Arte y Letras Lengua

Lo que la palabra esconde

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Fotografía: CC.

La lengua inglesa recurre a dos elementos geográficos —las corrientes (stream) y la tierra (ground)— para definir la oposición entre las tendencias dominantes y las alternativas. La voz underground, ‘subterráneo’ en español, es una palabra compuesta (‘bajo tierra’, en su traducción literal) que se utiliza con frecuencia para definir los movimientos contraculturales que se oponen a las corrientes principales o mainstream. Sin embargo, aunque el término se emplea mayoritariamente en su acepción de sub- o contracultura desde la década de los cincuenta en la mayor parte de los países de habla inglesa, el recorrido histórico en su lengua de origen es largo, y ya desde el siglo XVII era sinónimo de sociedad secreta. Como muchas de las palabras y expresiones que colorean nuestro vocabulario, el significado metafórico que la palabra underground tuvo desde mitad del siglo XX procede del ámbito bélico.

En español, expresiones tan comunes como «hacer alarde de algo» o «mandar a alguien a la porra», por citar tan solo un par de casos, fueron originalmente expresiones castrenses. Como indica el Diccionario de la lengua española, la primera, cuya vía de entrada en nuestra lengua está en el árabe hispánico al‘árḍ, se utiliza para definir la gala propia de los desfiles militares, la lista en la que se inscribían los soldados y la revista que pasan los jefes al mando. La segunda incluye el instrumento con el que se tocaba el tambor. En el Diccionario enciclopédico de la lengua castellana (1895) de Elías Zerolo (junto a otros escritores como Emiliano Isaza y Miguel de Toro y Gómez), se documenta ya la expresión «¡a la porra!», como equivalente de ‘enhoramala’ o como expresión de impaciencia. Dice que es «voz vulgar, pero de mucho uso» en América. No aparecerá como sinónimo de mandar a alguien «a paseo» hasta 1970, en el Suplemento del diccionario de la Academia. Ese paseo alude a la distancia que recorrían los soldados que recibían castigo y que debían encaminarse al punto más alejado del regimiento, donde se encontraba el tambor, colocado como punto de referencia, y la porra con la que se tocaba. Algo similar sucede con la palabra underground, que pasará a asociarse a la cultura alternativa a partir de los cincuenta, aunque, hasta entonces, los ejemplos de su uso figurado hagan referencia a los grupos de oposición a los nazis. 

Con la Segunda Guerra Mundial, los movimientos de resistencia que luchaban contra la ocupación nazi recibieron el nombre de Underground en toda Europa y, por analogía, la palabra comenzó a usarse años más tarde como oposición a la cultura que ocupaba el poder. Hasta 1939, alejada ya de la connotación de sociedad secreta del siglo XVII, solía utilizarse en su sentido literal, es decir, para definir algo subterráneo y, particularmente, en conexión con el metro londinense, cuyo trayecto estaba soterrado en gran parte desde el siglo XIX. Dado que es una palabra de uso muy frecuente, disciplinas como el cine nos pueden ayudar a documentar su evolución. Los dos primeros largometrajes de los ocho que llevan por título la palabra underground dan buena muestra del cambio que experimentó el término. En 1928 apareció la primera cinta con este nombre: una película muda dirigida por Anthony Asquith, hijo del primer ministro que gobernó en una de las épocas más decisivas del siglo XX en Inglaterra (1908-1916). Narraba una historia de amor ambientada en una estación de Londres. Pero trece años más tarde, en 1941, en la película dirigida por Vincent Sherman ya no había escenarios con los icónicos túneles londinenses, sino intrigas entre dos bandos: el poder alemán y la resistencia. En 1970 se rodó otra película sobre el mismo asunto, dirigida esta vez por Arthur H. Nadel.

Los años de guerra y posguerra fueron una época fructífera para los intercambios lingüísticos; de hecho, el nombre que emplean los ingleses para los ataques repentinos y potentes (desde los bombardeos hasta las tácticas de la economía y el fútbol hoy en día) es blitz, un acortamiento de la palabra alemana Blitzkrieg (literalmente, ‘guerra relámpago’). Hasta entonces, las palabras alemanas que llegaron a muchos puntos del mundo occidental para quedarse se podían englobar, por lo general, en cuatro categorías: la alimenticia (con el Strudel y las delicatessen), la filosófico-cultural (Zeitgeist, Angst, Leitmotiv, Doppelgänger y hasta el Bildungsroman), los descubrimientos químicos y médicos (la aspirina, el cobalto y el alzhéimer como representantes) y los del campo de la física y la ingeniería (con el efecto doppler y los motores diésel). Pero, a partir de la llegada del Führer, el contacto entre la lengua inglesa y la alemana alcanzó cotas sin precedentes. Tanto se salpicaban los discursos con alusiones y analogías con Hitler que, en 1951, el filósofo político Leo Strauss acuñó un nuevo tipo de falacia, la reductio ad Hitlerum, una combinación de varios engaños discursivos por la que aquello que se esgrimiese en comparación con el régimen nazi en una argumentación la dejaba desprovista de validez.

