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Miguel del Arco: «En este país la cultura ha sido apedreada secularmente»

Miguel del Arco para JD 0

Esta entrevista se publicó originalmente en papel en nuestra trimestral nº17 Especial malditos

A Miguel del Arco (Madrid, 1965) no se le conoce un fracaso. Algo que debería avalar su trayectoria, pero, en realidad, alimenta sospechas en torno a él. Si adapta a Molière, Gorki, Strindberg o Shakespeare, el público llena la sala. Cree que la crítica y los premios son la misma lotería, así que el azar también debe estar de su lado. Arrasa cuando le monta un Juicio a una zorra a Helena de Troya y si arma una compañía teatral con afán clandestino, acaba convertida en una referencia de la escena española.

Sucede que Del Arco sabe llenar teatros, pero desconoce cómo cerrar la boca. Y menos mal. Porque si este dramaturgo, al que ya se conoce como «el gran renovador de las artes escénicas españolas» fuera cauto, comedido o acaso templado, encajaría con el perfil de hombre exitoso y privilegiado que muchos trazan sobre él. Pero el papel no le va. Hace mucho que dejó de ser actor. Miguel del Arco tiene una cordialidad templada, nada gratuita, nada complaciente; más castellana que madrileña. A veces coquetea con la grandilocuencia y otras con la polémica. Pero, sobre todo, habla claro, sin hipotecas con el poder, con la profesión o con el público. Señalando a quienes provocan que, a pesar del éxito y la reputación, llevar un teatro y una función adelante siga siendo casi sinónimo de ruina económica.

Los que tenéis tantas facetas —actor, guionista, adaptador, dramaturgo, director de escena, director de cine…—, ¿qué ponéis en vuestra tarjeta de visita? ¿Cómo te presentas cuando te dicen eso de «y tú a qué te dedicas»?

Desde hace poco digo «director». No sé desde hace cuánto, diría un par de años o así. Cuando me preguntan «¿Y tú qué eres?», digo única y exclusivamente «director de escena». Autor jamás diría que soy. Y lo soy, porque uno que escribe es autor, y ya está. Pero es una faceta que yo encuentro que aún me viene grande, y está muy bien que me venga grande. Me parece que me falta formación. Pero escribo, eso está claro. Es una cosa que yo he impulsado, que la he empujado de alguna manera. En cambio, soy director de una manera mucho más orgánica, el autor de repente ha aparecido casi por necesidad. Además, tiene muy poca conexión con el equipo y es uno de los motivos por los que lo llevo peor, porque es una faceta que se desarrolla fundamentalmente en soledad y yo soy un hombre de equipo.

Como a muchos, no te gusta escribir, te gusta el «haber escrito».

Exactamente así. Voy aprendiendo a disfrutar ahora el proceso de escritura, pero no es fácil. Ese es otro de los motivos por los que no me cabe la palabra «autor» en la boca. Realmente la primera vez que he disfrutado del proceso ha sido con el guion de la película Las furias, curiosamente.

Te convencieron para escribirla, ¿no? Porque no estabas muy por la labor del cine.

Sí, sí. Me dijeron «escribe» y yo me vengo arriba con cierta facilidad y dije que sí. El proceso de escritura lo inicié en unos talleres que hice en Grecia, con una coach americana que me hizo pensar. Te ponen en duda todo lo que has escrito, y tener una sparring tan cojonuda me hacía pensar muy deprisa y ese trabajo en equipo me molaba. Por las mañanas me daban caña y por las tardes me iba a escribir con verdadero gozo, hasta comía deprisa para ponerme a escribir. Era muy heavy. Los americanos tienen muy estipulado esto del estudio y el análisis de guion, no todos son brillantes, evidentemente, pero yo tuve mucha suerte con ella. Se llama Cristina y ya me la he quedado para mí. En realidad, jamás decía que era mi coach, para mí no era eso. Se llaman a sí mismos script consultant, que es más fiel con lo que hacen.

Repasar tu trayectoria implica darse cuenta de que has trabajado con todos los grandes. Pero hay uno con el que tenemos cierta debilidad: Paul Naschy. Rodaste con él Rojo sangre, ¿cómo fue aquello?  

Fue una casualidad. Yo no soy muy aficionado a esas películas de género y el proyecto me interesó más por el director, Cristian Molina, que por él. Lo que me encontré al conocer a Paul Naschy fue un hombre muy peculiar sobre el que habría que hacer una película, absolutamente. Es un tipo muy especial, muy tranquilo y sosegado, amabilísimo, que es una línea general que mantienen casi todos los grandes. Ellos son muy conscientes del lugar que ocupan, de lo que hacen y de lo que han hecho, pero luego en el trato, entre los compañeros, no se vienen arriba. No sé si fue solo conmigo y luego era un hijo de puta con otros, pero desde luego yo solo puedo contar que era un tipo encantador, educadísimo, muy profesional, que estaba muy cansado y jamás se le notaba. Y eso que era muy mayor ahí ya. Lo que pidieran o dijeran, lo hacía. No protestaba jamás. Es un poco la misma experiencia que he tenido trabajando con Pepe Sacristán.

¿Nunca te ha decepcionado ningún mito?

Alguno. Pero es que yo soy poco mitómano, me vuelvo mitómano desde el conocimiento. Yo no era muy admirador, o lo era sin alharacas, de Nuria Espert, y, sin embargo, una vez que trabajé con ella hay un antes y un después en mi vida, después de dirigirla en La violación de Lucrecia. Yo he tenido muchos profesores, pero muy pocos maestros. Y Nuria, sin duda, es una gran maestra y no solo de profesión. En esta tarea nuestra en la que se mezcla tanto el trabajo con la vida, es maestra de profesión y es maestra de vida. Yo siempre digo que quiero crecer, y que quiero crecer como ella. Tiene ochenta y un años y todavía, cuando estamos comiendo, seguimos fichando más cosas para hacer juntos. Somos como novios. Le cuento que he empezado una historia para ella, que me gustaría que hiciera, y de repente le hacen los ojos ¡Bum! Y se le encienden. Se le vuelven líquidos de entusiasmo y de emoción. Se metió a trabajar conmigo, que no me conocía ni dios, algún actor con el que yo había trabajado le habló de mí, y ella fue a ver La función por hacer totalmente por su cuenta y riesgo. Entonces me llama, se pone en mis manos, yo le monto La violación de Lucrecia y le hago una cosa durísima, y jamás dijo que no a nada. Jamás. Todo era «esto no sé si voy a poder, pero déjame intentarlo, Miguel». Siempre. Y el intento siempre era positivo. No contenta con esa función, que recibió críticas mayestáticas, continuó. Se podía haber marchado, pero no. Le llama Lluís Pascual y se hace El rey Lear. Tres horas de función, con esa exigencia física. Y después se va a hacer Incendios, con Mario Gas. Siempre está pensando en lo que va a hacer el año que viene.

No es difícil ver que tú eres así también. Que a los ochenta y uno seguirás con un ritmo frenético.

Sí, sí. Quiero ser así. Es lo que dice Nuria, si me respeta el cuerpo, porque la cabeza ella la entrena para la memoria y demás. Al cuerpo hay que darle marcha para que funcione. Ahora me dicen mucho eso de «joder, estás en muchas cosas, a ver si descansas». Pero ya descansaremos cuando seamos mayores.

Supongo que eso es un lugar común, que te digan eso, que estás por todas partes. Produciendo, dirigiendo un teatro, escribiendo guiones, estrenando películas… Tu nombre suena en casi todas las disciplinas artísticas.

Pero luego no es verdad, ¿eh? Afortunadamente nos lucen mucho los proyectos, pero yo soy muy selectivo. Los trabajos que hemos hecho, con el equipo, han sido muy longevos todos. Seguimos haciendo La función sin hacer, que llenamos un día tras otro, pero es una función que yo dirigí en 2009. Pero Hamlet, Misántropo, que se van a ir estrenando de nuevo, cuando lo pongo en el Facebook me dicen «joder, no paras». Pero es que Hamlet lo dirigí el año pasado, ya está dirigido.

¿Lo que quieres decir es que no haces «arte efímero»?

