Arte y Letras

La ralea afrancesada

La Verdad el Tiempo y la Historia
Detalle de La Verdad, el Tiempo y la Historia, de Francisco de Goya.

A Jorge Semprún le encantaba la anécdota sobre la llamada que recibió con la invitación a convertirse en ministro de Cultura del gobierno de Felipe González en la segunda legislatura socialista. Al otro lado de la línea telefónica, Javier Solana le pregunta: «Dime, ¿cuál es tu nacionalidad?». La respuesta prometía ser larga y sinuosa: «Bilingüe, por consiguiente, esquizofrénico, por consiguiente, sin raíces». Solana ataja a las bravas el amago de conferencia: «Muy bien, pero yo quiero sencillamente saber qué documentación tienes. ¿Tienes un pasaporte español o francés?». La duda era más que razonable dada la biografía del ministrable; es más, según él mismo recordaría en Federico Sánchez se despide de ustedes, le habían propuesto en más de una ocasión que iniciase los trámites para obtener la nacionalidad francesa: «Reunía todas las condiciones requeridas, me decían. Escribía en francés, era un antiguo residente deportado, estaba casado con una francesa —por dos veces, además, con lo que la reincidencia aumentaba mis posibilidades de ser admitido— y era también un contribuyente ejemplar desde que en 1963 había emergido de la inexistencia fiscal de la clandestinidad comunista». Pero Semprún tenía pasaporte español y fue nombrado ministro. La anécdota le servía para alardear de afrancesamiento, exactamente la condición por la que fue ferozmente atacado, y, ya de paso, para adscribirse a aquel linaje político y artístico, el que iba «de José Marchena a Pablo Picasso», siempre descalificado por sus sospechosas querencias extranjerizantes.

Tras el nombramiento de Màxim Huerta, un periódico tituló «El ministro afrancesado». ¡Noticia bomba! ¡El nuevo ministro de la cosa era un afrancesado! ¿Qué méritos reunía para merecer el calificativo? Al parecer, ninguno más que colocar la palabra «París» en la portada de una de sus novelas. El ministro estaba encantado y, creyese o no que le quedaba grande el titular, debió de pensar que no le iba a resultar difícil estar a la altura de tan magnífica etiqueta: bastaba llevar a la toma de posesión una libretita, de esas que venden para el postureo pijo, una que imitaba la clásica portada de los libros de Gallimard, con la leyenda «Feuilles de route». Por si a algún maledicente se le ocurriese notar que su afrancesamiento era tan de pega como el cuaderno, añadió a su discurso una cita de André Malraux. Nunca sabremos adónde nos habría conducido la supuesta galomanía del ministro, porque duró siete días en el cargo, como si en lugar de un militante del partido afrancesado lo fuese del majismo. Con todo, lo más chocante del caso sigue siendo aquel titular con el que el periódico saludaba alborozadamente al ministro, es decir, el inaudito deslizamiento semántico de la palabra «afrancesado», siempre escupida en estos lares con el salivazo del insulto y, de repente, utilizada para el cumplido y la adulación. 

El «francesismo» de las élites españolas del siglo XVIII, a decir verdad nunca bien visto, se volvió intolerable a partir de 1808, cuando se puso en circulación toda una ristra de denuestos para infamar a quienes eran acusados de colaboracionismo con el ejército invasor. Fueron llamados bonapartistas, josefinos, gabachos, infidentes, traidores o juramentados. Uno de ellos fue el padre de Larra, un liberal obligado a exiliarse con su familia en Francia entre 1813 y 1818. A su regreso a Madrid, el niño tiene nueve años y ha olvidado prácticamente el español, así que lleva al colegio el indisimulable indicio del estigma político. Como ha explicado Carlos Seco Serrano, «en la fobia antifrancesa coincidían entonces tirios y troyanos» y «la tacha de afrancesamiento era un pecado capital». Siendo así, el muchacho tuvo que sufrir un anticipo de la encubierta suspicacia o de la explícita hostilidad que el periodista siempre arrostró. Porque no se trataba solo de su origen, era la cáustica mordacidad con la que retrataba a los batuecos en sus artículos más su afición a hacer comparaciones entre la situación a uno y otro lado de los Pirineos. El casticismo rampante leía espeluznado aquellos textos en los que encontraba un obstinado desdén por lo de dentro y una desmedida admiración por lo de fuera. 

