Javier Gómez Santander (Peñacastillo, 1983) dice que no leerá esta entrevista, así que jugamos con algo de margen. Dejó el periodismo hace años, pero cuesta notarlo. Cuenta las cosas —su historia— con el pulso preciso de quien ha estado de este lado y sabe cómo narrar para enganchar. Una habilidad preciosa y preciada si la vida pega un giro y acabas como guionista de una serie. No una cualquiera: La casa de papel, reina y señora del cliffhanger.
La historia de Javier Gómez, su guionista jefe y coproductor ejecutivo, puede contarse saltando de fracaso en fracaso hasta llegar al éxito tan incontestable como imprevisto. De un plató a tomar decisiones de tres millones de euros. Lo sabe y lo usa, pero en la proporción justa para no sonar como un coach sacacuartos que quiere convencernos de la trascendencia astral de levantarte cuando caes.
Porque hay veces que la caída no es un fracaso, ni siquiera producto del azar: es, sencillamente, una enfermedad. Él habla de la suya, con una generosidad y honestidad brutal —no es un adjetivo gratuito— reflexionando sobre qué le llevó a dejarse aniquilar por un oficio, el periodismo, del que recomienda vivamente salirse cuanto antes. Como si fuera tan fácil. Como si él hubiera podido del todo.
Nos recibe en la sede de Vancouver Media, su nuevo hogar profesional —con ventanas, patio y sonido de pájaros— y recuerda los tiempos en los que echaba veintisiete horas en redacciones sin ventanas, deduciendo el tiempo de allá afuera basándose en el atuendo de la gente a su alrededor. También de su desembarco en La Sexta, cuando informó con coña y sin ganas de eso, del tiempo.
El lugar, pájaros al margen, es un campo de minas cuajado spoilers: Javier se apresura a borrar las pizarras en las que se «tramea», que en jerga de guionista significa decidir qué ocurrirá en la quinta temporada con Tokio, Denver o Nairobi, que hace años refieren a algo más (mucho más) que ciudades. Algo descubrimos, pero nos lo callamos: por no privar a nadie de la adrenalina cuando llegue el estreno en Netflix y también por darnos algo de importancia, para qué negarlo.
Algo que al entrevistado se le da regular. Juega, eso sí, a soltar afirmaciones tajantes e incendiarias de su mundo, la televisión. Ya tuvo haters cuando no estaba de moda y sin embargo ahora le sorprende que no «le crujan». Ahí va su inestimable intento. Aunque no lo lea.
Alguna vez te has descrito como «alguien que ha tenido tres vidas». Me preguntaba si presentarte como jefe de guionistas, como productor ejecutivo, y vi que lo primero que tú pones en tu descripción es otra cosa: «Fui periodista quince años». ¿Del periodismo nunca se sale?
Sí, claro. Me considero periodista, porque nunca dejas de serlo. Te puedes dedicar a otra cosa, pero en realidad ni eres ni quieres ser otra cosa. A mí me gusta quedar con periodistas y mis amigos siguen siéndolo; me parece de lo más divertido que hay. Me encantan las conversaciones de periodistas, los bares de periodistas… Tengo amigos guionistas con los que he trabajado, en cambio tengo amigos periodistas con los que jamás lo he hecho.
Es muy raro a los treinta y tantos cambiar de profesión, y encima creértelo, ¿no? Eso creo que llegará más tarde. Yo siempre pienso que soy periodista, lo que pasa es que he escrito unos cuantos guiones. También es cierto que yo siempre me dediqué al periodismo con una sensación de contar historias y eso no ha cambiado. Nunca tuve un afán de dar exclusivas, aunque me gustaba la política, pero no me ponía a bombardearle a la gente para que me contaran algo. En el fondo me da igual saberlo antes que esperarme a mañana. Me gusta saber lo que está sucediendo. Cuando me dedicaba a la política estaba muy bien informado y tenía buenas fuentes, pero nunca iba persiguiendo exclusivas, muchas veces contaba las de otros, porque ellos muchas veces no las cuentan para tele, sino para prensa. He contado noticas de otros durante mucha parte de mi carrera, sobre todo en La Sexta Columna, que era un programa de reportajes, hacíamos análisis… Ahí estás más haciendo una reflexión, o buscando veinte tíos que te hablen de algo.
La sorpresa me la llevé cuando llegué aquí, porque el ritmo de la tele es el que es, y tienes que tener ese diapasón continuo, en La Sexta Columna o en La casa de papel. Al final lo único que cambia es que aquí te inventas más cosas.
Wikipedia te describe así: «Meteorólogo, presentador y guionista». En ese orden. Y eso que meteorólogo, lo que se dice meteorólogo, no eres.
Ya, ¿eh? Es que nunca me interesó lo más mínimo. Jamás miro porque me da vergüenza mirar en la Wikipedia, y digo «hostia, macho, salgo en una foto con un traje de astronauta». Y me da un apuro que me muero. Lo del tiempo es algo que está ahí, y que mucha gente me recuerda por eso. Durante mucho tiempo lo odié y ahora vivo más en paz con ello.
¿Te odiaste?
¡Bua! ¿Sabes que yo nunca me vi? Había mucha gente que me odiaba, entonces no existían los haters en redes, pero a mí me llegaba.
¿Pero quién, meteorólogos?
Bueno, esos no me podían ni ver. Me odiaban porque representaba lo que odiaban, un señor que no tenía ni idea, ahí hablando de lo suyo que además no le interesaba nada ni presentaba el mínimo respeto por algo que a ellos les apasiona. A mí es que si no hay ser humano no me importa, y como no puedo echarle la culpa a nadie de que llueva hoy ni hay un tío manipulando la lluvia, no me importa el tiempo. Así que nunca me vi. Desde niño veía el tiempo en la tele y me daba rabia, lo quitaba. Mis compañeros meteos lo viven con pasión y yo lo respeto, pero a mí solo me gustaba la política climática, ahí sí encontraba tajada. Recuerdo la Cumbre Mundial del Clima de Copenhague, ahí tenías mucho periodismo que contar, con Obama y todos los líderes allí. Eran los primeros años en los que el cambio climático empezó a tener peso informativo, de 2006 a 2010 cuando me dediqué a medio ambiente.
Pero volviendo a lo de odiar… por entonces pensaba «yo sería de los que me odian». Un tío que sale ahí a dar el tiempo y solo dice gilipolleces.
Pero tuvo muchísimo éxito, «el chico del tiempo de La Sexta» salía en todos los zapping.
Sí, no sé. Yo era muy contrario a cualquier cosa que no me interesase, y me generaba mucho conflicto hasta que pude romper esa cadena. Era un periodista de veintitrés años, para el que una nómina ya era el mayor triunfo al que podía aspirar. ¡Si mi mayor horizonte era que me renovasen la beca en la Cadena SER! Llegó La Sexta, me puso en la tele y me contrató y fue un triunfo, hasta me compré un coche. Era la leche, nunca pensé que me iba a comprar un coche ese verano.
Todo por Antonio García Ferreras, ¿no?
Sí. Antonio, desde que lo conocí como profesor, fue muy paciente conmigo. Yo no era un alumno muy… [relfexiona] bueno, que no iba a clase nunca. Pero me dijeron «a esta tienes que venir, porque está el director de la SER, que es la leche el tío…». A la segunda o tercera clase de Antonio llegué fumadísimo, venía de una fiesta. Abrí la puerta en mitad de la clase, que ya había empezado. Se hizo un silencio gigantesco, él me miró y dije «Antonioooooooo» [risas]. «Anda, pasa, que menuda peste traes», dijo. Y creo que ahí empezó nuestra amistad, porque ya solo podía ir a mejor. Acabo de darme cuenta de que nunca hemos vuelto a hablar de ese momento. Yo lo recuerdo porque claro, no se te olvida el día que haces eso [risas], pero nunca lo hemos rememorado.
¿Y como pasas de alumno fumado a alumno estrella?
