Música Sociedad

Putochinomaricón o los monstruos del milenio

Putochinomaricón
Putochinomaricón. Foto: Getty.

Monstruos, bestias y alienígenas… Mi primer impulso fue buscar refugio en algo conocido; una entrevista, un texto puramente informativo. Periodismo. Quizás rescatar ese contacto; el reputado oncólogo que me explicó que la enfermedad es una metáfora y el ser humano un creador de imaginarios. Podía escribir sobre cómo los pacientes oncológicos tienden a dibujar su cáncer como un monstruo con garras y, si el tumor está en los pulmones o la laringe, como un pulpo. Interesante. Terreno conocido. Dentro de mi zona de confort.

Poco imaginaba que iba a acabar escribiendo de unas bestias bien distintas, más parecidas a la familia de La parada de los monstruos (Freaks, 1932). «Familia», que bien viene al caso.

Tengo veintinueve años, soy periodista y sostengo la teoría de que yo no soy milenial.

Pertenezco a la generación del esfuerzo, del compromiso; a la generación de licenciatura, máster y tres idiomas, que trabaja sin cobrar para «meter la patita en el mundillo». Estoy casi orgullosa de que todo ello me haya granjeado un buen puesto, un buen salario, un buen horario, reconocimiento, un empleo «de lo mío». La bestia no me ha engullido. He ganado y miro con malos ojos a los eternos adolescentes, mileniales, creativos, volátiles y blanditos.

Esta es la persona que hace un año acabó asistiendo a un concierto de Putochinomaricón con DJ set de Soy una Pringada y que, sin ningún tipo de empatía inicial hacia este sujeto, acabó cambiando un ensayo pedante y manido sobre la fiereza del cáncer y sus héroes por un relato demasiado personal sobre el circo que Chenta Tsai, español, hijo de taiwaneses y maricón, montó en la sala Ochoymedio de Madrid.

Me calzo unos pendientes de aro a lo Rosalía (de un plástico tan malo que es apreciable, lo sé, por el resto de los pasajeros de mi vagón de metro). Sumo al conjunto una camisa de rayas blancas y amarillas, lentillas y maquillaje. Yo, ajena usuaria de casi cualquier ungüento o accesorio, estoy guapa. Y también disfrazada. Me he disfrazado para ir a un mundo que no es el mío; para entrar en la fiesta de otros y jugar por un rato. De camino me documento. Tsai, de veintinueve años, expropió su nombre artístico a quienes durante años le hicieron bullying en su barrio de Vallecas. Ahora, algunos espacios artísticos le censuran, y la embajada china, dice, se siente ofendida. Extremadamente introvertido, se define en YouTube para el proyecto Creadorxs como «una especie de persona-ente renacentista pero mal hecho, o algo así».

Voy con todo mi escepticismo, lo admito, esperando ver adolescentes disfrazados a la entrada del local. Desde luego, también yo soy un monstruito, pero uno clásico, querido, uno de los de Divine y The Rocky Horror Picture Show y Albert Pla, nada de youtubers. Me siento confiada. Me repito que simplemente tengo que pasármelo bien y acompañar a la amiga que me ha invitado en su veintinueve cumpleaños. Estoy resignada. Y esto me pilla desprevenida.

Percusión hiperamplificada. Todas las caras vueltas hacia una pantalla que emite flashazos de luz con cada sílaba. Bajos infernales que vibran como puñados de arena sobre un tambor. PUTO, PUTO, CHINO, CHINO; PUTO, PUTO, CHINO, CHINO, CHINO, MARI-CÓN, CON. Este crío está empuñando su identidad con una fuerza y una voz metalizada producto del Auto-Tune que pocas veces he visto. Me vibran los pies, me vibra la botella de agua dentro del bolso, me pican las orejas.

PUTO, PUTO, CHINO, CHINO; PUTO, PUTO, CHINO, CHINO, CHINO, MARI-CÓN. Salen cuatro bailarines. ¿Bailarines? Salen cuatro personas a bailar con el ego de cuatro bailarines y se apoyan, con deje de drag queen, contra una valla de obra construida sobre el escenario.

Sale Chenta, Putochinomaricón, y empieza la catarsis. Entre canción y canción, con una voz de computadora que no llega a disgustarme, agradece estar allí, habla de racismo, critica la falsa moral, desliza mensajes de boicot a Eurovisión, canta a lo mal que se le da hacerse mayor. A lo mal que se nos da. Y es que «la oficina me está matando, el uniforme me está ahogando y la rutina me está pesando». Se me da mal ser mayor, «esforzarme en ser mejor, esperar que a los veintiséis se me dé bien todo lo que no nos enseñaron». Canta estas estrofas desamparadas al piano (porque Tsai es, además de arquitecto, músico y violinista de conservatorio) y creo que todos los presentes empezamos a abrazar nuestra propia vulnerabilidad. Sentimos ternura hacia nosotros mismos.