Larra, por su parte, no tenía ninguna intención de hacerse perdonar y arremetía contra el «castellano viejo», proverbial símbolo de la enjundia españolísima: «Es tal su patriotismo, que dará todas las lindezas del extranjero por un dedo de su país. (…) Le sucede poco más o menos lo que a una parienta mía, que se muere por las jorobas solo porque tuvo un querido que llevaba una excrecencia bastante visible sobre entrambos omoplatos». Se diría incluso que buscaba la provocación al cultivar su imagen de afrancesado, como demostró en la elección de su seudónimo definitivo, Fígaro. A decir verdad, se lo sugirió un colega en el Café del Príncipe, pero inmediatamente él lo adoptó «con entusiasmo, a pesar de que yo», recordó Mesonero Romanos en sus memorias, «expuse las razones por las cuales no opinaba favorablemente hacia un nombre de invención extranjera, lo que era, a mi entender, tan impropio como si a un periodista francés se le antojase firmar con el seudónimo de Sancho Panza». Por supuesto, a Mesonero le disgusta el tufillo francés que desprendía el personaje de Beaumarchais y también, aunque no lo confesase abiertamente, el pestazo revolucionario. 

Las bodas de Fígaro era un inequívoco alegato contra el orden absolutista asentado en los privilegios de la aristocracia y, de hecho, su estreno había sido prohibido durante varios años, hasta 1784, por la censura de Luis XVI. Más tarde, la comedia pasaría a ser leída como la expresión avant la lettre de las ideas y argumentos que, abriéndose paso con dificultad, terminarían asaltando la Bastilla. Fígaro representaba la causa de la libertad frente al despotismo. Era un nom de plume perfecto para Larra, quien, además, es seguro que recordaba el célebre monólogo del personaje en el quinto acto, en el que daba detalles de su intento de convertirse en periodista, aprovechando que «según el nuevo sistema [establecido en Madrid], con tal de no hablar en lo impreso ni del gobierno, ni de la religión, ni de política, ni de moral, ni de los empleados, ni de las corporaciones influyentes, ni de la ópera, ni de ningún espectáculo, ni de nadie que tenga relación estrecha o remota con algún bienquisto, se puede publicar todo libérrimamente». El sarcasmo de Fígaro, que anuncia la fundación del Diario Inútil y le es prohibido, es exactamente el mismo que gastó Larra para referirse a la censura con la que tuvo más de un encontronazo. En fin, Larra se convirtió en Fígaro y el nombre estampado al pie de sus artículos era en sí mismo una definición de su afrancesamiento y una excusa para el escándalo que le era servida en bandeja a la familia de los apologistas de la nación y castellanos viejos de su tiempo y de los tiempos por venir, siempre temerosos de que quienes sentían «un horror tremendo a todo lo que huela a península» terminasen por contagiar al país entero una «epidemia gabacha». 

Max Aub Mohrenwitz no era un seudónimo, sino el nombre que figuraba en su partida de nacimiento, donde constaba que había nacido en París. Vivió en la calle Cité de Trévise del IX distrito de París y estudió en el Collège Rollin hasta los once años, cuando, al estallar la Primera Guerra Mundial, la familia se refugia en Valencia. Siempre dijo que uno es de donde hace el bachillerato y él lo hizo en aquella ciudad, donde aprendió el español en el que escribiría toda su obra. «¡Qué daño no me ha hecho, en nuestro mundo cerrado, el no ser de ninguna parte! El llamarme como me llamo, con nombre y apellido que lo mismo pueden ser de un país que de otro… En estas horas de nacionalismo cerrado el haber nacido en París, y ser español, tener padre español nacido en Alemania, madre parisina, pero de origen también alemán, pero de apellido eslavo, y hablar con ese acento francés que desgarra mi castellano, ¡qué daño no me ha hecho!», se quejó en una ocasión, pensando en las penalidades que sufrió tras cruzar la frontera con Francia hacia el exilio, junto a sus compañeros del equipo de rodaje de Sierra de Teruel, la película dirigida por André Malraux. Pasó por los campos de internamiento de Roland-Garros en París, Le Vernet d’Ariége al sur de Toulouse y Djelfa en Argelia, dieciséis meses y medio en total, más una larga espera en Casablanca, antes de llegar a México en mayo de 1942 como exiliado republicano español: «Me molesta cuando —medio en broma, medio en serio— Jorge González Durán asegura que soy francés por haber nacido en París. Pero, tratando de poner papeles en limpio, me doy cuenta de que, efectivamente, si hubiese hecho valer ese hecho no hubiera estado tanto tiempo de campo en campo. Aunque me hubiese acudido a las mientes —que ni eso sucedió—, no lo habría hecho. Hubiese sido una traición ante mí mismo. ¡Cómo me hubiera despreciado aunque nadie lo hubiese criticado! ¡Cuántos habría, hubiera o hubiese!».

