―Me llamo Joseph Cassel.
―Joseph, ¿quiere decirnos algo más?
―Sí. Que soy Dios.
(Milton Rokeach, Los tres Cristos de Ypsilanti)
1 de julio de 1959. Los pacientes más madrugadores del Hospital Estatal de Ypsilanti detienen su juego para observar el paso del doctor Rokeach. El psicólogo camina abstraído, revisando unas notas de su carpeta mientras bordea la sala de recreo del pabellón D-23 en dirección a la pequeña sala contigua donde suelen recibir a las visitas. Si estos pobres diablos fueran capaces de entrar en su cabeza como él hace en las suyas, sabrían que a Rokeach le domina una extraña mezcla de emociones. Está nervioso y excitado por su primera reunión con los tres Cristos. Pero también preocupado por las implicaciones éticas de un controvertido experimento que puede acabar afectando el bienestar mental de los tres hombres. Un experimento que durará dos años y cuarenta y cinco días, y que pasará a la historia de la psicología y la psiquiatría no tanto por su rigor científico como por lo excéntrico de su propuesta. Tres hombres creían ser Cristo, pero fue su psicólogo el que jugó a ser Dios.
Rokeach pretendía concluir con la intervención de los tres Cristos de Ypsilanti una serie de investigaciones sobre la naturaleza de nuestros sistemas de creencias. Especializado en la teoría de la personalidad, este psicólogo social buscaba comprender el efecto de violar las creencias más primitivas que dan sentido a nuestro ser. El objetivo de aquel trabajo era «explorar los procesos de cambio de los delirantes sistemas de creencias y de conducta que podían darse si se les obligaba a enfrentarse a la mayor contradicción imaginable en un ser humano: que más de una persona reclame la misma identidad». Existían casos registrados desde hacía siglos. Ahí estaba, por ejemplo, el comentario de Voltaire al Tratado de los delitos y de las penas de Cesare Beccaria. El escritor explicaba que un tal Simon Morin decía haber sido enviado por Dios e incorporado a Jesucristo, pero que al entrar en un manicomio y encararse a la locura de otro loco que se hacía llamar Padre Eterno, recuperó la cordura de inmediato. Ya en pleno siglo XX, el psicoanalista Robert Lindner contaría la vez en que dos pacientes de un sanatorio psiquiátrico de Maryland que creían ser la madre de Dios hablaron por primera vez en el jardín. Ante la irresolubilidad lógica de lo que tenían delante (dos no podían ser una), la paciente de mayor edad preguntó por el nombre de la madre de la Virgen María. «Creo que Ana», contestó el superior de Lindner. «Si tú eres María», dijo entonces a su compañera, «yo debo de ser Ana, tu madre». Y las dos se fundieron en un abrazo conciliador.
Con esta premisa arrancó la búsqueda de los delirios de personalidad más comunes entre los cinco hospitales psiquiátricos del estado de Michigan. De entre unos veinticinco mil pacientes, no hubo más que un puñado de perfiles con identidades imaginarias. Dejando a un lado a personalidades poco ilustres, no les sirvió ni Cenicienta ni la gran estrella del western Tom Mix ni tan siquiera la madre de Dios. Que hubiera cerca de una docena de Jesucristos fue sin duda una noticia esperanzadora, pero había que descartar lesiones orgánicas evidentes y aquellos casos en los que el delirio no fuera consistente y repetido en el tiempo. Tras el cribado, el podio lo acabaron ocupando dos Cristos del propio hospital de Ypsilanti y otro de una ciudad cercana al que trasladaron a los pocos días. Tres Cristos cuyos tres historiales se acumulaban en la carpeta que Rokeach cerraba antes de entrar en la salita y mirarlos a la cara por primera vez. Joseph. Clyde. Leon.
Joseph Cassel nació en Quebec como Josephine por capricho de un padre que años atrás quedó prendado de una joven con ese nombre. Nuestro primer Cristo perdió a su madre pronto y se fue a vivir a Detroit con el sueño de ser escritor. Allí conoció a su mujer, tuvieron tres hijas e hicieron vida normal hasta que saltaron las primeras alarmas. Habían vuelto a Canadá a vivir con la familia de Beatrice y, tras recibir algunas palizas de sus cuñados, nuestro hombre empezó a pensar que estaban poniendo veneno en su tabaco, en la comida o en el té. Irse a vivir con su padre no ayudó y los delirios se dirigieron hacia supuestas infidelidades de Beatrice, llegando a acusarla de hacer que le oliera el aliento para disuadirlo de besarla. Tras su hospitalización y posterior traslado al hospital de Ypsilanti, sus delirios paranoides fueron acompañados de episodios violentos, alucinaciones y voces que le acusaban de incestuoso. Diez años después y con un diagnóstico claro de esquizofrenia paranoide, Joseph empezó con su delirio de ser Dios, Jesucristo y el Espíritu Santo.
