Política y Economía

Colombia, equilibrio múltiple

Colombia
Un soldado colombiano en San José del Guaviare, 2008. Fotografía: Cordon Press.

Este artículo está disponible en papel en nuestra revista trimestral nº16.

No hay caminos en el norte de la Guajira. Al menos no para el forastero. Pero en realidad sí están allí, las rutas, invisibles a quien no tiene los ojos y la mente adecuadamente entrenados. Más allá del cabo de la Vela el asfalto desaparece, y la única manera de llegar a Punta Gallinas, el extremo más al norte de Sudamérica, es de la mano de alguien que sepa cómo orientarse entre polvo, arbustos, rancherías separadas por kilómetros y ruedas de otros 4×4 que pasaron hace horas, semanas o meses por el mismo lugar. Antes de dejar la penúltima pista claramente visible para cualquier ser humano, nuestro guía se encargó de adquirir lo fundamental para sobrevivir en la bella hostilidad del desierto guajiro. Se paró a la salida de Uribía, polvorienta capital indígena, atajó al grito de «¡sobri, sobri!» (idéntico al «¡primo, primo!» que se usa tanto en mi barrio, en Valencia) a un chaval montado en una pequeña motocicleta, y le compró varios CD piratas de vallenato. Todos ellos grabados por los grandes del género, cantantes y acordeonistas, de manera improvisada, en mitad de borracheras épicas que les llevan a tocar durante días enteros. Pura jam colombiana. Así, Diomedes Díaz nos acompañó hasta el fin de la placa continental, siguiendo instituciones cuya presencia intuíamos, pero que éramos incapaces de ver.

A Giambattista Vico le gustaba la complejidad tanto como la búsqueda de la esencia metafísica de la vida. Quizás por eso fue de los primeros en usar un concepto tan confuso y, al mismo tiempo, tan fundamental como «instituciones». Desconfiaba un poco de las aproximaciones cartesianas a la realidad, basadas en la necesidad de simplificar y dividir el mundo en parcelas para poder entenderlo. Vico tenía un punto de vista más holístico. Negándose al reduccionismo, se atrevía a definir el origen de las instituciones como la consecuencia de la inmediatez de la percepción, de la sensación, de la curiosidad, del miedo. Las reacciones se encadenan para conformar un tejido social hecho de la imitación, y de recalibrar el entorno a la medida humana. Como para todos los filósofos que se ocupaban de lo político, el foco de atención de Giambattista Vico se encontraba en la institución por antonomasia: el Estado. Aunque, dado su talante, prefería explorar la idea de nación. Y lo hacía como una consecuencia de un embrión poético con una verdad metafísica inalienable. En definitiva: Dios. Del cual emanaba la poesía, que provocaba la curiosidad, que a su vez se reflejaba en la interacción, que finalmente diseñaba una institución compartida por todos los miembros de cada nación sobre la faz del planeta. 

La verdad, no parece que los invisibles y enrevesados caminos de La Guajira hayan sido puestos ahí por Dios. 

Casi doscientos años después de Giambattista Vico, el atípico sociólogo Thorstein Veblen fundaba lo que se dio en llamar la escuela institucionalista americana. Veblen nació en Wisconsin hablando noruego, su lengua materna, y murió en Palo Alto hablando inglés. En ese idioma dio la hasta entonces definición más concisa del concepto de institución: «settled habits of thought common to the generality of men».

Esto ya se parece más a lo que (no) se ve en el norte de La Guajira.

Un camino es una convención. Quienes lo recorren saben por dónde pisar y por dónde no. Cuándo se salen del mismo y cuándo deben girar para mantenerse en ruta. Un camino es, se supone, la manera más eficiente, o segura, de llegar de un punto A a un punto B. Cada uno tenemos una serie de ideas en nuestra cabeza que nos ayudan a identificar un camino cuando lo vemos. Estas ideas son «hábitos de pensamiento asentados entre el común de las personas». Pero muchas de ellas, la mayoría, son compartidas solamente por una parte de nosotros. En el norte de La Guajira los caminos no se parecen a las ideas preconcebidas de la mayoría. Porque quien los puso ahí no fue la máxima institución: no fue el Estado, sino que fueron los propios guajiros, a fuerza de desplazarse por su tierra, quienes llegaron a una convención que, por no estandarizada, es incomprensible a los ojos de quien viene de fuera.

