En abril de 1990, la revista Claves de Razón Práctica, dirigida por Fernando Savater y Javier Pradera, publicaba en su primer número el artículo de Francis Fukuyama titulado provocativamente «¿El fin de la historia?». Parecía el momento oportuno, apenas unos meses después de la caída del muro de Berlín y en plena descomposición de los regímenes satélites de la Unión Soviética a lo largo y ancho de Europa Oriental. Sin embargo, el año y medio transcurrido entre la publicación original del texto en The National Interest y su llegada a España desvirtuaba en cierto modo el mérito de Fukuyama en algunas de sus tesis, especialmente su capacidad para adelantarse a algo que no parecía tan inminente.
Por un lado, el repentino estallido del régimen soviético, rebelión de las repúblicas bálticas incluida y con un golpe de Estado militar casi a la vuelta de la esquina, parecía darle la razón al autor, pero también convertía el artículo en una especie de «ajuste de cuentas». ¿Qué valor tiene cebarse con un oponente que está ya en la lona aturdido, a punto de tirar la toalla? Por supuesto, en parte, el artículo ya era de entrada algo parecido a una vendetta, pero en 1988, pese a las dudas razonables que despertaba el devenir del sistema comunista en plena glásnost, al menos Gorbachov podía presentarse a las grandes cumbres erguido y en pie de igualdad, algo que en 1990 ya resultaba mucho más complicado.
El propósito indisimulado del artículo era establecer el triunfo absoluto de la democracia liberal como gran proyecto intelectual, político y organizativo, apoyada a su vez por el triunfo del capitalismo, entendido como libertad de comercio dentro de una unidad fáctica aunque no nominal de Estados. Curiosamente, pese a las acusaciones de patriotismo o imperialismo por su vinculación con el Departamento de Estado estadounidense, Fukuyama no oculta en ningún momento que el espejo en el que se está mirando es la Comunidad Económica Europea original, la de antes de meterse en complejas unidades políticas y constituciones. Naciones que deciden vivir en paz mediante el intercambio de mercancías y no de metralla. El paraíso.
No en vano, sus mayores enemistades con el círculo neocon americano llegaron a partir de 2001, cuando Bush Jr. decidió prescindir de Europa en sus decisiones internacionales y reinstaurar un unilateralismo que indignó al profesor Fukuyama.
En cualquier caso, y volviendo al texto, para defender el triunfo del liberalismo, Fukuyama apela a dos razones distintas, casi enfrentadas, y ahí está su primer, quizá inevitable, error: por un lado, está la realidad, es decir, la inminente desaparición del comunismo, y, por otro lado, está la teoría, es decir Hegel. En ese sentido, la democracia liberal no solo habría triunfado como máxima representación del espíritu, del concepto; una representación cuya evolución ya se hace inimaginable porque no hay más allá: lo racional se ha hecho real al extremo y de lo real solo cabe esperar su racionalidad por los siglos de los siglos… sino que también lo habría hecho en la práctica, por los recientes hechos históricos, lo que supone un disparate incluso en términos hegelianos: el espíritu ya se encarnó en Napoleón durante la batalla de Jena y menos de diez años después aquel hombre estaba en Santa Elena mientras el viejo Metternich ordenaba el mundo desde Viena.
Por el mismo motivo, Fukuyama tendría que haber entendido que, aunque «la historia» en un sentido abstracto, casi fantasmal, de evolución de las ideas hacia una perfección teleológica, pudiera haber acabado con las formulaciones de fin de siglo de la democracia liberal —algo que, en sí, quizá requeriría de más pruebas, pero no vamos a entrar en tanto—, eso no tenía por qué impedir que en veinte o treinta años estuviera asediada por populismos, nacionalismos y fanatismos religiosos.
Él mismo pone palabras a este error de base en uno de los primeros párrafos de su artículo: «Lo que estamos tal vez presenciando no es un periodo particular de la posguerra, sino el final de la historia como tal; esto es, el límite de la evolución ideológica de la humanidad y la universalización de la democracia liberal occidental como la forma definitiva de gobierno humano. Claro está que la victoria del liberalismo ha ocurrido primordialmente en el campo de las ideas o de la conciencia, y que todavía no se puede hablar de una victoria tal en un mundo real o material, pero existen razones poderosas para pensar que es el mundo ideal el que gobernará al material en el largo plazo».
