Hoy, unos días después de que se cumpla un año en el que lo tuve entre mis manos, el misterio por fin se desvela.
Pero volvamos por un momento a aquel soleado día de un enero frío.
El viaje fue según lo previsto en aquella época prepandémica. Nadie sospechaba que el virus estaba ya transmitiéndose de manera silenciosa y mortal, pero hoy sabemos que en aquel gélido mes de invierno, poco después de la Natividad, el virus ya campaba a sus anchas en la península itálica. Hasta en eso tuve suerte. Unas pocas semanas más tarde habría perdido la oportunidad única que me brindaba la vida, y que se me ofrecía tal vez por mi compulsiva obsesión en la búsqueda de unos cuadros perdidos hacía más de doscientos años, de los que nadie, ni tan siquiera, sabía si habían existido alguna vez.
En los últimos meses mi casa se había convertido en el escenario de una serie policíaca de los años ochenta. Fotografías de los retratos pegados a la pared, con conexiones entre ellos, decenas de artículos científicos en inglés y en francés desparramados por la mesa del comedor, diagramas temporales del periplo de los cuadros conocidos, precios de compraventa, catálogos especializados traídos de alguna librería perdida en los suburbios parisinos, fotocopias de los tratados médicos de los alienistas, mil veces subrayadas, con anotaciones al margen traduciendo algunas de las expresiones francesas que mi memoria se había empeñado en olvidar, solicitudes de fichas a los Archivos Nacionales Franceses, correos electrónicos enviados a diferentes partes del mundo, catálogos de exposiciones lejanas en el tiempo y en la geografía, inventarios de testamentos olvidados, tesis doctorales antiguas…
Durante muchas noches la encendida obsesión me hizo navegar por las profundas y oscuras aguas de la inabarcable red. La tecnología ha puesto a nuestro alcance un océano de información muy difícil de digerir. Al igual que de niños trazamos las líneas entre los puntos sucesivos para dibujar la imagen del tesoro de los piratas, de esa forma yo conectaba pistas en mi particular epopeya artística. Fueron muchos meses de intentos, en los que visité colecciones virtuales, estudié catálogos obsoletos, leí decenas de artículos y libros, y analicé, con la paciencia de un relojero, cada una de las posibles evidencias que la profundidad de la nube me devolvía. No contaré aquí ni las pistas que no me llevaron a ningún sitio, ni aquellas que todavía permanecen prometedoramente abiertas, en una búsqueda vital que necesariamente sigue siendo inconclusa.
El quid de la cuestión acabó estando en una pequeña exposición sobre arte y locura que se exhibió en el Museo de Arte de Rávena (MAR). En una de esas noches de verano detenidas en el tiempo, donde buscaba incansablemente evidencias imposibles frente al ordenador, reparé en una exposición del año 2013 titulada Borderline. Artisti tra normalità e follia, que inicialmente no me reveló nada especial, convirtiéndose otra vez en la enésima pesquisa esquiva. Pero decidí, ya a altas horas de la madrugada, visionar el vídeo promocional de la exposición antes de irme a dormir a la cama pegajosa por la humedad próxima de la mar oscura, en aquella noche que se convertiría irremediablemente en inolvidable. Lo deduje de allí. Reconocí en los escasos segundos que duraba el frame el cuadro de Le medicin chef de l’asile de Bouffon, uno de los médicos parisinos pintados por Géricault en aquellos años. El retrato, en forma de promesa, estaba a su lado. La imagen parada arrojaba la posibilidad de explorar. Y sus características lo hacían plausible: las dimensiones del retrato, su composición, la ropa que vestía el sujeto, los colores coincidentes, la singularidad de la mirada…
Durante los meses siguientes la investigación se convirtió en una montaña rusa de esperas y augurios. Obviaré los detalles, tanto por confidencialidad como por prudencia, pero he de confesar que siete meses más tarde, en algún lugar perdido de Italia, aquel retrato perdido de Géricault estaba entre mis manos, y yo, por fin, podía mirar a los ojos los indicios del principio de la locura en un insano ingresado en uno de los asilos parisinos de una lejana época posnapoleónica. Aquel hombre que interesó al eminente psiquiatra y que inmortalizó el genio romántico estaba delante de mí, mientras su dueña (o dueño) desgranaba con parsimonia los detalles casi olvidados de su procedencia, mientras las horas pasaban, y el sol glacial del invierno de los presagios confirmados entraba por la ventana reflejándose en el espejo ocre del parqué.