No. Y sí. Nunca hay una vocación de hacer algo que dure o que no dure, tengo una vocación de contar una historia suficientemente fuerte como para que a alguien le emocione. Y a partir de ahí las historias demandan un viaje. Nos hemos convertido en una compañía de repertorio porque las historias han querido quedarse, yo no he hecho fuerza ninguna para mantenerlas, se han mantenido por una cuestión casi casual. Selecciono mucho porque intento no hacer más de dos trabajos al año. Viene la película, y claro, me dicen «¿Ahora también esto?», pero, a ver, la película la rodé el año pasado, lo que pasa que se junta ahora porque se estrena. Y parece que abro un teatro, estreno una película y no paro. Ahora, al meterme en la gestión del Teatro Pavón, sí que me meto en una cosa salvaje, en la que sí que me tengo que disciplinar. Me digo a mí mismo que esto es lo que hay, chaval, eres un privilegiado porque estás haciendo lo que quieres, en el sitio en el que quieres. Has elegido este lío, podías haber elegido otra cosa más fácil —porque he tenido ofertas de cosas más fáciles, donde hubiera cobrado bien y tenido dinero para hacer mis producciones—. Pero voy yo, que soy muy chulo, y me cojo un teatro por mi cuenta y riesgo con mis amiguetes. Y eso requiere que yo no cobro, que tengo que trabajar muchísimas horas; igual tengo que subir una escenografía que limpiar un baño… Pero esto es lo que yo he elegido. Así que: no lloriquees, ponte a trabajar. Es una filosofía que me gusta, e intento imprimirla en el equipo: aquí no lloriquea ni dios. Somos felices, somos un equipo feliz y yo tengo el umbral del grito muy bajo. Si tenemos que trabajar tantas horas en una cosa que nos apasiona, donde se confunde la frontera de la vida y el trabajo (y eso es maravilloso), intentemos hacernos la vida fácil y bonita. He llegado aquí a las 9 de la mañana, he ensayado hasta las 3 menos cuarto, me he ido a comer y me he venido corriendo otra vez aquí. Tengo vuestra entrevista, luego otra a las 6 y otra más a las 7. Y a las 8 saludamos al público antes de la función, porque intento estar en todas, y después tengo que subir a elegir fotos de La noche de las Tríbadas, tengo que preparar el estreno de Las furias… Y si en ese trasiego en el que ya voy un poco cansado, me dices «Oye», y yo grito «¡¡Qué!!», pues la hemos jodido. Y no sirve para nada.

De hecho, como director, una de tus máximas es que los ensayos sean un espacio de seguridad, sin gritos, para que las representaciones sean peligrosas. 

Sí, es una frase de Anne Bogart que cumplo a rajatabla. Hay muchos directores que llevan a gala hacer la vida imposible a los actores, con gritos y tal, es una cosa mucho más extendida que tener buen rollo. No es que puedas decir de mí «Ay, mira, qué buenrollista», no. Es que la gente tiene que estar tranquila para sacar lo mejor de sí. Esta mañana he empezado con las Tríbadas, una función muy complicada que habla de desamor, de mujeres empoderándose y buscando su sitio a principio de siglo, mujeres con un amor lésbico frente a un prohombre y un genio como era August Strindberg. Las cuatro primeras páginas, en las que ya les digo al actor y a la actriz que se suban arriba, ya hablan de sexo, se tienen que besar, gritar… Si no haces que el ambiente a su alrededor sea lúdico, que estén dispuestos al juego que se plantea, no creo que lleguemos a cosas bonitas. Ni a cosas realmente profundas. Hay que escarbar, un pico y una pala para darle a todo esto, y ver hasta dónde llegamos. Yo los agoto, lo sé, pero desde otro punto de vista. En la búsqueda, en la exigencia, porque sé que soy muy exigente y encima ahora que he dejado de fumar, ya… les tengo mareados. No levantan la vista. Sé que tengo mucha energía y la utilizo para romper las defensas de todos. Que llegue un momento que no sepan lo que están haciendo, pero que se metan en un sitio. Porque es algo maravilloso que algo que tú estás indicando desde hace tres horas, de repente se descubra en la cabeza de un actor. Como si fuera una idea propia. Ahí es donde digo: acabo de acertar. Nada será mejor defendido que algo que te ha aparecido con una claridad tal en la cabeza que piensas que es tuyo.

Es aquello de que el mejor engaño es el que el propio engañado piensa haber ideado. Y el teatro es eso, ¿no?

Exacto. Un espectador se sienta en un teatro y tú le dices «Hola, soy Strindberg» y tiene que decidir que te va a creer. Tiene que dar tanto margen para crear la convención de que estamos en el Teatro Dagmar de Copenhague y que yo soy el autor de La señorita Julia que me lo voy a creer, y voy a hacer ese juego. Es maravilloso.

La película que rodaste con Naschy, planteaba, entre otras cosas, cuestiones muy espinosas sobre el mundo del espectáculo. Ponían en primer plano los riesgos de venderle el alma al diablo. A lo largo de tu carrera, ¿has tenido que hacerlo alguna vez?

Lo que pasa es que en los pactos con el diablo hay un componente malo, como de condena. Y yo en eso no creo. No creo en el mal. Nuestra labor es buscar la empatía con la gente, el teatro tiene que ser un sitio de encuentro, de los pocos sitios que quedan en los que la gente viene a encontrarse con otra gente. Para hacer teatro solo hace falta un actor que habla y un espectador que escucha, no hay más. Pero sí que hay este feedback personal e intransferible que no se produce en el cine ni en prácticamente ninguna otra parte. Así que sí hago pactos con el diablo, y puedo ser perverso para conseguir alguna cosa del actor. Nunca para abatirle ni condenarle, ni hacerle sentir mal, porque si lo haces serás un hijo de puta, un mamón, porque uno se puede buscar la vida para llegar a algo sin usar eso.

En Veraneantes, por ejemplo, el actor Raúl Prieto, que es un tipo muy de izquierdas, tenía un personaje muy particular y me decía que no sabía si iba a ser capaz de interpretar el papel, porque le odiaba profundamente. Y esa fue nuestra labor, buscar la empatía con un hijo de puta, sin justificar, solo entender. Tú no justificas las acciones de Hitler, pero sí puedes entender por qué hizo lo que hizo. Es tan fácil como colocarlo e ir más allá, porque si no aparece el estereotipo, y nosotros no debemos caer en eso, porque ahí no hay nada interesante. Hoy se lo decía al actor que hace de Strindberg. Porque Strindberg, además de escribir La señorita Julia, tiene después Alegato de un loco, donde dice las cosas más terribles que he leído sobre la mujer. Esa contradicción del personaje hay que buscarla, porque él era devoto de Nietzsche y pensaba que para vivir es necesario permanecer dividido. Le decía al actor que había que encontrar el dolor de Strindberg, encontrar por qué fue capaz de hacer un catálogo de los derechos de la mujer en el prólogo de Casarse —que no hay nada más moderno sobre los derechos de la mujer hoy en el siglo XXI— y luego, en la segunda parte, marcarse una diatriba contra la mujer terrorífica y atroz. ¿Qué ha pasado en ese lapso de tiempo para ir de un lado a otro? Es nuestra labor obligarnos a no crear un misógino simple, sino entender por dónde va. Yo creo que esa es la labor del teatro, no justificar, sino poder dotar de profundidad y de aristas.

Además, defiendes que otra de las funciones del teatro no es solo reflejar la realidad, sino reflejarla como poesía. No evadir.

Sí, es una frase de Juan Mayorga. Él dice que lo que hace es convertir el ruido del mundo en poesía. El otro día colgué una escenita en la página web, una escena muy pequeña que había escrito, sobre un encuentro que tuve con un espectador aquí a la salida. El hombre me vino y me dijo «Señor Del Arco, buenas noches. Esto que han hecho ustedes es una maravilla (refiriéndose al teatro) pero han empezado ustedes con muy mal pie. Porque esto, (y señalaba a la sala, después de haber visto Idiota) esto es una crueldad intolerable. Es un engaño, señor Del Arco». Me quedé muy sorprendido y le pregunté por qué. Entonces señaló una carpeta que llevaba él, de un hospital. «Esto es la realidad con la que tengo que bregar todos los días. Pero yo vengo al teatro y no quiero que me amarguen la existencia, esto es una crueldad. Han empezado como si fuera una comedia, de jajaja, y te relajas y ¡zasca!». Y yo me dije que habíamos empezado con el pie adecuado. El teatro no es complaciente, no tiene por qué serlo. Tú puedes ir a buscar una cosa complaciente, puedes ir a ver una comedia en la que te rías y cuando acabe, salgas. Pero nosotros no queremos hacer ese teatro. Yo también defiendo esa clase de teatro, no soy como otra gente que piensa que eso es una mierda de teatro, que habría que aniquilarlo. Son compatibles. Yo adoro los diferentes géneros, y me voy a ver una película de un diplodocus como me voy a ver Interstellar o Elder, me da igual. Olé. Pero nosotros buscamos un teatro que nos emocione, que interpele al ciudadano del siglo XXI. Para mí es absolutamente importante que la gente se sienta reflejada.

Miguel del Arco para JD 1

Dices que te sientes muy identificado con Molière, ¿es porque él también tenía muchas facetas, como actor, autor, director…?