Esto es algo parecido a lo que Moore conocía como «falacia naturalista», es decir, la extrapolación de lo deseable por sí mismo o lo deseable ocasionalmente —Moore utiliza «bueno»— a lo deseable en todo momento y bajo toda circunstancia. En otras palabras, que al «ser» del liberalismo como teoría en la que se resuelven las contradicciones humanas debería seguirle el «deber ser» de su realización histórica eterna. Algo absurdo casi en sus propios términos.
Equivocando, a sabiendas, el enemigo
Con todo, hay que repetir, por muchas vueltas que le dé y muy hegeliano que se ponga, que aquel primer artículo de Fukuyama no pretende sino darle en las narices a Karl Marx y sus exégetas. En elaboraciones posteriores, Fukuyama ha insistido en que su artículo y su libro posterior son en realidad un homenaje al marxismo, y en cierto modo lo son, pero sobre todo son una refutación o, más bien, un «entendisteis las operaciones pero equivocasteis el cálculo». Marx también estaba convencido de que el socialismo era el fin de la historia, como estaba convencido de su implantación en todo el mundo más al medio que al largo plazo.
Fukuyama, viendo cómo el sueño comunista se descompone, le da la vuelta al marxismo y pone «democracia liberal» donde ponía «socialismo». Por un lado, hay ahí ánimo de revancha, por supuesto, pero por otro hay un claro reconocimiento, y se supone que el homenaje hay que entenderlo de esa manera: el socialismo era el único enemigo digno de ese nombre que quedaba por derribar. La última construcción teórica, racional, sistemática que impedía el triunfo global del liberalismo.
De ahí que los primeros y furibundos ataques a la teoría de Fukuyama partieran precisamente de convencidos del marxismo y de su viabilidad histórica. Algunos se negaban a reconocer la derrota y otros la veían como un paso más hacia una apoteósica victoria final. Desde este punto de vista, Fukuyama no sería más que otro neoliberal criado a los pechos del reaganismo y empeñado en acabar con el individuo y sustituirlo por el tecnócrata o, directamente, el broker.
Los hechos a corto plazo, sin embargo, siguieron dando la razón a Fukuyama. La URSS desapareció como si no hubiera existido nunca y lo que le siguió no fue exactamente una democracia liberal —la década prodigiosa de Boris Yeltsin—, pero al menos daba el pego. La globalización se disparó. China se abrió al comercio internacional. Incluso Cuba empezó a reconsiderar el dogma en algunas de sus acepciones. ¿Implicaba eso que la historia había acabado como tal? Para ello, habría sido conveniente definir «historia» un poco mejor o, cuando menos, atenerse a una sola definición.
¿Es la historia lo mismo que la vida biológica? Es decir, ¿el fin de la historia supone el fin de la humanidad, de los actos humanos? Ni siquiera Fukuyama defendía eso. Para él, especialmente en El fin de la historia y el último hombre, que se publicó cuando la caída del bloque soviético ya se había consumado, hay sociedades condenadas a vivir siempre en la historia y no pasar a ese letárgico estado «poshistórico» que ni siquiera él mismo definía como un lugar especialmente atractivo.
De ahí que, por ejemplo, subestimara lo que ahora mismo está en boca de todos: el nacionalismo, el populismo y, sobre todo, el terror yihadista. Para Fukuyama eran cosas del tercer mundo, cosas que pertenecían a la historia pero habían sido superadas desde el punto de vista hegeliano del espíritu. Como mucho, podrían suponer una regresión, pero en ningún caso un avance y, por lo tanto, en términos teóricos, no eran amenazas para el liberalismo… aunque sí lo fueran en la realidad.
Porque aquí volvemos a la disyuntiva entre teoría y práctica. Los modos históricos —o casi prehistóricos, en estos casos— no hacen crecer al espíritu, pero no por ello desaparecen al cerrar los ojos. Incluso en 2014, Fukuyama seguía viéndolos como episodios puntuales, sin importancia, y puede que tuviera razón, pero para eso habría que aceptar dos premisas: que la historia es una narración teleológica y lineal —cosa que ni los griegos ni Nietzsche aceptarían jamás— y que la historia es algo distinto de lo que hacen los hombres. En otras palabras, la historia ha acabado como tal, y si los seres humanos quieren volver a formas ya superadas es problema suyo.
