Ocio y Vicio Eros

Pecadora entaconada

Tacón
The Wolf of Wall Street, 2013. Fotografía: Paramount Pictures / Universal Pictures.

La próxima vez que vengan a mi cama permítanse la osadía de mirar debajo de ella y elijan. No se corten, no tengan pudor alguno; escojan el par de zapatos que prefieran. Tengo variedad para casi todos los gustos. Los hay anudados al tobillo con un pulserita de charol, con ventanita en la punta de los dedos de los pies para que asomen mis uñas pintadas, de piel labrada imitando al cocodrilo con el que me encantaría compartir juergas e incluso hay unos que compré en Londres en una tienda infecta de esas en las que solo entran las que no tienen buen gusto. Variedad infinita, claro que sí. Pero de tacón; mis zapatos que no pisan asfalto solo son de tacón.

Allí están, impertérritos, esperando a ser escogidos para que gocemos de ellos en la misma desbordante proporción con la que saborearemos el uno del otro. Sí, lo soy; soy fetichista. Yo me confieso Dios padre todopoderoso una de esas pecadoras que satisfacen su propio placer viendo sobre hombros ajenos cualquier par de zapatos de tacón con el que gustosamente taconearé sobre una grupa. Yo, pecadora, soy una más con especial predilección por que mis encuentros sexuales se profesen distinguiendo, sintiendo y usando entre las sábanas de cualquier cama un buen par de tacones, cuanto más altos, mejor. 

Admito mi poca originalidad. Gustave Flaubert se quedaba extasiado contemplando los botines de las mujeres con las que se cruzaba. Tenía debilidad por este calzado, que en el siglo XIX usaban casi siempre las mujeres de alta clase social o prostitutas a las que conocía y reconocía por las calles primero de su Rouen natal y más tarde del París en el que se recluyó. El escritor guardaba en su escritorio los botines que llevaba Louise Colet, su amante durante años, el día que perdió la virginidad. Y no precisamente con él. Aquellos botines eran su fetiche predilecto. Un objeto de deseo que acariciaba y con el que se excitaba, recordando la tortuosa pero infinitamente apasionada relación sexual que mantuvo con la poetisa durante una década. Esa debilidad por los zapatos en general y por los de tacón en particular, forma parte de su obra con la misma intensidad que sus descripciones sublimes. Desde Madame Bovary hasta La educación sentimental, sus frases se tornan libidinosas al recaer en los pies de las protagonistas, máxime cuando no andan descalzas. Los primeros síntomas de emoción en Charles cuando Emma se cruza en su vida no los provoca ninguna de sus curvas, ni los ojos inmensos que brillan en su cara, sino los zuecos que calza, y se refiere a ellos como auténticos imanes que le obligan a seguirla allá donde vaya. Hay momentos en los que llega casi al orgasmo sin necesidad de rozarle un solo centímetro de su piel. ¿Para qué? 

El erotismo de los zapatos de tacón va por libre pisoteando la decencia y la parsimonia de cualquiera por mucho que se empeñen en escapar a su poder de seducción, el que dota a unos simples zuecos de un poder hipnótico por la simple particularidad de que no dejan el pie en plano, sino que lo curva y aprisiona, estilizando a la propietaria que los calza. El cine, al margen del pornográfico en el que faltan en contadas ocasiones, los ha convertido en protagonistas de las mejores escenas de sexo soterrado. Pedro Almodóvar los llevó directamente al título en Tacones lejanos para que todos entendiéramos al primer vistazo en la cartelera que allí el sexo iba a ser uno de los paradigmas de la trama. Pero eso viniendo del director manchego no es ni mucho menos extraño. Él simplemente fue honesto. Los tacones de su Becky del Páramo habían sido diseñados por el mismísimo diablo… La pleitesía por los zapatos de tacón no se ciñe únicamente a una cuestión estética; los zapatos de tacón entraron en nuestras vidas para pisotear nuestra castidad y nuestra decencia.

Los primeros zapatos de tacón se diseñaron para que los jinetes hititas, pueblo indoeuropeo instalado en la región central de Anatolia, no se cayeran de sus caballos cuando arremetían contra los demás pueblos cabalgando y aniquilando enemigos. El tacón permitía mantenerlos sobre las monturas al tiempo que pasaban a cuchillo a todos los que se cruzaban por su camino. Resulta fascinante que fueran hombres los primeros en llevarlos, aún más que se concibieran para cabalgar, fantástico verbo al que dotamos de verso cuando las montas en las que se lucen esos tacones suceden en las alcobas de todo el planeta sin necesidad alguna de presencia equina. Si Flaubert los dotó de literatura amparándose en las directrices de su escritor favorito, el marqués de Sade, quiénes somos nosotros, burdos mortales, para desproveerlos de ese magnetismo. Mantengámoslos como elemento indiscutible no ya del erotismo, al que le concedemos el beneplácito de la parsimonia, sino del sexo puro y duro.