Aub siempre notó la reticencia que despertaba entre quienes expiden los documentos de pedigrí nacional. A sus ojos lo tenía todo para resultar sospechoso: era escritor —«Aquí la palabra intelectual tiene mala fama. Siempre nos mirarán como afrancesados. Y quizá no les falta razón», decía un personaje en Campo abierto—; gabacho y, para más inri, «socialista a fuer de liberal» —«Ahora quieren embutirnos otros métodos extranjeros. (…) Es tarde y el tronco viejo. Lo rechazaremos lo mismo que hemos escupido el liberalismo y lo francés. No importa el bien que nos puedan hacer: no hay manera», se lamentaba alguien en Campo de sangre—. Max Aub se rebelaba contra el dato, circunstancial, contingente, del lugar de nacimiento: «Las biografías hace mucho daño. Vale la obra». Así, el Greco no era griego, sino «veneciano, tintorero cuando pintó en Venecia, y español en Toledo». De la misma forma, Montaigne, se dice en Campo de los almendros, «tenía más de español que de otra cosa»: «Entonces, ¿por qué escribió en francés? Porque si no lo hace, no lo cuenta». Él escribió en español para contar el laberinto, el laberinto del que no saldremos nunca «porque España es el laberinto». Lo que vale es la obra y la obra que hizo no puede resultar más incómoda y extraña para la tradición castiza. Uno de sus más insignes portavoces, Francisco Umbral, pronunció el vituperio: «Max Aub era un señoruco que ni siquiera era español, sino un viajante de comercio suizo que llegó a España y se quedó. Su prosa es la que puede esperarse de un viajante de comercio suizo». 

También quisieron desacreditar y desahuciar a Juan Goytisolo, otro excéntrico: «Nacido en Barcelona, no me expreso en catalán. Tampoco soy vasco no obstante mi apellido. Si bien escribo y publico en castellano, no vivo desde hace décadas en la Península y me sitúo al margen del escalafón. Por ello me etiquetaron primero como afrancesado, aunque solo he redactado en francés un puñado de artículos. Ahora me llaman muy cortésmente moro, por el hecho de dominar el dialecto árabe de Marruecos y haberme afincado en Marrakech». Parafraseando a Antonio Machado, dijo viajar «en el poco envidiable y vetusto furgón de cola que ocupamos los herederos de la tradición liberal y progresiva»; y, haciendo suya la cita de Predrag Matvejević —«No es fácil expresar la pertenencia en forma de negación»—, reflexionó sobre «la incomodidad y la suspicacia engendradas por quien osa nadar a contracorriente, somete a crítica los valores oficiales y rehúsa convertirse en un bien nacional, (…) sobre todo en Estados con un pasado mítico elevado a la categoría de esencia». Aquí «el empeño místico, aseverativo, excluyente, enamorado de lo tenido por propio y desdeñoso de lo ajeno, prolifera» y, según subrayó una y otra vez Goytisolo, ha tenido consecuencias funestas: «La vieja y tenaz propensión nuestra a interrogarse sobre lo que es España, a permanecer absortos en el examen arrobado o doloroso de la supuesta “españolidad” produjo, como sabemos, una implacable sucesión de podas, supresiones y descartes de cuanto no era genuinamente hispano —lo musulmán, judío, luterano, afrancesado y un largo etcétera— que (…) arramblaron con los elementos supuestamente foráneos y nos transformaron en los propietarios de vasto y castizo erial». 

El escritor fue uno de esos pájaros «que se esfuerzan en cantar claro, fuera del coro de los que Günter Grass llama “palomos amaestrados”, y que para colmo ensucian su propio nido». Y sabía perfectamente cómo se trata aquí a esas voces, cómo funcionan «los ritos hispanos del “ninguneo”» y de la infamia.  Por eso mismo, no se extrañaría al leer lo que la prensa publicó de él al día siguiente de su fallecimiento, recordando unánime cuánto debía el ingrato —sí, se le pasaba la factura económica— a la patria de la que había renegado. El periódico para el que escribió incluso hacía público el montante exacto de su nómina en los últimos diez años. Por cierto, era el mismo periódico que tituló «El ministro afrancesado», regalando devaluado como piropo el que siempre ha sido el descalificativo que nos ha servido de pista para saber quiénes son los pájaros disidentes que saben que «es el nido el que apesta» y «se esfuerzan en orearlo». 

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11 Comentarios

  1. Así nos va…

  2. Pilar Enterría

    Muy interesante y ameno. Sin embargo, unas fechas para el destierro del padre de Larra más que sorprendentes :-)

  3. Lucio Anneo

    Muy bueno. Max Aub es un personaje más que interesante y Goytisolo no digamos. Vive la France.

