Quizá no haya muchos motivos para visitar Villa Médici en una Roma donde se atascan las joyas arquitectónicas, pero este relato comienza allí. Sobre las escaleras de la Piazza di Spagna se yergue una fachada austera y proporcionada pero no suntuosa. En realidad lo que se ve no es la fachada sino la trasera del edificio. Desde principios del ochocientos es sede de la Academia Francesa y se puede visitar, junto con los extensos jardines. Desde estos se aprecia la verdadera fachada, debidamente ornamentada; es la que verían los huéspedes que llegaran en carroza o a caballo, es decir todos los huéspedes. No es el palacio Doria Pamphili y quizá por sus actuales funciones el interior es austero y casi obliga a divorciar ese sólido matrimonio entre «familia Médici» y «extrema magnificencia» que se tiene alojado en la memoria.
Alberga un retrato ante el cual suele detenerse el guía de la visita. Representa un hombre joven, en la treintena, con hábito de cardenal. El guía explica que se trata de Fernando de Médici, el primero de su familia en habitar la villa, levantada para el cardinal Ricci di Montepulciano. Fernando era un hijo menor de Cósimo el Joven, que adornó su nombre con un ordinal regio para marcar su condición de primer gran duque de Toscana.
Así pues, los cronistas escriben Cósimo I, una vez que ese título, concedido por el papa Pio V, que no tenía ninguna atribución para ello, le fue reconocido por Maximiliano II, que sí la tenía. Carlos V se había negado a hacerlo, a pesar de ser la española Eleonor de Toledo, hija del virrey de Nápoles, esposa de Cósimo y madre de sus diez hijos.
El guía disfruta contando una historia de ambición y crimen, como corresponde a un Médici. Explica que el cardenal, habiendo sido elevado a tan alta (y venal) dignidad a los catorce años, acabó siendo, a su vez, gran duque y como tal murió a su tiempo (con sesenta años) ¿cómo ocurrió esto? De forma francamente expeditiva, según el guía. Invita a comer a su hermano Francisco I, entonces gran duque, y a su esposa y los envenena. Mueren ambos casi simultáneamente, Fernando cuelga el hábito y se instala en Florencia, proclamado a su vez gran duque.
La atención del visitante había vagado por la estancia, de escasa decoración y modestas dimensiones, por la gran cama que ocupa el centro, por la ventana que se abre sobre la plaza y también, de pasada, por el propio retrato, uno de tantos. Ahora en cambio, conocida su hazaña, el cuadro cobra gran interés. El cardenal está de pie, en una posición escorzada que se vuelve hacia el pintor, mostrando su lado izquierdo.
Es un bel uomo, como corresponde al hijo de Cósimo y de Eleonor, ambos decididamente guapos a juzgar por sus retratos. El visitante se fija más en él, se fija en su mirada queriendo ver en ella algo parecido a lo que vio Velázquez en la de Inocencio X, pero no acaba de conseguirlo.
La expresión es reservada, la mirada quizá desdeñosa, un tanto lejana y desde luego indiferente, con la indiferencia del que por cuna está por encima de los demás, pero no se trasluce maldad, ni tampoco lo contrario, solo esa serenidad indiferente o condescendiente.
Surge la duda: ¿fue realmente capaz de algo así? Hay una respuesta genérica, a su vez en forma de pregunta: ¿de qué no fueron capaces los Médici? Su padre había liquidado a todos cuantos le ayudaron a tomar el poder en Florencia, incluido Guicciardini, el conocido historiador, que intentó salvar su vida retirándose de la cosa pública y que no debía de representar ningún peligro serio, excepto el peligro de representar ecuanimidad de juicio y ausencia de servilismo, dos amenazas serias en la mente deformada de los déspotas. En cuanto a las relaciones familiares, los sicarios de Cósimo persiguieron hasta Venecia a un primo lejano, Lorenzino, refugiado allí; un crimen necesario cuando se está convencido de que un Médici al que no se controla es el peor peligro para otro Médici.
Pero la pregunta más relevante, la pregunta inevitable es otra: ¿qué sociedad era aquella en que un crimen tan flagrante obtiene como recompensa un gran ducado? ¿Es posible tamaña impunidad triunfante por parte de un miembro de la Iglesia? Es necesario aclarar que no se trata de una pregunta ilusa. Ya se sabe que no reinaba la justicia en esos tiempos y menos frente a los privilegiados, pero también se sabe que todos tienen enemigos y los Médici más que otros. ¿Nadie levantó la voz de la denuncia? ¿Ni una mano vengadora? Es decir, ¿tampoco existía esa forma de justicia que es el ajuste de cuentas entre desalmados?
