El género erótico, el thriller, está moribundo desde su apogeo en los noventa. ¿Quién asesinó a este tipo de filmes? ¿Quizá las nuevas olas feministas? ¿O la pornografía? Muerto o no, las pieles desnudas de cientos de actrices reposaron apenas segundos por las retinas licenciosas de millones de espectadores.
En octubre de 1992 el diario The Times afirmó que el actor Michael Douglas había ingresado en una clínica de desintoxicación para curar «su adicción al alcohol y sexo». Douglas, siempre en la órbita de su personaje del filme Wall Street (1987), era el icono cinematográfico del varón dominado por sus pasiones. Todo espectador lo pintaba ya en el décimo piso de un ático abandonado con la camisa medio abierta, los pantalones de tirantes en el suelo y un slip como escasa defensa frente a las artimañas de cualquier femme fatale. Una luz fría de neón iluminaría esos aullidos de placer en esta particular hora del lobo; fotograma caliente común en cualquier cine friolero a inicios de esta década.
Aunque el actor negó haberse «tratado de una adicción sexual», esta noticia supuso una publicidad envidiable para Instinto básico, el que fuera considerado como thriller erótico cumbre y que recaudó trescientos cincuenta y dios millones de dólares. La protagonista del filme, la asesina bisexual y su picahielos fatal, era la actriz Sharon Stone y gracias a este taquillazo pasó de papeles secundarios en filmes medianos a superestrella e icono sexual de entre décadas. De hecho, la aparición de Stone en Saturday Night Live —el legendario programa de televisión cómico en Nueva York— el 11 de abril de 1992 fue la confirmación de su gran momento mediático. En este se presentó con la mirada fija en la cámara, rompiendo el objetivo y las pupilas de cualquier ente con hormonas, y allí recreó su intersección de muslos que el director Paul Verhoeven había filmado sin su permiso. Enamoró a todo el plató, incluyendo a los siempre mohínos Pearl Jam.
Ese cruce de piernas de Stone es la tijera violenta que corta el final de los ochenta e inicios de los noventa: son los años del crimen de Alcàsser, de la violencia y el sexo a todas horas en televisión, y de una cultura que hacía de las pasiones más extremas un trofeo entre cualquier franja de edad. Un tiempo de supermodelos ceñidas en trajes cortos, de fémures infinitos, que sonríen con fidelidad/síndrome de Estocolmo al maltratador de turno que todos imaginamos en la efigie de Mickey Rourke en Nueve semanas y media. Todo al ritmo de Violator (¡metáfora!) de Depeche Mode en una discoteca de Alcoy regada por el éxtasis.
Instinto… fue de este modo un mito cinematográfico que originó miles de leyendas urbanas, las cuales hacían vender tabloides y no pocas entradas. La obra de Paul Verhoeven desató además un interrogante que también sobrevoló las conciencias del público y crítica: ¿era Instinto básico una fantasía misógina para yuppies aburridos o un ejemplo de empoderamiento femenino? El guionista de la película, Joe Eszterhas, citó en su Diccionario demoniaco de Hollywood esta declaración de Sharon Stone protagonista como defensa:
A veces he pensado que, si pudiera tener un número 900 y cobrar dos dólares a toda la gente que afirma haber tenido sexo conmigo o conocer a otros que lo han tenido, no tendría que trabajar de nuevo.
Este triunfo confundió, endiosó, tanto a su director y guionista como para pergeñar sin ningún control esa fantasía camp que sería Show Girls en 1995, tan lejana a la violencia y morbo de Instinto…. Pero, ¿cuál es el origen del thriller erótico? Todo nos lleva a los años treinta, entre fedoras y coristas…
No son malas, las han dibujado así
Mucho, mucho antes de que Brian de Palma hiciera vibrar los muslos de sus turgentes protagonistas vía sintetizador, bastante antes de las historias rijosas de Hitchcock detrás de una mirilla, el arquetipo de la femme fatale se originó en el cine de la década de los veinte a los treinta.
