Comienzo por anotar las restricciones que me he impuesto para que la estantería no se me fuese a biblioteca. La primera: prohibirle la entrada a los volúmenes que fuesen recopilación de columnas sueltas. Sé que mucho de lo mejor del periodismo español se debe al columnismo, pero algún día haré otra estantería con esos volúmenes, de ahí que hayan quedado fuera de esta los libros de Umbral (Spleen de Madrid, Iba yo a comprar el pan) el Arsenal de balas perdidas de Manuel Vicent, los tomos en que reúnen sus artículos, Javier Marías, Andrés Trapiello, Juan José Millás o Felipe Benítez Reyes y tantos otros columnistas merecedores de figurar en una lista de escogidos. La segunda: no admitir como periodismo español el que haya inspirado la península, y por lo tanto dejar fuera la obra más importante del periodismo español ―Homenaje a Cataluña de Orwell― así como algunos encantadores libros como Península Pentagonal de Mario Praz o Rocinante vuelve al camino de John Dos Passos o Huit jours a Seville de Francis Carco. Y finalmente, hay asuntos que, naturalmente, han generado mucho periodismo ―la conquista de las Indias, el viaje a la Rusia comunista…―: en esos casos he tratado de economizar y escoger entre la ingente producción los títulos que me parecieran indispensables. Por último, la elasticidad propia del periodismo me ha permitido incluir libros que también tendrían cabida en otros géneros sin que esa ambivalencia me haya cortado lo más mínimo.
1. Protoperiodismo
Siempre que busca uno un punto desde el que comenzar, le salta de forma irremediable un momento anterior que pide ser el punto elegido… y así, como quien no quiere la cosa, acaba uno en las cavernas considerando que los bisontes de Altamira ya son una primera muestra de periodismo gráfico o, sin irse tan hasta el fondo, pararse en quienes escribían Vidas de Trovadores, pequeños textos que los juglares decían antes de sus actuaciones y contenían información preciosa ―y muchas veces brutal― sobre las suertes de quienes habían compuesto esas piezas y nos han llegado como recortes de prensa emitidos por una agencia de noticias. Así que, por empezar un poco antes de uno de los grandes momentos de nuestro periodismo ―es decir: las crónicas de Indias―, elijo a Pero Tafur, castellano de Sevilla según él mismo dice, que en otoño de 1436 empezó un viaje de varios años que le llevó a recorrer toda Europa, llegarse a Tierra Santa, entrevistarse en Florencia con el papa y en Bizancio con el sultán otomano. Y todo ello por la curiosidad de ver mundo, de buscar aventuras, según confiesa en el propio texto, de contar a sus vecinos aquello que le hubiera acontecido. Su libro Andanzas y viajes se considera uno de los pocos casos de literatura viajera de nuestra Edad Media.
Esta zona del periodismo antes del periodismo la hacen inevitablemente quienes atesoran experiencias que en principio no estaban destinadas a ser encapsuladas en un testimonio. Embajadores como Clavijo, enviado a entrevistarse en Samarcanda con el poderoso Tamerlán, navegantes, gente adinerada que se aburre en la corte. Por ejemplo, Diego de Valera, que fuera doncel del rey Juan II, guerreó contra los nazaríes, y luego se propuso escribir la magna crónica de los Reyes Católicos y en su Memorial de diversas hazañas intuyó que había que escribir para la gente, para enterar a la gente de algunos casos que quizá no tuvieran talla suficiente para engrosar los libros de historia, pero abundaran en detalles cotidianos, gestos, calidad de los paños para los vestidos, cosas así, logrando, acaso sin proponérselo, una excelente crónica de actualidad renacentista.
