido muchos marrones antes, has tenido ensayos e inseguridades por un tubo, unos nervios acojonantes… Cuando sale eso, dices: qué bien, esto es justo. No tienes la sensación de que te ha tocado la lotería, sino de que has trabajado mucho. Pero ir a Cannes fue acojonante, fue muy fuerte.
¿No se te despegan los pies del suelo con cosas así?
Pues no lo sé. Supongo que sí, supongo que seré gilipollas por momentos. Como todo el mundo. Pero es que mi objetivo no es eso. No sé cómo decirlo.
En una de tus primeras entrevistas en prensa, hace décadas, decías que tus grandes metas eran trabajar con Medem y con Almodóvar y formar tu banda de música.
¡Todo! ¡Todo lo que he soñado lo he cumplido! Mis amigos me llaman «cumplesueños». [Su amiga lo confirma desde atrás: «Los ha cumplido porque pone toda su energía», dice]. Me pongo tontina, ¿eh? Dejemos de hablar de mí, hablemos de ti, ¿tú que opinas de mí? [risas]. Pero tengo más sueños, y todos se van a cumplir. Tengo suerte en eso. Bueno, los cumplo porque soy un flipado.
Cuéntame alguno.
Que Mastodonte pueda vivir como banda, como música, que trascienda. Que lo escuche todo el mundo y podamos vivir de ello haciendo buenas canciones. Porque ser empresa conlleva mucho sufrimiento, la verdad.
Empresa cultural, además.
Exacto. La gente se piensa que estoy forrado, y para nada. Lo único que quiero es poder vivir tranquilo de algo que conlleva tanto esfuerzo. Bueno, tranquilo no, yo no quiero tranquilidad. Mi miedo es que el esfuerzo no haya servido de nada, que de repente caiga en el olvido, o yo qué sé. A mí me gustaría trascender y que después de muerto siguieran acordándose de lo que hemos hecho. Porque hay una cosa como de falta de creer que me rodea mucho. Mucha gente de mi alrededor está decepcionada con todo, dicen eso de que cada uno va a lo suyo, que todo es mentira. Me ponen muy nervioso porque yo soy un believer. El que solo pregunta por el dinero, el que te pregunta cuánto vas a ganar por esto o aquello…, pero ¿no te das cuenta de que eso es lo que te trae que no ganes nunca nada? No me parece naif pensar como yo lo hago, te da muchas cosas. Hay mucha gente que vive de eso, de creer en algo, eso es su motor. Si no tienes ese motor, no puedes hacer nada, porque si no, ¿para qué lo haces?, ¿para que te llegue para pagar el piso al mes? Que está muy bien, ¿eh? Eso es ya la hostia, que no lo tiene la mitad de la gente. Pero poder tener sueños es importante.
No te metes mucho en política, pero una vez dijiste, al hilo de las subvenciones, que a ti te daba igual que te la dieran o no. «Yo voy a seguir haciendo lo que hago porque a mí me gusta más mi trabajo que a ti el tuyo», les dijiste a los políticos.
Yo sí creo en mi trabajo, por eso lo hago. Eres tú el que no crees en tu trabajo, por eso no me das subvenciones: porque crees que no sirve para nada. Porque con todo este tema de las subvenciones, mira: si lo quieres hacer, lo haces, te subvencionen o no. Lo vas a hacer igualmente, aunque te estén poniendo la zancadilla todo el rato. Si te ayudan, será mejor para todos y llegará a más gente, que de eso se trata. Porque la cultura es para que nos nutramos toda la sociedad, que para eso pagamos impuestos. Para todo. Para poder disfrutar de ella también. Pero no voy a meterme ahí, porque a mí no me han subvencionado nunca. ¿Ahora voy a ponerme a pedir subvenciones? Pues me estoy dando cuenta de que igual va a ser más marrón, porque me van a pedir cosas a cambio que igual no me sale de los cojones dar. Así que me he dado cuenta de que no lo necesito. Ahora, si me entero de que hay algo superguachi, igual tiro el papelito… [risas]
¿Qué Goya te dolió más perder, o no ganar, el de La novia, o el de Dolor y gloria?
Hombre, con el de La novia lo pasé muy mal, porque me puse muy nervioso. Cuando estás nominado a un premio así de importante es muy bonito cuando te enteras, pero luego… En la gala se pone uno muy nervioso, porque estás superexpuesto. A mí me encantaría que los premios, que son muy bonitos porque es el reconocimiento de los compañeros, te los mandaran a casa. Y tú en pijama ponerte a dar gritos como loco. Pero que te vea todo el mundo, tener que dar un discurso elocuente, no cagarla, acordarte de todo el mundo… No sé, me parece… demasiado privado.
Lo de decir que se pasa mal al estar nominado a un premio no es habitual. Los actores soléis agarraros al tópico: «Yo ya estoy honrado con que me nominen al lado de estos compañeros brutales…».