Sí, es así. Me pasa con muchos autores enormes, pero es más porque tenían una compañía. Shakespeare, Pirandello o Strindberg tenían compañía teatral, no eran otra clase de autores que mandaban el texto y ya. Shakespeare sabe lo que era mandar un texto, que empezaran a decirlo los actores, que se cambiara porque de repente Menganito metía una morcilla que era mucho más interesante de lo que tú habías escrito… Y eso se nota. Molière decía que cuando se pintan dioses uno puede hacer lo que le da la gana porque nadie ha visto uno, pero que cuando pintas ciudadanos y la gente que va a verlo no se ve reflejada, es que has fracasado. Si alguien viene a ver Idiota y no se siente reflejado… Es cierto que te puedes quedar en muchas capas y eso también es maravilloso, puedes quedarte en la capa más frívola y cómica de la función, que también la tiene. Pero la función tiene una carga de profundidad en la que yo reconozco los ecos de este tiempo que hemos vivido, de esta enorme crisis que ha vapuleado el alma del ciudadano.

Hablando de esa crisis, también política —o, sobre todo, política—, ¿cómo ves la situación ahora mismo? Porque nunca te han dolido prendas en hacer declaraciones muy duras contra todo y contra todos.

[Suspira] Se me ha hecho bola todo. Y no sé qué hacer, creo que este sentimiento lo tenemos muchos de nosotros. Creo que por primera vez en mi vida me planteo no volver a votar en el caso de que haya terceras elecciones, y sería la primera desde los dieciocho años. Se me ha hecho bola por todos los lados, porque yo voté con una ilusión que te cagas, y a los del Ayuntamiento de Ahora Madrid les he puesto también a parir ya. Pero se cansa uno hasta de poner a parir, porque al final dan ganas de decir «Me voy a quedar en mi isla, que es este teatro, y voy a intentar hacer mi mundo alrededor un poco mejor». Porque somos responsables también de la participación. Yo no digo eso de «es que no estáis haciendo», no. Yo intento trabajar con dignidad, pagar a la gente, y yo no cobro, pero aquí cobra todo el mundo.

¿No cobras?

De nosotros cuatro, los que levantamos esto, ninguno. Porque todavía no es sostenible. Yo pido muchísimos favores, y aunque toda la gente cobra, están cobrando por debajo de sus salarios, porque hay un compromiso con este proyecto. Porque yo quiero un equipo de gente que sienta tan suyo el Pavón como yo. Es tan importante el técnico que le da al on todos los días que tiene que tener la misma responsabilidad que Israel Elejalde que interpreta a Hamlet. Esto es un trabajo colectivo. Y en la política están fuera de la realidad, en otro sitio, han perdido completamente el contacto con la realidad, y eso es lo peor que le puede pasar a la política. Somos políticos por naturaleza todos, porque tienes que pactar con tu padre o con tu madre, con tu novio o con tu novia… La parte pública, tanto en los teatros públicos, como en las administraciones, como en la manera de gobernar, hay una pérdida brutal de rumbo. Pero le pasa también a la gente que llega a los teatros públicos, que llegan a la Administración y de repente se vuelven obtusos. Lo sé porque lo he visto. Y decir esto me va a traer problemas, porque ellos me odian rotundamente porque creen que soy el enemigo del teatro público. Y ya no sé cómo explicarlo, me duele la boca de decirlo.

Inténtalo. Esos detractores que mencionas suelen decir que a Miguel del Arco le gusta dar lecciones de cómo debería funcionar un teatro público.

Pero ¿por qué da lecciones uno que opina? El hecho de opinar supone que estás en contra de ellos y eres el enemigo. Dan lecciones ellos, porque no admiten el más mínimo atisbo de crítica de alguien que lo ve desde fuera, y que además lo padece. Me han dicho burradas como nadie me ha dicho en la vida por esto. Tuve una polémica muy grande con El inspector, y todavía en el Teatro de la Zarzuela algún técnico de allí me dice que «gente como yo es la que se va a cargar el teatro público». ¿Gente como yo? ¡Pero qué me estás diciendo, si yo he hecho tres trabajos en el teatro público! Son estos convenios absolutamente intratables e imposibles, sindicando una actividad y armándola para que no se pueda ejercer. Es decir, que han perdido de vista que lo que estamos haciendo es teatro. Y hay que legislar para eso, porque todo esto es tan kafkiano que cuesta explicarlo.

¿A qué te refieres? ¿Quién se está cargando el teatro público?

Pues a que nadie se mete a ver lo mal articulado que está todo ahí. En los tiempos de crisis no se ha bajado el número de personas que se contratan para los teatros nacionales, es algo completamente demencial. El teatro público así se va a morir por sí mismo, porque es inviable, imposible de mantener. Tienes un presupuesto de cuatro millones de euros, del que un 75 u 80 % se va en pagar el continente, el cuerpo gigante de personal que crece y crece, y no el contenido, dejando de dar recursos a lo que es en sí mismo el hecho teatral.

No se pueden sacar los espectáculos de gira, y ellos se quejan y hacen manifestaciones, porque no quieren que haya coproducciones con compañías privadas, porque nosotros nos hacemos cargo de la gira. Yo muevo Hamlet, por ejemplo, con cinco técnicos y siete actores. Que ya es llevar. Pero ese mismo espectáculo, si yo lo moviera con el Centro Nacional de Teatro Clásico, irían treinta técnicos, en rotación. Cuando hice El inspector, Ernesto Caballero me corrigió unas declaraciones que hice cuando estaba ya con la vena que se me hinchaba, y un periodista me preguntó qué tal mi experiencia en el CDN y le vomité. Ernesto escribió una carta diciendo que yo no tenía razón, que la contratación de la gente era estrictamente la que se necesitaba. Al cabo de cuatro o cinco años de trabajo como director del CDN, Ernesto ha dicho que él tiene una «compañía estable de técnicos». ¿Cómo? Nadie quiere tener eso. Todos queremos una compañía estable de teatro, que es fundamentalmente el repertorio: técnicos, actores… Y el dinero va para seguir avanzando, y profundizando en el hecho teatral, no técnicos sobredimensionados. Es el elefante en la habitación de este país, el mismo que hay con el teatro, con la medicina, con todo. Es una cosa elefantiásica.

Lo mismo aquí con el Ayuntamiento. Este barrio (Embajadores) tiene prohibido el libre tránsito de coches particulares, perfecto. Yo vivo aquí, y si llamo por teléfono para pedir un permiso y pasar para hacer una carga y descarga, en ese mismo momento me lo arreglan y mi coche puede pasar. Si abro un negocio, un teatro —viva la defensa del emprendedor, ¿verdad?—, tengo que esperar tres meses para tener ese permiso para cruzar el barrio. Tres meses. Para que me traigan un decorado, para cruzar tres butacas. Tres meses hemos estado cargando y descargando, pero solicitándolo como si fuera para mi casa. ¡Pero esto es un negocio, hostia! ¿No lo entendéis? ¿Quién ha puesto esa ley? O lo de los riesgos laborales. Viene un tipo de la Administración y te dice que la barandilla del segundo piso tiene que medir no sé cuántos centímetros. Y yo le explico que lo que pasa es que, si pongo ese trozo de más, el espectador que se sienta arriba no ve nada, porque tiene una barandilla a la altura de los ojos. Y él me dice: «Es que esto es lo que marca la ley». Ya, pero es que esto me impide la actividad, y así no voy a abrir nunca la parte de arriba del teatro, porque para qué me voy a gastar dinero en una barandilla nueva en un sitio donde no se va a ver el escenario.

¿Te has rendido ya del todo con el Ayuntamiento de Madrid?

No, yo soy un optimista irredento. Acaban de entrar Carme Portaceli (directora del Teatro Español) y Mateo Feijóo (director de Las Naves del Matadero), y les deseo lo mejor. He hablado con Carme, que no tengo amistad pero sí nos conocemos, y espero que sean capaces —en la parte teatral— de sacarlo adelante. Porque yo hablo con mi amiga Estrella Galán, que es la secretaria general de la Comisión Española de Ayuda al Refugiado, y me dice que la parte social es brillante. Porque vienen casi todos de allí. Dice que están haciendo cosas estupendas.

¿Pero qué opinas de la gestión del Ayuntamiento en el teatro?

Pues que ha sido nefasta. Está la broma de que Celia Mayer no existe, es un plasma. Y lo que han hecho ha sido un desastre. Madrid es una ciudad con miles de metros cuadrados para las artes escénicas, completamente paralizados. Conde Duque, Circo Price, Español, Matadero, Fernando Fernán Gómez… Todo paralizado. Y no han dado explicaciones, no han sabido decir nada. Sabemos que hay unas luchas cainitas entre Ahora Podemos y Ganemos Madrid y el PSOE y…. Pero, claro, dices: hostia. Estos que de repente me levantaron el ánimo y dije yo: ¡Sí!. Pues toma: no.

Bueno, ellos te dirían que han montado una radio para dar difusión a la actividad cultural de Madrid.

Pero ¿de qué van a hablar? ¿Del holograma de Celia Mayer? ¿Es una radio que se va a dedicar a hacernos creer que Celia Mayer existe, como existe una vida cultural en Madrid? Es terrible.