Se sale del paseo guiado sin respuestas y la imaginación encendida ve a los esposos que comienzan a sentir los primeros efectos, que se miran uno al otro, al principio con cierta preocupación pero sin querer entender todavía, ve la inquietud, ve las caras donde asoma la sospecha conforme el dolor se hace más agudos, ve las arcadas, el vómito, el desarreglo de todo el organismo, los espasmos. Y todo es más atroz porque cada uno los padece en sí y los ve reproducidos en el otro y en sus ojos lee su propio espanto, su lucidez ante la verdad, aquello es el fin. ¿Maldicen? ¿Acusan? Quizá no, quizá se niegan a aceptar semejante iniquidad y mueren sin acusar, entre doctores y criados que se afanan alrededor.
También ve al envenenador recibiendo noticias en la antesala. Puesto que él, según el guía, los ha invitado a comer supone que están en este mismo palacio, supone que los criados son leales al cardenal y le van trayendo las novedades: «han vomitado», esto es una mala noticia, «no, no han vomitado» bien, el veneno está actuando, ya ha penetrado en la sangre y se está difundiendo, «les cuesta respirar» «se están amoratando», «los médicos no saben qué hacer», «un médico quiere sangrarlos, pero el otro se opone», «tienen espasmos que sacuden el lecho», «han perdido el conocimiento», «el final no puede tardar». El cardenal se siente aliviado. Mueren al fin, es el momento de ser generoso con los testigos, de comprar voluntades, de que los doctores certifiquen que murieron de una extraña indigestión que, colmo de la extrañeza, atacó a ambos por igual, pero no al hermano. Conseguido esto, el cardenal se dispone a recibir los pésames. ¿Con qué cara? Bien, con la misma cara que le ha pintado el retratista, una cara serenamente distante pero que también refleja una reserva que quizá se puede confundir con un dolor contenido. Más tarde, ya sin arreos cardenalicios, se dedica a lo que todo gobernante florentino debe dedicarse: dar espectáculos, fiestas, torneos, desfiles, entretenimientos y dádivas a la población. Así se gana las voluntades, los florentinos han visto tantas cosas extrañas por no decir truculentas y siempre han salido mirando al frente. ¿De qué sirve reconcomerse? Comamos y bebamos y murmuremos también, por supuesto, pero que esto no nos impida disfrutar, en realidad forma parte del disfrute, lucidez pero lucidez cínica.
El nuevo gran duque se casó con una francesa de la casa de Lorena, tuvo nueve hijos, le sobrevivieron ocho y gobernó algo más de veinte años, parece que bien o al menos no demasiado mal. En fin, un crimen redondo, un asesino afortunado en una familia sin ningún escrúpulo y un final de cuento de hadas.
De forma que, bien pensado, no hay mucho motivo para dudar de la versión del guía, a pesar de la irritación que produce ver a un desalmado salirse con la suya y del desánimo que sigue a la irritación.
Pero he aquí que la historia se queda alojada en la memoria y da lugar a un prurito investigador. El turista sabe que Stendhal en sus escritos sobre Italia relata sucesos parecidos y busca.
Y encuentra. Su Historia de la pintura en Italia, está dedicada a «su majestad Napoleón, emperador de los franceses desterrado en la isla de Santa Elena». Es de admirar la lealtad de este rendido súbdito que no reniega de su sanguinario héroe aunque se encuentre vencido y desterrado. A Stendhal le imantaban los caracteres fuertes y en Italia halló de qué servirse, entre tanto Orsini, Sforza, Cenci y otros, además de los Médici.
En el prólogo de la Historia cuenta así los hechos:
La gran duquesa es una veneciana muy bella pero estéril, si su marido muere sin descendencia masculina el ducado pasará… al cardenal precisamente, con el que su esposo no tiene buenas relaciones. Entonces, de darse esa circunstancia, ella quedará a merced de su cuñado. Por casos anteriores en la misma familia le consta que esa sería una situación sumamente desaconsejable, si se usa un eufemismo, peligrosa, si se prescinde de él. Se le ocurre entonces fingir un embarazo y con la ayuda de su confesor tiene lugar la siguiente operación. El embarazo llega a su supuesto término y a la gran duquesa le acometen los dolores del parto, está en sus estancias asistida por sus doncellas y reclama naturalmente la presencia del confesor, ya se sabe que antiguamente los partos colocaban a la mujer en peligro de muerte. Viene el confesor presuroso, con un neonato arrebujado en su gran manto y se encuentra con el cardenal que está en una de las antesalas esperando el advenimiento de su sobrino. El cardenal se acerca a saludar al confesor, lo abraza y… ve al niño y adivina el engaño.