Entre los cronistas de Indias, sin duda, la cumbre de nuestro periodismo, destaco los Naufragios y comentarios de Alvar Núñez ―si bien, los comentarios no los escribió él, él dio licencia para que se publicaran juntos ambos libros, entendiendo que ser cronista en el primero y personaje en el segundo, le daba un sentido de continuidad a la obra―. Es una narración hipnótica que destaca por muchas razones en comparación con las crónicas de otros grandes ―Bartolomé de las Casas, Pedro Cieza de León…―. La sucesión de calamidades de que va dando cuenta Alvar Núñez, poniendo en entredicho además la unanimidad de la crueldad de los soldados españoles, entendiendo que los hay buenos y los hay brutales, como los propios indios ―de quienes Alvar Núñez, cosa rara en la época, no tiene empacho en admitir que fue esclavo, llevándose él, por sinécdoque, todos los palos que debían haberse llevado otros― hace que el texto vaya agigantándose entre idas y venidas, en búsqueda de barcos o ensenadas, maneras de llegar más allá, a la asombrosa y prometida Florida donde seguir adentrando la experiencia. Núñez acaba componiendo un mosaico que, aunque en plan nuevo periodismo, con el «yo» por agente y termómetro, da noticias muy veraces de las costumbres de los indios, y acaba ―pues al fin y al cabo escribe para informar a la autoridad― recomendando que no se emplee la violencia contra los habitantes de la tierra, pues se ha comprobado que esta produce más perjuicio que ganancia, y que con colaboración y argumentos se logran más riquezas que con el expolio. Más tarde fue enviado al Paraguay, donde sufrió cárcel ante la animadversión de los españoles al frente de quienes se había puesto, y a quienes cortó de raíz todos los privilegios de que gozaban ―como el de quedarse con las indias que les apetecieran―.
Muchos de los textos que cabrían en el protoperiodismo español, como digo, pertenecen a otras ramas de las humanidades ―por lo menos de lo que antes se entendía por tal, que era casi todo―: por ejemplo, la economía. En las páginas salmón de un diario económico podría imprimirse Tratos y contratos de mercaderes en el que con prosa espléndida Tomás de Mercado expuso cuáles eran las condiciones que debían mantenerse para que la usura no aniquilase un sistema de negocios. Está tan lleno de casos y ejemplos para ilustrar cómo deben hacerse los contratos que no se me ocurre mejor caso de periodismo económico en nuestra literatura.
En cuanto a lo que pudiéramos llamar periodismo local, hay que citar el monumental conjunto de Avisos de Jerónimo Barrionuevo, que proporcionan una cabalgata de detalles sobre la vida cotidiana en el Madrid de los Austrias. En realidad eran cartas que enviaba al deán de Zaragoza que quería estar informado de todo cuanto aconteciese en la Corte, y escudriñan sin cansancio la vida de la familia real, el círculo de nobles que le lame lo que haya que lamer, y las intrigas políticas que se suceden, pero también apunta impresiones sobre crímenes, se pasea por los barrios más pobres, y pone en solfa, con la mera descripción, algunas de las supersticiones con las que se domina al pueblo.
En el siglo XVII el periodismo ya es un hecho cotidiano ―recuérdese que en 1661 ya se imprimía La Gazeta en Madrid―, y la lucha entre afrancesados y patrios se producía en cientos de publicaciones de todo tipo. Es imposible no destacar una maravilla escrita por Leando Fernández de Moratín que solo vio la luz de manera póstuma: Apuntaciones sueltas sobre Inglaterra. De manera concisa, Moratín va escribiendo pequeños ensayos, a veces notas de pocas líneas, a veces registros que por sí solos dan toda la información precisa ―como el listado en que se expone todo lo necesario para que se sirva un té―, sobre la vida en Londres y los viajes ―un viaje en un carruaje colectivo de doce plazas― por la isla. Nos enteramos de que el adulterio era un negocio, por ejemplo, dado que un marido engañado podía acusar al amante de su esposa sin que esta corriese el menor riesgo, y solventándose el asunto con el pago de una cantidad proporcional a la fortuna del amante que se ingresaba en las arcas del marido, de donde se produjo un aumento de los adulterios porque muchos matrimonios para esquivar una mala racha recurrían a él tendiéndole una trampa a algún ricachón que debía restituirle el honor al marido con el pago de un porcentaje de su fortuna. Moratín también escribió un interesantísimo Viaje a Italia lleno de preciosa información.