En Colombia el Estado no es completo. Lo cual quiere decir para muchos que no es Estado, o que no es (del todo) institución. Volvamos un momento a principios del siglo XX. Max Weber fue, seguramente, el sociólogo más brillante de entre los contemporáneos de Veblen. Dijo e hizo muchas cosas. También nos legó una elegante idea para entender cómo funciona el Estado: se trata de una organización con la capacidad de ejercer el monopolio de la violencia sobre un territorio determinado. Esa «capacidad» es, por necesidad, una institución. Demos un paso más atrás para ganar perspectiva: ¿lo es como «hábito de pensamiento compartido», según la definición de Veblen? Necesitamos una idea un poco más elaborada, pero que al mismo tiempo sea lo suficientemente sencilla como para que resulte generalizable. Los institucionalistas de hoy día son una especie un tanto extraña, al mismo tiempo austera y ornamentada. Su trabajo es el de llamar al orden a quienes naufragan en la complejidad, exigiéndoles parsimonia: que todo está relacionado con todo (que todo es endógeno) ya lo sabemos: lo difícil es discernir. La frase anterior, o una variante de la misma, se atribuye a Adam Przeworski, un gigante de la ciencia política apasionado de la evolución de las instituciones en Latinoamérica. Polaco-estadounidense, de aspecto serio y al mismo tiempo jovial, es más divertido si se le imagina enunciando la frase con el elegante acento chileno que le sale cuando habla en español. Pero, al mismo tiempo que luchan por la simplificación, se enfrentan al exceso de la misma, demasiado común entre quienes pretenden explicar toda la realidad social a partir de la mera acción individual. Un camino no tiene sentido si no es una experiencia compartida. Un camino de uno no es un camino: es una persona andando. Un Estado de uno no es un Estado: no es absolutamente nada.

Randall Calvert enunció una definición envidiable de «instituciones»: sistemas perdurables de restricción social sobre el comportamiento humano. Pero estos límites, se apresuraba siempre a aclarar, no son meramente negativos. Un camino dice por dónde no ir tanto como ayuda a llegar al destino. Un Estado impide que sus miembros se maten entre ellos, pero también les proporciona un entorno con la seguridad suficiente para desarrollar sus vidas. Ambos expanden las oportunidades de quienes identifican y aceptan su existencia. Ahora sí, podemos volver a Colombia, donde ni los caminos ni el Estado son completos.

«El Estado es una institución con la ventaja comparativa de la violencia, capaz de definir los derechos de propiedad en un territorio determinado, practicando la exclusión del mismo». El economista Douglass North, institucionalista por antonomasia, hilvana así las ideas de Weber y Calvert. Pero Colombia no ha tenido esa ventaja comparativa siempre, ni en toda su extensión. La Guajira, por ejemplo, fue hasta hace bien poco zona con significativa presencia paramilitar. Los paramilitares no surgieron de la nada, claro está. Fueron la respuesta de la élite terrateniente a lo que veían como incapacidad estatal ante el triunfo de las guerrillas (FARC, pero también otras) en disputarle el control territorial al ejército colombiano. En sus inicios el paramilitarismo fue, de hecho, una renuncia del propio Estado, una admisión de su derrota parcial. En la legislación y en la acción ejecutiva gubernamental de los años setenta se incluía el derecho y la necesidad de armar a los civiles para que se defendiesen de la guerrilla. La degeneración de esta renuncia a ser una institución total fue inevitable, y en los noventa las Autodefensas Unidas de Colombia constituían una poderosísima organización paramilitar que se financiaba gracias al narcotráfico, a la extorsión y al secuestro. De hecho, las AUC se habían convertido en una institución, al igual que lo eran las FARC en otras áreas, que actuaban como un Estado incompleto pero incipiente. Eran semi-Estados predatorios, que proporcionaban una cierta protección a cambio de la extracción sistemática de rentas a la población, o a quien pasaba por allí descuidado.

Las instituciones forman la estructura de incentivos de una sociedad, nos dice North. En un lugar donde domina una plataforma militarizada ligada al narco, se llame guerrilla o paras, las oportunidades que se le ofrecen a quien decide emprender una vida independiente están bastante claras. No tanto para quien viene de fuera, que, como quien busca caminos en el desierto guajiro sin verlo, se preguntará por qué tantos chavales se meten en el mundo de la guerrilla, o de la droga, o de la delincuencia organizada cuando hay tantas cosas que hacer ahí afuera. A Calvert le preocupaba particularmente explicar a sus estudiantes (ingenuos e ignorantes, que son los atributos, no necesariamente peyorativos, que definen a cualquiera que viene al mundo a aprender) por qué las instituciones se mantenían a lo largo del tiempo. Por qué constituían equilibrios. La respuesta, en este caso, es que el esfuerzo social necesario para cambiar las instituciones establecidas es descomunal, y no puede ser emprendido por una sola persona. Igual que yo jamás soñé en adentrarme en el desierto para ver si conseguía llegar antes a Punta Gallinas por mi cuenta y riesgo, ¿por qué iba a escoger de manera distinta un joven nacido y crecido en un entorno donde el recurso a la delincuencia es el camino más corto hacia el éxito? Ni que decir tiene que la figura de Pablo Escobar, idolatrada en las zonas más desfavorecidas de la Medellín de los noventa, es el paradigma de este dilema que, en realidad, no fue tal para miles de personas.