¿Funcionáis a pesar de las Administraciones y no gracias a ellas?

Justo. Ahora mismo tengo que decir que el mejor interlocutor que nos hemos encontrado es Jaime de Los Santos, sin lugar a dudas. No me jodas, que voy a hacerle la ola al PP yo ahora. Es muy fuerte, pero es así. Lo mismo con Montserrat Iglesias, la directora del INAEM, que es independiente y viene de la enseñanza en la Universidad, que da gusto hablar con ella.

Miguel del Arco para JD 2

Cuando se armó la que se armó con tu zarzuela ¡Cómo está Madriz!, hubo algo muy llamativo. Pablo Iglesias dijo que tenía muchas ganas de ir a verla, por toda la polvareda que se había levantado, y tú dijiste: «Pues que se compre una entrada y venga». Estamos más acostumbrados a reacciones de otra clase con los políticos, algo más parecido a «Está invitado a venir cuando quiera», más solícito. ¿Estabas ya hartísimo?

Sí, francamente, entre unos y otros me tenían ya hasta las pelotas. Porque era tan ridículo todo lo que se montó alrededor de ¡Cómo está Madriz!… Estaba haciendo una entrevista en La Sexta e hice algo que nunca he hecho: decirle al periodista que, si va a seguir por ese lado, yo me quito el micro y me voy. Había una necesidad de crear una crispación, de crear un morbo: «Pero ¿es verdad que llevaron pitos? Pero ¿es verdad que escupieron…?».

¿Qué buscaban de ti? ¿Que insultaras al público?

Sí, que azuzara esto de que vino el PP y lo destrozó todo. Porque saben que yo tengo la boca más grande que nada. Y yo no quería entrar al trapo. Porque la noticia era que una zarzuela había llenado en veinte funciones, y ha metido más de dieciocho mil personas en el Teatro de la Zarzuela. Esa es la noticia. Que de ser un género viejuno, donde la media de edad es noventa años, y cada dos por tres ves a uno que se levanta porque le va a estallar la próstata, de repente vemos una fila de gente muy joven. Por Paco León, por mí, por la polémica… Me da igual. Pero esa es la noticia. Que hemos reescrito una zarzuela, y hemos creado una cosa que engancha, porque el problema que tiene la zarzuela es que son unos libretos terroríficos, que no hay por dónde cogerlos. Infumables. A mí Dani Bianco me dijo «haz lo que quieras con ella». Y eso hice, lo que me dio la gana. Recuperando, curiosamente, una cosa que tenían estas revistas, que era el espíritu popular y el espíritu crítico. Porque eran muy bestias. Yo sacaba la deuda pública, y me lo afeaban, pero no. La deuda pública sale en el original, en un balde a la deriva, 1890. Gritando. Así que recuperamos una cosa crítica, divertida y graciosa.

Yo veía el espectáculo, y cuanto más se alteraban ellos, más ridículo me parecía todo. Gallardón, un tipo al que se le supone una cultura, que es un melómano, al que yo conocí de la mano de Nuria… que vea a los Ratas, «soy el rata primero / y yo el rata segundo / y yo el tercero…» [canta] que es una cosa popular de tres rateros a los que yo puse un cartel, en el que aparecían el cuarto, el quinto y el séptimo; que eran Bárcenas, Camps y tal. Y eso a Gallardón le resulta suficientemente terrorífico como para levantarse y marcharse de un sitio a gritos. Me parece una ridiculez. No tiene justificación. ¿En qué país estamos? ¿En un país en el que está la Gürtel, con un banquillo que es vuestro, y eso sería argumento para gritar y tirarse de los pelos y rasgarse la camisa y decir «hagamos algo por cambiar esta mierda de país»? ¿Que lo que te indigne sea una zarzuela en la que aparece un tipo que lleva ya más de dos años en la cárcel? ¿Y que me acusen de panfleto izquierdista? ¡Pero si estoy sacando a Pablo Iglesias en un mitin en el que brutalmente le ridiculizo! La escena en la que salía era como una panda de borregos siguiéndole a él que aparecía, y se ponía como el pantocrátor. Y metía las manos en las bocas de la gente que se reunía a su alrededor, y llevaba las babas de una boca a otra. ¡Pero eso no valía!

Te convertiste, igualmente, en un peligroso podemita.

¡Un peligroso podemita! ¡Que es como una tribu israelí! Me parecía ridículo. Pero había una sorpresa triste, de decir: «Qué país de mierda». Qué tonto.

Pero indirectamente te benefició. Porque, aunque hubiera llenado el teatro sin polémica…

Ya estábamos llenando antes de la polémica. Estábamos llenando hasta la bandera, nos estaba yendo de puta madre, pero lo que se produjo después de esto es que se vendieran hasta las entradas de visibilidad nula. No reducida: nula. ¿Es de puta madre que de repente saliéramos hasta en la sopa, y que una zarzuela, que no tiene ningún tipo de cobertura mediática, saliera en todos los programas y que todo el mundo supiera que estábamos haciendo una zarzuela? Olé tus cojones. Ya está. Pero no era buscado.

Pero sabías que iba a ser polémico.

Sí. El día de la rueda de prensa general, para presentar la temporada de la Zarzuela en la que yo estaba incluido, aunque ni siquiera sabía lo que iba a hacer porque todavía no me había puesto a escribir, se levantó uno y dijo: «Yo solamente quiero preguntar qué grado de libertad le ha dado usted a Miguel del Arco», preguntándole a Paolo Pinamonti. Yo ni siquiera estaba en la rueda de prensa, estaba detrás, y cuando lo escuché me pregunté por qué cojones hablaban de mí si estaban presentando toda la temporada. Paolo se salió por la tangente, pero el periodista insistió: «Yo solamente le digo una cosa señor Pinamonti, si Miguel del Arco hace una de las suyas esto no va a ser la Gran Vía, esto va a ser una tragedia». Ese fue mi recibimiento en el Teatro de la Zarzuela. Y me azuzaban para que le dijera algo, pero no lo hice. «Se lo diré ya en el escenario».

Por entonces ya tenía la idea de la zarzuela, la idea base, porque me venía a huevo para comentar la realidad de hoy. Quería comparar el bipartidismo entre Cánovas y Sagasta, salvaje y caciquil, amenazado por la presencia de Pablo Iglesias. Estaba cantado. Pero era una gracieta todo, era una broma. Te puede parecer gracioso o no te puede parecer. Pero lo de las ofensas porque salía un obispo con patines, y durante tres segundos una chica se agachaba y fingía que le hacía una felación, les horrorizaba. No les horroriza que saque veinticinco prostitutas en el escenario, eso los niños lo pueden ver, no pasa nada. Mujeres con las tetas aquí [señala al cuello], no pasa nada. Ahora, si saco una felación en escena, es terrible; no os indigna que estemos un día sí y otro también con casos de corrupción reales. Seguís defendiendo una Iglesia que tiene una cantidad de casos reales sobre la pederastia de los curas acojonante, pero montamos la marimorena por tres putos segundos de un cura al que una chica le hacía una mamada.

Dijiste que esa parte del público que levantó las antorchas fue «cerril».

Sí. Los acomodadores me advirtieron que sería polémico, por activa y por pasiva. Porque ellos son los que tienen más contacto con el público de la Zarzuela, y me decían «Ay, madre mía, la que nos viene». Hubo mucha gente a la que no le gustó, pero fueron muchos menos los cerriles. Lo que pasa es que para parar una función, que fue lo más sonoro que sucedió, solo hace falta uno. Con que uno se levante y empiece a gritar, se para la función, aunque haya mil setecientas personas en un teatro aplaudiendo y bailando, como estaban. Cuatro se levantaron en un momento dado y gritaron: «¡Esto es un horror! ¡Vergüenza! ¡Izquierdosos! ¡Podemitas!». Se paró, los echaron, la función continuó y todo el mundo siguió bailando.

Es el punto negro en el folio blanco: ¿Qué ves? Pues el punto.

Eso es.

¿Crees que todo eso, con polémica incluida, ayudó a revitalizar el género de la zarzuela?

Yo no sé si revitalizar, porque la palabra me resulta grandilocuente. No era tampoco mi intención. Pero sí es necesario que el teatro hable de uno mismo y que la gente se vea. Yo, que tengo formación musical y he estudiado canto lírico, me aburro como una puta ostra, porque son dramas muy costumbristas, que nada tienen que ver conmigo, que musicalmente pueden ser estupendos, pero hay algo de la acción que se me escapa. La ópera ha cumplido esa labor de reinventarse y se tienen a gala las modernidades, los avances técnicos; y, sin embargo, en la zarzuela parece que necesitamos la fachada decimonónica para que la gente la vea. Todos perfectamente vestidos del siglo XIX, con sus trenzas y no sé qué, y es inamovible. Pues no. Me parece que además tiene que haber una libertad para que cada uno haga lo que quiera. Es lo que decía Daniel Bianco, que quería abrir la zarzuela de par en par, puertas y ventanas; creo que es absolutamente necesario. Porque, si no, es un teatro condenado a la muerte.