2. Periodismo profesional
Muchos de los escritores de finales del XVIII y principios del XIX tenían periódico: hubo un tipo de periódico que se convirtió en canal de expresión personal en el abigarrado panorama español. Un hecho tan trascendente como las Cortes de Cádiz, seguido a través de lo que de él iban dando cuenta periódicos de distinto aliento político puede arrimarnos un espejo en el que ver lo que pasa hoy mismo entre nosotros. Un mismo hecho se contaba en blanco y en negro para desvirtuarlo y que pasara a ser, ya no un hecho, sino una visión ideologizada de lo sucedido. El barrizal era tal que en el Cádiz de la época se podían contar por decenas las publicaciones periódicas. El Abate Marchena, personaje inconmensurable y genial, o el bibliófilo y polemista Bartolomé José Gallardo son dos periodistas fundamentales de la época. Pero las vibraciones políticas y literarias de la convulsa época produjeron mucha más propaganda que literatura: el periódico se afirma entonces como órgano de expresión de una ideología, el famoso slanting, la inclinación, hace del periodismo un arma al servicio de un partido y empieza a ponerse de relieve algo que ya padeceremos hasta el presente: que en el área del contrario si un defensa le tose a nuestro delantero es penalti siempre, y que en nuestra área nuestro defensa le puede arrancar una pierna al delantero contrario que no será penalti nunca. Pero todo palidece ante los tomos de El pobrecito hablador de Larra. Subtitulada «revista satírica de costumbres» y firmada por el bachiller Juan Pérez de Munguía, pone en pie, con prosa imponente, el retrato crítico que abomina del sermón y lo fía todo, con elocuente ironía, a los ejemplos que por sí solos yerguen la sátira, sin afectarlos de moraleja, para hacer visibles la hipocresía, la corrupción, el descaro de la autoridad competente, la pasividad y aceptación de la gente. Larra se convirtió en la firma mejor pagada del país y, aunque un pistoletazo acabó con todo, le dio tiempo a poner en pie una obra periodística que ya en 1837 se recopiló en Fígaro: ahí se juntaban sus artículos escritos tanto en sus periódicos personales ―«El duende satírico del día», «El pobrecito hablador»― como en revistas de mayor alcance ―«la revista española»―.
Después de estrenarse con un volumen de fábulas, emerge la figura portentosa de Concepción Arenal con un volumen ―entre el estudio académico y el reportaje― sobre caridad y filantropía, que dará pie a un posterior Manual del visitador del pobre. Luego, la periodista, especializada en visitar prisiones y abogada, revitalizará su catolicismo social estudiando la figura del papel de la mujer en la sociedad ―recopiló sus ensayos y charlas en La mujer del porvenir― y escribirá un ensayo sobre la cárcel Modelo. Pero su gran libro es sin duda Cuadros de guerra donde la que había sido directora del combativo La Voz de la Caridad, se alista como voluntaria de la Cruz Roja y dirige un hospital desde el que puede ir relatando lo que es una guerra ―en este caso, la tercera guerra carlista― no en lo épico de sus batallas, no en lo cinematográfico de sus estrategias, sino en las heridas y muertes que son su consecuencia.
Juan Mañé y Flaquer y Joaquín Mola se fueron hasta Italia, interesados en la figura arquetípica del bandolero, para examinar el funcionamiento de la camorra. Fue en 1864, y se aquel viaje nació ese libro efervescente que es Historia del bandolerismo y de la camorra en la Italia meridional.
Si la historia del periodismo español fuera un periódico, y acabáramos de pasar las páginas de la crónica bélica, tan particular y genuina de Concepción Arenal, a la sección de cultura, ahí podríamos encontrarnos los Folletos de Leopoldo Alas, uno de esos críticos literarios que se atrevían a juntar en volumen (Paliques, Solos de Clarín, Ensayos y revistas, Siglo pasado) sus artículos a sabiendas de que eran algo más que meras recolecciones de artículos y podían ofrecer un panorama solvente ―y en efecto muy crítico― de la cultura española de su época. En los Folletos, Clarín se desmarca de la prensa y da a la imprenta directamente sus textos siguiendo el capricho que marquen sus necesidades, de donde se encuentra uno igual con una epístola en verso malo con notas en prosa clara, un estudio de Cánovas, una crítica a un discurso de Núñez de Arce, una reflexión sobre el plagio, y un delicioso viaje a Madrid.