¿Acaso hay mejor arma que unos lindos tacones de once centímetros que provoquen por la simple suposición de que se claven en espalda ajena?

La altocalcifilia es el nombre técnico que se le da a la atracción sexual que se siente por los zapatos de tacón. Una filia que se considera parafilia cuando quienes la experimentan no son capaces de tener relaciones sexuales sin ellos, esa incapacidad es manifiesta como mínimo durante seid meses o provoca en el sujeto en cuestión un malestar clínico, deterioro social o laboral. Así lo estipula la Asociación Psiquiátrica Americana, APA, la «Biblia» de los psiquiatras. Laura García Agustín, acostumbrada a tratar las parafilias en su consulta, distingue que los que la sufren «manifiestan un alto componente psicopatológico, con niveles de ansiedad muy altos que solo calman mediante las prácticas sexuales de sexo entaconado, con déficits significativos en sus habilidades sociales (de comunicación y asertivas), dificultad para controlar impulsos y gestionar sus emociones, con una alta tendencia a experimentar altibajos en su estado de ánimo y presentan un marcado aislamiento social». Vamos, unos psicópatas de tomo y lomo que encontraron en los zapatos de tacón la excusa perfecta para canalizar sus paranoias. No ocurre así cuando en vez de parafilia hablamos de filia, es decir, de aquellos que gustosamente introducen los zapatos de tacón en sus situaciones amatorias, pero también pueden tener relaciones sexuales sin ellos y su vida no se trastoca por un par de tacones. En este caso hablamos de personas que disfrutan enormemente al practicar ciertos comportamientos sexuales no convencionales. Admitimos la rareza pero no sufrimos obsesión. «En este caso son personas con una energía o libido más alta de lo habitual, que les gusta la variedad en sus relaciones sexuales y quieren probar cosas nuevas». La diferencia está clara, máxime sabiendo que los que introducen los tacones a su libre antojo «suelen ser personas generalmente muy sociables, que gustan de mantener muchas y variadas relaciones personales (no necesariamente íntimas), con un adecuado nivel de autoafirmación y de autocontrol emocional».

Me lo llevo muerto…

Taconeamos porque nos gusta, pero no necesitamos el último modelo de taconazo para que escapes a nuestras embestidas. Seamos honestos, ¿quién no se ha dado alguna vez la vuelta en la calle para seguir con la mirada los pasos de una desconocida? Muchos ni siquiera nos fijamos en la portadora; centramos nuestra mirada en los zapatos que lleva y automáticamente los trasladamos a nuestras propias escenas de cama. Más allá de la envidia que puedan provocar, lo que originan es un calentón de muerte; sano y bendito empalme y gloriosas humedades…

Por mucho que se empeñaran las monjas del colegio en no dejarnos usar más que los aburridos y feos mocasines, este es uno de los fetichismos menos peligrosos que existen. Respire, hermana, que yo quisiera llevarlos cuando estudiaba bachillerato no quiere decir ni mucho menos que deseara encamarme con el resto de adolescentes. Me gustaban y me gustan porque obligan también a caminar y lucir de un modo más sensual por su propia fisionomía y por supuesto, por la que provocan en mí. Alberto Gayo, fue director adjunto de la revista Interviú y responsable de la mayoría de sus portadas. Acude a los tacones como elemento recurrente para que las protagonistas luzcan divinas. «En las sesiones de fotos puedes comprobar que cuando le colocas unos taconazos a la protagonista, de repente su cuerpo se estiliza, la espalda se arquea y el culo se sube. Ella se siente con poderío. El andar —cuando se sabe andar con tacones, claro— se trastoca, se vuelve seductor… El sonido de unos tacones que se acercan poco tiene que ver con el de unas manoletinas o unas zapatillas deportivas». Solo en contadas ocasiones la revista prescindió de ellos, una de ellas con Amarna Miller, exactriz y directora de cine pornográfico, licenciada en Bellas Artes y galardonada con el Premio Ninfa a mejor actriz del año 2014. Amarna es de las pocas que no aparece en sus películas chupándosela a nadie entaconada. Pero es que ella tampoco los usa en su vida personal y aunque reconocía que normalmente es una cuestión de los guiones que interpretaba, era de las pocas actrices que elegía las películas que iba a interpretar no solo leyéndose bien cada uno de los muchos guiones que le ofrecían. «Suelo aparecer más con botas militares, pero también porque es el calzado con el que mejor me encuentro. Tengo algunas tan domadas y me siento tan a gusto que puedo hacer maravillas sin necesidad de llevar unos tacones», contó en su momento.