¿Y para que unos entren otros han de salir y dejar hueco?

No, tampoco lo creo. A lo largo de la temporada hay muchos creadores, y hay mucha gente que, si yo vuelvo a la zarzuela, irán. Dani me lo ha pedido ya. Y habrá otros que digan: «¿Manuel del Arco? Ni muerto». Y eso es su potestad, es maravilloso. Pero los que vuelvan, a lo mejor, precisamente por eso, nos abrimos a otro público. Yo no quiero echar a nadie, porque no digo «a partir de ahora todo el mundo va a hacer la zarzuela como yo digo». No. Me parece la misma intolerancia y la misma tontería. El otro día estuve viendo Las golondrinas, un montaje de Giancarlo del Monaco, que es un superdirector de ópera. Es un montaje muy clásico, pero es excelente, y yo disfruté de los telonacos, del vestuario maravilloso y de esa cosa muy bien montada, y muy clásica. Aunque ya lo hubiera visto, pensé que qué bien estaba hecho.

Pero, socialmente, ¿por qué persiste la intención de hacer incompatibles cosas que no lo son, que es perfectamente complementario el teatro clásico con el contemporáneo?

Claro. Es lo mismo que cuando llega uno y hace Hamlet, y todos creemos que conocemos Hamlet, y en realidad la mayoría no pasa del «ser o no ser, esa es la cuestión»; y tienen esta cosa soberbia de decir: «Esto no es Hamlet». ¿Quién te lo ha dicho, Shakespeare, no? ¿Cómo que no es Hamlet? Hamlet es cada uno de los intentos de montarlo que uno tenga. Vale que no te guste este, o que no hayas entrado. Yo me acuerdo de una cosa maravillosa que pasó, porque también fue una polémica lo que hicimos con Ofelia, porque cantaba reguetón y no sé qué. Vino un grupo de chavales muy jóvenes a verla, y afortunadamente no me conocían, porque no hay nada que me guste más que poner la oreja después de una función, para ver qué dice la gente. Estaban con la profesora de literatura, y había un chaval que decía «joder, pos ma gustao, ma gustao mazo». Estaba como muy pasmado, muy flipado de que le hubiera gustado Hamlet. Y añade: «Lo que no me ha gustado es que, de repente, ¿a cuento de qué se pone la Ofelia esta a bailar reguetón?». Y le contestó una compañera suya, que se giró superbruscamente: «Tío, pero ¡si está con un dolor que te pasas!». Para mí es el mejor halago que me han hecho en mi vida. Ella estaba entregada, diciéndose que cómo no iba a bailar enloquecida, si se ha vuelto loca de puro dolor.

Miguel del Arco para JD 3

Hay algo que ocurre en España que no ocurre en otros países y es esa reverencia al texto sagrado. Esa cerrazón de intentar mantener a los clásicos incólumes. No hay cultura de experimentar con los clásicos. ¿Por qué crees que es?

Pues yo creo que porque hemos equivocado la tradición, se sigue manteniendo la defensa de la tradición como defensa de las cosas como se hacían. Decía León Felipe que los clásicos se tienen que utilizar como pista de despegue y no de aterrizaje. Y me gusta la frase, además de porque justifica las barbaridades que yo hago, porque está muy bien dicho, coño. Antígona solo ha llegado una hasta nosotros, pero hubo miles. Se reescribían. Y fue Aristóteles el que, en un momento dado, dijo «vamos a dejar establecido que si un escritor ha dicho que Antígona muere ahorcada, que nadie pueda escribir que muere de un disparo en la sien». Hamlet tampoco es un producto original de Shakespeare, es una creación sobre las crónicas de un Hamlet anterior, como en casi el 100 % de su obra. Por eso esta reescritura permanente de quien ha escrito mucho mejor que nosotros es buena. Yo siempre digo que me alejo mucho de los clásicos, pero para quedarme más cerca que nunca. Porque das la vuelta, pero quieres quedarte con la esencia. Misántropo, por ejemplo. Quienes iban a verla en el siglo XVIII cuando lo escribió Molière y lo interpretaba reconocían quiénes eran los personajes, la gente decía «hostia, este es Menganito de tal». Los vicios de su sociedad estaban tan bien plantados que la gente se asustaba y buscaba los paralelismos de la gente real. De hecho, se puso de moda que fuera muy cool que Molière te pusiera a parir en una función, porque tú aparecías. «He salido en un Molière», decían. Al final, lo que haces con estas reescrituras es quitarle el envoltorio, pero para que el caramelo siga siendo el mismo. O el ácido. ¿A mí de qué me sirve que se hagan estos molières con los pelucones y las caras blancas, los miriñaques, la cosa afectada casi como en farsa? Pero si hace falta muy poco, hay que empujar muy poco al Misántropo para que tuviera una resonancia, con palabras del siglo xvii, que te habla directamente al corazón del siglo xxi. Esa comunicación me parece que es maravillosa, y es donde yo soy feliz.

Sí, pero no pasa una vez que alguien estrene una versión de algún clásico sin que haya un grupo que se sienta personalmente ofendido. ¿Siempre va a haber una ralea de puristas con las antorchas en alto cuando se tocan los clásicos? Porque serán pocos, pero hacen ruido.

Seguirá pasando, pero estamos en el mismo caso que en la zarzuela, que lo has dicho tú: son muy poquitos, pero hacen mucho ruido. Pero, en realidad, a mí lo que me llena de alegría es que presento un Hamlet y antes de estrenarlo tengo vendidas veinte mil entradas. Y no son entradas de gente que viene con la intención de tirar piedras. Es muy emocionante lo que ha pasado con la apertura del Pavón. Hay una relación previa, porque somos asequibles y se acercan a hablar con nosotros. Hay algo que me hace sentir un poco mayor, pero también es maravilloso, y es que haya gente que se acerca y dice: «Yo decidí ser actor después de ver La función por hacer». El otro día hicimos un encuentro con La Joven Compañía, que les invité a ver el espectáculo y los ensayos, para luego tener feedback. Vinieron casi noventa personas de entre dieciocho y veinte años, claro, cuando yo estrené esa obra tenían once años, y me decían que se habían decidido a ser actores después de verla. Fue precioso y también chocante.

Dices que, en el teatro Pavón lo que queréis construir es «una relación más allá de la que se genera con el propio espectáculo». ¿Qué quiere decir eso exactamente?

Lo que queremos es extender la reflexión que provoca el teatro, y que se realice de una forma conjunta. Que la gente no se vaya al bar a comentar la obra que acaban de ver, que se queden aquí a comentarla. Hay algo mágico en la emoción de hablar con desconocidos, de intercambiar lo que me ha producido o noqueado lo que he visto. Eso es lo que hacemos aquí día a día, se generan debates muy fuertes y muy fascinantes en el público, con posturas muy enfrentadas.

Porque sabes que tus obras generan polémica, o muchas de ellas. El público aún no está acostumbrado a ver sexo explícito en el escenario. ¿Entiendes que la primera reacción sea de rechazo?

Sí, sí. Porque es un tema tabú, pero incluso la parte más emocionalmente descarnada también entiendo que genere rechazo. Yo soy muy intenso. Lo soy. Es como alguien que intenta dejar de ser rubio, que me puedo teñir, pero no dejas de ser un rubio teñido. Hay una parte de mí mucho más frívola, a la que le hace mucha gracia la comedia por la comedia, la cosa chispeante con la que también disfruto. Pero tiendo a que las cosas me toquen emocionalmente. Me gusta vivir los montajes y los ensayos así, asistiendo a veces como espectador, en los que me río y se me ponen los pelos de punta. Y lloro y se me va la cara. Raquel Fernández está haciendo un documental que va a ser mi hundimiento del Titanic.

¿Sobre ti?

No, sobre la apertura del Pavón. Pero ya es como lo de Gran Hermano, que estoy acostumbrado a la cámara y al micro y me olvido por completo. Pero a mí me gusta asistir como espectador y que las cosas me toquen, me traspasen y me modifiquen, y soy el primer espectador. Si las cosas me aburren a mí… Que haya otro teatro mucho más reflexivo, mucho más intelectual, un teatro que interpele al ciudadano demandándole una acción considerable, intelectualmente hablando, pero mucho más frío; seguro. Y yo disfruto en algunos de esos espectáculos, pero no me gusta hacerlo, no me sale.

Con ese ritmo de trabajo, ¿te da tiempo a ver otras obras, fuera del circuito cultural mayoritario? ¿Vas a ver a las pequeñas compañías, dentro del circuito alternativo?