Dibujar una Colombia institucionalmente fracasada y a continuación dejar el lápiz es tan tentador como profundamente erróneo. Muchas veces, el país aparece justamente como ejemplo de Estado exitoso por antonomasia en Sudamérica. La democracia, en su expresión mínima de elecciones que se repiten periódicamente en las cuales el perdedor deja paso al ganador sin levantarse en armas, es la institución más inaudita que existe. Pensémoslo por un momento: consiste en renunciar a ejercer el monopolio de la violencia para obtener los intereses de tu propia facción. «Yo puedo utilizar el ejército que ahora está bajo mi mando y gobernar este país como mejor me parezca, pero no lo haré». Es una acción extraordinaria. Y, a pesar del enorme esfuerzo de estudiosos como el propio Adam Przeworski, no entendemos del todo bien por qué tiene éxito en algunos lugares y no en otros. Curiosamente, Colombia tiene la democracia más estable y longeva de su continente. Protagonizada históricamente por una lucha bipartidista entre conservadores y liberales, no exenta de guerras civiles entre ambos bandos hasta entrado el siglo XX, con una izquierda parlamentaria marginal, pero democracia al fin.

Quien se mueve en el Bogotá, en el Medellín o en la Cartagena de 2016 se encontrará caminos bien distintos a los de La Guajira. Clubs privados. Restaurantes de nivel excepcional. Una intensa vida cultural y musical. Librerías de todo tipo y sabor. Universidades de calidad, públicas y privadas. Debate público de nivel, con medios variados y servidores públicos bien preparados, concienciados incluso con la labor de mantener altos estándares en su trabajo y en el mantenimiento de la vida democrática. Y un ambiente internacional, sobre todo en Bogotá, trufado de inmigrantes de alto poder adquisitivo con ganas de disfrutar de un país excepcional. Claro, que estas son rutas restringidas. La desigualdad institucional, además de la meramente económica, no es patrimonio de la división entre campo y urbe. Así, es raro que se aventure en ciertos barrios una persona acomodada, votante activo e informado, con estudios en el extranjero y una vivienda en una zona de estrato seis (sí, las áreas habitacionales en Colombia se dividen por estratos: del uno al seis; el Estado ajusta así tasas y costes de servicios de manera progresiva, pero la división por estratos supone una nueva institución, y bastante pesada, sobre los hombros de los colombianos). Esos «ciertos barrios» ocupan más, mucho más, de la mitad de la superficie urbana del país. Y aunque aquí el Estado no está ausente, las otras instituciones tampoco, y ofrecen sus estructuras alternativas de incentivos a quien quiera aceptarlas. O, más probablemente, a quien no tenga más remedio que hacerlo. En Colombia, los equilibrios institucionales son tan diferentes entre sí como cercanos en su convivencia

En 2003 se desmovilizaron las AUC en un proceso lleno de claroscuros. La Guajira y otras zonas del país quedaron entonces en un limbo institucional. Por aquel entonces se calcula que había unos cuarenta mil individuos entre los cuadros paramilitares. En junio de 2016 el Gobierno del liberal Juan Manuel Santos firmó el principio de los acuerdos de paz con la guerrilla de las FARC, a la que se le estiman unos quince mil setecientos miembros, casi siete mil armados. Eso significa que nueve mil personas sirven de red de apoyo directo sin necesidad de tocar una pistola siquiera. Es, seguro, de los mayores empleadores del país. Así, si se consolida la anhelada paz tras medio siglo de guerra, es posible que otras áreas queden en un limbo similar. Fue con la desmovilización de las AUC que las llamadas Bandas Criminales (Bacrim) ganaron presencia territorial, recogiendo el testigo en actividades delictivas dejado por los paramilitares. El temor de muchos es que suceda algo similar si las FARC acaban por disolverse. La razón es sencilla: la estructura de incentivos para muchos cargos medios y «rasos» de estas organizaciones no cambia de un día para otro porque se firme un papel, en Bogotá o en La Habana. La firma solo es el principio de la construcción institucional, y no el final.