Se ha descubierto el montaje, la duquesa se cree perdida, tiene que hacer algo. Tiempo después se celebra un banquete con ocasión de ese nacimiento o con otro pretexto y la duquesa hace preparar el plato favorito de su cuñado, el cardenal, ese plato se llama manjar blanco y está hecho de gallina muy cocida y desmenuzada, azúcar, leche y harina de arroz, todo ello enriquecido con veneno, en este caso. Sin embargo el cardenal ya no tiene hambre o bien alguien le ha dado aviso, el caso es que rechaza el dulce. El gran duque, que también gusta de ese plato dice que lo comerá él, la gran duquesa, espantada, decide morir con su marido, antes que confesarse envenenadora; se sirve también y ambos mueren. El cardenal se convierte así, inocentemente, en gran duque.
Esta versión es sumamente pintoresca, tiene intriga, venenos, una mala mujer que, como Medea, es también una envenenadora y además una moraleja de mucho tirón, he aquí al cazador cazado, más bien cazadora, pero sirve lo mismo. Es un buen argumento, se entiende que fascinara a Stendhal pero ¿es verosímil? Es más, ¿Stendhal nos lo cuenta porque se lo cree o porque quiere jugar con nuestra credulidad?
Hay algo molesto, y es el tópico de la mala mujer, la malvada envenenadora que además sería una estúpida. Cualquier italiano de la época, en esos círculos aristocráticos, tenía que saber cómo desempeñarse en esas tareas sin meter la pata hasta la oreja. Además, una mujer de recursos, como debía de ser la duquesa para tramar ese engaño, ¿no tuvo ningún pretexto a mano para que retiraran ese plato? ¿No fue capaz de tomar una minúscula cucharada y fingir que habían agriado la leche? ¿Hay que creer que carecía por completo de redaños?
Cierto es que por otro lado propone una duquesa romántica y heroica, capaz de morir con su esposo, por amor, por salvar las apariencias, por ambas cosas pero ¿alguien haría eso? Las heroínas de Stendhal sí, pero…
Es una primera objeción al relato, a continuación surge otra más seria: ¿puede una mujer fingir un embarazo ante su propio esposo? Un esposo amante y enamorado, como luego se verá. No solo roza lo increíble, se adentra en ello suponer que el esposo no fuera cómplice y si lo era también lo sería del peligro que representaba un hermano sabedor de semejante secreto. De donde el pensamiento lógico concluye que también debía de ser cómplice del intento de envenenamiento. Aunque… ¿se rige la vida por el pensamiento lógico?
Según esta versión no estaban en Villa Médici sino en un palacio campestre en los alrededores de Florencia, en un lugar llamado Poggio a Caiano, que había sido levantado por orden del mismísimo Lorenzo el Magnífico quien, como todos los Médici, sentía pasión por las construcciones y los jardines… entre otras pasiones, claro está. Pero en fin, el asunto es que el cardenal era huésped de su hermano y su cuñada y no al revés, en una villa tan suntuosa, esta sí, que hacía verdadero honor a los Médici y que incluso Carlos V declaró digna de un emperador. ¿Sería una indirecta? ¿Pretendía que se la regalaran? No lo consiguió y Yuste, modesto y recogido, resultaría ser mucho más adecuado para abandonar el poder y sus vanidades y dar ejemplo de renuncia mundana.
Stendhal, a diferencia de lo que hace en sus Crónicas italianas, no cita ningún documento como base de su relato. Posiblemente lo ha tomado de la rumorología, convertida en leyenda popular, que no podía aceptar que muertes tan súbitas y tan oportunas (para el cardenal) hubieran sido casuales.
Y para entender esa leyenda conviene conocer algo mejor la historia de la pareja ducal, que el propio Stendhal facilita.