[Risas] A ver, claro, es que eso, aunque sea un tópico, es verdad. El día de la gala hay mucha logística: yo fui con mi padre y me separaron de él, haces la alfombra roja con mogollón de gente, estás ahí vestido de gala que pareces, yo que sé, carnaza vestida de gala. Los Goya no son una fiesta cómoda, al fin y al cabo, es una venta de carne. Maravillosa carne, pero es una venta. Hay veces que dices: qué divertido, pero otras solo quieres sentarte porque estás muy nervioso y no quieres responder más preguntas, porque si dicen tu nombre vas a morir, y si no lo dicen, también. Es una movida. Lo disfrutas cuando estás en tu puta casa y te dicen que estás nominado.
La primera fue leyendo con Emma Suárez los nominados, y le tocó a ella decir mi nombre. Yo lo vi de reojo y flipé, porque nunca me lo habría esperado, mucho menos de protagonista, cosa que nunca entendí, porque para mí el personaje es secundario o de reparto, pero no sé qué políticas habría. La segunda, por Dolor y gloria, me pilló de fiesta —vamos, de resaca—. Me había pegado un fiestón el día antes y de repente… ¡zasca! A mí no se me nota la resaca porque soy un profesional, pero me fui a la Academia con una hostia encima muy gorda. Me dio un poco de ansiedad ir allí con la prensa y tal. En realidad, celebro con más ilusión los éxitos de mis amigos, porque ahí puedo gritar en medio de la gala y levantarme y volverme loco.
«Defiende tu sombrero por ridículo que parezca» fue el leitmotiv de El intérprete. ¿Qué significa?
Es algo que me ha acompañado siempre, durante mucho tiempo. Tiene que ver con decidir mojarse y estar expuesto, ser artista hasta el final. Todo eso que a mí me dolía desde pequeño, de lo que se reían de mí, darle la vuelta y utilizarlo como mi estandarte. La frase me la dijo una amiga en un momento en el que yo sufría mucho: «Asier, lo importante no es elegir el sombrero que te compres, o lo que esté de moda, o cómo ponértelo. Lo importante es que el que tengas lo defiendas, y se convertirá en tendencia». De lo que se ríe todo el mundo de ti, si tú lo ensalzas, se convierte en tendencia. Me emocioné tanto que dije: «Ese soy yo». Y creo que los artistas que más admiro son los que han defendido su sombrero y que en algún momento, para alguna gente, les resultó ridículo. Por eso la convertí en la frase estandarte de El intérprete, del show. Hay gente que hasta se la tatuó.
Decía Groucho Marx que no hay nada más aburrido que el relato de un autor acerca de sus éxitos. ¿Cuáles han sido tus fracasos?
Sí, he tenido momentos de fracaso total, o de hacer escenas horrorosas cuando no estaba preparado en series… O en la música, también. Hasta este momento, con los cuarenta y cinco años que tengo, yo no he podido hacer música. Todavía hay días que me digo que tiene cojones que un concierto de los que yo hago, de dos horas, que me desvivo y me pego unas palizas físicas que me destrozo, si lo hubiera hecho con veinte años con la energía a tope… Yo quería haber hecho eso. Con la música siempre he sentido una sensación de fracaso, porque era incapaz de hacer lo que más me conformaba como persona. Por eso ese Mastodonte ahora tiene tanta importancia.
Tuve una banda en Madrid, los Blue Alien’s Temple, que terminó por separarse porque no había forma de sacarlo adelante. Y era un disco acojonante, en inglés, hecho como en 2005. Me llamaron como vocalista e hicimos unos temazos alucinantes. Y tengo un recuerdo de unos premios de la música que me llamaron para que los presentara, cuando estaba en Cabaret. Acepté, pero pedí que a cambio me dejaran tocar con mi banda, porque el objetivo era ese, que la industria musical me viera con mi banda. En los ensayos tocamos un temazo, pero cuando llegó el falso directo —luego se retransmitía con delay de veinte minutos—, no sonaron las programaciones. Solo sonó el bajo y la batería, y no se podía parar porque era en directo. Casi me muero de vergüenza cuando pasó. Y de repente, descubrí que alguien había quitado el cable de las programaciones. Me dijeron: «Asier, es que no interesa. No interesa que tu banda suene mucho mejor que las que están premiadas. No puede ser, porque esto lo pagan las discográficas, y a ti no te conoce nadie».
Sé que hubo una parte de descuido total, no sé si se hizo adrede o no, pero sí hubo premeditación en que yo no pudiese hacerlo como lo habíamos hecho en los ensayos. Con la música siempre he sentido que no podía desarrollarme, porque me ha perseguido siempre la mierda esta de «es un actor que canta». Yo mataría cuando escucho eso. Porque no me conoces. No sabes cuál es mi proceso, no tiene nada que ver. Para mí la música es sagrada, me dedico a hacerla desde que tengo uso de razón. Siempre he sentido que no se me tomaba en serio, incluso entre los músicos. Cada vez que había un momento de exposición importante, pasaba algo que hacía que fuera vergonzoso. En esos premios me cabreé muchísimo, y lo dije: «Me habéis jodido. Vale que toda la industria musical me ha visto así, pero no quiero que el público vea esta puta mierda». Amenacé con no seguir presentando el programa a menos que me aseguraran que después, cuando terminase, nos dejaran grabar la actuación con todas las programaciones como tenían que estar. Y así fue. Lo que se vio en ese programa fue la segunda grabación con los Blue Alien’s Temple, pero lo que vio la industria fue una vergüenza. Yo tengo ese momento grabado, porque me quería morir. Con la música siempre ha habido algo que me ha dolido mucho, por eso decidí hacerlo con suficiente tiempo, dinero y crecimiento, para poder sacarlo yo sin necesidad de nadie más.