Clyde Benson nació en el seno de una pareja de feligreses del oeste de Míchigan con los que mantuvo una relación de dependencia tan poco sana como idónea para una película de sobremesa dominguera en Antena 3. A pesar de ello se casó y tuvo tres hijas, pero lo que parecía una vida tranquila se truncó con un annus especialmente horribilis. Murió Shirley, su mujer, después de un aborto. Murió su padre. Murió su suegro. Su hija mayor se fue de casa. Murió su madre, que al parecer se había vuelto adicta a la morfina. Como consecuencia de todas estas desgracias, a Clyde le dio por beber, y mucho, y con razón. Tiempo después se casaría de nuevo —Alma, su segunda esposa, se ganó su corazón en incontables borracheras juntos— y tendría más descendencia, pero su alcoholismo empezó a causar estragos allá por donde iba en forma de decisiones impulsivas, pérdidas económicas y muy mala gestión del carácter. Su mujer no aguantó tanta cogorza y se divorció de él. Un año después, Clyde estallaba por fin: encarcelado por borracho, rompió todo lo que tuvo a su alcance en la celda, ropa incluida, y empezó a gritar una mezcla de rezos y maldiciones. Clamó que era Dios, Jesucristo y Rey de los Cielos, algo que sorprendió a sus allegados por no ser un hombre especialmente devoto. Fuera como fuese, acabó siendo internado en un hospital psiquiátrico con el diagnóstico de esquizofrenia paranoide.
Leon Gabor, el más joven, creció con una madre fanática religiosa que afirmaba oír voces, lo que no es un buen arranque para la salud mental de nadie. Originarios de Europa del Este, su padre se había marchado el mismo año del nacimiento de su vástago con una mujer a la que conoció en Detroit. Leon trabajó de jornalero o electricista y se marchó al ejército a servir en el Cuerpo de Transmisiones, del que volvió con cuatro distinciones y otras tantas estrellas de combate. A su vuelta retomó el trabajo de electricista e intentó cursar estudios universitarios, pero su poca perseverancia frustró toda aspiración posible. Una inconstancia que también le costó un trabajo tras otro hasta que el paro fue su estado natural. Aquello de quedarse en casa no ayudó. Según contó el párroco de su iglesia a los médicos, Mary, la madre de Leon, rellenaba cada hueco de la pared con un crucifijo y cada silencio con un rezo, lo que no era sano. Y llegó el día en que Leon empezó a oír unas voces que le decían que él era Jesucristo. Aún tuvo tiempo de destrozar todos los falsos ídolos de su madre e intentar estrangularla antes de que le ingresaran en el hospital psiquiátrico con el mismo diagnóstico que sus otros dos compañeros: esquizofrenia paranoide.
Y allí estaban los tres Cristos sentados frente a Rokeach y su equipo, listos para unas sesiones que les iban a ayudar a estar mejor, o eso creían. Las presentaciones fueron prometedoras. Joseph dijo ser Dios, Clyde, que creó a «Dios cinco y a Jesús seis» —su habla era confusa, así como sus ideas— y Leon les informó de que en su partida de nacimiento decía que era Domino Dominorum et Rex Rexarum, Simplis Christianus Pueris Mentalis Doktor («Señor de Señores y Rey de Reyes, Simple Psiquiatra Cristiano de Niños»). Sin tiempo a mucho más y con aquel caldo de cultivo empezaron las discusiones. Joseph se violentó porque aquellos impostores mentían, afirmando con vehemencia que él era el verdadero Cristo, aunque no lo diría en un manicomio para que no le trataran de loco. Clyde dijo que cuarenta coches al mes, cuarenta Cristos, cuarenta camiones, y Leon se mantuvo impasible, aunque visiblemente disgustado ante aquel esperpento en el que pretendían hacerle participar. Según dijo al final de la sesión, no volvería a acudir.
Pero al día siguiente los tres volvieron por propia voluntad, y continuaron acudiendo diariamente. Leon había comprendido que él era el Dios Todopoderoso y los otros dos simples dioses instrumentales vaciados. Clyde y Joseph buscaron excusas parecidas, lo que demostró que los delirios se adaptaban para mantener su supuesta veracidad ante una realidad hostil. El problema para la investigación de Rokeach era que las semanas fueron sucediéndose y nada cambió, o al menos no cambió nada de lo que él quería que cambiara. Los Cristos seguían creyéndose Cristos, y no solo eso, sino muchas cosas más. Leon decía que Carlos y Ana de Inglaterra eran sus hermanos de luz, que se iba a casar con la mujer Yeti y que en su banquete de bodas en Hawái se incluirían manjares como penes y testículos cortados. (Incluso con el tiempo cambió su nombre a «doctor Estiércol, de Ideales Justos», lo que parecía ser un primer paso hacia el deseado cambio de identidad, pero que en realidad no fue más que un reajuste de creencias para no enfrentarse a su situación social. En el fondo seguía creyéndose Cristo, solo que lo enterró bajo mucha mierda para pasar desapercibido). Clyde, mientras tanto, afirmaba atravesar paredes, haber escrito la Biblia y ser la Biblia, tener dos iglesias y que su espíritu estaba junto a la línea de flotación de Palestina. Joseph, voraz lector, creía ser Jesucristo, pero también el gobernador de Illinois, y dijo que había escrito Madame Bovary, pero Flaubert se la había robado y llevado a Francia, donde la publicó. Maldito Flaubert.