Para cuando Clarín entra en decadencia ―recuérdese que España se permitió el lujo de cruzar el siglo XX sin que hubiera apenas edición de La Regenta ―publicada en 1884, se reimprimió en 1908 y hay que esperar a la edición de Planeta en 1963 para encontrarse con una edición que no fuera americana―, ya ha surgido, anarquista como él solo, el Azorín del Charivari: Azorín inventó que entrevistaba a Jacinto Benavente y a Selles, para ridiculizarlos (por cierto, no puedo dejar pasar la oportunidad de citar la extraordinaria entrevista que le hizo Camilo José Cela a Azorín, que parece también inventada y es uno de los textos más hilarantes que uno haya leído nunca). Ese Azorín con ganas de bronca, que reaccionaba, representando a lo que Clarín llamaba «los estetas», la pugna entre lo viejo y lo nuevo, el modernismo contra el naturalismo, sería enseguida superado por el Azorín reflexivo, paciente, lento, minucioso del siglo XX. Entre sus grandes piezas, La ruta de don Quijote. Con motivo de la celebración del tercer centenario de la publicación de la primera parte de la novela de Cervantes ―si es que es una novela y no son dos, como yo creo―, fueron muchos los escritores que se pusieron a la tarea de escribir libros sobre el Quijote. Azorín prefirió salir a los caminos. Más tarde se publicó una edición con fotos en la que las imágenes muestran que, en efecto, el escritor supo encontrar, siguiendo los pasos del ingenioso hidalgo, todos los personajes de la novela en La Mancha congelada en el tiempo. De toda aquella celebración, queda el libro de Azorín y queda también el genial Vida de D. Quijote y Sancho de Miguel de Unamuno, en el que el bilbaíno borra a Cervantes para seguir y explicar e inventar cuando puede, los mismos hechos que se narran en la novela (un antecedente muy claro de Pierre Menard).
3. Siglo XX. Cambalache
Digamos que hay un combate entre dos tipos de articulistas nítidamente representados en España por Julio Camba y César González Ruano. Los del lado de Camba, necesitan siempre de una espina dorsal ―una columna― para mantener sus textos: es un apunte, una idea, un chiste incluso, lo que sea, una observación pasajera para practicar la lógica inductiva que permite asegurar que los alemanes son golosos porque un alemán se ha hartado de pasteles. Los del lado de Ruano no necesitan ni eso, con la hojarasca verbal son capaces de hacer el artículo, la entrevista, el reportaje, lo que sea. Yo soy partidario de Camba, cien por cien: me parece que además es un periodismo más honesto, que se ve enseguida cuando el artículo no vale porque no tiene espina dorsal que lo mantenga. Ahora bien, cuando la espina dorsal es idónea, la pieza suele ser siempre antológica, inolvidable. Y es difícil que uno no olvide un artículo. Camba era tan perezoso que ni se ocupó de publicar sus propios libros: le dijeron de reunir sus piezas de corresponsal en Alemania y en Londres y mandaron a un copista de la imprenta al periódico y los artículos salieron hechos libros sin que le importara mucho al autor que se hubiesen olvidado de copiar algunas buenas piezas. De sus libros, merecerían figurar aquí todos, el dedicado a sus andanzas neoyorquinas, La ciudad automática, o el que dedica a la llegada de la república, Haciendo de República. De este hay una edición mejorada que recoge no solo los artículos de la primera edición, sino también muchos otros que publicó en esa misma época. Hay ahí una pieza magistral sobre un pulpo, una langosta y una morena encerrados en un acuario, que explica de modo genial la política internacional de preguerra: el pulpo podría comerse a la langosta sin problema pero no puede acercarse a la morena por su toxicidad, la langosta no teme la toxicidad de la morena pero no puede hacer nada contra el pulpo, la morena puede acabar con el pulpo pero la langosta es inmune a sus poderes…Un poco, piedra, papel o tijera, pero con cañones, dictadores, democracias…
La casualidad quiso que la Gran Guerra tuviera un cronista excepcional que con el tiempo se convertiría en uno de los periodistas esenciales de nuestra literatura: Gaziel. Agustí Calvet, estudiante en París, fue escribiendo las crónicas de su diario que habrían de convertirse en uno de los más vivos cuadros de la época: Diario de un estudiante. París 1914. A ese tomo seguirían Narraciones de tierras heroicas, En las líneas de fuego o sus crónicas de la segunda conferencia monetaria internacional, muy premonitoriamente titulada El ensueño de Europa.
Carmen de Burgos realizó muchos reportajes y escribió muchos relatos y novelas. Fue de las primeras en dedicar un libro ―en forma de encuesta― al tema del divorcio: El divorcio en España. Aunque son excelentes sus impresiones de viaje recopiladas en Cartas sin destinatario.