Para Camille Paglia, esa «mujer fatal» es una venganza del eros, de la biología, contra un occidente cada vez más represivo: lo irracional, unido a la violencia, se sublima en la mujer con un arma. Savater, más juguetón, pero no menos agudo, recordaba en la revista Nosferatu que esas mujeres fatales son «malas» para «aquellos que las quieren» lo que llevaba el deseo a aquel que las mira. En este argumento Teoría King Kong de Virginie Despentes rememoraba sus tretas contra los hombres en su tiempo de prostituta, que reconstruye con diversión y juzga como heterodoxo «pornopoder». Y así el hombre, en ese relato mitológico construido por su debilidad, dibuja sus temores siguiendo las curvas desafiantes de esa mujer diabólica que parece seguir el sinuoso trazo de Jessica Rabbit.
Puede que fuera The Vampire, un filme mudo realizado por Robert G. Vignola en 1913, la primera proyección del deseo de «esa mujer que mata» (Vamp) en la gran pantalla, pero la cinta clave no podría ser otra que El ángel azul de Josef von Sternberg. Aquí se dan muchos elementos que ya conectan con el thriller de los noventa: la amoralidad absoluta, los diálogos nihilistas, el hombre pelele y la todavía mesurada violencia. Los diálogos de Marlene Dietrich (Lola Lola) y el profesor Immanuel Rath son la primera formulación clara de ese juego de voluntades :
Lola Lola: ¿Qué quiere?
Immanuel Rath: Estoy en misión oficial: corrompes a mis alumnos.
Lola Lola: ¿Lo cree? ¿Piensa que llevo una guardería? (comienza a desvestirse) ¿Qué pasa? ¿Le comió la lengua el gato?
Esta debilidad ante la piel suave no ha tenido mejor representación que el diálogo inicial de La dama de Shanghái:
Cuando empiezo a hacer el ridículo, hay poco que pueda pararme. Si hubiera sabido como acabaría esto, nunca habría empezado…Si hubiera estado cuerdo, claro. Pero, una vez la vi, no estuve cuerdo por bastante tiempo.
Aunque El Ángel… presentaba muchos elementos del género, su gran lienzo es Perdición de Billy Wilder (1944), donde el ardid deviene en un asesinato. La iluminación expresionista, los diálogos ingeniosos y las trampas del guion sedujeron a los espectadores que «produjeron» con sus miles de entradas un conciliábulo de filmes con mujer asesina al fondo en estos años cuarenta: El halcón maltés, Laura, Que el cielo la juzgue, Gilda, La dama de Shanghái, etc. La lista es prácticamente interminable, pero fuera de las producciones de mayor prestigio sería la serie B de La mujer pantera aquella que sería providencial en el estilo violento de los thrillers eróticos de las siguientes décadas. Y el sinuoso andar de la mujer pantera, «los gatos no pueden ser engañados» se afirma en el filme de Jacques Torneur, nos llevaría a esos sesenta donde el espectador aprendió a mirar.
La lente a través de la mirilla
Los años cincuenta y sesenta son el tiempo de la crisis del viejo estilo hollywoodiense, de las novedades de forma y espíritu en las películas más transgresoras. El estilo clásico, esa familia sonriente con James Stewart encuadrada en un plano americano, pasa al subjetivismo radical del mismo actor como rijoso voyeur y obsesivo necrófilo en los filmes de Hitchcock. Este cine es todavía ambiguo, lejano de cualquier desnudo, aunque empiezan a estrenarse esos primeros thrillers donde domina el voyeur. La investigadora Judith Mayne establece con precisión cómo este visión fisgona vertebra el discurso masculino de La ventana indiscreta (1954).