La duquesa, Bianca Cappello, pertenecía a una noble familia veneciana, en una época (siglo XVI) en que las mujeres solían pasar de un dueño a otro. Primero pertenecían a su padre, luego a su esposo. De acuerdo con esta condición, su padre la tenía encerrada a cal y canto para preservar su castidad antes de entregarla a su siguiente dueño (cuando apareciera el candidato adecuado). Se le permitía asomarse a la ventana, dice Stendhal, y debía de asomarse mucho para escapar, al menos con la vista, de su cárcel-palacio. Su belleza llamó pronto la atención de un joven florentino. Visitas repetidas bajo su ventana dan lugar a un enamoramiento correspondido, pero el joven carece de patrimonio, tiene que trabajar para vivir (colmo de indignidades para la mentalidad aristocrática), pues de hecho está empleado en un banco. Ninguna posibilidad de matrimonio. Stendhal se extiende sobre los particulares del cortejo y la fuga posterior en un carro de heno. La fortuna les acompaña pues, en efecto, logran salir de Venecia y llegar sanos y salvos a Florencia, a pesar de los dos mil ducados que los Cappello ofrecen por la cabeza del joven. Bianca tenía quince años.
Viven precaria y pobremente y de nuevo ella, cuando está sola en casa, pasa las horas asomada a la ventana de su modesta vivienda en la Via Larga. Vuelve a llamar la atención por su belleza y algún cortesano le comenta a Francisco, primogénito y heredero de Cósimo, que la protagonista de aquella fuga, que debió de ser sonada, la joven veneciana, se encuentra cerca, precisamente en la capital de sus dominios. La curiosidad le pica como es natural, se pasea por la Via Larga, la ve, queda prendado, se conocen y pronto surge, según nos asegura Stendhal, un triángulo con el consentidor amante, de nombre Buenaventuri. Francisco está casado con una hermana de Maximiliano que apela inútilmente a su suegro y luego a su propio hermano para que pongan fin a ese escándalo y a su humillación. En vano.
El azar en forma de fatalidad para unos y de fortuna para otros, el azar carente de escrúpulos, interviene resueltamente. Buenaventuri, que al parecer era un cabeza loca, muere en un duelo y la esposa del duque no tarda mucho en hacerlo, a consecuencia de un mal parto. Francisco y Bianca se casan en secreto y tiempo después lo hacen públicamente con gran fasto. Incluso cuentan con la presencia de una delegación veneciana que no puede por menos que celebrar la ascensión de una tan querida hija de la república a esta elevada dignidad. Francisco es ya gran duque pues su padre ha abdicado.
El gran duque tenía varias hijas de la princesa austríaca y también un varón, Filippo. Este niño muere con cinco años, cuando él ya está casado públicamente con Bianca. La rumorología florentina se dispara, se considera sospechosa esta muerte; no puede ser casual, Bianca tiene que haber envenenado a su hijastro.
Francisco y Bianca se amaron durante más de veinte años, si se cuentan desde su primer encuentro, en 1563; fueron felices y murieron a la vez. He aquí una historia de novela romántica con un digno final.
Es una historia cierta, los hechos narrados por Stendhal se corresponden con lo sucedido, aunque añada pinceladas novelescas, esa Bianca eternamente asomada a una ventana, por ejemplo. Se entiende que quedara fascinado, he aquí unos personajes italianos capaces de construir con sus vidas un relato que sobresalía entre los construidos con su imaginación.
Pero hay más versiones de esas muertes. Franco Cesati, cronista e historiador florentino, autor de Los Médici (1999) coincide con la versión de Stendhal en varios puntos. Da por buena la esterilidad de Bianca y reproduce el retrato de un adulto, ya barbado, de nombre Antonio, que debió de ser el niño que se quiso hacer pasar por hijo, según Stendhal y la rumorología florentina. Contradice, sin embargo, esa versión el hecho de que el niño fuera, en realidad, adoptado por Francisco pues no se adopta a quién se pretende hacer pasar por hijo natural. Por otra parte, que el niño llegara a la edad adulta nos lleva a sospechar que el cardenal, si era en verdad asesino, no era muy meticuloso porque de serlo habría liquidado también al crío; en esos tiempos no se dejaba vivir a quien podría convertirse en un vengador. Su propio padre le habría señalado el camino, según se ha visto más arriba.
Son dos grietas en la verosimilitud de lo visto hasta aquí.
