Arte y Letras Arquitectura

Para reconstruir la humanidad

Reconstruir
Niños posando linternas de papel en el río Shinminato en Kōbe. Fotografía: Kyodo. Landov. Cordon Press.

A las 05:47 horas del 17 de enero de 1995, la joven Yasuyo Morita, estudiante de secundaria en el instituto Akatsukayama de Kōbe, se despertó sobresaltada por el grito de su madre. «Es muy pronto, mamá. No entro a clase hasta las siete y media», protestó. «¡Corre!», volvió a chillar la señora Morita desde el otro extremo de la casa, «¡Es un terremoto!». Yasuyo saltó del futón y pulsó el interruptor de su lámpara sin éxito; la luz eléctrica estaba cortada. Se acercó a tientas a la escalera, pero la escalera también había desaparecido, así que bajó al piso inferior descolgándose por la baranda del rellano. La recogieron sus padres y juntos salieron a la calle protegidos con una colcha de matrimonio que guardaban en la habitación de las visitas. Yasuyo no podía dejar de llorar. 

Temblor

Desde que era una niña, primero en la guardería y después en la escuela primaria y en el instituto, a Yasuyo le habían enseñado cómo enfrentarse a una catástrofe natural. Oficiales de la policía de la prefectura y soldados del ejército se presentaban en su clase una vez por semestre para realizar simulacros y explicar a los niños todos los protocolos que debían seguir: subir a la azotea en caso de lluvias torrenciales, permanecer en el interior del colegio lo más alejados posible de puertas y ventanas si azotaba un tifón y, sobre todo, ocultarse bajo los pupitres bien agarrados a una de sus patas cuando, inevitablemente, la tierra temblase en Japón.

A las 05:36 horas del 17 de enero de 1995, la placa tectónica Filipina comenzó un proceso de subducción bajo las placas Pacífica y Euroasiática. La fase duró unos veinte segundos y agitó la falla de Nojima desencadenando un terremoto de 7,3 grados en la escala de Richter. El foco se situó a tan solo dieciséis kilómetros bajo el epicentro, en la prefectura de Hyōgo, al norte de la isla japonesa de Awaji. El núcleo de población más cercano estaba a apenas veinte kilómetros. Era la ciudad de Kōbe, con un millón y medio de habitantes.

Yasuyo tenía diecisiete años y se lo habían contado muchas veces. Debería estar preparada, pero no lo estaba, porque nadie está preparado para el fin de todo. Nadie está preparado para la oscuridad en una ciudad de cien millones de vatios. Nadie está preparado para el ruido cuando no hay ninguna luz. El chirrido de la madera al quebrarse, el estruendo de las fachadas y los forjados y las cubiertas al golpear contra el suelo convertidas en montoneras de escombros. Acelerones y frenazos. Sirenas. Sirenas por todos los lados. 

Días más tarde, un reportero del Japan Times preguntó a Yasuyo Morita por su experiencia como superviviente. Lo hizo en inglés, la lengua en la que se publicaba su periódico. La joven no tenía problemas con el idioma porque era muy buena estudiante, pero no pudo evitar responder entrecortada: «Fuimos al hospital porque mi abuela tenía un corte en el dedo. Estaba lleno de gente. La herida de mi abuela no era seria comparada con la de otros. Un hombre tenía la cabeza completamente ensangrentada. Llevaba en brazos a un niño que tenía la cara morada, probablemente por la asfixia. Las casas de mi abuela y de mi abuelo están completamente destruidas, se quemaron de arriba abajo. Era el infierno en la tierra».

Al seísmo se lo conoce como Gran Terremoto de Hanshin-Awaji. Se cobró más de seis mil quinientas vidas y dejó sin casa a unas trescientas mil personas en toda la prefectura. La mayoría de Kōbe. Las consecuencias del terremoto fueron múltiples y devastadoras. Por un lado, las pérdidas económicas ascendieron a tres billones de yenes, lo que equivalía a más de un 2,5 % del producto interior bruto de las islas niponas. Por otro lado, puso de manifiesto, de manera trágica, una cadena de errores en los sistemas de protección sísmica y de construcción preventiva. Algo insostenible cuando se trataba de un país golpeado por terremotos con una periodicidad tan relevante como destructiva. Pero todo eso palidecía ante el verdadero problema. El más grave. Esas trescientas mil personas que habían perdido su casa en veinte segundos de temblor. Que ya no tenían un lugar donde vivir. Trescientos mil hombres, mujeres, niñas y niños que necesitaban un techo bajo el que guarecerse y una dignidad que recuperar. Y que no podían esperar a la reconstrucción de la ciudad. Lo necesitaban urgentemente. Lo necesitaban ya.