El reportaje se musculó en nuestros años diez y veinte y los hay de todo tipo. Entre ellos me parece sensato destacar el gran reportaje de Alardo Prats y Beltrán, Tres días con los embrujados, y Misa Negra, reportaje de Luis Antón del Olmet, en el que relata los asesinatos de la vampira del carrer Ponent. Como libros de viajes, espídicos y muy belle époque, destacan los de Giménez Caballero, ya en su faceta de cronista deportivo ―Hércules jugando a los dados―, ya como agente cultural ―Trabalenguas de España― o como pionero del fascismo español ―Circuito imperial―. Ya en los años treinta, la revolución de Asturias deparó Octubre rojo en Asturias en el que José Díaz Fernández le cede la voz de los hechos a un minero, como le cede la voz Manuel Chaves Nogales al torero en su magistral Juan Belmonte, matador de toros. Al igual que Camba, Chaves Nogales merecería que prácticamente toda su obra cupiera en nuestra estantería, pero si hay que elegir yo no me olvidaría de El maestro Juan Martínez estaba allí, porque toca además un tema que generó decenas de volúmenes en España: el asunto ruso. Desde Sofía Casanova (Viajes de una muñeca española) a Rodolfo Llopis (Cómo se forja un pueblo), pasando por Julio Vayo (La nueva Rusia) o Ramón J. Sender (Madrid-Moscú). De este último, sin embargo es indispensable Viaje a la aldea del crimen sobre los sucesos de Casas Viejas. Sobresale también los Reportajes vividos de Magda Donato: la autora, mucho antes que los «nuevos periodistas», se hacía pasar por lo que fuera para vivir en sus carnes estancias en cárceles o psiquiátricos, toda vez que lo que pudieran contarle presas o internas se diluía entre su propia incapacidad para expresarlo y la censura que ejercían las autoridades.
La guerra civil, por supuesto, produjo mucho periodismo malo, propagandístico, abaratado por las necesidades de quienes entre el nosotros o la verdad, no tenían más remedio que quedarse con el nosotros. De ahí que, de esas fatídicas fechas, escojamos como imprescindible un fotolibro: Madrid 1936, publicado por Seix Barral. La República en Cataluña se propuso a través del Comissariat de Propaganda apoyar con sus numerosas publicaciones no solo al Gobierno legítimo y elogiar la lucha de los voluntarios de la Brigadas Internacionales, sino también denunciar las mentiras del Pacto de No Intervención. Esta publicación pretendía señalar la vulneración de dicho pacto de los aliados de Franco, Hitler y Mussolini. Madrid es el testimonio editorial más categórico y fehaciente, el retrato más cruel, de algo que por primera vez se perpetraba en Europa: el bombardeo masivo de la aviación contra la población civil. El libro comienza con fotos de edificios destruidos por las bombas de aviación en el centro de Madrid, sigue con fotos de la población refugiándose en los túneles del metro, continúa con las imágenes del éxodo y acaba con «Los refugiados en Cataluña». A nivel gráfico destacan las tres dobles páginas litográficas de fotomontajes y la cubierta. De algunas fotos se ha identificado la autoría de Robert Capa. Otro libro importante, del otro lado, es El Alcázar de José Compte que reúne una excepcional galería de imágenes del cerco del Alcázar de Toledo y la resistencia de quienes en él se refugiaron aguardando la llegada de las tropas nacionales.