Según Cesati es injusto acusar a la duquesa de la muerte de Filippo, en una época en que los niños, incluso los hijos de la aristocracia, morían con frecuencia. De los diez que engendraron Cósimo y Eleonor dos murieron siendo bebés y tres en la adolescencia. Pero la atribución ya nos ilustra sobre la habladuría reinante en Florencia a propósito de Bianca, quizá no por ella misma sino por el prejuicio contra lo extranjero, contra lo veneciano en particular, al ser Venecia la gran enemiga de Florencia. A ello se añade su condición de madrastra, un papel sobre el que cargar maldades sin mucho miramiento. Todo ello habría deformado los hechos hasta dar lugar a la pintoresca versión que narra Stendhal.
Cesati coincide con las versiones anteriores en que las muertes fueron casi simultáneas, dato cierto atestiguado documentalmente, y también, como escribe Stendhal, ocurrieron en la villa de Poggio a Caiano. Están ahí los grandes duques y han invitado al cardenal con el que tienen una relación tirante, de enfados y reconciliaciones, estas últimas favorecidas o conseguidas por la duquesa que, en esta versión, es una mujer inteligente y discreta, poco dada a exhibiciones y excesos, además de seguir contando con un marido enamorado. Bien, el duque sale de caza una hermosa mañana, la duquesa queda en palacio, que matar animales inocentes no era cosa de mujeres en esa época y terminada la partida, él vuelve reumático y febril. Es el 8 de octubre de 1587. A las pocas horas enferma también la duquesa.
Se sabe que el duque es un hombre culto, interesado en filología y fundador de la Accademia della Crusca, el equivalente italiano que aún hoy pervive, de una academia de la lengua. También tiene fuertes inclinaciones científicas, principalmente hacia la alquimia, fabrica sus propias pociones y se hace traer ingredientes incluso de oriente. De acuerdo con su costumbre se medica él mismo con sus propias fórmulas magistrales y también medica a su esposa. No hay mejoría, ambos empeoran hasta llegar al estado crítico y mueren el 19 de ese mes, primero el duque y horas después la duquesa. Él tenía cuarenta y seis años, ella treinta y nueve.
Esta doble muerte tan oportuna para el cardenal, levantará sospechas, ya se ha dicho, y este ordena practicar la autopsia a los cadáveres, de donde los médicos concluyen que ella ha muerto de hidropesía, una afección que ya la hacía sufrir de tiempo atrás y él, el gran duque, de los extraños remedios con los que ha intentado curarse. ¿Podrían estar los médicos sobornados por el cardenal? No es imposible pero los hechos parecen aportar pruebas de que la enfermedad fue la causa en uno y otro caso. Como se ha ilustrado más arriba, no era raro morir en la flor de la edad, tal como se decía en esos tiempos.
Esta historia ha llegado hasta la Enciclopedia Británica. Ahí se lee que la causa de la muerte fue casi seguramente la malaria, endémica en la Toscana en esa época. La misma malaria que años antes habría causado la muerte, casi simultánea, de Eleonor y de dos de sus hijos. Naturalmente, estas tres muertes tampoco podían ser inocentes para la imaginación florentina, de forma que circuló la siguiente versión, que también Stendhal reproduce: en una disputa de caza sobre quién había en realidad abatido la pieza, un hermano mata a otro, el padre Cósimo mata al asesino y la madre Eleonor muere de tristeza. Esta es una versión irónica del refrán; «cría fama y échate a dormir», cuya aplicación no tiene por qué limitarse a «la buena fama».
Última vuelta de tuerca, si se acude a la red se lee que recientemente se han practicado dos análisis forenses. El primero descubre restos de arsénico, compatible con una muerte lenta por envenenamiento, pero incompatible con la fiebre que atestiguan todas las fuentes. El segundo encuentra que el primero no estuvo bien hecho, descarta el arsénico y aísla, en cambio, restos de una proteína en los huesos que el organismo produce cuando es víctima de unas fiebres tercianas que en su forma aguda es lo que se conoce como malaria, tal como figura en la Británica.
Bien, los datos digamos externos y gruesos son siempre los mismos, Fernando hereda el título de gran duque porque los anteriores mueren a la vez, pero hemos pasado de un cardenal asesino sin escrúpulos a la mano del azar, en este caso convertido en fatalidad para unos y lotería para otro. ¿Qué tendrá el azar que nos resulta tan poco satisfactorio? Un final que no tiene otro agente que la casualidad es siempre un poco decepcionante. Pero ya lo dijo Nabokov en su Lolita, nadie puede cometer el crimen perfecto pero el azar sí puede.
Que bien Pilar, celebro leer este texto
Muy buena publicación.
Muchas gracias.