Sube la música. Grita su himno, gente de mierda, grita a la precariedad, grita a Vox, grita a Abascal, grita. Esta es la libertad a la que debían cantar las Vulpes y Glutamato, pienso. Y yo desearía subirme al escenario, ser uno de los bailarines. «Buah, tía, cómo me gustaría ser uno de los bailarines», dice mi amiga. Todos queremos lo mismo. Todos queremos nuestro momento. Todos tenemos en la garganta frustraciones que desatar. Todos somos mileniales estafados. Mierda, ¡yo soy milenial! Pertenezco a la generación valiente. Milenial insatisfecha, milenial preocupada, milenial frustrada, milenial en una vida sin espacio, sin salud, sin lógica, sin trabajo, o con trabajo y sin tiempo, o con tiempo y sin ganas, o con ganas y sin medios. Soy milenial, mujer, casada con un hombre bisexual en plena época de Abascal. «¡Eres un trozo de mierda!», grita. Y grito.

Se baja del escenario, chino y maricón. Sus bailarines no le abren paso, camina sin problemas entre un público que le respeta. No son legiones de fans que lo acosan, son monstruos como él que lo arropan. Decenas de manos al aire; todas blancas. No hay oscuridad, ni efectos de luces. Ya no suena el Auto-Tune, ni se deforman las caras por los focos. La escena es otra. Decenas de manos blancas, caras descubiertas y perfectamente visibles rodean a Chenta. El público no le corea, grita su propio mensaje. El de cada uno de los que estamos allí. Quiero ser libre. Quiero ser lo que soy. Gay, lesbiana, transexual, mujer, negro, inmigrante, drag, minoría, desempleado, feminista, insatisfecho, concienciado, raro, chino, maricón, digno.

«¡Viva la disidencia!», grita. Y grito.

Cuando el lector acabe de leer esta crónica, esta disidente habrá presentado la renuncia a su puesto de oficina. Ya no quiero mi éxito; no quiero un buen horario, de ocho a ocho, contando el tiempo en transporte público, ni un buen puesto frente a una pantalla que me entumece la espalda y hace que me lloren los ojos, ni un buen salario que no puedo disfrutar con mis amigos precarios, ni un periodismo que me corta las alas, ni el reconocimiento de una sociedad rota que está perdiendo la empatía.

Con esta primera crónica por cuenta propia inauguro un abismo. Pero no hay de qué tener miedo: los monstruos no son ellos, somos nosotros. 

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10 Comments

  1. Brillante, gracias

  2. Mercedes

    Es muy manido ya mirar por encima del hombro al millenial que se ha comido dos crisis y será un eterno adolescente pero… y a quién le gusta envejecer??? A parte de esto… tu discurso suena hueco y muy impostado… a ver si aprendemos de los millenial que al menos nos aceptamos tal cual somos… adolescentes con ambiciones.

  3. Lanera

    Bien por ti Beatriz Pérez, sí, somos vulnerables y eso no nos hace de menos. Pertenecer a una generación para nosotrxs, que vivimos en la interperie, es ese consuelo que nuestro refranero llama de tontos.

  4. Gondisalvo

    Bien por la cronista, periodista, y/o escritora. O es el? o que genero ? trans, gay o maricon , hetero, bi… lo que sea. A quien le importa. Dese que escuché su nombre artístico, Putochinomaricon, me gustó y me imaginé el porqué del acertadisimo nombre. Me gustó la referencia a Glutamato. De mis grupos de juventud. Salud.

  5. Kilgore

    Dice el Eclesiastés que no hay nada nuevo bajo el sol. Cuando os daréis cuenta…..

  6. Lux Interior

    Me queda claro. Soy varón, blanco, heterosexual, nacido en el baby boom y autónomo ergo estoy jodido en esta sociedad, a mi no me toca la vacuna hasta diciembre…del 24.

  7. E.Roberto

    Mmmm. Las conversiones siempre me resultaron sospechosas. Como asimismo los dogmas, sean estos políticos, económicos o tecnorutilantes. Y confieso que «reaccionarios», «contrarevolucionarios», «traidores a la causa» o «deviacionistas» han tenido mi apoyo y admiración, inútiles por cierto. Solo porque estaban condenados al fracaso. Pero una convertida… Puede ser que me equivoque. Dejemos pues que goce con su nueva iluminación, siempre y cuando continúe con su prosa

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