Bueno, yo iba haciendo cosas en su clase, que era muy práctica, había que hacer mucha radio y mucho directo. Siempre le respondía con cosas que él no esperaba. Un día me preguntó, «¿y tú por qué quieres ser periodista?», que se lo preguntaba a todos los alumnos. Pero yo contesté: «Debido al influjo que produjo en mi vida la figura de Blas Castellote». Y él me preguntó que ese quién era, que toda la clase lo sabía. Y yo: «¡Pues el de Periodistas!» el personaje que hacía Álex Angulo, el que escribió mi jefe de hoy, Álex Pina. Él era el productor ejecutivo de la serie. Es curioso, porque los dos tíos con los que yo he hecho mi carrera estuvieron presentes en aquél dramático momento [risas].
Así empezó mi relación con Ferreras, luego me recomendó que hiciera prácticas en verano en la radio, él se fue al Real Madrid pero yo me quedé de becario. Estuve en la SER de Móstoles otro año. Hubo cosas muy curiosas porque en estas radios te toca hacer de todo, era una gamberrada. Yo no tenía ni idea, pero siempre he ido haciendo cosas que no sé lo que son. Luego volví a la SER a hacer los boletos del fin de semana, nocturnos. En Móstoles llevaba solo unos meses, y le dije a mi compañera, Patricia, «¿qué es la producción de radio, que siempre oigo ese término?». Y me dice: «tu trabajo, rellenar programa». Yo he trabajado desde la ignorancia, siempre.
En 2006 empieza La Sexta, entiendo que es Ferreras quien te contacta para ir allí.
Sí. Yo ese verano no sabía cuál iba a ser mi futuro. No tenía dinero para seguir en Madrid, porque había estudiado con becas y lo que me pagaba la SER no me daba para vivir aquí ni de suerte. Me pagaban más en los taxis que utilizaba a la semana que mi sueldo. Antonio me llama y me pregunta por qué no había hecho las pruebas para entrar en La Sexta. Y le dije la verdad, que ni siquiera me había enterado, aunque habían sido gigantescas. Cuando él me llamó fui e hice una entrevista de trabajo y me cogieron, pero me avisó: «Solo tengo un hueco, por no haber ido a las pruebas, y es en el tiempo». Y yo, «¿el tiempo?». Acepté y entré en un mundo muy raro.
Yo era un tipo que se vestía muy mal, algo que tampoco ha cambiado mucho, y me empiezan a llevar a hacer compras, estilistas, maquillaje, peinarte, era todo rarísimo… Vienen las presentadoras, que ya eran muy famosas. Fue muy curioso empezar en una tele, y mucho más en una tele que empieza. Tenía todo un poco de experimento. Era un canal buscando su lenguaje. Explorábamos mucho, hacíamos cosas que hoy las veríamos y nos daría vergüenza. Pero arriesgábamos un montón. Hasta que llegaron los cámaras los periodistas también grabábamos, así que me pegaron un máster de lenguaje audiovisual muy potente. Era una tele muy abierta a innovar, a meter imaginación. Todo el tiempo, durante años, estábamos buscando la forma de contar cuál era la actualidad de ese canal. Al principio no tenía que ser tanta política, sino mucho más social, luego ya pasamos a la política y todo fue mucho más fácil, porque ese cambio de rumbo fue muy natural.
Estábamos arrancando Al Rojo Vivo entonces, de madrugada. Era otro programa pero ya empezamos a tocar el directo. El 15M cambió la historia del canal, porque pasamos por primera vez a hacer un informativo en directo fuera de las horas del informativo. Y eso dio un dato muy bueno. En la tele todo son los datos, yo creo mucho en eso. Además defiendo mucho que los éxitos y los fracasos deben ser fulminantes: si no das un buen dato de audiencia, tu programa no es bueno. Lo creo absolutamente, hay una falsa calidad. Yo puedo hacer un programa que les guste a todos los académicos, los inmovilistas o los conservadores audiovisuales, pero con un 0.5 de audiencia. Eso resultaría facilísimo. Pero tú no puedes hacer la televisión renunciando al entretenimiento, o a la vocación de ser masivo, y haciéndolo con buena televisión, que es la alquimia. Puedes decir «voy a hacer algo muy bueno, pero no me va a ver ni dios», pero creo que entonces te estás cargando el medio y eres un terrorista.
¿Hablamos de televisiones privadas o públicas?
Privadas o públicas, me da igual.
Pero hay programas que no nacen con vocación minoritaria, no es que decidan voluntariamente tener poca audiencia…
Pero lo tienen de fondo, en la propia concepción de ese programa. Yo creo que es por incompetencia de los que lo hacen. Creo que hay muchísima mediocridad en la profesión, como la hay en general.
Luego hay mucha gente que hace televisión sin ninguna responsabilidad de lo que está haciendo, pero atractiva y muy poderosa. Yo creo que la virtud está en unir los dos caminos, es decir: yo quiero hacer algo que sea bueno para la sociedad en la que estoy, en términos informativos, contar lo que está sucediendo y que tenga el atractivo de los más macarras de este medio, porque con ellos tengo que competir. Si desatiendo ese deber de ganar a los tipos que están haciendo televisión con la chorra fuera, nadie va a mirar a los informativos, porque seguirán siendo sublugares a los que ir a aburrirse. Y nadie enciende la tele para aburrirse un rato. Sigue perdiendo, sigue machando nuestra profesión, sigue cargándote la tele con informativos y espacios ultratediosos y sin atractivo… Esto vale también para los periódicos: sigue escribiendo aburrido y seguiremos cerrando periódicos. Lo digo porque a veces tienes que hacer verdaderos esfuerzos por leerte las noticias, aunque hay otras que son maravillosas. Tenemos que ser conscientes de que, cada día, cuando estás haciendo un minuto de televisión, tú eres todo tu canal y eres toda tu profesión para la gente que está viendo ese canal.
¿Toda la información puede ser tratada como entretenimiento?
No puedes hacer ninguna narración sin querer seducir. Te tiene que entretener. ¿El Quijote entretiene? ¿Es una obra de arte? ¿Tiene calidad? Ese es el objetivo. No estoy hablando de hacer fuegos artificiales, sino de hacer una narración atractiva, madura, con ritmo, no un tedio. No estoy hablando de hacer espectáculo, sino de que, narrativamente, haya una estrategia detrás.
Hay periodistas, los que yo llamo «aburridistas», que están tan convencidos de que lo que tienen que contar es importante que se olvidan de la forma de contarlo. Y ahí estás jodido. Hay gente que tiene una información extraordinaria pero no hay manera de leerlos. Entonces te empiezas a dejar puertas abiertas por las que se te cuelan los bárbaros.
También es cierto que no creo que estemos en un mal panorama de medios de comunicación en España. Creo que hay un talento descomunal, pero el «aburridismo» es un problema de la profesión, gente que está convencida de tener una misión y piensan «lo que yo estoy diciendo condiciona la vida de la gente, porque voy a hablar de que el Banco Central Europeo va a subir los tipos de interés» y con eso es suficiente. Vale, es muy importante, pero no te van a mirar si no diseñas una estrategia de cómo lo vas a contar.
No estoy diciendo que la mayoría en el periodismo sea así. Pero creo que es una de las cosas que te pueden tumbar un medio de comunicación. En mi búsqueda particular en La Sexta Columna, tuve que pensar en cómo cojones íbamos a hacer un programa de política en prime time en el que me tenía que enfrentar a Sálvame. Tenía que diseñar un programa con un ritmo de la leche. Al final, todo consiste en provocar emociones. Tenía que contar muchísimas cosas racionales, porque estaba pasando una crisis brutal, y eso lo tenía que hacer emocionando.
Muchas veces pensamos que las emociones son terreno del periodismo amarillista, pero porque desatendemos el abanico completo de las emociones, pensando solo en el odio o la ira, que son las que tocan los extremistas. Pero hay muchas más, como la empatía, que pueden provocar un mundo mucho más justo; la indignación ante causas razonadas; la solidaridad, sentir lo que está sufriendo el país. Yo podía contar mucho sobre cómo se estaban cayendo las ayudas a la dependencia, pero tenía que emocionar a la gente para que pudiera empatizar con los dependientes que se quedaban sin ellas. Eso es hacer televisión para emocionar.
