Cine y TV

Se busca guionista para adaptar «The Front Page» al siglo XXI

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Cary Grant y Rosalind Russell en His Girl Friday (Luna nueva), 1940, segunda adaptación dela obra teatral The Front Page.
Fotografía: Columbia Pictures.

Mi lección preferida sobre el noble oficio del periodismo está en las primeras páginas de las memorias de Indro Montanelli. El maestro italiano recuerda sus primeras experiencias en la profesión y cómo siendo muy joven salió de la Italia de Mussolini para trabajar como aprendiz de la United Press en Nueva York: 

En United Press tenía vigencia un solo mandamiento: «Escribe de manera que te entienda el lechero de Ohio». Me inscribí en un curso nocturno de periodismo. Los artículos no eran juzgados solo por los profesores, sino también por un auditorio de personas corrientes. En cierta ocasión, uno de los asistentes me hizo públicamente una objeción que me pareció desprovista de fundamento. «Usted no ha entendido…», empecé. El otro dio un puñetazo en la mesa y, rojo de ira, chilló: «¡Si yo no he entendido significa que el imbécil es usted!». Aquel día yo, que venía de la Italia engreída y autoritaria del fascismo, comprendí que había topado con la democracia.

Es una lección poderosa, sin duda, pero que no prevé lo que debe hacer el periodista si el lechero de Ohio no cumple con su parte del contrato. Es decir, si este solo quiere leer carnaza, basura e idioteces. O, dicho en términos actuales, si solo atiende a clickbaits, a ideas endebles pero reafirmadoras de prejuicios que caben en un tuit y a vídeos varios de animales (o personas) haciendo cosas de animales.  

Años antes de convertirse en uno de los mejores guionistas del Hollywood clásico e inscribir su nombre en las enciclopedias de cine, Ben Hecht fue un reportero experto en despertar los peores instintos de los peores lecheros de Ohio. Cuando se sentó por primera vez en la mesa de redacción venía de trabajar en un circo, así que llegó al gremio bien preparado. El currículum de Hecht en el Hollywood de los años treinta o cuarenta, con sus guiones para Hawks o Hitchcock, es bien conocido (Scarface, Recuerda, Encadenados, colaboraciones sin acreditar en La diligencia, La soga, Lo que le viento se llevó y un largo etcétera). Lo es algo menos su experiencia previa como reportero en Chicago. Y no en cualquier Chicago: trabajó allí de 1910 a 1924, más o menos en ese momento y lugar que sigue siendo, aún hoy, «el Chicago de las películas». Uno tiende a imaginar (la perpetua idealización de los presuntos «días gloriosos» del oficio invita a ello) a todos los redactores de la ciudad entregados a denunciar los tejemanejes de los precursores de Al Capone o la participación interesada de la policía en los trapicheos de la Prohibición, pero Hecht contaba que se dedicó mayormente a tareas más prosaicas, pero muy determinantes para la supervivencia de su periódico. Como colarse en las casas de las víctimas de asesinato para mangar del mueble del salón alguna foto familiar del muerto a publicar en primera página, por ejemplo. Se cobraba una miseria, se vivía al día y cada veinticuatro horas había que entregar algo interesante. Las historias que daban de comer estaban en prostíbulos, salas de juego, comisarías, juzgados, manicomios y demás, y Hecht vivió en ellos quince años aprendiendo a escribir rápido y a vivir sin apenas horas de sueño. Si las piezas publicadas eran escabrosas, se comía más. Todos los reporteros que, como Hecht, veían su talento desaprovechado en mal pagadas crónicas morbosas, cultivaban una previsible ambición literaria. Por eso en las páginas de sucesos (que ocupaban medio periódico, tirando por lo bajo) abundaban las noticias con más de ficción novelesca que de realidad. La verdad era un lujo para estómagos bien alimentados, y en la profesión estos no abundaban. 