Sí, muchísimo. El otro día estuve viendo Ragazzo, de Oriol Pla, en el Teatro del Barrio. Y voy a La Pensión de las Pulgas y otras salas pequeñas. Aunque es verdad que me sujeto un poco, porque hay mucha oferta y tengo muy poco tiempo. Antes era mucho más atrevido, iba cinco veces al teatro y veía obras de las que no tenía ninguna referencia. Esto ya no lo hago. Intento que un par de personas me hayan hablado, aunque luego yo vaya y no concuerde. Es como lo de la lectura, es una cuestión de tiempo. Yo me leo solo algunos de los proyectos que me llegan, no todos, porque si no no podría leer otra cosa en la vida, porque llegan como treinta proyectos al día. Y yo tengo una pila de lectura así [levanta la mano hasta la altura de la cabeza] nada más que de Strindberg.

Cuando representas alguno de estos clásicos, tengo la impresión de que te metes en la biografía de sus autores de una manera casi obsesiva.

Sí. Soy muy obsesivo en ese sentido y aún más con Strindberg. Porque es lo que yo siempre les digo a los actores: esto el público no lo va a saber, pero a ti te va a ayudar a impulsarlos desde un sitio muy concreto. Mamet, que ha dicho cosas muy estupendas y alguna tontería también, decía que el actor, con que se sepa el texto y no tropiece con los muebles, ya va. A mí me parece una gilipollez como una catedral, una sobrada de Mamet. El actor, si sale a escena y sabe por qué hace las cosas, y las argumenta, y las justifica, y sabe dónde están agarradas, sale con una seguridad que tú no sabrás por qué es, pero lo notarás. Configura un mundo poético y sonoro que el actor utiliza para impulsar el texto. Es eso que dices de «no sé lo que hace, pero tiene algo magnético», pues ahí está.

Ya que hablas del actor. Tú desmitificas habitualmente, o intentas, eso de que el actor es alguien con un ego inmenso, eso que tiene tanta literatura. Dices que hay más ejemplos de lo contrario.

Yo creo que el ego es fundamental para levantarse por la mañana. Todos.

¿No hay ciertas profesiones u oficios más dados a ello? Relacionados con el arte, por ejemplo.

Yo veo mucho más ego, y no sé si es porque son poco fotogénicos, a los jueces. Tienen un ego que deberían mirárselo. Porque hablan a la gente desde un sitio como de «usted se calla». Y no, perdone, no me voy a callar. Tengo que decirlo, dígame cuándo, pero lo voy a decir. Porque se me está juzgando y puedo entrar en la cárcel, no me hable usted así. Aquí, entre los actores, algún idiota me he encontrado porque idiotas hay en todas partes, pero de verdad, un 99 % de la gente con la que he trabajado no es así. Es gente que viene abierta en canal diciendo «aquí estoy yo, vamos a jugar». Y es muy difícil ser actor, ¿eh? Por la incertidumbre permanente y el juicio constante, por eso también. Con eso bregamos a diario, porque en esto nunca se sabe dónde vamos a estar mañana. Pero lo más duro es el juicio constante. Yo ahora voy a estrenar mi película, y ha sido un parto complicado. Es un proyecto que me ha puesto en contacto con algunos límites, para la que yo me veía bastante limitado, y de repente alguien lo puede zanjar todo con un «pues vaya mierda de película». Y yo digo «me cago en tu puta madre». Me quedo con una cosa que decía Jordi Costa, y es que nunca hagas una crítica que no le pudieras decir al receptor a la cara. Me lo contó Paco León, porque Jordi hace un ejercicio en la escuela que da clases, que consiste en ir todos a ver tal película. En este caso, Kiki, la película de Paco. El ejercicio es escribir todos una crítica sobre la película, y ahí se ponen «tacatacatacataca» [tecleando con malicia]. Entregan todas las críticas y Jordi abre la puerta y dice: «Paco, pasa». Y entra Paco León. Les pide que lean la crítica delante de él, y claro, se echan para atrás. Por las críticas malas que me han hecho jamás me he peleado con nadie, pero…

Miguel del Arco para JD 4

Bueno, hubo una en la que te dolió especialmente que te llamaran «gazmoño», ¿no?

Sí, sí. Me llamó gazmoño por un texto que escribí para el programa de Veraneantes, en el que explicaba esta cosa de la utopía que servía para construir. El crítico contaba que le había gustado mucho el espectáculo, a pesar de la escritura gazmoña de Miguel del Arco. Y yo decía: «¿Gazmoño? Te pegaba una hostia con toda la mano abierta…». ¡Gazmoño tu puta madre! Pero al margen de eso he tenido críticas salvajes, de esas que me han llevado a pensar que se acabó, que no iba a dirigir nunca más en la vida. Me dura un día, o medio, pero sí, así me lo he llegado a tomar.

Pero nunca has tenido un fracaso comercial.

No. Hasta cuando nos hemos equivocado la cosa ha ido bien. Hay algunos que los tengo como fracasos míos personales.

Pues te he leído por ahí diciendo que «yo sé que nunca voy a hacer una mierda».

No, una mierda no he hecho nunca. Eso lo tengo más claro que el agua. Eso sí, he tomado decisiones equivocadísimas, pero una mierda es una cosa que haces con desidia. Como actor sí que he hecho mierdas, he hecho unas mierdas gigantescas. De hecho, yo empecé a escribir guiones para preservarme como actor, porque me daba una vergüenza horrible hacer según qué cosas. Porque hay un grado de exposición brutal, y como guionista tú dices «estoy escribiendo una mierda, estoy escribiendo una mierda, estoy escribiendo una mierda… Enviar». Lo envías y que lo haga otro. Y a otro le llegaría, lo tendría que leer, y ahora cómete esta. Yo he hecho algunas cosas vergonzosas no, lo siguiente. Terribles.

Confiesa.

Tengo un capítulo de una serie que yo escribía, que podéis buscarla, con Ana Obregón… que es terrible. Bueno, iba mucho más allá de lo terrible, porque ya se nos iba la cabeza. Sabíamos que estábamos haciendo una cosa tan horrible que ya daba igual todo. Era una cosa como de astronautas, con ella con las tetas así, con unos vestidos… Y yo aparezco en un momento dado en el que se suponía que nos estábamos excitando, pero se nos fue tanto la olla que terminé metiéndome una botella de plástico como si fuera mi polla. Y eso está grabado y eso se emitió. Yo jamás lo vi.

¿Y como director?

No. Como director nunca he hecho una mierda. No es que todo lo que he hecho sea bueno, sino que algo que está pensado, está trabajado… no es una mierda. Seguro que nos habremos equivocado y habrá muchos que piensen que ¡Cómo está Madriz! era una mierda. Me acuerdo de una que decía, hasta en catorce ocasiones, que La función por hacer era una obra maestra, y cuando hicimos Veraneantes estuvo a punto de pedir mi excomunión.

Al margen de eso, hay algo evidente que ya hemos mencionado: que no has tenido ningún batacazo comercial, y tus proyectos acostumbran a ser un éxito. ¿Sientes que hay mucha gente esperando, deseando verte caer, deseando que fracases?

No en general, pero sí, eso es así. Estamos en un país que funciona así, es un mal de este país. Pero yo no pierdo el tiempo con eso, fue una de las enseñanzas que aprendí con Nuria: no leas las críticas. A priori, cuando estreno un espectáculo, que estoy todavía descarnadito y vulnerable, no las leo porque me pueden tumbar. Cuando acabas de estrenarlo tienes mucha inseguridad, y basta que alguien te diga «vaya mierda» para que te hunda en la miseria. Así que, ¿para qué? Afortunadamente tengo mucha gente a mi alrededor que me dice las cosas como son, que me parece que es importantísimo. Tengo colaboradores en mi equipo que hacen otras disciplinas, porque yo empodero a mi equipo para ello, pero me lo dicen. Y de lo otro, intento preservarme porque no me sirve para nada. Y cuando pasa el tiempo, las leo. Solamente entro a la gresca cuando veo algo terrible, ahora lo he hecho con las opiniones de los blogueros y de las redes sociales, porque muchas veces llevan a gala ser cuánto más despiadados mejor. Porque, como en los programas de televisión, vende más cuanto peor seas y cuanto peor hables. Esta desidia desde la que escribe Carlos Boyero, que es como terrorífica, que dan ganas de decirle: ve el cine que te gusta, no sigas viendo más cine actual porque no te entusiasma casi nada ahora. Tienes tantas cosas maravillosas que ver que revísalas. Pero vamos, que cuando he entrado a discutir nunca ha sido por espectáculos míos, sino por espectáculos de amigos. Y les he dicho: «¿Quién te crees que eres? Tú no puedes decir esto de esta actriz». Es una falta de respeto que tú, que te supones gran aficionado al teatro, seas capaz de escribir con esa falta total de respeto. Porque se puede criticar, pero yo creo que deberías intentar buscar la parte positiva de las cosas que ves. Siempre parto de la base de que lo que ves tiene detrás muchísimo trabajo.