Y creo en ese periodismo, que existe. No lo digo yo, lees a Jabois o Pedro Simón y emocionan sin hacer un periodismo amarillo. Creo que por ahí va la cosa.
Sobre otro aspecto del periodismo: el columnismo. Te he leído decir que antes se escribía menos pensando el feedback instantáneo, en el «verás cómo me ponen mañana por esto que he escrito..». Dices que eso condiciona mucho.
Es que es así. Hay mucha gente valiente, que sigue escribiendo lo que le sale de los cojones. Yo tenía que hacer el esfuerzo a veces, porque me daba cuenta de que escribía basura para intentar quedar bien. Para que no me pegaran al día siguiente.
Pensé eso al leer tu columna «Las tetas de los noventa», que no sé si te la montaron porque no leyeron hasta el final o…
[Risas] Ay, Dios, ni recuerdo mi línea argumental en esa columna…
El Bada Bing.
Seguramente no tenía tema sobre el que hablar y acababa de ver Los Soprano [risas]. Pero en aquella época no pasaba nada, no lo leía nadie ni tenía repercusión.
¿Nunca has «incendiado las redes» con una columna?
No, nunca he estado en las miras del mal.
Solo has tenido haters como hombre del tiempo.
Sí, y bien que me lo hacían ver. Recuerdo una reunión con el entonces ministro de Sanidad, Bernat Soria, para algo del cambio climático. A mí se me había olvidado ir y me llamaron. Ese miércoles yo no trabajaba y me levanté de la cama corriendo, allí me planté sin enterarme muy bien de que era con el ministro, ni de nada. Fui hecho un cristo, con una camisa vieja y sin planchar, un puñetero desastre.
Cuando llegué había una mesa gigantesca, con las cámaras allí. Se me ocurrió decir que «todo muy bien, pero lamentablemente estamos hablando de cambio climático y soy el único que está dando ejemplo, porque habéis venido todos con chaqueta, corbata, la camisa planchada, lo cual es un desperdicio energético y hay que poner el aire acondicionado para que no tengáis calor». Sugerí que se quitaran las chaquetas y corbatas para hacernos la foto. El ministro se la fue a quitar porque le hizo gracia, pero vino el asesor y le dijo que no. [Risas]
Menudo kamikaze.
Entonces lo era, ahora ya no, soy más tranquilo. Para ellos era un intruso, lo entiendo, yo también me odiaría. Siempre decía «A no ser que te dediques al campo, ¿qué más te da el tiempo? Si mañana lo vas a saber». Había un tipo de TV3 muy serio que me preguntó «¿dónde te formaste?», y yo le dije «en el campus de Fuenlabrada, Periodismo».
Como hombre del tiempo, parecía que ibas a acabar haciendo monólogos en La Chocita del Loro. No parecía descabellado.
[Risas]
Creo que te lo dijo Berto Romero también en una entrevista.
Es verdad, es verdad. ¿Sabes qué pasaba? Que aquel chiste de arranque me permitía estar sin hacer nada el resto del día. Porque, mientras yo hiciese aquellas chorradas, luego no tenía que hacer nada más en la redacción. Si quería, podía buscar un tema de medio ambiente, y si no, me tocaba las narices, pero nadie venía a preguntarme qué estaba haciendo.
Yo no miraba los mapas. De hecho, normalmente Marta hacía los mapas y me decía «Javi, ven, que te cuento la previsión», y yo le contestaba «Bah, luego la veo». Y la veía en directo. Un día Mamen Mendizábal me preguntó que cómo me daba paso, y le dije «pues pregúntame qué tiempo va a hacer mañana», y ella dice «dame algún dato», y yo «que no lo he mirado, lo veo ahora en directo». Me dijo que era un insensato, unos segundos antes de entrar en directo, durante una publicidad de El Corte Inglés.
Y ahí es dónde empiezas a «ser famoso».
Sí. Me empezó a dar mucho apuro, porque me reconocían en los bares, que era cuando la gente te hablaba, cuando estaban borrachos. Alguien me hizo una foto un día de fiesta en el que iba un poco borracho, con una cara horrible. Ponías mi nombre en Google y esa foto salía la primera.
Entonces ya dije «mira, yo ya no quiero salir más en la tele. Si me tengo que emborrachar, me emborracho». Salir a la calle con la sensación de que te conocen es horrible, porque muchas veces no te reconocen, pero la sensación la tienes todo el tiempo.
Lo bueno que tiene la tele es que, desde el minuto uno, en cuanto dejas de salir, la gente se olvida de ti. Sin embargo, luego sales en Al Rojo Vivo haciendo cuatro chorradas y pasas desapercibido. Lo noté mucho.
Los vídeos en YouTube de tus intervenciones siguen ahí para la posteridad.
Las recopilaciones que hay son de los primeros tres o cuatro meses, yo estuve cuatro años. Pero es que el resto de veces que hicieron alguna recopilación en La Sexta, dije «borradlo todo, no quiero que se emita nada».
Ahora no le tengo manía, lo recuerdo con cariño. Pero hubo una época en que lo odiaba mucho. Me gustaba estar con periodistas, yo quería ser periodista, pero me daba vergüenza llegar y decir «soy un gilipollas que hace el tiempo».
Pero al final estamos todos así. Nadie está orgulloso al cien por cien del medio en el que trabaja. Es una profesión de frustrados.
Sí, pero yo no lo sabía. Era joven.
¿Y qué querías?
Quería la dignidad que te da política. Sobre todo, escribir. Luego empecé a escribir tele, y me empezó a gustar más que escribir en papel.
Siempre he escrito ficción, desde pequeño, y nunca lo he dejado. Ahora es el momento que menos escribo de toda vida, porque me paso el día con esto. Con La casa de papel estamos «trameando» el noventa por ciento del tiempo, aunque al ser director ejecutivo tienes muchas más responsabilidades además del guion: el vestuario, el decorado… Todo.
Pero me gusta sacar ratos para escribir. Me levanto a las seis de la mañana para sacarlo y escribir sobre otras cosas. Luego llega el miércoles y tengo tan poca gasolina que apago la alarma.
No te gusta esa mística del escribir solo en casa, dices.
Para escribir narrativa, bueno. Pero si escribes la tele en casa te conviertes en un novelista. Cuando tenía veinte años siempre escribía en mi casa, con la puerta cerrada. Pero poco a poco he descubierto que es mucho mejor escribir en cualquier sitio que solo hacerlo en uno, aunque escribir en cualquier sitio me quite mucho tiempo. Prefiero escribir en una playa, en un aeropuerto, en un bar…
O en Barú, donde escribisteis gran parte de la trama de una temporada de La casa de papel, ¿no?
Sí, aquello era perfecto, porque estaba vacío. No había distracciones, ni teléfonos, y con la distancia horaria…
«En el periodismo, la vocación hay que tenerla pequeña, porque tarde o temprano alguien te la meterá por el culo».
[Risas] Sí, lo dije y lo sigo diciendo. Se lo intento decir a cualquiera que se aproxime a una profesión vocacional: «Ten cuidado con la vocación, te van a reventar, porque les vas a dar mucho más de lo que te están pagando, mucho más de lo que tu salud puede soportar». Las vocaciones hay que tenerlas para otras cosas, para trabajar lo justo. Porque te acabas inmolando.
Yo reventé a los treinta años, estuve dos años de baja y me quisieron jubilar. Cuando empezó La Sexta Columna yo trabajaba todos los días de la semana más de dieciséis horas, durante un año. Todas las semanas había un día en el que estaba veintisiete horas sin parar, y no me drogaba porque soy muy nervioso por naturaleza. Dormía muy mal.
