En Maracaná, con el marcador a cero, los segundos corren como regueros de sangre, en busca de su cadáver. La muchedumbre ruge incómoda cuando empieza la segunda parte de la final. Grita por no estar callada y morir de sustos. La primera apenas ha dejado vagas heridas, tiritas, uys, miedo en el cuerpo, pero ningún gol. Ese resultado vacío y lejano le basta a Brasil para proclamarse campeón del mundo. Pero, ¿cómo fiarse? Un empate es un lugar oscuro y peligroso, ni siquiera apto para hombretones que leen a Lovecraft. Si merodeas a deshora casi puedes escuchar los violines de Bernard Herrmann e intuir a tientas tu muerte. Es bueno alejarse a zancadas grandes, hacia un barrio más seguro, con luz pública y goles fulgurantes, de folha seca. El seleccionador, Flávio Costa, lo sabe y en el descanso exorciza a sus jugadores para marcar cueste lo que cueste. Hay que salir del callejón del empate. Y pronto, o los nervios se verterán y la selección nacional ya nunca podrá despertar de la pesadilla de haber perdido su mundial. Regresan al terreno con todo, machetes incluidos, escudriñando las huellas del equipo goleador que han sido durante todo el campeonato.
Milagrosamente, el sortilegio da resultado, y tan pronto se reanuda el partido Ademir coloca a los pies de Friaça Cardoso un pase exacto, no sin antes requerir complejos cálculos aritméticos y un estudio parsimonioso de las mareas. Es menos un pase que un trazo con un bolígrafo Bic cristal en un papel, directo a la órbita del penalti. Ahí aparece Friaça de la nada, como una visita de domingo, y solo tiene que saludar al balón con un «buenas tardes, señor» y señalarle la portería, de modo que con un toque de puntera, burdo pero eléctrico, condena al esférico a la red, pegado al palo izquierdo, donde muere en un gol, desangrado y solo. Roque Máspoli, el portero uruguayo, ni siquiera tiene ocasión de rezar un padrenuestro para que el balón se confunda en un córner. Solo llega a tiempo de mirarlo con pena y agitar un pañuelo de despedida, mientras cruza la línea de meta.
Doscientas cuarenta mil personas gritan, se contraen, explotan, lloran de alegría. Tal vez alguna muera, al estilo del viejo Casale, pues mucha satisfacción, de golpe, sin rebajar, se vuelve una losa que te aplasta con la puntera. Los aficionados aún desconocen que el tanto de Friaça, que esparce tanta dicha, en realidad solo le está haciendo sitio al desconsuelo, para que este sea rotundo, total e incurable, e instaure la Dictadura de la Tristeza. En los dos siguientes minutos, en los que no va a suceder nada, pasará de todo, y malo. No bastarán cien años para reponerse. Tal vez transcurra un milenio, y esos dos minutos, y lo que desencadenan, seguirán produciendo literatura y congoja.
Matías González, entre tanto los brasileños se abrazan y celebran una delicia efímera, de espaldas a la poesía de Rilke, que advierte contra la alegría, rescata el balón de las brasas y se deshace de él con rabia. Es el gesto de un defensa que ha llegado tarde a su destino, y solo encuentra destrucción y humo. El mundial se complica momentáneamente. En mitad del estruendo, el esférico rueda en silencio a pequeños pasos y se detiene a los pies de Obdulio Varela, el Negro Jefe, que se agacha, lo recoge y lo guarda debajo de un brazo. Su corpulencia casi lo es-conde. Solo se trata de otro gesto, pero Obdulio sabe muy bien lo que vale un simple gesto. Empiezan a contar los dos minutos más importantes de la historia del fútbol. Naturalmente, nadie desconfía todavía de dos minutos que parecen minutos cualquiera, de los que empleas en ir a la nevera y coger un cerveza, o salir a la calle y fumar un cigarro, o telefonear a tu madre y decirle que llegarás tarde, y borracho. A veces los momentos históricos pasan desapercibidos al ojo humano. «Yo he sospechado que la historia, la verdadera historia, es más pudorosa y que sus fechas esenciales pueden ser, asimismo, durante largo tiempo secretas», decía Borges. Son dos minutos eternos, comunes y recónditos, en los que no se juega al fútbol. Pero el fútbol, a veces, se cuece en mitad de la quietud, en estático, impasiblemente, para que después, cuando otra vez el balón ruede, estalle en combinaciones trepidantes que conduzcan al gol. A la postre, el fútbol en muchos lances no tiene nada que ver con el fútbol.