Tu película Las furias orbita en torno a la familia. Dices que te sorprende cómo, a diferencia de lo que ocurre en Estados Unidos, en España el tema familiar es un núcleo básico, pero no tiene muchas referencias artísticas ni en teatro, ni en novelas… ¿Por qué crees que es así?

El cine desde luego es así. Fíjate la cantidad de películas sobre la familia que hay en el cine americano, cuando el núcleo familiar es mucho más débil que el nuestro. No sé por qué es. El otro día me dijo un periodista que había visto la película que le parecía «rara». Y me quedé sorprendido. Me dijo que le parecía rara porque los personajes hablan, y hablan bien.

¿Te consideras buen dialoguista? Porque la ficción española, reconozcámoslo, muchas veces patina en eso.

Sí, es así. Y sí, soy buen dialoguista, porque me he esforzado en ello y porque tengo unos actores espectaculares. Una barbaridad. Y además son personajes inteligentes, hablan bien, tienen una conversación elevada. Pero no es que sean esnobs ni de clase alta, es otra cosa: son inteligentes. Siempre me dicen que esto es porque vengo del teatro, y yo digo: «mira, no me toques las pelotas». Vi Los odiosos ocho, y hay una secuencia de quince minutos en una puta caravana en la que Samuel L. Jackson está hablando todo el rato en plano y contraplano con Kurt Russell. Y es conversación pura, chispeante, graciosa, divertida, que hace avanzar mínimamente la trama, pero podrías cortarla y tampoco pasaría nada. Quince minutos, chato, y aquí nos asustamos enseguida cuando los personajes hablan más de tres minutos. Aquí como que para ganar la verosimilitud de los personajes lo primero es que el actor abriera poco los labios, y que fuera lo más parco posible, no fuera a perder la atención.

¿Pero cómo y por qué se ha llegado a esa convención?

¡No tengo ni idea, no lo sé! Pero yo, que soy un aficionado a Billy Wilder, que me entusiasma, lo entiendo menos. Viendo Luna nueva, que no es de él, pero pensé en la secuencia del bar, de Cary Grant y Rosalind Russell, con unos niveles de conversación, de velocidad… Que hay algo de regocijo hasta sexual en mí, me vengo arriba cuando lo veo. Eso es una gloria.

¿No se trata al espectador como si fuera estúpido cuando se escriben los diálogos como algunos se escriben ahora?

Sí, del todo. Hay una cosa, además, de reducir el cine solo a la imagen, y no. El cine es algo que retrata al ser humano, y fundamentalmente nos distinguimos en que hablamos, porque el pensamiento es palabra. Y no me vale eso de que una imagen vale más que mil palabras, porque si la palabra es de Lorca, ¿verdad? Cada palabra suya son mil imágenes seguidas. No es que defienda que no paren de hablar, no digo eso. Pero mira, hasta cuando las acotaciones trataban de ser literarias, hasta con eso se metían. A mí me decían que los guiones estaban muy bien escritos, pero que deberían ser más parcos. Se busca eso de leer los guiones que parecen casi mensajes sueltos, o tuits seguidos. Y no. A mí me apetece que, cuando alguien lo lea, haya un gusto en la lectura, y eso que yo soy muy poco de acotaciones. En este guion de la película tuve que dar muy pocas porque eran otros los que tenían que decidir.

¿Es la televisión donde más se acusa esta subestimación constante del «espectador medio»?

Sí, porque ahí es donde está la ley de la horquilla de cero a noventa años.

El multitarget.

Ahora se llama así, pero cuando yo escribía guiones para televisión era «esto mi abuela no lo va a entender». Y sigue sucediendo. A mí me pedían cosas imposibles: que fuera blanco, que no fuera ofensivo, que nadie pudiera sentirse mínimamente representado… Pero es que el humor tiene que ser ofensivo. Siempre va a haber una parcela de alguien que se mosquee por un chiste. Si estás intentando prever quién es el que va a ofenderse, al final jamás harás el chiste. Perderá completamente la gracia. La acidez, la ironía, el humor siempre tienen que ofender. Y te diría que lo que no es humor también. Es absurdo intentar que nada se salga de madre, que todo acabe bien… Así es imposible hacer una ficción. Para mí era imposible. Y luego ya, el absurdo del star system, que contaras con que los actores no se quemaran, porque al final trabajas con gente a la que ya se le va la pelota.

¿En qué?

Pues te venían a reclamar que le metía más frases a tal o cual personaje, que no era el actor de moda. Y yo me veía muchas veces contando las frases de uno y otro personaje, para que tuvieran catorce y catorce. Y pensaba que yo prefería tener dos frases que fueran brillantísimas que tener catorce malas. Y el minutaje, que al final son capítulos estirados y estirados con mucha paja, para que puedas irte a hacer pis y no pase nada, para que tu abuela lo entienda… Son tantas cosas que no tienen que ver con la historia que al final, evidentemente, la historia se resiente.

¿Volverías a escribir para televisión?

Pues ahora mismo no. Aunque creo que la televisión está cambiando. Ya hay productores dejando a los guionistas que sean productores. Y eso, evidentemente, es una cosa que funciona en Estados Unidos, y que nadie sabe tanto, a priori, de una ficción como quien la ha parido. Esta comunicación directa, de que el autor esté en plató y pueda decir que este personaje debería ser así o asá, cambia radicalmente el modelo. Pero estamos en lo de siempre: hay poco presupuesto y mucha prisa por sacar los productos adelante. Aun así, soy muy optimista porque confío en el talento de la gente, y si aquí los guionistas se emocionan como yo cuando vemos las series de HBO, querrán hacer productos como la HBO, y lucharán por ello. Yo confío en que la gente quiere sacar lo mejor de sí mismo y ser feliz, y para ser feliz en trabajos como los nuestros inventarás de qué manera hacerlo en la mejor línea.

¿Y cómo te ves en el cine? ¿Es un territorio menos hostil?

Sí, yo he hecho lo que me ha dado la gana. Con un productor como Pedro Hernández  —y también Aitor Tejada y Jordi Buxó—, me he encontrado con un tipo que chapó.

¿Fue él el que te convenció de escribir el guion de la película?

No, esto empezó con Fernando Bovaira y con Gonzalo Salazar y con ellos no me entendí. Yo creo que habría sido una mala experiencia, porque ellos son dos tíos estupendos que están haciendo películas maravillosas, pero simplemente no congeniábamos. Había una lucha importante. En el cine hay mucha gente que opina y, claro, yo venía del teatro, en el que opinan muchos, pero yo soy el capitán. Y las historias son mías, y al final, aunque escuche muchas opiniones, soy yo quien decido cómo la cuento. Y aquí no era posible. Así que con Pedro ha ido fantástico. Incluso dentro de todo lo que teníamos: una película muy complicada, una primera película, falta de presupuesto… Pero me acompañó en todo el camino. Me quedan ganas de hacer otra película, y seguro que la haré.

Miguel del Arco para JD 5

Has sido de los pocos que han hablado muy críticamente de los Premios Max de teatro, cuando cambiaron el proceso de votación. ¿Llevas esa misma desconfianza a los Goya?

Los premios siempre son una tómbola. Y en estas disciplinas siempre son injustos, porque esto no se trata de dos que corren y el que corre más deprisa gana. Imagínate que ahora tuviera que competir con una película como la de Marina Seresesky o la de Raúl Arévalo, que son dos magníficas películas. O Bayona. Este año hay un montón de películas formidables y maravillosas, que es lo que a mí me gusta. Yo no creo en eso de «la competencia». Quiero que la gente salga de ese teatro de al lado feliz, tanto que tenga ganas también de venir al mío. Y el cine igual, y que se quite ya esta puta mierda de «una españolada», venga, cállate ya. Pero, dentro de esto, me parece que lo más honrado es que los miembros de la academia voten entre ellos, que fue lo que se quitó en los Max, que me pareció una mala idea. Pero más de esto no quiero comentar porque la gente se pone susceptible y dice «claro, como no te votaron…». Y digo, pues no.

Pues hablemos del IVA cultural.

Esto es lo que yo confío en una clase política que quiere un país en que la cultura está gravada con un 21 %. Es que es algo que no sucede en ninguna otra parte del mundo. Ahora mismo, en el Pavón, si no tuviéramos el 21 % de IVA, nosotros ya seríamos sostenibles, a dos meses de la apertura. Este teatro sería ya viable, y yo podría soñar con la posibilidad de mantenerlo. La gente viene, la gente llena salas, pero como tengo un 21 % de IVA no soy rentable. Y si seguimos tres o cuatro meses más así, yo tengo que cerrar. Porque no tenemos ningún colchón económico. Y no estoy hablando de tener beneficios: digo sostenible. Y, sin que ninguno de los cuatro cobremos, podemos pagar a la gente y más o menos pagar este alquiler altísimo. Nosotros tenemos ya la broma de que no hay nada que se pueda hacer en un teatro que valga menos de seis mil pavos. ¿Cómo no me voy a enervar, a protestar, a enfadar? Alguien me dijo que estábamos ya un poquito pesaditos con lo del 21 % del IVA.