El giro dramático hacia Hollywood, el camino del dinero y la vida acomodada de guionista de exorbitante caché le fueron revelados a Hecht en 1926: recibió un telegrama de Herman Mankiewicz (hermano de Joseph y a la postre guionista de Ciudadano Kane) que sigue siendo, aún hoy, la prueba palpable de lo que motivó a las mejores plumas del país a buscar trabajo en la fábrica de sueños: «Por aquí fluyen los millones y toda tu competencia es una vulgar panda de idiotas. No dejes escapar esta oportunidad». Hecht, que en las noches en que no salía a buscar carnaza en Chicago había escrito algunas obras de teatro y una novela lo suficientemente bien recibida por la crítica para darle de comer lo justo, se mudó a Los Ángeles, y el resto es historia del cine. Pero antes de establecerse allí dejó testimonio de sus años locos de reportero. Junto a Charles MacArthur, un viejo colega de los días de Chicago que también haría carrera en Hollywood, escribió a dos manos la obra de teatro que sigue siendo, a día de hoy, la más célebre sátira de los vicios más perversos del gremio periodístico: The Front Page (Primera plana), estrenada con inmenso éxito en Broadway en 1928 y recuperada con frecuencia en las tablas neoyorquinas en décadas posteriores (el último montaje, con Nathan Lane, John Slattery o John Goodman en los papeles principales, data de 2016). Su vigencia y actualidad se explican porque, noventa años después, quizá seguimos detectando las peores manías de la profesión al abrir los feeds de noticias en el móvil. Su relevancia a través de las décadas también se explica por sus cuatro adaptaciones al cine: la de Lewis Milestone en 1931 (Un gran reportaje); la de Howard Hawks, una obra maestra absoluta (Luna nueva, 1940); la de Billy Wilder, con las esperadas y deliciosas dosis de vitriolo (Primera plana, 1974) y la de Ted Kotcheff (el director de Acorralado, nada menos) en una versión frecuentemente desdeñada pero más que digna (Interferencias, 1988).

The Front Page se desarrolla en el 1928 de su primera producción teatral, y sus reporteros protagonistas no se dedican a anticipar y alertar honorablemente del crack del 29 que está por venir, precisamente. La acción transcurre en el edificio de la corte criminal de Chicago, donde se dispone todo lo necesario para la inminente ejecución en la horca de Earl Williams, un pobre hombre malparado, no muy bien de la cabeza y bastante inocente, acusado sin demasiado fundamento de pertenecer a organizaciones subversivas comunistas y del asesinato de un policía negro. Su ejecución se ha retrasado para coincidir con la campaña de las elecciones en las que el alcalde y el sheriff de la ciudad esperan revalidar su mandato gracias al voto entusiasta, al calor de la horca, de la población negra (un detalle este reescrito en los montajes más recientes). En la sala de redacción del edificio los periodistas de varios medios de la ciudad, aburridos e indiferentes, entretienen el tiempo jugando al póquer, mirando por la ventana los preparativos del patíbulo y mandando con desgana a sus publicaciones crónicas con detalles inventados sobre la vida privada del condenado, su última comida y demás. También piden a las autoridades ejecutar al reo a las cinco de la madrugada en lugar de a las siete («así llegamos a la primera edición»). Entra entonces en escena Hildy Johnson, reportero estrella del Chicago Examiner, que viene al trabajo para despedirse: va a casarse y a mudarse a otra ciudad, dejando su puesto en el periódico para dedicarse a «un trabajo honorable». Pero no sabe que su jefe, Walter Burns (un tiburón sin escrúpulos, un caníbal de quiosco sin principios, versión de rotativa y galeradas del Michael Douglas de Wall Street) prepara varias maniobras de moralidad dudosa para mantener a cualquier precio a su mejor reportero, porque este es un imán de lectores de desbordante creatividad sensacionalista. Siguen varias escenas desternillantes de acción frenética y crítica social despiadada en las que desfilan por el escenario una procesión satírica de reporteros sin alma, políticos de tres al cuarto, ciudadanos desamparados y una prostituta humillada de buen corazón. No solo el periodismo: ningún otro estamento social (policía, poder político, opinión pública) quedan a salvo del escupitajo. Ben Hecht y Charles MacArthur, que sabían de lo que hablaban, dispararon con metralleta en todas direcciones.