Existieron en este tiempo decenas de filmes con inusitada importancia del ojo, de la visión del personaje, y su deseo esculpe estatuas fílmicas como El fotógrafo del pánico, L’Avventura y sobre todo Psicosis, todas del año mágico de 1960. La última es fundamental por inventar en parte un género que permea con el thriller erótico, el slasher, y que tiene una dualidad clara entre el sexo y la violencia. Un filme importante también fue Repulsión de 1965 y que marca el paso a los setenta con mucho más atrevimiento que sus contemporáneos. En este Roman Polanski filma a Catherine Deneuve a través de una «cámara que se pone a la misma distancia de la acción que el fisgón utilizando lentes de gran distancia focal, de parecido al ojo, con lo cual la perspectiva se diluye», a decir del análisis psicológico del filme del investigador Davide Caputo.
Acabados los sesenta, el cine comienza al fin a mostrar violencia y erotismo sin ninguna ambigüedad, y tuvo como principales maestros a los citados Hitchcock, Polanski en el cuadro anglosajón o Henri-Georges Clouzot en el hexágono. Otro nombre clave en Europa, Darío Argento, dejaría ver la influencia de esos directores con filmes como El pájaro de las plumas de cristal o Rojo Oscuro en los setenta. La sexualidad en estos años es una declaración contra un sistema «púdico», el llamado establishment capitalista, y en muchas ocasiones se proclaman los desnudos como manifiesto político. Defendía así el director Bernardo Bertolucci:
Pronto me di cuenta filmando El último tango en París que cuando muestras las profundidades de una relación, cuando te sumerges dentro, aparece una sensación de soledad y muerte que funde una pareja con nuestra sociedad burguesa, occidental. Cuando comienzas a plantearte de las razones del porqué esa sensación moribunda haces inevitablemente un manifiesto político.
Lo que se ocultó detrás de esta justificación, un tanto artificiosa, es cómo abusaron de la protagonista, Maria Schneider, Marlon Brando y el propio Bertolucci mintiendo sobre una escena de sexo no simulado en El último tango…. En perfecta y malsana ironía, el gran mito erótico de este tiempo, ese filme que la crítica estadounidense Pauline Kael consideró que «cambió la faz del arte» (¡!), partió de algo que puede ser visto en pleno derecho como una violación. Juzgaba el director Peter Bogdanovich a la revista Vulture:
La revolución de los últimos cincuenta y los sesenta era otra manera de hacer más fácil para los chicos conseguir pareja. No eran feministas: era otra manera de ligar.
Quizá por ello la psicopatía en el sexo en los setenta se enaltece como «normalidad» con las mujeres como objetivos indefensos de hombres sociópatas: Frenesí, Desnuda ante el asesino, Breaking Point, etc. Esta última llegaba a normalizar el asalto sexual, en el espíritu de lo que afirmó Bogdanovich. Aparece, incluso, el gigoló humanista: Harvey Keitel en Taxi Driver de Martin Scorsese o Ben Gazzara como Saint Jack del propio Bogdanovich.
Este es un género permeado por la primera pornografía, profundamente sórdida, y que vive un primer auge en los Estados Unidos. Andrea Dworkin recogía de manera aguda, quizá inspirada en estos filmes tan poco femeninos, la etimología perversa original del griego que contiene la palabra «pornografía»:
No significa «escribir sobre sexo» o «descripciones de lo erótico» o «descripciones de actos sexuales» (…). Significa la descripción gráfica de las mujeres como putas malvadas.
Ese motivo clásico fundamenta el elemento inicial del slasher: el deseo aniquilador ante el monstruo que por impotencia no se puede matar. Tratados de freudianismo simple, en ocasiones muy mecánicos, que hacían al hijo reprimido por Edipo un filo/falo andante. Ahora bien, filmes más iconoclastas, menos masculinos, tendrán a la mujer no como agente inerte de una violencia atávica, sino como activista de su poder sexual. Quizá la pionera fuera El imperio de los sentidos, donde la castración es un método de emancipación. Este terror es clave en prefigurar el elemento primordial del thriller erótico que emergió de los ochenta a los noventa: el hombre como pelele del eros femenino. Como afirmaban en El imperio… luego de la amputación:
Ahora los dos permaneceremos juntos siempre.