El Negro Jefe no tiene nervios. Se los robaron cuando era albañil y limpiabotas y sufría toda clase de penurias. Puestos a decirlo todo o casi todo, tampoco es un futbolista técnico. No chuta con potencia ni precisión. No remata bien de cabeza. No posee un sentido táctico demasiado agudo. No guía el balón por pasadizos imposibles. Pero sin él no corre la electricidad en el campo. Habría que jugar a oscuras, trenzando apuestas. Él es el fusible, el hacedor, la posibilidad del milagro entre tanta hostilidad. Es el capitán ante el que todos —los que chutan bien, cabecean, hacen magia con el balón— se vuelven y, en plena zozobra, preguntan con desesperación: «¿Y ahora qué, Obdulio?». En la historia del fútbol hay muchos Negros. El Negro Enrique, el Negro Cáceres, el Negro Saldoval, el Negro Aguirre, el Negro Astrada. Pero Obdulio es el Negro Jefe. Sus compañeros de selección lo tratan de usted. Por algo será.
Maracaná, con el gol de Friaça, está en llamas. Es el infierno. Podría acabarse el mundo justo en este instante, y no sería grave. Todo lo que se necesita en la vida es ese calor del 1-0. ¿Qué importa que sea el fin si se gana el mundial? Pero, ¿y si después del fin, el partido continúa, como si aún restase la otra mitad de la eternidad, más el descuento, donde mueren muchas ilusiones? Obdulio se teme que, en el fondo, acabe ocurriendo eso, algo parecido a la continuación del final, y por otros derroteros. Pero antes hay que enfriar el infierno a base de lentitud e indiferencia, o los japoneses, como les llama él, les pasarán por encima. Uruguay no está vencido, pero necesita hielo. Así que, rápida y lentamente, el Negro Jefe se conduce a oscuras al centro del campo. Parece, viéndolo caminar con tanto cuajo, que el empate solo pudiese llegar por la vía de la flema y el uso de unas gafas de sol para la resaca, quizá en una jugada de moviola, años después. Tarda una vida entera en llegar al círculo central. Entre medias, se descubre la rueda, cae el Muro de Berlín, empieza la guerra de los Treinta Años, Fernando de Rojas escribe la Celestina, el Atlético de Madrid gana la Champions, y así alternativamente pasado y futuro, muy despacio, en caótica armonía, hasta llegar al 16 de junio de 1950, en Río de Janeiro. Una vez en el círculo central, se dirige al árbitro, Mr. Reader, para protestar por un supuesto fuera de juego de Friaça. Quizá no lo fuese, o sí, pero no se trata de buscar la verdad, sino de que llegue pronto el invierno y no haya más remedio que abrigarse. La parsimonia de Varela es, en cierta manera, una orden tajante a la estación del frío para que llegue pronto. Le consta que Brasil juega por euforia y por calor. Si te hace un gol es posible que después haga cinco, aprovechando la embriaguez y la solana que deja el primero. Hay que frenar la felicidad, sugieren sus gestos.