Reconstrucción

El 17 de enero de 1995, Shigeru Ban era arquitecto y tenía treinta y siete años recién cumplidos, lo cual, en términos de la profesión, equivale a ser un niño pequeño. Natural de Tokio, seguía viviendo en la capital del país aunque había desarrollado gran parte de sus estudios al otro lado del océano Pacífico, en el Southern California Institute of Architecture y, posteriormente, en la Cooper Union School of Architecture de Nueva York, donde se graduó en 1984. Desde 1986, entre encargos de viviendas unifamiliares y otras obras más o menos convencionales, Ban había estado investigando sobre materiales y métodos constructivos alternativos. Uno de estos materiales, probablemente el mejor, era el cartón. Había descubierto que, pese a su teórica endeblez, el papel prensado, colocado adecuadamente con las fibras resistiendo a compresión, e imprimado para resistir la intemperie, podía componer un sistema arquitectónico enormemente eficaz. Era reciclado y reciclable. Era barato, era sencillo y, sobre todo, era muy rápido.

Ban vio en la catástrofe una oportunidad para demostrar su investigación de más de nueve años. Así que, unos días después del terremoto, se ofreció a las autoridades de Kōbe para desarrollar un proyecto de realojo temporal de los desplazados. No se trataba de aprovecharse económicamente de la desgracia ajena porque el arquitecto no cobraría ni un yen por su trabajo. Todo correría a cargo de la recién fundada Voluntary Architects’ Network que, como su propio nombre indicaba, era una organización sin ánimo de lucro formada por arquitectos y profesionales cuyo objetivo era, en las propias palabras de Ban, «construir proyectos de alivio ante el desastre». Su primera obra fue la Kami no ie, término japonés que hace referencia a los castillos de naipes elaborados con técnicas de origami. En inglés se tradujo como Paper House y, en efecto, era una casa de papel. Concretamente de papel prensado. También era una edificación autoconstruible por los propios usuarios y que podía levantarse en un tiempo récord.

En poco menos de dos semanas, miles de los damnificados vivían en su propia cabaña independiente e individual. Limpios y secos. Dignos. Humanos. 

Cada vivienda se había levantado a partir de una cimentación a base de cajas de cerveza rellenas de arena y se remataba con una cubierta textil practicable que permitía retirarse en verano para ventilar y cubrirse en invierno para conservar el calor. Con todo, la característica más interesante de las casas eran sus fachadas. Porque eran de cartón. Una doble pared de tubos de cartón prensado e impermeabilizado con espuma aislante entre ambos paramentos, que servían a la vez de cerramiento y de estructura portante. Cada cabaña de dieciséis metros cuadrados tenía un coste aproximado de unos doscientos mil yenes, algo menos de mil ochocientos dólares. Por supuesto, ese dinero no fue desembolsado por los habitantes temporales sino que fue donado, bien por el Estado, bien por las propias industrias locales, como la empresa cervecera que donó las cajas de botellas o la fábrica textil que prestó el material para los tejados. 

Pero los futuros ocupantes sí participaron en un proceso fundamental. Todas las casas fueron construidas por ellos mismos. Todos se sintieron de nuevo necesarios y útiles. Al final, todos pudieron vivir de forma independiente y no en barracones comunitarios. En un páramo rodeado por los restos de una ciudad destruida, en un paisaje que ya no pertenecía a la humanidad, miles de personas volvieron a pertenecer a la especie humana.

El campamento de papel de Kōbe permaneció activo durante varios meses, prácticamente todo 1995, hasta que las familias pudieron reinstalarse en la ciudad. Después, las casas se desmantelaron y todos y cada uno de los materiales se reciclaron. Las telas, la arena, las cajas de cerveza y los tubos de cartón se devolvieron, se recuperaron y se reutilizaron. Tuvieron una nueva vida como también la tenían los ciudadanos. 

Humanidad

Tras el éxito del campamento de Kōbe, la arquitectura de papel de Shigeru Ban fue empleada en múltiples situaciones de realojo temporal por todo el planeta. Así ocurrió en el campamento de ACNUR en Ruanda en 1999, en los refugios de emergencia de Turquía en 2000 y de Haití en 2010, o en el proyecto de reconstrucción de Sri Lanka que se llevó a cabo después del tsunami que devastó la isla en 2007. Siempre basándose en la rapidez constructiva del cartón, pero siempre aprovechando los recursos y los materiales locales, como el bambú y el barro de la India o el árbol del caucho en Sri Lanka.