Me volví loco. No sabía delegar, no sabía gestionar un equipo, no sabía nada. Solo sabía que quería que el programa fuese el mejor, no sabía empatar, soy muy perfeccionista. Eso implicaba que no lo soltaba ni un minuto, escribía todo el programa. Y un día no me pude levantar de la cama, me cogí una depresión de caballo, y adelgacé dieciocho kilos en los primeros dos meses. Tenía la ansiedad disparada, temblores.
Cuando llevaba un año y medio de baja, no había manera de salir de ahí. Fui al médico y creía que me iban a poner a trabajar, pero yo no estaba para eso. El médico me dijo «solo con la medicación que tomas yo te tengo que jubilar». Me habían preparado para la palabra jubilación tanto mi psiquiatra como mi psicóloga: «puede que llegue este día», «no pienses que es para siempre, es una forma legal de mantener la baja», me decían. Pero cuando me dijeron jubilación, todo se derrumbó. Recuerdo clavarme en aquella silla. Salí de allí horrorizado, porque yo sabía que la jubilación era una batalla, llevaba un año y medio tomando medicaciones, a veces ingresado, con los neurólogos, psiquiatras, cada cambio de medicación era un horror, queriendo matarme, la cabeza no paraba.
Cuando llegó ese momento estaba muy mal, y dejé de medicarme del todo. Yo sabía que la gente se medicaba y se quitaba la medicación cuando se encontraba bien. Así que pensé que el problema para que me dieran el alta era exactamente ese. Caí a un lugar horroroso. Sentía que mi cuerpo se estaba apagando, adelgacé todavía más. Estaba tomando antipsicóticos, antidepresivos, y lo dejé todo. No podía parar de temblar, no tenía equilibrio. Tuve que pedirle a Sara [Solomando] que me dejara solo, que se llevara a las niñas.
Después de eso, vinieron unos meses horrorosos en los que me despedí, notaba que me estaba muriendo. Fui al tribunal, les dije que no me medicaba y me dieron el alta. Me pedí una excedencia, porque parecía que en ese camino tenía una esperanza de regresar, que la palabra jubilación desaparecía.
Era al final del verano, hablé con Edu Madina, que era amigo y estuvo conmigo durante ese periodo. Le dije «Edu, ya no me queda nada, ya lo he hecho todo, no tiene sentido seguir». Y él me dijo «te queda una cosa: volver a Madrid, quédate en mi casa. Y simplemente vuelve a relacionarte, ten conversaciones». Entonces nos vinimos, a Sara le salió un trabajo en aquí. Me dije: «Bueno, aguanto el tiempo que me duren los ahorros, y cuando se me acaben, si no estoy bien, me mato».
A las nueve de la mañana todos los días me sentaba a escribir delante del ordenador, y me prometí que me quedaría ahí hasta las doce, con la intención de hacer algo, lo que fuera. Y eso era todo lo que me exigía al día. Pensé hacer un documental de la guerra civil en color. Empecé a escribir mi novela [El crimen del vendedor de tricotosas, Planeta], que es una novela de chorradas y humor, pero claro, yo estaba en un lugar horrible. Y escribir un capítulo de eso cada día me aliviaba un poco. La escribí muy rápido, en dos meses o así. Lo hacía simplemente para que cuando Sara llegara a casa viese que había hecho algo. Cuando estás en ese estado no haces nada, ni bajas a por el pan. Y aquello lo podía ir haciendo. Ella cruzaba la puerta de casa cada noche y yo le decía «tengo otro capítulo». Cada día uno, por eso terminé deprisa.
Al final, fue la novela que me cambió la vida. Me la compró Planeta un mes después. En aquel momento, volver a La Sexta me daba un miedo terrorífico.
¿Cómo explicabas en aquel momento que sufrías depresión?
Decía la verdad. La gente sabía que yo había estado un año inmolándome en el trabajo. Siempre estaba allí, llegaban al día siguiente y yo estaba en el mismo sitio y con la misma ropa, con un montón de vasos de café alrededor. Creo que la gente que me conocía sabía que yo tenía cosas en mi vida que había que resolver. A nadie le extrañó del todo viendo lo que había pasado, y yo tampoco ocultaba nada.
Uno de los principales problemas de la enfermedad para el enfermo es esa sensación de justificarse a sí mismo. Los hay que te dicen que te animes, o los que te dicen que no existe. La depresión se confunde con la tristeza, con muchas cosas. No tenemos ningún tipo de educación al respecto, no sabemos cómo pedir ayuda, cómo dejar a alguien, cómo gestionar el dolor.
No puedes hacer nada, no tienes fuerzas aunque luches. Cuando estás en una depresión, una de las cosas más terroríficas es la asombrosa sensación de certidumbre. Ves la vida, sin ninguna duda, como un acto vacío, en el que como mucho puedes aspirar a engañarte como los demás, que, desde luego, te parecen idiotas. Pero hoy en día, cuando puedo hablar en algún sitio, siempre lo digo: primero, no te avergüences por estar ahí, y segundo, se sale. Tenía un amigo, llamado Florián, que había vivido una situación parecida hacía años, y me decía «de esto se sale».
Siempre intento quitar el estigma a las enfermedades mentales. Yo no sabía que iba a salir de ella, de hecho pensaba que mi cerebro se había roto. Tardé dos años de volver a trabajar, y después de eso, tardé un año en poder rendir. Yo iba a la tele y Ferreras me dijo «tú vienes a Al Rojo Vivo, haces lo que puedas y lo que quieras, y lo único que te pido es que vengas a las siete de la mañana, y cuando estés cansado, te marches». Estuve un año como un becario, pero fue apasionante. Siempre encontraba algo que se les había pasado. Un año después me preguntó si podía dirigir el programa, y le dije «puedo». Durante ese año, el viernes para mí era un drama, porque cuando cogía el ritmo varios días, romper era terrible. No cogía vacaciones, porque no quería pensar en parar, quería establecer rutinas.
En realidad, fueron tres años jodidos. Y sigo yendo a terapia. Desarrollas muchas fortalezas, la última que me quedaba era la soledad, me aterraba quedarme solo. El confinamiento me pilló solo, y pensaba que iba a volver el monstruo. Y de repente, gestioné bien la soledad, que creo que era el último paso. Es un aprendizaje muy grande.
Es un cliché, pero entonces, ¿es verdad que la novela fue terapéutica?
Sobre todo para ganar seguridad. Es una cosa muy tonta, pero podía llegar a la tele y decir «sí, he estado dos años fuera, pero bueno, me van a publicar un libro». Y yo pensaba «no voy a ser el de antes, pero mi cabeza funciona».
Y también descubrí una mejor versión, porque ahora sé cuidarme, sé ponerme límites, no sigo hasta que reviento. Lo de ahora, el guion, es más tranquilo que el periodismo. Nosotros sufrimos, porque tenemos que escribir muchas cosas y hay mucha responsabilidad, pero no hay un cierre diario, o dos, o tres, ni estás todo el puto día con el culo al aire.
Y el resultado de vuestro trabajo tarda mucho más en verse. Meses.
Buah, sí, eso me costó. A mí me parecía como del Pleistoceno, pensar «¿cómo que esto va a salir en meses?». Ahora me he acostumbrado.
He visto entrevistas sobre el libro en las que parecía que estabas de un humor excepcional. Es curioso darse cuenta de para qué te había servido.
Yo lo vivía también con esa necesidad de la levedad, del divertimento. Con esa novela intentaba evadirme y divertirme, nunca pensé en publicarla. Para mí era una forma de tener la cabeza en algo divertido.
¿Cuándo pensaste en publicarla?
Cuando terminé, Sara me dijo «yo creo que esto está bien, publícalo», y yo pensaba que cómo lo iba a publicar, si era una chorrada. Se lo di a José, que es un editor amigo mío. A los dos días me dijo que la quería para la Feria del Libro.