¿Quién te lo dijo?

Un cargo político. Porque me iban a dar un premio, y me dijo que cuando saliera al escenario no dijera nada, porque habían sido muy generosos. Y yo dije «sí, sí, no te preocupes». Y monté una que te cagas. Porque me tocó las pelotas. «Te estoy dando un premio, sé generoso, porque esto es una fiesta y no es el momento de decir nada…». Primero, tú no me marcas los momentos, y segundo, yo tengo un micrófono por delante y hablo de mi profesión, esto por lo que me estáis premiando vosotros que sois políticos, que lo estáis haciendo imposible porque el año que viene a lo mejor no puedo seguir con esta actividad. ¿Cómo no voy a decir que esto no puede ser? Me ofendió muchísimo, y ahí estuve yo bien chulo, porque conseguí que no se me notara la bilis y luego la armé bien armada, pero muy calmado. Porque estoy intentando no perder las formas, y lo solté muy bien armado y muy bien argumentado, desde mi tribuna y mi momento.

¿Y cuando quien critica esto, vuestra lucha contra el IVA, no es un político, sino un ciudadano? Porque también está muy en boga eso de «qué pesados los actores con lo del IVA, con lo bien que viven».

Eso es responsabilidad de la política, de haber convertido a la cultura en una panda de perroflautas que nos quejamos de todo. Pero si no tienen miedo de hacer eso con las instituciones, si ves que sale Rajoy, con todo su séquito, diciendo «esto no es una persecución contra la Gürtel, esto es una persecución contra el PP». Que policías, jueces y fiscales están actuando de mala fe contra el Estado de derecho, no tienen ningún problema en decir eso, y tirar piedras contra las instituciones para las que luego piden respeto… En este país la cultura ha sido apedreada secularmente. No ha sido una cosa de ahora. Nunca ha tenido importancia, nunca les ha importado. Ha sido nada más una cuestión de escaparate: cuando éramos ricos les encantaba hacer los grandes fastos y si hubiéramos sido ricos ahora con el año Cervantes, habríamos tenido un monigote de Cervantes de setenta y cinco metros en la plaza de Colón. Como no hemos tenido ni un pavo, ni se menciona. Porque no hay interés sobre la cultura, y eso se sigue potenciando. Si ellos no lo venden como responsabilidad política, y siguen diciendo «estos mantenidos, que vivís de las subvenciones», que es una cosa que me provoca una hartura brutal. Un mantra permanente de decir: Pero ¿qué me estás contando? ¿Qué subvenciones? Yo he recibido alguna subvención a gira, pero lo he devuelto por triplicado y cuadriplicado en contrataciones, en seguridades sociales, en 21 % de IVA, en camiones… Subvencionados son los bancos, que arrojan beneficios como Bankia, y solo han devuelto cuatro mil ochocientos millones de los veinticinco mil que se les dieron, y nadie dice ni mu. Eso es lo que no sale a cuenta. ¿Yo? Nosotros hemos pagado, y pagado y pagado. Yo intento decirlo, pero también hay un cierto cansancio, cuando alguien te dice eso de «vosotros vivís de las subvenciones», te preguntas: ¿Le doy? ¿Se lo explico? Eso nos pasa también con Kamikaze, que nos dicen «claro, como vosotros os habéis forrado de dinero, tanto que os habéis comprado un teatro». ¿Comprado? Ah, sí, sí, sí, llámame Lina. Lina Morgan.

Es cierto que la lectura es injusta, pero, al mismo tiempo, ¿no sería lógico pensar que alguien al que le va bien cada espectáculo que hace, que llena todas las salas… gozase de un relativo éxito económico? ¿No sería eso lo «normal»?

Sí, sí, eso es así. Si nos hubiera pillado en otro momento, seguramente ahora estaríamos bastante desahogados económicamente. Pero en 2009, cuando el país se iba a pique, nosotros, por llevar la contraria, subimos. Pero, claro, los espectáculos los hemos vendido a trancas y barrancas, porque ahora las giras han desaparecido. Y a nosotros, de repente, nos va de puta madre porque tenemos cinco bolos al mes.

¿Un actor vive con cinco bolos al mes?

No. Y somos una compañía brillante y de moda. Tengo actores en televisión, que no quieren perder el compromiso con esto y las giras al final son de fin de semana. Programamos un sábado porque nadie quiere programar un viernes. Intentamos revertir esa parte del mercado, pero solo puedes hacerlo si dices «Es que quiero llevarme, sí o sí, a Carmen Machi con Juicio a una zorra». Y me dicen que solo tiene un miércoles libre, así que no hay más remedio que montarlo un miércoles. Eso me pasa con Carmen que es una estrella, pero Hamlet no lo meto un miércoles, ni un viernes tampoco. Muy pocas veces y en muy pocos teatros, vamos. En los que los programadores se han ocupado de educar a un público y mantener una línea editorial de calidad, pero en muy pocos teatros. Pero, vamos, la equivocación permanente es que la gente nos diga que nos hemos comprado el Pavón porque estamos forrados. Y no, lo tengo alquilado, en fin. Durante cinco años.

¿Creéis que con estas condiciones lo vais a poder mantener?

Pues fíjate si a pesar de todo somos optimistas que el otro día montamos una fiesta porque el primer mes habíamos perdido solamente la mitad de lo que pensábamos perder. Por una cuestión de humor, de desengrasar, pero también te digo que una temporada así no podemos aguantar.

Para cerrar, sin ánimo de ofender, ¿cómo te sienta que El Mundo te meta todos los años en la lista de los cincuenta homosexuales más influyentes de España?

Me lo pregunta Romo y digo que vale, que me meta. Si esto sirve para que un chaval en Ciudad Real lea y normalice el hecho de ser homosexual, me vale. La visibilidad es importante porque creemos que vivimos en un país muy tolerante y es una puta mentira. Si eso vale para eso, pues ya está, méteme, no tengo problemas. Lo único que me gustaría es que no hubiera ninguna necesidad, porque no creo que sea algo que me defina a mí, porque tampoco hay una lista de los cincuenta heterosexuales más influyentes del mundo. Así que me gustaría mucho que llegara el día en el que no hiciera falta una lista, en el que no se distinguiera a alguien por ser homosexual. También digo siempre que en esta profesión vivimos como en una puta burbuja, porque yo presento a mi marido de forma natural, porque llevo treinta años con él. Pero sí me genera sorpresa la falta de naturalidad ajena. Porque coger a mi marido por la calle en el centro de Madrid, en el tiempo que estamos, es un hecho político, no es un hecho afectivo. Cojo a José de la mano y la gente me mira. No de forma reprobatoria, pero sí de curiosidad. Te miran. Y convierten un hecho íntimo, particular, de dos personas que se quieren, en un hecho político. Y yo soy muy político, pero me toca las pelotas que ese momento me lo quiten también. ¿Hace falta una lista? Pues es probable que sí, aunque me señale, me distinga y me toque las pelotas la propia lista, pero si vale para que se deje de machacar a los niños en el colegio… Cuando todavía hay palizas en este país porque los chavales tienen un pendiente o mucha pluma, cuando hay países que se dedican a matar a homosexuales… Pero en el fondo soy optimista.

Miguel del Arco para JD 6

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2 Comments

  1. molinero

    Al fin alguien del mundo del teatro, y además de la talla de Miguel del Arco, habla del brutal derroche de los teatros nacionales y de su política de personal. Como asiduo espectador de teatro siempre me ha extrañado cuando en los programas de los teatros públicos leo la relación de empleados: administrativos, publicistas, técnicos de esto, técnicos de lo otro , y demás. Al compararlo con compañías privadas , es realmente llamativo.

  2. Burro teatral

    Muy interesante la entrevista. Parece un tipo que aunque se case públicamente, politicamente hablando, no tiene reparos en hacer igual de público su divorcio. Tambien me ha parecido valiente la crítica al teatro público y su derroche de medios(y a mi que no me extraña). Eso le honra.

    Lo que le honra menos(a mi modo de ver) es el tema de IVA cultural y su «con un IVA más bajo podríamos ser sostenibles». Eso piensan muchos negocios de distinto pelaje y no van a grito pelado diciendo que merecen privilegios, más de los que tienen, porque no hay muchos negocios que salga por la tele su fiesta anual para rascarse la espalda unos a otros, ni reciban subvenciones y estos tambien pagan impuestos, seguridad social… No sé me va a olvidar nunca el sumún de ese endiosamiento que tiene la farándula cuando Alex de la Iglesia dijo aquello de «Parece que la agricultura es más importante que la cultura». Me gustaría tener la experiencia de vivir un día en ese mundo que se han montado. Uno tiene que pasárselo teta.

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