No deja de ser curioso el análisis cuando el gran rival de la democracia liberal desde los tiempos del propio Hegel no ha sido tanto el socialismo —pese a sus esfuerzos teóricos— como el nacionalismo. Desde las revoluciones del siglo XIX a las dos cruentas guerras del XX, si ha habido alguien que ha mirado el liberalismo y la tecnocracia con desconfianza ha sido el nacionalista, el que no tiene ningún interés en construir espíritu alguno sino en constatar la pura y dura preponderancia sobre el otro.
Entre Jude Law y Sid Meier
Fukuyama se equivocó de enemigo, aunque no ha dejado de matizar sus opiniones en estos años. Con todo, hay algo que agradecerle: su visión optimista del mundo. Optimista en el plano teórico, el leibniziano. En tiempos plañideros donde todos nos quejamos «de lo mal que van las cosas» y en los que cualquier tiempo pasado vuelve a ser mejor, no está mal alguien que venga y diga: «No, miren señores, lo que tenemos no es solo bueno sino que es lo mejor que nos puede pasar, hasta el punto de que lo que viene en adelante es de un aburrimiento mortal, propio de fantasía de Aldous Huxley».
Incluso habría estado bien que, en vez de matizar y matizar su propia teoría, Fukuyama hubiera insistido en su dogmatismo, en algo parecido al Pío XIII que interpreta Jude Law en The Young Pope: las cosas son así y la realidad me importa más bien poco. Defender el triunfo teórico, conceptual, de la democracia liberal y olvidarse de si tal o cual acontecimiento puntual la ensalza o la destruye. Puestos a épater les bourgeois, mejor hacerlo sin arrepentimientos y optar por mantenerlos con la indignación en la garganta.
No se atrevió. En los tiempos que corren es difícil mantenerse en una misma opinión durante más de dos años seguidos. De hecho, si alguna teoría lo ha conseguido, aparte de las elaboraciones religiosas, esa ha sido el marxismo, de ahí que tengamos que poner en duda su derrota histórica definitiva.
Otra versión alternativa del «fin de la historia» que me resisto a dejar de lado fue la de Sid Meier. Meier era historiador, pero sobre todo se dio a conocer por su labor de programador informático y, en particular, como autor de la saga Civilization, que tantas horas nos tuvo delante del ordenador. Si el artículo original de Fukuyama se había publicado en 1988 y la edición en forma de libro en 1992, solo habría que esperar cuatro años más a que Meier publicara la segunda parte de su obra magna.
Por supuesto, no se trataba más que de un videojuego, pero no había nada de estúpido ni de banal en ello. Meier también presentaba una visión teleológica y lineal de la historia, pero en ella la democracia liberal era solo un paso más y un paso en verdad problemático. No solo no servía para resolver las contradicciones, sino que las multiplicaba, como multiplicaba las revueltas, la insatisfacción popular y las recesiones económicas.
Mucho mejor, dónde iba a parar, una buena dictadura expansionista o, llegados al fin del juego, la apelación al fanatismo, que no tendría por qué ser religioso pero que funcionaba de maravilla, incorporando además —y esa es la base de todo movimiento del espíritu según Hegel y, anteriormente, Fichte— las ventajas científicas de la democracia liberal, esas mismas que Fukuyama atribuía solo a su sistema como si en la Alemania nazi se comunicaran por señales de humo.
Si Meier hubiera preferido publicar en The National Interest en vez de hacerse millonario invadiendo PC, ahora estaría hinchándose a dar entrevistas y charlas. ¿Cómo vio usted tan claro en 1996 que el fanatismo era la gran amenaza del futuro, cuando Al Qaeda no existía como no existía el ISIS y el populismo andaba en pañales, con Aznar y Chaves sonriendo juntos en las cumbres iberoamericanas? Puede que Meier tuviera respuesta y puede que no. Puede, simplemente, que se limitara a contestar: «Es que a lo mejor no es la gran amenaza del futuro, a lo mejor esta entrevista, dentro de quince años, resulta ridícula… A lo mejor todos nos hemos empeñado en acabar las cosas casi antes de empezarlas».
Y, después de todo, quizá habría que darle la razón. Más, al menos, que al dubitativo y encogido Fukuyama.