Pero, aunque el principal objetivo es devolver un techo, a veces la dignidad necesita de algo más para recuperarse. Por eso los proyectos de cartón de Ban también incluyen edificios sociales y comunitarios, como la sala de conciertos de papel de L´Aquila, construida tras el terremoto que agitó esa zona del centro de Italia en 2009, o la catedral de cartón y cubierta de policarbonato de Christchurch, en Nueva Zelanda, con capacidad para setecientas personas y que sigue en activo desde su construcción a principios de 2013. 

La sensibilidad de Ban respecto al ser humano y al material está presente incluso en obras que no responden a emergencias. El mejor ejemplo es el Nomadic Museum, una colosal estructura itinerante de soportes de cartón y fachadas construidas con contenedores marítimos, que ya ha sido montada y desmontada en Nueva York, en Santa Mónica, en Tokio y en Ciudad de México. Sirve como espacio expositivo para la obra Ashes and Snow del fotógrafo canadiense Gregory Colbert, y representa casi una extensión de las propias imágenes. Si las fotografías enseñan el recorrido de la cámara alrededor del globo, los contenedores hablan de ese viaje. No están repintados ni reacondicionados; están usados y gastados. Son lo que son y lo que fueron. «Al viajar por todo el mundo, cada contenedor tiene su propia historia».

De hecho, hay un edificio de Kōbe cuya historia permanece hasta el día de hoy. Es la iglesia de papel. Se levantó en 1995 junto al resto del campamento y se desmanteló diez años después, pero todos los materiales fueron donados a la comunidad católica de Nantou en Taiwán, golpeada por otro terremoto en 2005. Allí fue reconstruida en 2008 y aún puede visitarse en la actualidad. 

En marzo de 2014, la fundación Hyatt concedió el Premio Pritzker a Shigeru Ban. El anuncio que comunicaba el premio decía: «Shigeru Ban […] es raro en el campo de la arquitectura. Sus proyectos son elegantes e innovadores cuando trabaja para clientes privados, y emplea ese mismo enfoque de diseño ingenioso e inventivo para sus extensos esfuerzos humanitarios». Y es cierto. Ban es el arquitecto más consciente de la importancia del oficio como verdadero regalo al mundo. Un regalo para todos, para los cultos y los poderosos, pero, sobre todo, para los más desfavorecidos. El regalo de la humanidad que, a veces, viene envuelto en chapas de acero corroído, en cajas de cerveza rellenas de tierra y en tubos de papel y cartón.

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4 Comments

  1. Excelente artículo. Muchas gracias.
    Mi comentario va en la, siguiente línea. ¿No es sorprendente que existiendo esa posibilidad de construir rápido y barato, haya tantas personas en el mundo aún en situación de calle, en infraviviendas o directamente en tiendas de campaña?
    ¿No podría emplearse ese mismo sistema, por ejemplo, en Moría? ¿Hace falta algo más para entender que para (re) construir la humanidad en nuestro mundo global es imprescindible más humanidad en la política?

  2. E.Roberto

    Este tipo de historias nos reconcilia con el mundo sacando a la luz lo mejor de nosotros. Una arquitectura que se base en el uso inteligente de materiales humildes al alcance de todos es posible. Muy bien, JD.

  3. Roberto

    Qué bonita historia, había oído de pasada algunas cosas sobre el cartón como material de construcción de emergencia, pero no sabía de este arquitecto y de cómo se usó en Kobe. Muchas gracias.

    Me uno a la pregunta de por qué los gobiernos y diferentes organizaciones no usan esta técnica para proporcionarle casas a los millones que todavía no tienen.

    Soy chileno y, tal como los japoneses, sé que durante mi vida voy a vivir al menos 2 o 3 terremotos grandes y varios temblores. Ese conocimiento da una especie de calma. No es como un incendio o un crimen, es algo que viene seguro, solo que la fecha es desconocida. Ya llevo uno, de 7.6, y por suerte vivía en una casa de madera que bailó mucho, pero solo se nos rompieron unos vasos. Si vivo lo suficiente, todavía me falta por lo menos uno más.

  4. E.Roberto

    ¡Medir el paso de la vida según los eventos que consideramos importantes! Muy bueno, no obstante sean pocos además de temidos y trágicos. Salvando distancias y connotaciones sería más o menos como lo hacían los griegos, que de terremotos algo sabían pero preferían las olimpíadas y nos dejaron historias y reflexiones maravillosas.
    ¿Por qué no medir según los recuerdos
    en lugar de recurrir a metros, años luz
    o a fotos y almanaques?
    Por ejemplo tu sonrisa y sus modulaciones
    cuando te vi por primera vez y mi torpe
    balbuceo, porque, lo confieso, no te esperaba.
    ¿Pensás que somos viejos querida amiga?
    Yo no lo creo, porque no me acuerdo.
    ¿Y vos?
    Un gusto leer estos artículos y sus comentarios. Gracias.

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