El presidente de Colombia Juan Manuel Santos.
El presidente de Colombia. Juan Manuel Santos, en 2015. Fotografía: Cordon Press.

Es lógico preguntarse si Colombia es una democracia tan exitosa precisamente porque el manejo del Estado ha pertenecido sobre todo a las élites, que han sido capaces de dejar fuera del espacio político legal a quien podía desafiar su estatus dominante. Resulta más difícil ir un paso más allá, y afirmar que se forzaba así a la búsqueda de alternativas heterodoxas a una parte de la población. Comenzando por los argumentos que podrían servir para apoyar esta tesis, en una entrevista de 2008 Przeworski afirmaba que los fenómenos del populismo en Latinoamérica hay que observarlos «desde el punto de vista de la gente pobre. Desde su perspectiva, las instituciones liberales democráticas no funcionaron bien en los aspectos económicos de sus vidas. Funcionaron hasta cierto punto para garantizar la paz social, con una relativa libertad política y dentro de un sistema legal que funcionaba más o menos, tolerando cierto grado de corrupción. Pero desde el punto de vista económico esas instituciones no hicieron nada por los pobres». Colombia sorteó el populismo, aunque no una guerrilla cuyo origen histórico (algunos dirían «excusa») son los excluidos, pero cuyo resultado final es la consolidación de instituciones regionales basadas en la extracción de rentas vía acciones delictivas.

Pero, al mismo tiempo, resulta profundamente ingenuo pensar que las guerrillas, por no hablar de los paramilitares primero y las Bacrim después, son fenómenos ajenos a la élite. En el caso de los segundos es obvio, pues quién los favoreció sino una parte de los poderosos preocupada por la incapacidad del Estado a la hora de proteger sus bienes. Pero ¿qué puede decirse de una organización que controla un alto porcentaje de movimiento de drogas en la región, que dispone incluso de inversiones en otros sectores de la economía legal? ¿Son menos élite, acaso, si cuentan con el mismo acceso al poder? Por último, ni siquiera merece la pena gastar dos líneas más en preguntarse si los narcos, sus entornos y sus familias, son élite o no lo son.

Przeworski afirmaba en la misma entrevista que «la democracia fuerza a la gente a discutir cosas, mientras las élites gobernantes y las élites económicas intentan hacer lo contrario». Las elecciones, si son limpias, siempre tienen un componente de apertura en la toma de decisiones. Y en Colombia no han faltado políticos que pongan en cuestión al establishment. De muchas maneras distintas: desde la originalidad del matemático Antanas Mockus hasta el desafío cuasi populista de Jorge Eliécer Gaitán, cuyo asesinato desencadenó la mayor crisis de la democracia colombiana, pasando por el desafío a los narcos de Luis Carlos Galán (asesinado también) o la impresionante denuncia pública contra el narco de Rodrigo Lara Bonilla, ministro de Justicia en los ochenta (de nuevo, asesinado), hasta la reciente elección de Gustavo Petro como alcalde de Bogotá. Pese a la enorme diferencia entre estos fenómenos, todos tuvieron consecuencias ineludibles y apuntan en una misma dirección: el sistema colombiano no está completamente cerrado. La periodista mexicana Verónica Calderón respondía hace poco a las acusaciones de la «colombianización» de México ante la ola de violencia que vive el país con una suerte de «no, pero ojalá». «Colombia tuvo valentía. En México no tenemos verdad. Ni historia», se atrevía a decir Calderón.

En cierta medida, la democracia colombiana ha existido a pesar de las élites, así, en plural, pues nunca es una ni está perfectamente coordinada en una conspiración por la dominación total. Sin ir más lejos, Escobar, siendo una de las personas más ricas del mundo, emprendió su propia campaña de secuestros de miembros de la intelligentsia bogotana. Las élites, cada una a su manera, han podido sortear o domesticar a la democracia, pero solo hasta cierto punto. En el proceso de paz actual, estas mismas (el presidente Santos viene de una familia de poderosos editores) se han visto obligadas a someter los acuerdos a un referéndum popular. Más aún: el proceso incluye una dimensión entera destinada a definir los límites, pero también los caminos, de la integración política, económica y social de quien hasta ahora se encontraba sometido a semi-Estados alternativos basados en la violencia. La dimensión refrendaria, unida a la presencia de la guerrilla en la mesa de negociación, supone una oportunidad prácticamente única. ¿Para qué? Para construir instituciones compartidas, también para embridar a las élites. Se puede incluso decir en términos de Vico, curiosamente apropiados en la tierra del realismo mágico: para que la poesía dé lugar a una nueva nación.