    • @Lucio Anneo
      Le recomiendo encarecidamente el libelo de Manuel Arroyo-Stephens: «Contra los franceses; o sobre la nefasta influencia que la cultura francesa ha ejercido en los países que le son vecinos, y especialmente en España» (libro de apenas 120 páginas publicado de manera anónima en los años 80, hoy reeditado en la Editorial Elba por 17 eruos).
      Este pequeño ensayo causó sensación en los mandarines españoles de los años 80, es de una prosa fluida y un humor ácido que hace que rías por no llorar…
      Y si no tiene suficiente con ese libelo, lea otro ensayo más reciente y más extenso: «Fracasología; España y sus élites: de los afrancesados a nuestros días (Roca Barea, 2019).
      Un saludo.

  4. «…el padre de Larra, un liberal obligado a exiliarse con su familia en Francia entre 1913 y 1918…». El autor (o quien sea ha patinado un siglo.

    Por lo que se refiere a la inquina francófoba del común de los españoles, como «doble nacional» que soy aseguro que hay para escribir una biblia en pasta…

    • «De aquellos afrancesados, esta hispanofobia»
      @Xavierix
      Tranquilo usted, que sobre la inquina hispanófoba francesa no tiene que escribir nada, tan sólo tiene que recopilar textos de la Encyclopédie y del «del común» de los ilustrados franceses, sea Voltaire, Montesquieu o Diderot, entre otros.

      La cultura francesa, cargada de tintes hispanófonos, se extendió por toda Europa gracias a un genial aparato de «irradiación» creado por Luis XIV, que afectó a todas las cortes, pero a ninguna tanto como a la española. Debido a la presencia de los Borbones en el trono, el país se convirtió en una provincia vinculada a Francia, de modo que ya antes de la Guerra de Independencia existía el término afrancesados para designar el seguidismo de las modas francesas, que ganaban adeptos cada año. Recuerda Roca Barea que con el tiempo la palabra adquirió una connotación de traidor: «A Napoleón nunca se le hubiera ocurrido decir que iba a ocupar España si no hubiera heredado la idea del país como un felpudo en el que los franceses podían hacer lo que quisieran. Sin el concurso previo de los afrancesados, agachando la cabeza y diciendo sí a todo, no hubiera sido posible aquel desastre».
      Un saludo.

      • Xavierix

        Ah! Roca Barea, claro…

        «Quien a buen árbol se arrima… mal rayo le parta».

        • «Contra los franceses; o sobre la nefasta influencia que la cultura francesa ha ejercido en los países que le son vecinos, y especialmente en España» (Manuel Arroyo-Stephens, libelo de apenas 120 páginas publicado de manera anónima en los años 80, hoy reeditado en la Editorial Elba por 17 eruos).
          Este pequeño ensayo causó sensación en los mandarines españoles de los años 80, es de una prosa fluida y un humor ácido que hace que rías por no llorar…
          @Xavierix
          Aún siendo «doble nacional» puede que usted no sea «afrancesado».
          O simplemente puede que usted venga convencido de casa, con muchos prejuicios y poco abierto al pensamiento crítico…
          Un saludo.

  5. Lucio Anneo

    Roca Barea, Jesús G. Maestro, Pío Moa…me quedo con Montaigne, Pascal, Voltaire, Rousseau, De Maistre, Lacan, Sartre, Camus, Derrida, Baudrillard, Foucault, Stendhal, Proust…

    • Esturión

      Puedo entender la atracción por Montaigne, Pascal, Villon, Marot, Dubellay, Racine, Molière, Baudelaire, Verlaine, Rimbaud, los novelistas del XIX y buena parte de los poetas del siglo XX, y De Maistre, Bataille y algunos más, pero lo de Lacan, Lyotard o Derrida me deja perplejo. Lo peor del mandarinato intelectual francés, vendedores de crecepelo que han hecho fortuna gracias a la estupidez de las universidades estadounidenses y del nominalismo posmoderno. La cultura francesa agonizaba en 1945 y apenas si logró lanzar sus últimos estertores antes del advenimiento del vacío en el que vegeta desde entonces, a base de subvenciones estatales y de mucha mercadotecnia.

  6. Esturión

    Buena parte de los males de este país los tiene la manía de imitar a los franceses, en lugar de fijarse más, llegado el ocaso y a falta de un espíritu propio, en los anglosajones. La animadversión hacia éstos tiene hondas raíces históricas que no cabe desdeñar, pero no es que nuestros vecinos del otro lado de los Pirineos hayan sido una maravilla precisamente en el trato dispensado. Y lo digo con motivos más que sobrados, después de haber sido educado en colegios franceses y haber vivido tiempo en la douce France, cuyo idioma hablo como un nativo. Sin duda el mayor drama de este malhadado país han sido siempre sus complejos que han dado en alimentar tanto a castizos como a afrancesados.

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