A mí me daba un poco de cosa que La Sexta estuviera con Planeta y yo publicar en otra parte, tenía una sensación de verlo como un acto casi infantil. Creo que era por los miedos que tenía. Pensé en publicarlo con mi tele, por lo bien que se han portado conmigo, y así fue. Contacté con Ángeles Aguilera, la jefa de no ficción de Planeta. Quería que me dijeran que sí o que no, pero rápido, porque si no tenía que volver a hablar con José. Y bueno, me dijeron que sí.
La novela, lo has dicho tú, fue un fracaso comercial, porque vendió muy poco. Pero ese fracaso te abrió una puerta a La casa de papel, que también fue un fracaso inicialmente, en su primera emisión en Antena 3. Es curiosa tu relación con el fracaso, ¿no?
Sí, me gusta mucho eso. En el documental sobre el fenómeno de La casa de papel, que al final lo escribí corriendo, dije eso: es la historia de un fracaso. También lo digo en las charlas que doy, aunque mi cuñado siempre me dice que tengo muchísima cara por decirlo siempre [risas]
El libro fue de una irrelevancia absoluta, como casi todas las novelas que se publican. No me dolió, no me jugaba mi ambición literaria en esa novela. Creo que la pude terminar porque estaba totalmente desambicionada. Fue un juego. Todos los personajes que salen son mis amigos de Santander, tienen sus propios nombres. Fue una manera de nombrar a gente a la que tenía cariño y de decirles «eh, que sigo vivo». Nada más. Las comedias en literatura funcionan muy mal. Yo me quedo con una reflexión: nunca publiques en una editorial que no lees. Al final, escribir un libro sirve para una cosa, que es tener algo bonito tuyo en la estantería de tu casa. Para poco más.
Con los libros, ¿vale la misma reflexión que has hecho antes con la televisión? ¿Los libros que no venden es porque son malos?
[Reflexiona] Sí, seguramente. Bueno, es que ahora el público de los libros es distinto. Pero da igual. Hay muchas más causas. Si hablamos de televisiones como Telecinco o Antena 3, ahí impera un darwinismo que suele decir mucho la verdad. Es que el negocio de la tele es vender, es diferente. Las novelas pueden tener una vocación artística. No es mi caso, eh. Mi única pretensión era vender. Pero puedes hacer una novela muy minoritaria, de voz autoral, y no tiene por qué tener grandes ventas.
El caso es que la novela gustó a quien tenía que gustar: a Álex Pina, ¿no?
Sí. A mí me vino muy bien, me permitió dejar el periodismo, que es algo que yo recomiendo hacer.
«El periodismo tiene otra cosa fantástica: estás en contacto con los mejores seres humanos de tu tiempo o con seres humanos normales en la circunstancia más extraordinaria de su vida, de manera que estás viendo fenómenos todo el tiempo», dijiste en Papel. ¿Cuesta renunciar a eso?
Eso lo dije y lo sigo pensando. Pero el periodismo es una profesión muy mal pagada, con empresas muy cabronas, que están jodiendo todo el rato al personal, vives en un chantaje constante de a dónde te vas a ir, se cargan la salud de la gente muchas veces. Tenemos un problema y no sé ni cuántas vertientes tiene este problema.
¿Por qué se paga poco? No lo sé. ¿Porque las empresas no ganan lo suficiente? ¿Porque no tenemos costumbre de pagar por periodismo? Puede ser. Pero tengo la sensación de que hay una vocación empresarial de abaratar y abaratar el periodismo. Y también es una profesión que tiene una bota con punta de acero, que cuando tienes cuarenta y tantos, te pega una patada. Y muchísima gente a esa edad se ve expulsada de esa profesión. Eso es un asco y no es una casualidad: es un plan.
Cuando nosotros entramos en La Sexta, se pagaba mucho menos que las demás cadenas, y pensamos que eso se igualaría con el tiempo, que en algún momento ganaríamos igual que el resto. Y sí, se igualó. Pero porque el resto de cadenas bajó sus sueldos.
Los salarios de los periodistas no te dan para vivir en Madrid tú solo. Hace dos años se presentó un amigo en mi casa llorando, con cuarenta y seis años, porque no podía poner la calefacción en su casa en invierno. Y es un tío que cubre unas cosas que te caes para atrás. Y me decía «tengo cuarenta y seis años, ¿qué coño hago?».
Pero tú ya empezaste a agobiarte con eso mucho antes de ver el precipicio.
Yo no tenía ninguna intención de dejarlo, porque a mí me iba muy bien. Me sentía muy bien en La Sexta, tenía mucha libertad, colaboraba en la prensa y la radio. Había cumplido mis sueños, aunque me hubiera gustado tener más repercusión. Pero yo habría seguido siempre.
De hecho, cuando vine aquí, lo hice con la sensación de que no iba a hacer otra cosa. Y creo que voy a empezar a hacer periodismo en la tele, en las plataformas. Quiero hacer documentales, realidad, creo que hay un campo gigantesco para el periodismo, tenemos que quedarnos nosotros con ese filete, debe ser nuestro, no de gente que viene de la ficción o del audiovisual. Porque, además, eso puede llevar a la sublimación de las fake news, si se empiezan a producir documentales muy bien hechos por parte de gente que no es periodista. Yo he visto docus así, de gente que no ha contrastado ni una fuente, porque probablemente ni siquiera sepan lo que es eso, y meten mentiras.
La producción y la calidad pueden ser magníficas, pero hace falta algo más. Estamos dirigiéndonos a un mundo cuya representación la van a dominar tres o cuatro grupos: Netflix, Amazon, Disney y poco más.
Me crie en una casa en la que no había vídeo, ni videoclub cerca ni nada. Veía las cosas que echaban en la tele y películas en el vídeo de mis primos. Antes la tele unificaba muchísimo. Pero ahora, en otros países sobre todo, la brecha es gigante. Y el valor formativo que tiene la gente es muy grande, las teles públicas o gratuitas moldean mucho a la sociedad. Nosotros íbamos al instituto y, ganase tu padre lo que ganase, todos veíamos las mismas cosas. En otros países más sensibles, la gente no tiene dinero para pagar una plataforma.
La casa de papel os ha vinculado mucho con América Latina, y a ti especialmente. Al final, lo que te da de comer es un producto de pago. ¿Cómo te sientes cuando alguien no lo ha visto por una cuestión puramente económica?
Cuando voy a zonas muy jodidas, es lo último que se me ocurre preguntarles. Es otro rollo, vas a sitios donde no tienen internet y los niños mendigan agua. En muchos también te dicen que la ven pirata. Pero yo ahora pienso que La casa de papel es más grande porque mucha gente la ha visto la serie de forma pirata, o ha salido a la calle con la máscara, y ha hecho de altavoz. Creo que parte del fenómeno se explica por eso. En África nos ven un montón, no sé cuántos abonados a Netflix hay allí, pero se comenta mucho en redes. Vimos un vídeo de unos niños nigerianos que habían hecho el tráiler de la temporada copiado plano a plano. Es muy bonito.
Retrocedamos a ese momento anterior a que existiera La casa de papel, cuando Álex Pina lee tu novela y te llama para proponerte algo. ¿Qué te dijo?
Me escribe un e-mail, yo estaba en el plató de Al Rojo Vivo. Fue como dos días antes de que se muriera Rita Barberá, me acuerdo porque esos días yo llevaba la sección sobre ella, que dije algo un poco duro, aunque era verdad. Recuerdo que estaba escribiendo aquello cuando me llegó su correo.
Me puso «soy showrunner», y yo soy tan ignorante que pensaba «¿tanto corre este señor?», no sabía lo que era ser showrunner. Pensé en no quedar con él, pero Sara me dijo «joder, ¿cómo no vas a quedar con él? ¡Mira todo lo que ha hecho!». Al final, quedé con él por curiosidad, por charlar, tener un contacto y ya está.
¿Pero te proponía algo en el mail?
Me dijo que estaba buscando guionistas fuera de las escuelas de guion, gente que volviera a escribir, que había leído muchas novelas ese verano y que una era la mía.