El doble cuerpo de un cruce de piernas
En 1980 se estrenan dos thrillers que utilizan la heterodoxia sexual, el LGTBi, como volante para virar por primera vez el prototipo de varón blanco heterosexual: Vestida para matar y A la caza. Son figuras fuera de la sexualidad habitual que, al fin, comienzan a desatar su violencia contra otros hombres. Estas dos películas son el cambio progresivo del género masculino al femenino como agente de la violencia, quizá anticipado por Profundo rojo e incluso Psicosis.
Esto se confirmará en las películas de 1981: El cartero siempre llama dos veces, Fuego en el cuerpo, La posesión y Cat People. La última, remake de la original de los años cuarenta, es significativa ya que muestra al fin una mujer violenta, sin intermediarios, transmutada en bestia. Con un rodaje bastante complicado, en uno de los picos de Paul Schrader de adicción, ofrece esa pareja de ternura y bestialidad que será influyente a la hora de normalizar a ellas como «sexo fuerte». Reconoce Schrader:
A medida que desarrollamos el personaje del trabajador del zoo evolucionó más y más hasta parecerse a mí mismo. Entonces, durante el rodaje de la película, comencé una relación con Nastassia Kinski y me obsesioné con ella.
Sigue siendo una mirada masculina, pero el eros femenino comienza a ser «un animal» que no se puede domar por el hombre y que puede ejecutar la violencia por sí misma. Las mujeres que matan, al fin, junto a la promesa de desnudez son ingredientes de una receta infalible para la taquilla. Del 83 al 91 la lista de thrillers con componente erótico es interminable: El cuarto hombre, Doble cuerpo, Al filo de la sospecha, Atracción fatal, Nueve semanas y media, Terciopelo azul, Inseparables, Ojos en la noche, etc.
La figura femenina obtiene más y más poder y deja de ser solo el objeto de deseo masculino para ejecutar a cualquiera según sus intereses, ya sin necesidad de cualquier hombre de paja (¡literal!). Un clásico de este tiempo, Doble cuerpo (dirigida por Brian de Palma), tiene como protagonista en la trama a Jack Scully (Craig Wasson); un actor de poca monta que es manipulado por Holly Body (Melanie Griffith) a su antojo a través de decenas de trampas. Al filo de la sospecha, quizá, es una de las más interesantes en ese desvío ya que presenta una alambicada trama y un compromiso del guionista Joe Eszterhas con la venganza femenina en sus últimas líneas:
Déjame verte la cara, Jack. Podría haberte querido…
La investigadora Linda Ruth Williams tiene dudas sobre la «emancipación femenina» de estos thriller eróticos, pero no niega que detrás de las figuras de cera del «hombre pelele» y «la mujer fatal» comienza a existir una «mezcla» de visiones. Esta ambivalencia se ve de manera clara en Nueve semanas y media —la escena del peep show— y también en parte de su pseudo secuela equinoccial Orquídea salvaje. Fuera de EE.UU. pronto se imitó este cine, entre comercial y artístico, y de este tiempo son la muy ambigua Átame de Pedro Almodóvar o ese puro desasosiego que es El liquidador de Atom Egoyan.
Ellas, las protagonistas, ejercen cada vez más de sumos sacerdotes de la violencia conscientes de controlar a sus hombres de latón como soldaditos de juguete. Solo de este modo se puede entender el diálogo que fundamenta la etérea y sórdida Terciopelo azul:
Tengo parte de ti conmigo. Pones tu enfermedad en mí. Me ayuda, me hace más fuerte.
(Continúa aquí)
Por cierto que en un foro de idiomas, un lector anglohablante preguntaba que eran «las películas de medianoche en la tele» que se mencionaba en una novela chilena. Desde mis 48 años le intenté explicar qué era eso.
Catalogar «Nueve semanas y media» como thiller creo que no es correcto.
No se si Violator era una metáfora. Lo que si es verdad es que es un disco cojonudo.
«Trescientos cincuenta y dios millones de dólares» es una metáfora plena de nuestro tiempo. El mejor hallazgo accidental con el que he tropezado en mucho tiempo.