En junio de 2013, en los mismos caminos invisibles por los que nos llevaba nuestro guía, secuestraron a dos asturianos: Ángel Sánchez y Conchi Marlaska. Fue un caso más bien aislado, que por fortuna terminó con la liberación de ambos. Pocos meses después, nuestro guía nos comentaba que qué locura era esa de andar secuestrando, que a los turistas había que tratarlos bien, que éramos el futuro de la región. Nuevas oportunidades se abren, los incentivos cambian, y con todo ello un nuevo equilibrio emerge. Ya no es solo un individuo quien se atreve a desafiar el orden dominante, porque ese orden ya no es tal y está cambiando. No para todos, no al mismo tiempo: en esta misma región se destapó hace bien poco un escándalo terrible, en el que una fundación privada se embolsaba fondos públicos dedicados a alimentar a niños de escasos recursos. Pero las rutas se multiplican poco a poco. Mientras departíamos sobre las posibilidades de La Guajira como destino, llegábamos a las dunas de Taroa. Nos plantamos ante una montaña de arena fina de una treintena de metros de altura, con un solo árbol agostado contra el viento. Cuando uno la escala y mira hacia abajo, el aliento se le corta al sentirse en una playa de Marte. El Atlántico se estrella contra rocas imposibles hasta donde alcanza la vista. El silencio es absoluto, salvo por las olas del mar, y es imposible preguntarse genuinamente si hay otro lugar tan hermoso en todo el continente. 

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5 Comentarios

  1. E.Roberto

    ¡Qué prosa, señor! Y con un bagaje de lecturas y experiencias envidiables. Le agradezco ese ejercicio intelectual impuestome que a partir de intuiciones casi metafísicas me llevan a imaginarme un país y sus habitantes, y con un final apropiado para ser el inicio, también metafísico de otra realidad humana. Y vaya con mi lenguaje que es memoria sonora que del tiempo se rie, porque a veces me parece que llega desde el futuro: a mitad de la lectura se hicieron presentes unas letras y un ritmo que había olvidado “… rio Manzanares déjame pasar, que mi madre enferma me mandó a llamar…” Tal vez ese rio no esté en Colombia, pero no viene al caso porque el ritmo era inconfundible, de esas zonas sin dudas. Muchas gracias por la lectura.

  2. El artículo está maravilloso y creo que hace un gran recorrido por la historia política contemporánea y moderna de Colombia, sin dejar de ser justo con los diferentes movimientos actuales ni con las transformaciones sociales atravesadas por movimientos de base.

    Pero no entiendo muy bien por qué viene a cuento a la foto con la que abre el artículo: un soldado en San José del Guaviare, tan lejos de la Guajira. Siento que viene de una propuesta más bien amarilla para atraer lectores, y eso no me parece del todo respetuoso con el lector, con el texto ni con el imaginario colombiano. Menos ya hacerle justicia a las conversaciones con el guía, que abren y cierran el artículo.

  3. Daniel Montoya

    El artículo está maravilloso y creo que hace un gran recorrido por la historia política contemporánea y moderna de Colombia, sin dejar de ser justo con los diferentes movimientos actuales ni con las transformaciones sociales atravesadas por movimientos de base. Pero no entiendo muy bien por qué viene a cuento a la foto con la que abre el artículo: un soldado en San José del Guaviare, tan lejos de la Guajira. Siento que viene de una propuesta más bien amarilla para atraer lectores, y eso no me parece del todo respetuoso con el lector, con el texto ni con el imaginario colombiano. Menos ya hacerle justicia a las conversaciones con el guía, que abren y cierran el artículo.

  4. Para los que Caminamos, y recorrimos la COLOMBIA profunda y magica de Marquez, y Escobar, el espacio siempre fue infinito. nadie clasificaría de Pais, a una amalgama de territorios, donde las relaciones Sociales y cotidianas puen ser tan diversa, como sus paisajes. Ela articulo, trae comprimido, como lo es el tiempo pasado alli, dìas sin medida y memoria, tardes donde cada uno, no es uno mas, sino un viajero del tiempo en cada instante. La magia es territoro y acompaña a quien la busca, y el Señor Galindo, sabe hacerse acompañar..Memorable relato de un trozo de la vida vivida, por los que fuimos alli, cuaderno de bitacora, y manda.

    ayudamos con mas….

  5. Pingback: El hombre de las siniestras casualidades - Lado B

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