Quedamos en un bar en Madrid y nos dieron las cuatro de la mañana. Hablamos de todo: de cómo comprendemos la profesión, de lo importante que es la curva, el minuto, todos nuestros planteamientos teóricos, uno desde el periodismo y otro desde la ficción.
Y me contó el atraco de La casa de papel. Me contó cómo y dónde iban a hacerlo. Para mí, las ideas buenas siempre tienen un titular, y este era «no vamos a robar, vamos a fabricar nuestro dinero». Y pensé «hostia, esto es diferente». Tenía bastantes prejuicios, porque pensaba que una serie española no conseguiría mucho.
¿Qué cantidad de series españolas habías visto hasta ese punto?
Ninguna. De hacía tiempo sí, pero no había visto otras como Vis a Vis. Tampoco veo muchas series, me da bajón porque tengo que estar mucho rato quieto, es muy pasivo. Leer, por ejemplo, es más activo. Como mucho estoy cuarenta minutos sentado, pero más no. No me gusta estar viendo la tele, excepto el Tour.
¿No puedes ver dos capítulos seguidos, pero sí el Tour?
Sí. Lo veo hasta repetido. A veces pongo etapas viejas en YouTube.
Pero lo tuyo sí lo ves, ¿no?
¿La casa de papel? No la veo, porque ya la he visto muchas veces en el montaje, veo cada capítulo mil veces. Luego en emisión no soy capaz, me da muchísima vergüenza, empiezo a ver fallos.
Bueno, y qué pasó con Álex después de esa reunión arreglamundos.
Que me pareció un genio y le dije que sí. Estuve un tiempo compatibilizando ambos trabajos, haciendo el idiota porque volví a trabajar doce o catorce horas y empezaron de nuevo las señales de alarma de mi cuerpo, así que tuve que escoger.
Me vine para acá porque me pregunté: «si con quince años te hubieran dado a elegir, ¿qué escogerías? Escogería la ficción». Y a otra cosa. Cuando conocí a Ferreras, pensé que era un genio, y estuve catorce años pegado a él, aprendiendo sin parar día a día. Y cuando conocí a Álex pensé que era un genio de la misma envergadura. No he conocido a más gente así. La idea de que con treinta y tantos años alguien te pague por enseñarte un oficio me estimuló muchísimo. Yo venía para unos meses, porque la serie se suponía que no iba a durar mucho. Pero salió bien.
Anunciaste tu salida de La Sexta con un vídeo en YouTube. ¿Fue para tanto la repercusión?
Es que empezó a salir en varios sitios y Cristina Pardo me avisó de que estaban diciendo cosas mal, así que pensé que mejor lo hacía yo. Un día iba en el coche y, sin pensar más, me grabé y lo colgué. Apareció por todas partes. Cuando lo vi por la tarde dije «madre mía, pero qué pelos tengo». [Risas]
Ahí parecías orgulloso de tu fama como hombre del tiempo graciosete.
Sí, ahí ya estaba reconciliado con eso. Pero durante años yo vivía con mucha frustración, vivía al lado de periodistas que estaban haciendo periodismo y yo estaba ahí que decía «sí, claro, me voy a poner yo a mirar las isobaras».
¿Te considerabas un periodista famoso?
Qué va. Yo como periodista siempre había estado entre los que no conoce nadie.
¿Y eras bueno?
Era bueno, pero no como periodista, no tenía la capacidad y el tesón de cuando, por ejemplo, te dan una exclusiva. Tenía la capacidad de contar tele, de hacerla. Y esa es una parte del gremio. Otra cosa que hago bien es analizar lo que pasa, me gusta mucho la actualidad, no me importa estar todo el puto día leyendo, preguntando, hablando con gente. Me gusta mucho el análisis. En eso era bueno.
¿Cómo es el desembarco como guionista? ¿No te sentiste un poco impostor?
Al principio me dio mucha vergüenza, pero eran todos majísimos. Por entonces, los guionistas me parecían seres mitológicos. Todos tenían muchas ideas, pero yo no era capaz de ponerme a pensar en alto. Se tiraba una idea a la mesa y otro la cogía, la soltaba, la cogía otro, como aviones.
Cuando salí, le dije a Álex «cómo se nota que tienes este equipo desde hace años, funcionan como un tiro», y me dice «qué va, si uno ha empezado hoy y otro lleva una semana».
¿Y cuándo te sentiste como uno de ellos?
Fue poco a poco, todos los compañeros te arropaban. Al principio me iba a mi casa rumiando las cosas, pensaba y al día siguiente volvía con una idea, porque pensar allí en directo me costaba un montón. Al principio empecé vendiendo cosas que traía rumiadas de casa, no surgían en el momento. Quizás se quedaba algo en el aire que no se había resuelto y yo al día siguiente traía una propuesta. Luego ya empecé a pensar allí, como los demás.
Cuando me sentí un poco guionista me pusieron en la producción ejecutiva, que no tenía ni idea de qué era. Álex me llamó un día para ir a una reunión de algo técnico, durante la primera temporada con Netflix. Había mucha gente, como en un bautizo, y me dijeron que toda aquella gente venía a preguntarme cosas. La reunión duró tres días, empezó un miércoles y terminó un viernes a las siete de la tarde. En ese momento me llama Álex descojonado, preguntando que qué tal la reunión. Le dije «bien, pero he tomado decisiones de tres millones de euros». [Risas]
Te lanzaron a una piscina.
Bueno, pero yo iba preguntando todo sobre la marcha, les decía que no tenía ni idea. Iba preguntando uno a uno a qué se dedicaban, en esa mesa inmensa.
Y eso, insisto, viniendo de un fracaso comercial como el de Antena 3.
Sí, yo también lo califico mucho como fracaso. No estuvo mal para un prime time, pero nos habla de un cambio de modelo. Tú necesitas dos cosas: estar entregado a tu producto y tener algo de suerte. En este caso, nosotros pasamos sin pena ni gloria, y la suerte es que después vino una plataforma con un algoritmo y nos cambió la vida.
Yo soy muy tajante en las cosas que digo, porque me divierte, aunque luego a lo mejor cambio de opinión. Por ejemplo, en la tele me gusta ser muy duro con mi trabajo y con el de los demás. Creo que la televisión se hace en torno a la palabra inclemencia. Me dan igual el tiempo y el esfuerzo invertidos; si no funciona, lo quitamos. No puedo desperdiciar ni un segundo del espectador.
Al final también es una cuestión de ego, como en el periodismo. Quieres que lo que pones en pantalla sea lo mejor. Yo siempre aspiro a eso, y cuando veo tele soy un cabrón, porque me paso el tiempo pensando en ello. Soy muy despiadado con la tele porque es mi profesión y me enfada, me apasiona, me pone de buen humor cuando veo algo bueno, y cuando no soy terrible.
Dices que salir del periodismo te volvió un poco gilipollas.
Ya ves. Yo decía que no me importaba salir en la tele, y me fui quedando sin tele y sin radio. Yo decía que no tenía ego, pero como salía en todos lados lo que pasaba es que lo tenía alimentadísimo. Un día, después de una cena, iba con Sara para casa y le dije «me he portado como un imbécil», y me di cuenta de que llevaba una temporada siendo un gilipollas.
¿Por qué?
Era como que necesitaba atención, casito. Generar trifulcas sin venir a cuento. Iba a una cena agradable e intentaba convertirla en un debate, a ver si entraba alguien al trapo.
Pero también es cierto que hay que tener ego, eh. Al final, estás escribiendo algo para que alguien te lea. Entrar en casa de alguien a través de la televisión y ocupar horas de su vida es casi de mala educación, porque esa gente viene de trabajar, está cansada, y tú vas y le sueltas una chapa. Esa persona podría estar haciendo el amor, pero tú estás ahí atrayendo su atención, diciéndole «quédate conmigo».
¿Cómo manejaste el ego la primera vez que te hicieron una entrevista ya como guionista jefe?
Eso me da más vergüenza, un poco de pudor. Las series de Álex son una creación muy colectiva, donde estamos muchos. Y muchas veces yo atraigo atención por tener amigos en medios y porque tengo una historia personal potente. Pero yo siempre hago las entrevistas de forma pudorosa, porque somos un equipo.