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¿Cómo se da entonces el salto al panorama cultural desde los movimientos contrarios a un Gobierno? En 1960, en el artículo «Contraculture and Subculture», el sociólogo estadounidense John Milton Yinger acuña la palabra y la noción de contracultura; en el Diccionario Merriam-Webster, obra de referencia estadounidense, la palabra aparece, con un baile preposicional, como counterculture y se fecha su origen en 1947 (primero con un ejemplo de oposición política y luego con uno cultural). Yinger, por su parte, la define ya en su artículo como el elemento de conflicto que identifica a un grupo, en referencia a sus relaciones internas o externas, frente a los valores de la cultura dominante. En las décadas de los sesenta y setenta, con el aliento que les había dejado la generación beat en los cincuenta, surgirá el germen de la cultura hippie, abriendo un amplio camino para el desarrollo de obras en todo tipo de canales: desde la literatura y sus medios de producción alternativos hasta la música independiente. 

Las imprentas y editoriales clandestinas, a las que se agrupa en inglés con el nombre de underground press, publicarán muchos de los cómics, revistas y novelas gráficas. Estos, a su vez, se venderán en tiendas donde también se fuma marihuana y se tiene acceso a libros que no habrían podido superar el filtro social, político y legal de la época. La palabra underground cobrará, así, una dimensión estética subversiva y marginal. Cabe recordar aquí los aberrantes castigos a los que eran sometidos los homosexuales, a los que se les imputaba cargos de «indecencia grave» y «perversión sexual». En 1952, el padre de la inteligencia computacional, el matemático Alan Turing, fue condenado a prisión por su orientación sexual, sin que el servicio que había prestado a la Corona durante la Segunda Guerra Mundial le sirviese siquiera como salvoconducto. De hecho, en Reino Unido la homosexualidad no se despenalizó hasta 1967 (cuando, gracias al Sexual Offences Act, se permitieron actos con consentimiento mutuo entre personas del mismo sexo mayores de veintiún años y en privado). En Estados Unidos, uno de los primeros libros que se atrevió a documentar las distintas tendencias sexuales, entre las que se incluía la homosexualidad —aunque su autor, Michael Leigh, lo hizo como un voyeur cargado de prejuicios—, fue el ensayo The Velvet Underground (1963); en Reino Unido se reeditó el año de la despenalización de la homosexualidad con el nombre de Bizarre Sex Underground. La casualidad quiso que uno de los principales grupos musicales alternativos de Nueva York, que definió a toda una generación, escogiera dicho nombre a raíz del título del libro de Leigh. Curiosamente, el descubrimiento de la procedencia del plátano como icono sexual de Warhol para el primer álbum de la Velvet se lo atribuyó el productor musical Julián Ruiz en un artículo publicado en El Mundo (1-4-2017), cuando dos semanas antes una leyenda del punk como Howie Pyro había narrado ese mismo descubrimiento en Dangerous Minds (14-3-2017).

Las técnicas de mercadeo y el mundo de la publicidad han pervertido el uso de una palabra que siempre definió a aquellos grupos que iban a contracorriente y arriesgaban sus vidas por algo en lo que creían. Tampoco es nada nuevo. Le sucedió a la palabra best seller, que a finales del siglo XIX podía apuntar a Charles Dickens y hoy se emplea para un tipo de libro que sigue unas pautas determinadas orientadas al incremento de la venta de ejemplares. De hecho, caprichos del lenguaje y de la propia vida, antes más que ahora podía darse que una obra de calidad se convirtiera en un best seller, pero ahora más que antes una obra concebida para convertirse en un best seller puede no arrojar los resultados de venta que se esperan de ella. En el panorama musical, los grupos que nacieron con un afán independiente de los circuitos comerciales, los denominados indies, pueden ver ahora cómo la mayor parte de lo que se presenta como indie ya no es tal, sino un producto de la industria discográfica con el que captar a determinados públicos. Y también hay ya editoriales que se autodenominan independientes y que reproducen las peores prácticas de algunos de los grandes grupos comerciales. Ya se sabe, la vejez de las palabras y quienes las pervierten revelan también hoy su propia decadencia. 

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2 Comments

  1. Interesante.

    También tenemos las “Notes from Underground“ o “ Notes from the Underground“ (Se ha traducido de las dos maneras), de Dostoievski.

    Es usted de las mías: otra rastreadora de palabras.

  2. Pingback: La evolución de los casinos en España - Jot Down Cultural Magazine

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