En un momento de Conversaciones con Billy Wilder, el fantástico libro de entrevistas con el maestro construido por Cameron Crowe según el patrón del HitchcockTruffaut, Wilder habla de las diferentes adaptaciones al cine de la obra. Sentencia que la versión de Lewis Milestone de 1931 no se sostiene, y hay que darle la razón. Es una película que ha envejecido muy mal, a pesar de que Adolphe Menjou, nada menos, esté brillante como Walter Burns. Luego Wilder habla maravillas de la versión de Hawks de 1940, y admite que la suya de 1974, con Jack Lemmon y Walter Matthau, no está a su altura. Cuando Crowe confirma esta última afirmación con un lacónico «sí», Wilder apunta con sorna: «Vale, ahora sáqueme la daga». 

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Walter Matthau en The Front Page, 1974. Fotografía: Universal Pictures..

Pero hay que romper más de una lanza por Primera plana (1974) que es una película estupenda más allá incluso del previsible destilado chorreante de química entre Jack Lemmon como Hildy Johnson y Walter Matthau como Walter Burns. En ella hay varios detalles marca de la casa: por ejemplo, los reporteros aderezan la partida de póquer con varias botellas de whisky, y cuando se quedan sin hielo bajan a buscarlo a la morgue del patíbulo. Además Billy Wilder, como Ben Hecht, también fue periodista en sus años mozos. Uno de sus primeros reportajes pretendía ser una entrevista al mismísimo Sigmund Freud, pero nunca tuvo lugar. En 1925 Wilder, un chavalín, se presentó en el apartamento vienés del doctor y preguntó por él, pero apenas tuvo tiempo de entrever el famoso diván desde la entrada antes de que le echaran de la casa. Y es que el padre del psicoanálisis odiaba a los periodistas, seguramente porque lo sabía todo de sus peores pulsiones. Wilder se desquitó en 1974 con este diálogo memorable entre Earl Williams y Max J. Eggelhofer, el doctor vienés encargado de la evaluación psiquiátrica del condenado:

Doctor: Dígame, señor Williams, ¿fue usted un niño infeliz? 

Williams: No, no, tuve una infancia perfectamente normal.

Doctor: Es decir, quiso usted matar a su padre y acostarse con su madre.

Williams: Mire, si va a decir palabrotas….

Doctor: Cuando iba a la escuela, ¿se autolesionaba? («Self-abuse» dicho con doble sentido: se masturbaba).

Williams: No, no, señor. No creo en eso. Nunca me lesionaría a mí mismo ni a nadie más. Amo a todo el mundo. 

Sheriff (airado): ¡Supongo entonces que ese pobre policía se suicidó!

Doctor: Volvamos a la masturbación. ¿Alguna vez le descubrió su padre en el acto?

Williams: Mi padre nunca estaba en casa. Era conductor de la Chicago-Northwestern.

Doctor: ¡Ah, muy significativo! Su padre llevaba uniforme, como ese policía. Y cuando el policía sacó su pistola, un evidente símbolo fálico, usted creyó que era su padre, y que iba a usarla para hacerle daño a su madre.

Williams (mirando al sheriff): Este hombre está loco.

Eggelhofer recibe más tarde un disparo en los genitales. Los créditos finales nos dicen que acaba de publicar su último libro, un éxito instantáneo: La impotencia jubilosa.

Primera plana es una delicia, y sin embargo hay que darle la razón (otra vez) a Wilder, porque la versión de Howard Hawks (Luna nueva, 1940) es una cosa de otro planeta nacida de un fogonazo de inspiración: en una cena en casa con varios amigos, surgió un debate sobre quién era el mejor dialoguista del momento. Hawks apostó por Hecht y MacArthur, y extrajo de la librería una copia de The Front Page. Propuso leer en voz alta un intercambio entre Walter Burns y Hildy Johnson, reservándose a sí mismo el papel del jefe y pidiendo a una amiga que recitara las líneas de Hildy. El resultado fue tan sorprendente e inesperado que la idea genial surgió enseguida: rodar una versión de la obra como una screwball comedy, un torbellino desternillante sobre la guerra de sexos en el que Hildy es una mujer, Walter es su exmarido y ella deja el periódico para casarse con otro. Cary Grant sería Walter. Encontrar a Hildy (o Hildegard) fue más difícil, porque Hawks propuso un tour de force adicional: reescribir los diálogos de modo que se solapasen en todo momento, sin dejar siquiera medio segundo de silencio entre réplicas, y obligar a los actores a recitar sus frases a doscientas cuarenta palabras por minuto, un veinte por ciento más rápido que en cualquier película existente. Hasta seis actrices de primer nivel rechazaron el papel antes de que a Rosalind Russell le ofrecieran rodar la película de su vida. Luna nueva sigue siendo ochenta años después una montaña rusa apabullante y agotadora, descacharrante y de un cinismo extremo. Hawks no concede a Cary Grant un segundo de nobleza. Es el personaje más abyectamente adorable de su carrera, y ni que decir tiene que, aun siendo un cabronazo de primera, y dado que la película bucea con sorna en la risa amarga, al final se queda con la chica entre nuestras incómodas carcajadas. Ver esta película frenética y voraz es como deslizarse por un tobogán que se despeña por un alud que se precipita por un barranco durante una hora y media. No se ha visto cosa igual.