Recuerdo mucho la que me hizo Juan Luis Cano. Yo las que leo son las entrevistas que hacía yo a alguien, pero las que me hacen no suelo leerlas, me da mucha vergüenza, otras veces las lee Sara.
¿Lo tuyo con el periodismo lo has dado por finiquitado?
Siempre me he sentido más contador de cosas, pero nunca he tenido la sensación de que no vaya a volver a ser periodista. Ahora, por primera vez tenemos unas herramientas de comunicación global, que sitúan nuestra ambición allá donde queramos. Antes nuestro país marcaba nuestra ambición: si no eras estadounidense o inglés, estabas jodido. Ahora no, ahora puedo hacer una historia en España, muy española, muy universal, colocarla en Netflix y que se vea en todo el mundo. Y eso es la leche.
Y hay otra vertiente: o te vas a lo pequeño o te vas a lo grande. Tenemos un mundo en que todos los problemas son globales. En general, podemos explicar todos los grandes problemas del mundo, por lo que se puede hacer un periodismo global.
De hecho, parece que lo del «techo nacional» siempre te ha obsesionado mucho. Lo citabas como uno de los motivos de tu salida del periodismo, aspirabas a lo internacional.
Sí, tengo un problema con eso. Porque es enfermizo. Salgo a correr y lo que pienso es «tengo que batir el récord del mundo». Creo que todavía no he renunciado a ganar el Tour de Francia. Con el periodismo igual: si quiero hacerlo, quiero que sea a lo grande.
Hay un problema que vertebra el mundo, que es la desigualdad. Podemos hacer un debate sobre la pobreza en España, pero es que sus causas se parecen mucho a las de la pobreza de otros países. Es un asunto sistémico, y ahí es donde hay que poner el dedo en la llaga. A mí me encanta hablar de los recortes a las ayudas a la dependencia o de la reforma laboral, pero es que hay un sistema que siempre opera en las mismas direcciones. La riqueza se redistribuye todos los días, pero lo hace siempre de abajo a arriba. Y esos temas a mí me importan mucho. Ahora me gustaría hacer algunas historias de ese tipo, pero no necesariamente políticas ni económicas, sino más sociales. Ya afinaré el tiro.
Supongo que eso de coger los bártulos e iros a escribir la serie a parajes paradisíacos ya no es así.
Claro. Este año casi no hemos podido viajar, pero hemos estado escribiendo en Portugal, en Canarias, y seguiremos haciéndolo con mucho cuidado. No sé cómo va a ser. Nos vamos porque estamos más tranquilos, aquí estás siempre a cuarenta mil cosas y entras en un bucle. A veces es bueno irte. Parece que no, pero la serie tiene cierta presión. Yo sueño con la serie, con el atraco, salgo gritando.
¿Y quién eres cuando sueñas?
Soy yo mismo. Viene el Profesor y me pide cosas. El año pasado, hubo un momento en el que terminé en la habitación soñando y gritando «¡dame hachas, que está la policía!», y Sara me despertó. Sueño mucho con la serie, me despierto por la casa gritando cosas de ella.
Cuando estáis escribiendo la serie, ¿cuánto material se descarta porque creéis que el público puede verlo venir?
Lo fundamental es que la idea no esté en lo que llamamos el carril, intentamos irnos siempre por la vía lateral. Hablamos de unas pocas cosas: de amor, de ambición, de miedo. Todos son caminos muy transitados, por lo que es una lucha constante para no caer en el carril.
¿Soléis jugar con manierismos cinematográficos, del tipo que un personaje tosa y por eso dé a entender que se va a morir?
Bueno, a veces nos gusta el fatalismo, anunciar las cosas. De hecho, saber que algo va a suceder te hace no vivir tan pendiente del giro del acontecimiento y estar mucho más atento a las emociones que te produce.
Creo que, cuando muere Nairobi, ese capítulo tiene mucha premonición. Lo primero es que el espectador va a pensar que no la van a matar, pero ya se han predispuesto por si muere, y todo lo que pasa antes se vive con una intensidad diferente. Todas las imágenes de ella atada adquieren una emoción más grande, lo ves y piensas «quizás sea la última vez que la vea». Nosotros quisimos adelantar la muerte por eso. El personaje merecía una buena muerte en ese sentido.
Sobre el merchandising de La casa de papel, otro fenómeno que…
Antes de que nosotros supiéramos que La casa de papel era un éxito internacional, ya había un chino que había fabricado millones de caretas.
Así que no pudisteis ser George Lucas.
No. Ni siquiera sé de quién es ese derecho, quién se queda ese dinero. ¿Quizás de Netflix? Pero no creo que haya posibilidad de perseguir a alguien que hace caretas no oficiales. A mí lo que me jode es cuando veo imitaciones cutres, porque digo «ya que lo haces, hazlo bien, que nos lo hemos currado». Yo imagino que habrá alguien en las cadenas que se preocupe del merchandising.
¿Cuándo os enteráis de que La casa de papel lo está petando? ¿Netflix no os llama y os lo cuenta?
Nosotros nos enteramos antes por el follón que se empieza a montar. Después ellos nos explicaron el proceso, cómo vieron muy pronto que eso iba a detonar, porque pueden hacer predicciones y saben acerca de mucha gente de muchos países y perfiles. Esa alquimia del algoritmo.
¿No te da un poco de miedo toda esa información?
Es información, a mí me gusta. No quiero saber mucha, pero sí cierta información. Estamos en una cartografía constante. A mí me preocupa más otra vertiente. Por ejemplo, yo soy un idiota que lleva un reloj que sabe mis pulsaciones, por mis gestos sabrá en qué momentos fumo o no, y todo eso va a un sitio, y probablemente dentro de veinte años mi compañía de seguros lo utilice en mi contra. Esos datos me preocupan mucho más. Pero todo empieza a estar muy cartografiado.
Yo les pregunté a Netflix que cómo fue para ellos, y nos contaron. Arabia Saudí fue el primer país en el que lo petó, habían llegado con mucha rimbombancia. Alguien dijo «¿habéis visto lo que ha pasado en Arabia Saudí?». Era una serie que nosotros habíamos dado por muerta hacía seis o siete meses, pero allí había una grada de un campo de fútbol cubierta con los personajes de La casa de papel. Pensamos que era muy curioso, y más tarde nos dijeron que había sido el disfraz más vendido en el carnaval de Río. En ese momento Netflix nos dijo de hacer la tercera temporada.
¿En ese momento ya estabais haciendo El embarcadero?
Sí, estábamos con El embarcadero y diseñando White Lines, estábamos en otro mundo.
¿No hay cierto pavor cuando algo triunfa tanto? Lo de ser un one hit wonder.
Eso yo lo doy por hecho, estoy viviendo un acontecimiento extraño, que no sucederá más. Lo que queda es hacer cosas diferentes después. De hecho, la próxima serie que sacamos, que se llama Sky rojo, estoy muy contento con la pinta que tiene. Es un buen movimiento después de La casa de papel, porque es arriesgada y valiente. A mí me gusta mucho, creo que es un digno siguiente paso, pero no ambicionando tanto como con la anterior. Tengo muchas ganas de que se estrene.
¿El futuro está solo en el streaming?
Espero que no. Primero, tenemos que tener cierta autonomía televisiva como país y como sociedad diferenciada. Creo, además, que hay que tener televisiones plurales para que hoy mi madre o yo podamos ver lo que ha pasado en el Congreso. Cuanta más pluralidad de medios haya, más posibilidad tendremos de obtener información potable. Pero creo que hay cosas que se van a ir al streaming.
¿Que si las grandes series van a seguir en el streaming? Pues tampoco lo sé. Antena 3, por ejemplo, está demostrando que puede hacer otras cosas. Estrenan Veneno en streaming pero la ponen en el canal.
Pero no siempre funciona: mira lo que pasó cuando pusieron un capítulo de Patria en Telecinco.