El capitán uruguayo mira a la grada con leve pereza. Estallan bombas y cohetes, y miles de pañuelos blancos, limpios y sucios, se agitan en una sinfonía de Berlioz. Los hinchas enloquecen. De pronto, ganar les sabe a poco. Curioso. Minutos antes, el empate a cero casi saciaba el hambre de victoria. Ahora quieren ver a su equipo funcionar a semejanza de una máquina de acero, que baila, pero sin renunciar a triturar a los rivales. «Samba y muerte», parecen decir. Obdulio los mira lleno de rabia e intensifica su parsimonia. Hay que convertir el gol de Brasil en una sospecha, en un cierto miedo a que, al marcar, se desencadene el empate y aun el segundo gol uruguayo, y por tanto, el drama.
Tiene pruebas llegadas del futuro de que el colegiado inglés nunca atenderá sus reclamaciones, pero él insiste. Los doscientos cuarenta mil espectadores se van acallando, enfurruñados porque, inopinadamente, empieza a refrescar y se agradecería una rebeca. Ignoran que el Negro Jefe los conduce al cadalso, con su lentitud. Insiste en que ha sido fuera de juego. En vez de poner la pelota en el medio y reanudar el juego, pide un traductor para mediar con Mr. Reader. Tal vez, entre medias, nieve en la ciudad. Pasa otro minuto. Los jugadores brasileños no entienden nada. Por qué el capitán de Uruguay no los deja caldear más la temperatura tranquilos. Se enfadan. Lo insultan. Uno de los centrocampistas se acerca y le escupe. Perfecto. Es lo que quiere Obdulio. No son buenos modales, en rigor, pero parece la clase de gesto que incita al otoño.
Sin que los brasileños se den cuenta, la euforia ya está evaporada, fruto de la cocción. Varela se limita a mantenerse serio, frío, ajeno al juego. Nadie salvo él sospecha que ya se fragua el empate, casi puede oírse el vaticinio del silencio que cubrirá Maracaná. Al fin todas las piezas están donde él quiere. Se vuelve hacia sus compañeros. Solo les dice una palabra: «Seguidme». Y le siguen. En los siguientes minutos marcan Schiaffino y Ghiggia y consuman el «maracanazo». Pero eso es un trámite. Simple papeleo. Recados. El Negro Jefe había firmado la orden cuando tomó el balón y lo metió debajo del brazo, como si solo fuesen apuntes de lengua y literatura. Y todo en dos minutos en los que no pasó nada, salvo una lección de vida.
Y hasta aquí ha viajado ese invierno, de ahora hace setenta y un años, para ponerme la carne de gallina.
Magnífico artículo. La mayoría de las veces es mejor leer de fútbol que ver el propio fútbol, y más en los tiempos actuales.
Completamente de acuerdo, en mi vida he visto no más de 10 partidos completos y sin embargo he leído muchos artículos, gran numero de ellos aquí mismo, que me han parecido magníficos. Mil gracias al autor
Caray. La jodida vida.
Me ha encantado el artículo. Enhorabuena. Me he sentido en medio de Maracaná viendo a Obdulio Varela llevar a Brasil un invierno que duraría 8 años. Un invierno que se le ha repetido varias veces (1982, 2014).
Fascinante artículo. Un relato épico! Gracias Juan Tallón.
Un artículo impresionante. Cuando el fútbol se asocia con otras ramas del arte – como la literatura – surgen estas pequeñas joyas. Gracias, Juan Tallón.
Una obra de arte. Hablar de fútbol de verdad es esto. Un grande el señor Tallón.
Muy buen artículo, con una observación. Quizás la fama de caudillo haya opacado la condición de muy buen jugador de la que gozaba también Obdulio Varela. Era bueno con la pelota y tenía mucha visión estratégica, según dicen quienes le vieron jugar. Y remataba muy bien al arco. De hecho, en la Copa del Mundo 1950 le convirtió a España un gol desde fuera del área. Y en Suiza 1954 le hizo uno similar a Inglaterra.
uff! excelente .
gonzo stuff atemporal…
No necesité un vídeo para ver esos dos minutos. 10 minutos de lectura en el que, poco a poco, llegó el invierno.
Qué gran narración.