Lo que sé de los nazis de Luis Abeytúa es un excelente reportaje de alguien a quien el furor del nazismo, la demencia colectiva que se apoderó de Alemania, permitió ir anotando detalles de una sociedad opresiva, regida por el miedo y la miseria, contra las grandilocuencias de la propaganda oficial, de la que naturalmente se habían de hacer eco tantos de los periodistas del bando ganador de la guerra. También fija su atención en los alemanes Josefina Carabias en el curioso tomo Los alemanes en Francia vistos por una española. Inevitablemente el régimen franquista facilitó que el periodismo propendiera a la bonitura y el pasteleo, porque ahora se trataba no de retratar la realidad sino de embellecerla, o de dedicarse a contar cuentos y hechicerías. Aun así, hicieron buen periodismo autores como Eugenio Montes, viajero por Italia y Centroeuropa o Álvaro Cunqueiro, inagotable cuentacuentos. El articulista más admirado y aplaudido era José María Pemán, cuya recopilación de Cien artículos produjo todo tipo de ovaciones. Aunque también fue muy celebrado su Cartas a un escéptico ante la monarquía, su gran libro periodístico es Mis almuerzos con gente importante. En las páginas de religión ―pues estamos en pleno nacionalcatolicismo― brilla Un cura se confiesa de José Luis Martín Descalzo. Pero todo es literatura menor al lado de las grandes piezas de la época, las perlas del collar que durante esa época compuso Josep Pla: Viaje en autobús, La huida del tiempo, Humor honesto y vago, Un señor de Barcelona y, por quedarse con uno, Viaje a pie.
En los sesenta la alianza de fotografía y texto queda soberanamente sellada por la colección Palabra e Imagen de Lumen, donde apareció el magnífico Los días iluminados de Alfonso Grosso con fotos de Ontañón. Pero si hay que destacar un reportaje, no puede ser otro que Caminando por las Hurdes de Armando López Salinas y Antonio Ferres. La crónica de sucesos tuvo a Margarita Landi a una eficaz reportera que recopiló sus mejores piezas en Una mujer junto al crimen. Un hecho extraño ―la aparición de ovni en el cielo de Madrid― dio pie a Carlos Murciano a hacer una investigación periodística sobre ufología que se ha convertido en legendaria: Algo flota sobre el mundo. Dos grandes libros de entrevistas servirán para terminar con el franquismo: Infame Turba, en el que Federico Campbell pregunta a jóvenes intelectuales, escritores y poetas, y 24×24, que recoge las entrevistas con que Ana María Moix retrató a la gauche divine.
Jesús Torbado y Manu Leguineche colaboraron para deparar el primero de los grandes momentos de nuestro periodismo postFranco: Los topos. Un año antes había recopilado entrevistas y perfiles una joven Rosa Montero en el volumen España, para ti, para siempre. Y en 1979, se produjo un escándalo cuando la revista El ViejoTopo se negó a publicar el ensayó ganador de su concurso: Lo que queda de España, de Federico Jiménez Losantos. El libro lo acabó publicando otra revista indispensable de la época: Ajoblanco. El libro hacía un examen de los riesgos que corría la cultura española si no vigilaba los énfasis y apetencias del nacionalismo catalán.
Se nos acaba el sitio de nuestra estantería. Sobre la movida madrileña, aparte del temprano y fresquísimo Música noderna de Fernando Márquez, el gran libro sin duda alguna es Solo se vive una vez de José Luis Gallero, que inventó un majestuoso montaje de entrevistas y cuestionarios para deparar un libro inclasificable, extraordinario. También deberíamos hacerle sitio al fanzine Rockocó de Miguel Trillo, que fotografiaba a las tribus urbanas de aquel Madrid. En el apartado de crónica televisiva, merece la pena mencionar Pasión catódica de Juan Cueto. En cuanto a la sección Tribunales, hay que mencionar las crónicas de Martín Prieto sobre el juicio a los protagonistas del 23-F de 1981: Técnica de un golpe de estado. Y sería muy injusto no mencionar el monumental El Estado contra ETA de Melchor Miralles y Ricardo Arques, libro que empezó a talar ―investigando al GAL― el felipismo.
Y por terminar por algún sitio, terminemos con otra obra indispensable: Raval, en el que su autor, Arcadi Espada, toma lo que fue presentado como «un gran escándalo» ―el destape de una red de pederastia en el barrio chino de Barcelona― para desvelar lo que de veras era un escándalo: las tergiversaciones que llevaron a unos inocentes a prisión y a la humillación pública, las incompetencias, casi inverosímiles, que dan como resultado una injusticia que solo puede repararse ―y apenas, pobre consuelo para las víctimas― mediante el ejercicio de un periodismo digno que pugne a la vez contra las versiones oficiales y contra el periodismo perezoso que se limita a repetir lo que redacta la autoridad competente, por incompetente que sea. Aunque para hacer memoria, nada como los libros de fotos. Recientemente se han publicado dos tomos de gran periodismo gráfico: Españoles de Raúl Cancio, Franco ha muerto, de Marisa Florez.