Siguiendo aquel precepto de que si quieres observar cambios no hagas siempre lo mismo, el equipo médico decidió modificar las pautas de las reuniones. El nuevo plan consistió en ceder el control de las sesiones a los tres Cristos con una presidencia rotatoria. Dando la autoridad a uno de ellos, tal vez podría salir a la luz otro tipo de conflictos. Y funcionó de maravilla… en cuanto a mejorar la convivencia. Cada día ejercía el Cristo correspondiente y cada día firmaban los tres su correspondiente hoja fechada. Por iniciativa de los Cristos, decidieron abrir y cerrar cada reunión cantando una canción que variaba entre «Barras y estrellas», «América», «Adelante, soldados de Cristo» o «Gloria, gloria, aleluya». La camaradería se impuso, tanto que hasta se añadieron reuniones los fines de semana sin el equipo médico. Pero la confrontación de sus delirios seguía sin tener lugar. Simplemente, se pasaba por alto. Así que Rokeach volvió a la carga. Les mostró un recorte de un periódico local en el que se hacía una crónica de la conferencia que había dado sobre los tres Cristos. Que se hablara de «falsas identidades» molestó tanto a los hombres que los llevó a distanciarse con algunos cambios de rutinas. Joseph, por ejemplo, empezó a ir a la iglesia con asiduidad. El experimento estaba en peligro.
Para calmar los ánimos, Rokeach inventó la Comisión de Flora y Fauna y les propuso inventariar todo animal o planta de los terrenos del hospital siempre que lo hicieran juntos. Lo interesante es que lo hizo firmando una carta con el nombre del director del hospital, el doctor Yoder. Aunque dicha Comisión acabaría siendo un fracaso, la idea de suplantar la identidad del director (con su beneplácito, por supuesto) fue la semilla para lo que vino después. Los tres Cristos habían sabido acomodarse a los demás y al equipo médico, por lo que sus creencias no estaban en peligro y se mantenían inamovibles. Un sujeto paranoide está tan replegado en sí mismo que carece de toda figura de referencia que pueda ayudarle a que se produzca un cambio positivo. ¿Y si esos referentes positivos eran ilusorios? Joseph llamaba papá al director del hospital. Leon decía estar casado. Podían empezar por ahí.
Leon empezó a recibir cartas de su mujer imaginaria, la señora Mujer Yeti. En ellas se alimentaban sus delirios para tratar de inducir cambios que mejoraran su estado. Tras su reticencia inicial, lograron que el hombre propusiera nuevas canciones para abrir y cerrar las sesiones. O que invitara a Joseph y Clyde a unas coca-colas. Sin embargo, Rokeach no quiso parar y trató de forzar al Cristo a realizar acciones de mayor relevancia. El resultado fue que la Mujer Yeti dejó de actuar como referente positivo, y se produjo un nuevo encierro de Leon en sí mismo. Con Joseph corrieron una suerte similar. Sabiendo lo de su papá adoptivo, un ficticio doctor Yoder le empezó a escribir. El Cristo se mostró entusiasmado al principio y respondió con cartas muy creativas pidiéndole trabajo. Su afán por hablar con personas de alto rango incluso le llevó a puentear al doctor Yoder y dirigirse al presidente Kennedy. Hasta lograron mejorar su dolor de úlcera mediante placebos prescritos por el director. Pero no se modificó ni uno solo de sus delirios.
(Al pobre Clyde ningún ser ficticio o real le escribió. Tampoco le importó mucho).
La correspondencia disminuyó conforme el experimento tocaba a su fin. Los hijos de los vecinos seguían preguntando a Rokeach por los tres Cristos cada vez que volvía del hospital, pero el propio psicólogo notaba que sus historias y anécdotas se estaban acabando. El 15 de agosto de 1961 se despidió por última vez de Joseph, Clyde y Leon. Pasarían muchos años hasta que el psicólogo reflexionara sobre el delirio de grandeza que sufrió a la hora de interferir en las vidas de tres pobres hombres durante más de dos años. Irónicamente, todas sus acciones llevaron a los Cristos a levantar defensas y mecanismos de negación, lo que al final no hizo más que fortalecer sus convicciones. Rokeach manipuló realidades a su antojo con el único fin de poder demostrar sus hipótesis, y en ningún momento fue consciente del ejercicio de poder al que los sometió día tras día. Sus propios ayudantes recordarían que no era solo un hombre ausente, sino también una persona cruel, y más de uno se llegó a preguntar si su cordura no se vio comprometida al pasar tanto tiempo con los tres Cristos. Para la historia quedaría un relato mucho más cautivador, que no riguroso ni útil, para la comunidad científica. Los tres Cristos de Ypsilanti. La historia de tres pobres locos que creían ser Dios, y la de un Dios manipulador y deshonesto que acabó sufriendo el triunfo de la pasión sobre el sentido común.
Pingback: Jose Valenzuela: «La locura surge de una interacción entre nuestra propia biología y el entorno» - Revista Mercurio