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Burt Reynolds en Switching Channels (Interferencias), 1988. Fotografía: TriStar Pictures.

La versión de 1988 (Interferencias, de Ted Kotcheff) mantiene la idea del cambio de género de Hildy, pero la película palidece bastante ante Luna nueva (aunque, en realidad ¿cuántos filmes no lo hacen?). Con Kathleen Turner y Burt Reynolds en los papeles principales, y un muy divertido Christopher Reeve como el prometido de Hildy, la gran novedad aquí es que la acción se traslada a la actualidad. Es decir, al medio televisivo. El escenario es la redacción de un canal de noticias 24 horas contaminado por la tiranía de las breaking news. Es una película irregular, pero por más que el guion apenas conserve frases del texto original de Hecht y MacArthur, la estructura de la historia es la misma y el resultado es audaz y muy meritorio. 

De hecho, viendo Interferencias resulta sorprendente que los ochenta adaptaran la sátira de The Front Page a las redacciones de telenoticias y el siglo XXI no haya entregado aún una versión que transcurra en la era de los diarios online, los newsfeeds y el presunto «periodismo ciudadano» de iPhone y red social. Como si no hubiera ahí material de sobra para echarse unas risas. Y es que a lo mejor hemos llevado demasiado lejos la nostalgia por una era gloriosa del periodismo que quizás nunca fue tal (la palabra «sensacionalismo» no es nueva, al fin y al cabo). Tan exagerada es esa idealización de los supuestos años dorados como nuestro pesimismo por el estado actual de la industria de la información. Las más destacadas obras de ficción reciente al respecto (como The Newsroom, de Aaron Sorkin o la muy edulcorada Los archivos del Pentágono, de Spielberg) se entregan más a la ceremonia onanista y cobarde de lucir lagrimilla por el supuesto paraíso perdido que a lo realmente importante: denunciar los muchos vicios del presente. Una misión esta (¡sí!) estrictamente periodística. El presunto destrozo actual de la profesión no pide lloriqueos nostálgicos, sino un nuevo espejo deformado de sátira y esperpento en el que los grandes periodistas presentes y futuros vean dibujadas las líneas rojas. Esas que les protegen no solo de sus tendencias más reprobables, sino también de los peores lecheros de Ohio. Porque el oficio ha cambiado, pero algunas manías persisten bajo nuevas formas. Al fin y al cabo, hoy nadie entra en casa del muerto a robar fotos del mueble del salón para publicarlas en primera página. Basta consultar su perfil de Facebook.

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4 Comments

  1. Desde que vi Luna Nueva se convirtió inmediatamente en una de mis comedias favoritas. De las otras adaptaciones he visto la de Wilder, que me pareció divertida sin más, pero lejos de la versión de Hawks. De hecho creo que hoy caerá otra vez, que hace años que no la veo. Gracias por el artículo.

  2. Angel

    Solo como apunte, en Interferencias Christopher Reeve (Superman) padece vértigo.

  3. EZEQUIEL HERRERA

    .

  4. Antuán

    Creo que el más indicado sería Noah Baumbach. Aaron Sorkin escribe buenos guiones, demasiado clásicos, ideologizados y apartados de la cruda realidad. Por cierto, alguien tendría que decirle que lo suyo no es dirigir, como él mismo decía em un cameo en un capitulo de El Séquito.

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