Hasta en los cuentos infantiles el tacón tiene un capítulo aparte. La Cenicienta es en realidad un cuento folclórico con diferentes versiones que fue transmitiéndose oralmente de generación en generación y al que sucumbieron escritores como Giambattista Basile, Charles Perrault y los hermanos Grimm. Más allá de la crueldad de la trama, digna de ser versionada cuanto antes por Quentin Tarantino (fetichista reconocido, por cierto), el elemento salvador y al mismo tiempo provocador en todas las versiones de las que se tiene constancia no es otro que el lindo zapatito de cristal. Y de tacón, señores. Que si Walt Disney, misógino de nacimiento y conservador como el que más, lo eligió entaconado en su versión animada, no debió de ser un hecho fortuito ni anecdótico. Los tacones son a la vez perdición y salvación. Perdición por todo lo que son capaces de provocar en las mentes calenturientas de cualquiera y salvación porque la única que puede calzarlos es una mujer concreta. Al fin y al cabo son esos taconazos los que nos rebautizan junto a la persona con la que los lucimos en la cama. Queremos ser hembrones, no pacatas señoritas a punto de consumar. Queremos consumar el perfecto pecado. Cabalgar como los jiinetes hititas que inventaron el calzado perfecto para atarse a los estribos y amarrarnos a esos amantes por medio de esos zapatos altos con los que montamos y nos montan. Hincar rodillas en una sábana enalteciendo en un altar superior los zapatos de tacón y esconder la cabeza entre las piernas del amante al que devoramos hasta dejarlo exhausto, dejando que los vea emerger por detrás del trasero, sinuosos, lascivos, testigos impertérritos del fragor del combate que lidiamos en ese instante. Nos gusta solo con verlos; la mayoría de los humanos reconoce sentir vértigo más allá de la altura que puedan proporcionar a la mujer que los lleva o la arqueada que produzcan en su espalda, sacando culo incluso. Estamos en una cama, propia o ajena y apenas los calzamos nos sentimos poderosas.

Yo, pecadora, no tengo la más mínima intención de dejar de cometer mi felonía por mucho que la redención y salvación solo me sea posible por medio de la penitencia de dejar de calzármelos cada vez que se me antoje. Ya alcanzaré yo la expiación de este vicio a través de mi más firme intención de evangelizar hasta al más irredento de los mortales, obligándole a no cerrar los ojos en esta liturgia. 

Qué suerte tienen quienes aún no se hayan atrevido a verse en un espejo en semejante faena… A ver quién se resiste a repetir.

P. S.: Todo este artículo ha sido escrito escuchando música de Giovanni Battista Pergolesi. Prueben a releerlo de nuevo con él y luego me cuentan… ¡Slurp! 

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Un comentario

  1. E.Roberto

    Qué menuda sorpresa esta prosa femenina desinihibida que en otras épocas habría rayado con el escándalo y condena. Signo de los tiempos que me obligan a hacer un inventario de los objetos que irremediablemte pasarían al desván del olvido en una futura humanidad exclusivamente femenina, solución drástica a la decadencia de nuestro planeta. En tal porvenir, humildemente profetizado por mí, irían a parar por anacrónicos ese objeto fragil que desafiaba la física y el humano vértigo por nuestra sufrida castidad, puesto que su punta penetrante era pregonero de dolor y goce. También los glándicos ciindros rojos de los lápices labiales retráctiles, que entran y salen; bragas con puntillas y tangas estrechas, tan mínimas e inmensamente generosas; aquellas viejas medias de nylon con costura negra detrás que insinuaban un final esférico y prohibido. Con respecto a la música renacimental que propone para acompañar estas fantasias alcobares, le confieso que, escuchándolas, a mí solo me ha inducido un piadoso deseo de encender cirios, un estado místico de contemplación: hasta hubiera sido capaz de participar a esas prosesiones tétricas de encapuchados autoflageladores. Preferiría “ A mi manera”, de los Sex Pistols. Cuestion de gustos.
    Mis zapatos, que no pisan asfalto
    solo son de tacón (¡Qué definición!)
    Y de ninguno mi cuerpo y menos
    mi corazón, y lo siento por aquel
    que rebuznaba enamorado tratando
    de alcanzar mi alteza real de 11 cms y más.
    Como la abeja reina que con cera
    y miel alimenta la condena de los
    zánganos ciegos y operosos soy.
    Femina erectus, sería la justa
    definición de este organismo
    que ha colonizado el planeta.
    Se agradece la desopilante lectura.

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