Aquel individuo anónimo de mirada triste sedujo, hace doscientos años, tanto al científico como al artista. Y ahora se revelaba ante mí, a través de un profundo túnel temporal que conectaba dos épocas lejanas, en un lujoso ático de alguna ciudad italiana, enlazando el tiempo y el espacio, y repitiendo caprichosamente una escena que ocurrió hace más de siglo y medio, cuando el doctor Lachèze le enseñó las primeras cinco monomanías al marchante Louis Viardot, también en un ático, en la lejana ciudad alemana de Baden-Baden, dentro de un viejo baúl agusanado que había acabado allí tras un viaje circular en donde los cuadros recorrieron las exóticas latitudes orientales de Egipto, Palestina, Arabia y Persia.
Théodore Géricault, por petición del doctor Georget, pintó al hombre melancólico, convencido por el médico de que existían dos clases de monomanías: la que cursaba con agitación y desasosiego, y aquella en la que predominaba la tristeza y el abatimiento, o como ellos la llamaban: la lipemanía, o la melancolía clásica de los textos antiguos.
El hombre melancólico inclina la cabeza, enfundado en una humilde casulla religiosa, de colores similares a la bufanda de otra de las monomaníacas, la de la envidia, a la que apodaban en el asilo la Hiena, la única de la que ha trascendido su apelativo. Ambos vistiendo ropas de invierno, aquellas prendas con las que los inmortalizó el pincel del maestro. El hombre triste, con la marca de la tonsura en su cabeza, que nos muestra que el germen de su locura proviene del fanatismo religioso, y donde la melancolía que origina la teomanía se hace presente en las marcadas arrugas de su frente, que dibujan la marca del signo omega, un signo distintivo de la tristeza y del desánimo, la impronta de la preocupación extrema, mientras sus cejas caen oblicuas, su cabeza se inclina y su rostro se afila, palidece y amarillea, y en su boca el labio inferior engulle al superior, produciendo un gesto de amargura, de desdicha desmedida, a la vez que la mirada se clava en el suelo, cerca de un infierno de sufrimiento que se nos antoja dantesco.
Y con este retrato, se demuestra por fin, dos siglos y miles de hojas escritas después, que la serie fue concebida por Georget eligiendo a diez de sus más particulares locos, que Géricault los pintó captando los demonios que se agitaban dentro de cada uno de ellos, y que la serie se compone de diez enfermos diferentes, de los cuales cinco se encontraron en un ático de una ciudad alemana hace ciento cincuenta años, y que los otros cinco han dormido el sueño de los justos en colecciones privadas escondidas de los ojos curiosos de los historiadores de arte y de los científicos de los dos últimos siglos.
Tal vez los otros cuatro cuadros ausentes aparezcan algún día, o tal vez puede que nunca emerjan de las profundidades de las pinacotecas particulares donde sin duda permanecen para disfrute de sus propietarios y allegados.
O tal vez haya aparecido algún otro cuadro de la serie y yo no lo quiera desvelar todavía.
«La monomanía del hombre melancólico» se publica hoy en The Lancet Neurology bajo el título «A new portrait by Géricault» por el autor de este artículo. Puedes encontrar otras historias como esta en Geografía de la locura del propio autor.
Enhorabuena por el descubrimiento, que tiene una historia apasionante, pero la redacción del artículo me resulta un poco (perdón) pesada.
¿No ha considerado que su pasión en la búsqueda de estas obras artísticas (notables, dicho sea de paso) puede tener los rasgos patológicos de una monomanía, la séptima, digamos? Bromeo. Muy buen artículo. Gracias.
En un rincón solo y oscuro,
con un dedo en la boca ya blanco
por la saliva continua
y en los ojos clavos,
que inquietos no deseaban un descanso,
asustado por puertas y ventanas,
asi estaba èl,
el loco del pueblo,
con sus pensamientos entrecortados.
No hablaba, no miraba
sólo estaba girado hacia atrás
dentro de un cofre de cuero oscuro
con arabescos de plata como adorno
que no custodiaba nada,
sin necesidad de estar solo.
Todo lo que tocaba se caía, se rompía
explotaba,
hiriendo con muerte lenta
a su madre que ya no lo era
aun si lo acariciaba.
Huíamos todos de su magra
y obscena presencia pues
no estaba aquí,
entre nosotros,
no encajaba en el paisaje.
pero sabíamos que, si aunque se hubiera ido
no se habría ido de nosotros.