Nunca vivió Marcel Proust (1871-1922) una Navidad tan terrible como la de 1912. En menos de dos días el primer volumen de En busca del tiempo perdido fue rechazado por Éditions Fasquelle y Nouvelle Revue Française (NRF). Fueron dos noes que pasaron a la historia, y a los que al poco se sumó también el no del sello Ollendorff. Ciertamente, Por el camino de Swann era lo contario a un libro fácil, o que recordase a algo que ya se hubiese escrito. Para empezar, era muy largo. Tenía mil páginas escritas a mano, y dactilografiado, casi setecientas. El plan inicial de Proust era publicar la novela en dos volúmenes. Optó por Fasquelle porque tenía contactos, y consideraba que era una editorial sólida. De Nouvelle Revue Française le atraía la generación de autores que tenía detrás: André Gide, Paul Claudel, Francis Jammes, Jacques Copeau. Y detrás de ellos, o por encima, el gran Gaston Gallimard; Ollendorff fue simplemente el tercero en discordia.
Marcel Proust llegó a Fasquelle a través del director de Le Figaro, Gaston Calmette, que ya había publicado en su periódico algunos fragmentos de la novela. El editor estaba casi convencido, pero entonces encargó un informe de lectura al poeta Jacques Madeleine. «Terminadas las setecientas doce páginas de este manuscrito… uno no tiene ninguna, absolutamente ninguna idea de qué trata», señala Madeleine, desaconsejando absolutamente la publicación. Fasquelle se dejó aconsejar y en Nochebuena se dirigió a Proust por carta trasladándole el rechazo. Era el segundo no. Días después, en una carta a una amiga, el escritor le reveló que la respuesta de Fasquelle «está toda salpicada de cumplidos, pero a fin de cuentas es terminantemente negativa», como recuerda Juan de Sola en el prólogo a la correspondencia entre Proust y Jacques Rivière, publicada en La uÑa RoTa.
El rechazo de NRF había llegado cuarenta y ocho horas antes. Fue el más famoso. Trascendió después de varias semanas de silencio por parte de la editorial. Tanto silencio que Antoine Bibesco, amigo personal de Proust, decidió acercarse a las instalaciones de NFR para pedir explicaciones. Gide bajó de su despacho y le dijo que el manuscrito había sido rechazado. Le ofreció como toda explicación que «nuestra editorial publica obras serias. Está fuera de discusión que se edite algo como esto, mera literatura de un dandi mundano». Y, para hacer definitivo el dictamen, le devolvió el manuscrito de Proust a Bibesco. Jacques Copeau, en una carta más matizada al autor, le confirmó el rechazo.
Dos años después, en enero de 1914, André Gide le remitiría a Proust una carta de disculpa tan célebre como el no, si no más. «El rechazo de este libro quedará para siempre como el más grave error de la NFR, y (como tengo la deshonra de ser en gran parte responsable del mismo) uno de los pesares y los remordimientos más mortificantes de mi vida. Creo advertir en ello la presencia de un destino implacable, porque no basta explicar mi error diciendo que me había hecho de usted una imagen a partir de algunos encuentros “en sociedad” que se remonta a hace casi veinte años. Para mí, seguía usted siendo aquel que frecuenta asiduamente a las señoras X… y Z…, aquel que escribe en Le Figaro […] Lo tenía —¿se lo debo confesar?— por “uno del grupo de los Vedurin”. Por un esnob, un mundano aficionado, lo más fastidioso que uno pueda concebir para nuestra revista… Solo disponía, para hacerme una idea, de uno de los cuadernos de su libro; lo abrí con mano distraída, y quiso la mala suerte que mi atención se sumergiera de inmediato en la taza de manzanilla de la página 62, y luego tropezara en la página 64 con la frase donde habla de una frente en la que se transparentan las vértebras». Se supone que ahí se le cortaron las ganas de seguir leyendo.
Proust nunca creyó esta versión de los hechos. Quien fue durante muchos años su ama de llaves y enfermera, y también amiga y mensajera, Céleste Albaret, escribió en sus memorias, Monsieur Proust, que «se construyó una famosa historia sobre si Gide, que fue el único que realmente tuvo el manuscrito entre las manos, lo había leído o no, o si había llegado siquiera a abrir el paquete. Pues hay un pequeño drama bastante cómodo alrededor del cordoncillo que lo ataba», contaba. Albaret afirma que un día Proust le dijo: «Celeste, nunca abrieron mi paquete en la Nouvelle Revue Française. Puedo asegurártelo».
¿Por qué estaba tan seguro el novelista? Albaret asegura que el responsable de preparar el paquete con el manuscrito de Por el camino de Swann había sido un tal Nicolas Cottin, quien destacaba por ser extremadamente cuidadoso haciendo paquetes. «Sobre todo ponía gran esmero en la forma de anudar el cordón. Más que eso: dominaba el arte de los nudos, con un estilo muy especial y difícil de imitar. Y esto, para monsieur Proust, fue siempre la prueba irrefutable de que el paquete con su manuscrito nunca había sido abierto, ni por André Gide ni por nadie en la Nouvelle Revue Française», señalaba la asistenta de Proust. «He visto el paquete antes y después, Celeste, y estoy completamente seguro de que volvió intacto, tal como yo lo había enviado. Por muy artista que uno sea, deshacer un tipo de nudo tan especial como el que hace Nicolas, y repetirlo después exactamente igual, y además en el mismo punto, reconocerá usted que es muy difícil, o incluso simplemente imposible», juzgaba Proust.
Después del segundo rechazo, a mediados de enero de 1913 se produjo el de Ollendorff, el más pintoresco, resumido en esta frase ridícula del director literario del sello, Alfred Humblot: «Quizá sea duro de mollera, pero no comprendo cómo un señor puede emplear treinta páginas para describir cómo da vueltas y más vueltas en la cama antes de conciliar el sueño». Al día siguiente, Proust se dirigió a René Blum, secretario de redacción de la revista Gil Blas, y le pidió que intercediera ante Bernard Brasset, exitoso editor de novelas comerciales. Brasset aceptó publicar el libro a cambio de que el propio Proust pagase la edición. Al fin, en enero de 1914, la novela vio la luz y fue un éxito.
En Nouvelle Revue Française se produjo una gran conmoción. Algunos de sus principales responsables (Gaston Gallimard, Jacques Rivière, Gustave Tronche) se preguntaron cómo pudieron rechazarla. Y miraron a Gide. Había demasiado de qué arrepentirse. Y mucho que hacer si pretendían publicar las siguientes entregas de En busca del tiempo perdido. En 1914, para preparar ese camino, Gide le dirigió una carta de disculpa al autor, y durante los dos siguientes años Proust se divirtió dejándose querer y obviando las súplicas de la editorial. Hasta que en 1916 al fin aceptó que Gide acudiese a su casa a presentarle sus disculpas, como paso previo a publicar el resto de su obra en su editorial. «Me juzgó de acuerdo con la idea que se había formado de mi vida, de mis hábitos mundanos. Mi camelia en el ojal seguramente le había incitado a él y a sus amigos a pensar que yo era un inútil», le confesó a su amiga y enfermera. «Vaya, resulta que el dandi mundano ahora sí les interesa. Pues bien, Celeste, dejemos que esperen. Están a mi merced». Les hizo pagar por aquel famoso no. «Pienso que fue uno de los momentos de su vida en que monsieur Proust se divirtió más», cuenta en sus memorias Albaret.
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