¿Ahora cómo te trata la industria? ¿Mejor?
Pues ahora mucho mejor, porque la verdad es que flipan. Todos los que ven a Mastodonte —las discográficas, los mánagers, todos— se quedan completamente locos. Hemos tenido las mejores críticas en los festivales, y digo: mira, por fin, es justo. Os ha costado mucho daros cuenta, pero bueno.
Al principio de 2020 dijiste que estabas en un momento de sueños cumplidos. ¿Y ahora?
Pues sí, otra vez. A mí la covid-19 me ha sentado fatal. Al estar encerrado, me ha vuelto toda la inseguridad, el no creer en mí mismo, la sensación de vejez…, porque cuando no genero nada, a mí me tira a eso. Me tira a la apatía, a la vagancia que lleva a más vagancia y, sobre todo, a dudar de mí y de la banda. Porque toda la factoría y yo trabajamos de juntar a gente. Si no se podía juntar a gente, llegué a pensar que no podríamos ir al teatro nunca más, como de ciencia ficción. Me ha angustiado mucho, porque he llegado a pensar que se había acabado aquí mi carrera. Asier, hasta aquí. Eso he llegado a pensarlo mucho. Pero, curiosamente, nada más terminar la primera desescalada, me llamó Alfredo Sanzol para inaugurar la nueva temporada del Valle-Inclán con el Centro Dramático Nacional, con Mastodonte. Un concierto para abrir la temporada de teatro, sin público, pero grabado. Y a mí se me ponen las pelotas así [abre muchísimo las manos]. Para mí ha sido un motor acojonante. En dos días hemos creado un material fantástico, todo se vuelve a mover. Yo ya no estoy parando otra vez. Vuelvo a estar animado.
Y estás rodando la serie Sky Rojo para Netflix, que he visto en esa mesa los guiones.
En el confinamiento, que me llegaban guiones nuevos, tenía que parar de leerlos porque me daban microataques de ansiedad, de lo bruta que es la serie. Cada capítulo dura veinticinco minutos, es sexo explícito, violencia a muerte, una cosa medio Tarantino, con aberración, mucha comedia y humor negro. Se juega con la prostitución, pero también hay empoderamiento de las mujeres; los personajes son muy límites, muy macarras, hijos de puta con mucho carisma. Escribe Álex Pina y todo su equipo, que es una locura. Hay giros de trama continuamente. Mi personaje no puede ser más histriónico. Mañana es mi primer día de rodaje después del confinamiento, pero ya tenemos una temporada entera grabada. Yo pensaba que iban a tener que cambiar los guiones, porque no hacemos más que follar, con orgías y todo. ¡Pues no, es más bestia! [risas] Romeo, mi personaje, tiene como el Guggenheim de los puticlubs. Es la hostia, mi club es mi obra maestra, con su mafia y todo. Es una especie de Leonardo da Vinci de las putas. No es un proxeneta chulo al uso, es un iluminado que cree en el sexo. Una especie de Calígula, un flipado. Me lo paso bomba, y también me cago de miedo. Va a ser un tironazo, estoy convencido, con capítulos como un rayajo.
A qué pocos ingenuos has interpretado tú, ¿eh?
Ya, con lo pava que yo soy [risas]. La gente me tiene como miedo, solo me ven como un retorcido psicópata, pero luego yo soy un buenín.
No se para que mandamos naves a Marte pudiendo llegar al ego de este señor.
Madre mía, que intensidad en cada respuesta, que sensibilidad a flor de piel cada dos frases, que necesidad de convertir cualquier vivencia en EL EVENTO.
Por lo que veo, sobreactúa en todas las facetas de su vida, no solo delante de la cámara o en el escenario.
Pues que ratito más agradable acabo de pasar con este señor. A pesar de lo extensa no se hace nada larga la entrevista…La verdad es que no conocía demasiado de su trayectoria pero parece un tipo interesante que cree en lo que hace.
OLÉ!!
Amo a Asier. Le vi en “El intérprete” 5 veces, y lleve a unas 20 personas en las distintas ocasiones.
En un momento personal muy duro, me ayudó a salvar mi vida con esa obra.
Y es un intenso, con dos cojones, porque puede y lo vale todo, y un encanto en el trato personal (pude hablar con él un ratito tras una de las representaciones, agotado y extenuado tras la maravilla que era esa obra, todo atención a mí persona).
Animal escénico con mayúsculas.
Le conocí en la nueva serie de Netflix, SkyRojo, y me sorprendió muchísimo. Buen actor!
Me encanto la entrevista, felicidades por su trabajo.
Saludos!
Pablo.