Ya. Es que hay un problema: el público se ha ido. Y ahora el prime time es un problema. Pero, mientras siga habiendo talento en las teles, seguirá. Yo el otro día me puse Sálvame Deluxe, y a mí Jorge Javier Vázquez me parece un puto crac. Es más, creo que toda la tele actual se la han inventado ellos y se la siguen inventando en Telecinco. Luego el resto nos llevamos otros contenidos pero introducimos sus innovaciones en cuanto al ritmo. Ellos montan circos, vale, pero, si quitas el contenido, hacen muy buena tele, muy macarra. Como profesionales de la televisión son buenos, pero no son periodistas. Me puse un rato el programa y es flipante, es que no lo puedes quitar. Me parecía increíble, todas las preguntas, los cebos.
Entiendes que el Deluxe os ganara en Al Rojo Vivo.
Hombre, ¿cómo vas a ganar a eso? Creo que nuestra audiencia subía cuando ellos se iban a publi. Pero nosotros lo hacíamos muy bien, cogíamos un 0.2 y terminábamos en un nueve o diez.
Un poco de polémica: La casa de papel y el feminismo.
Yo te diría que no es una serie feminista. Tiene tics, pero tiene muchos personajes que son machistas. No es una serie hecha para ser feminista, no tenemos esa intención.
¿Pero es algo que os preocupa?
No, ni siquiera he pensado en ello. La escena de Alba que se hizo viral es una puta frase, no va más allá. De hecho, hay una lectura que a mí me sorprende que nadie haya hecho, que es que en el final del capítulo dice «empieza el matriarcado» y en el siguiente capítulo dice «no puedo llevar las riendas del atraco, Berlín, vuelve al mando», y nadie ha dicho nada de eso, cuando me parece supermachista. Yo pensé que nos iban a crujir por aquello, no nos han crujido mucho. Pero tampoco ves esta serie en ese código, es una serie de entretenimiento.
¿No puede ser una serie de ese tipo feminista?
Sí, supongo que sí.
¿Cómo gestionasteis lo de Neymar?
Fuimos a cenar con él, me parece un tipo curioso porque estaba fascinado con algunos actores. Me pareció simpático. En realidad, eliminarlo fue una decisión de Netflix, no nuestra. Yo no recuerdo estar en ese ajo, supongo que lo gestionó Álex.
Cuando os comentan que estáis alargando mucho la serie, decís que tenéis un pacto de no hacerlo. Pero, cuando le preguntan a Álex por el tema del spin off, tampoco lo descarta. ¿Tenéis miedo a no saber parar?
Yo no. Yo creo que la serie va a terminar muy bien, esta quinta temporada está muy bien. No me planteo ni pensar en un spin off. Tampoco puedes descartarlo, esa es la realidad. ¿Y si tenemos una buena idea? Pero para eso hay que tener una buena idea, tiene que pasar el tiempo.
Yo ahora estoy cansado, es una serie que te exprime mucho. El horizonte de que termine a mí me viene muy bien mentalmente. Si ahora tengo que pensar que después viene un spin off, digo «lo hacéis vosotros». Pero tampoco te puedo decir. Igual en dos años me apetece, porque es cierto que tengo un gran amor a la serie. Y también nos ha enseñado a no ser tajantes, porque ya la enterramos una vez. Pero no estamos con la brújula puesta de guardarnos cosas. Si dentro de un tiempo lo queremos hacer porque tenemos una idea, bien. Pero de momento, no.
El personaje refleja bien la decadencia del periodismo y lo audiovisual. Los amigos te meten, trabajas para la ideología del medio a costa de lo que sea, hay que cobrar, aunque estés en el amarillismo permanente. Lógicamente hay que justificarse, ofrezco basura para acomodados, entretenimiento que no haga pensar, y cargo contra lo serio, lo aburrido. La serie es un perfecto reflejo de lo dicho. Pero imagino que se habrá forrado. Eso es lo importante.
Bravo!
Qué han aportado T5 y La Sexta a la sociedad? Ruido y nada más. T5 empezó con el amarillismo del corazón y la Sexta lo aplicó a la política. Y sí, quizás la gente llegue a casa cansada después de currar 10 horas, pero qué le aportas con un bombardeo constante de titulares, zascas y discusiones en los que no le dejas ni 2 min para pararse a pensar. Buscar el entretenimiento no justifica la putrefacción a la q han llegado estas dos cadenas. Para mi en el momento en el que tratáis la información como un producto, sólo echáis un saquito más de mierda a una sociedad que no necesita eso precisamente. La Casa de Papel es un claro ejemplo. La primera temporada empieza decente y luego os cargáis a alguien cada rato o metéis un personaje a hacer piruetas inverosímiles con la moto. Pero imagino q se trata de eso, de que pasen cosas cada 3 minutos,de buscar el estimulo constante, la cultura del zapping, el fastfood cultural. Encefalograma plano y a funcionar. No sea cosa que alguien se pare a pensar.
Del gremio de ‘creadores’ que nos echó de la tele a unos cuantos que también crecimos con ella. La información no es importante, sino el artificio, el ‘yo’ antes que la noticia, la caducidad de lo emitido antes de que acabe el día… Rellenar ese ‘acto vacío’ que es la vida con absurdos cliffhangers contínuos en cualquier tipo de contenido. Distrae, da puntos de share o será presa de algoritmos, pero no llena.
Recuerdo la primera temporada de la «Casa de papel» como un descubrimiento, algo muy diferente de lo que se hacía en España y que parecía que aquí no se sabía o no se podía hacer. Curiosamente, con la segunda temporada me invadió el sopor, veía todo muy artificioso, con demasiado postureo, como gustándose mucho, en definitiva: Pérdida total del inicial interés y huida hacia pastos más verdes. Ahora, al leer la tediosa entrevista a este señor, pienso hasta qué punto habrá sido el principal responsable de mi agotamiento con la serie.
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Este tío no me interesa nada, pero algunas de las reflexiones de los comentarios (peterot, Pau, Miquel) son de lo más lúcido que he leido últimamente.
Media hora para leerme todas estas interesantes preguntas y reflexiones convencido de que el título era: Las VACACIONES hay que tenerlas para…. Sin embargo, la incongruencia de mi erróneo título con el tema desarrollado se fue diluyendo gracias a la personalidad de este personaje que desconozco. Parece ser un buen artista si ha conseguido esconder la realidad. Gracias de todos modos.
Tampoco hay que extrapolar, La casa de papel es como otras series tipo Prison Break, que realmente solo dan para una temporada, pero que funcionan bien y las van estirando hasta que la cosa ya no se sostiene por ningún lado.
Respecto a Gonez, recuerdo que me enervaba en la sexta, cambiaba cuando salia el a toda prisa, como si la pantalla fuese a quemarme las retinas, no hay cosa peor que un gracioso sin gracia, y estaba claro que pretendia ser el Gasset de el tiempo. No lo era.
Respecto a las privadas. Pues si, en general poco han aportado. Ahora con la pauperización de la tele menos.
Demasiada testosterona.
Criminal la reflexión sobre “no es una serie feminista”, por vacía y maniquea, igual que sus personajes femeninos, salvando momentos puntuales. También son de nivel de primaria las relaciones afectivas entre los personajes (esa relación entre el profesor y la policía, imposible creérsela si no tienes un golpe en la cabeza).
La serie engancha en su primera temporada y tiene cosas que merecen la pena, pero hay otras que están muy mal planteadas y que, a la luz de la entrevista con este señor, ahora entiendo por qué.
No hay mejor escuela que ser becario de Ferreras: «Pastor, vamos a actualizar el polvómetro de La Sexta… Que la tengo como el periscopio del Octubre Rojo»…
El hijo de Ferreras llama «papá» a la tele.
Pablo Iglesias acaba de entrar en el plató de Al Rojo Vivo. Ferreras tiene un empalme del tamaño de una secuoya canadiense.
Le llamaban la Mamba Negra.