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Diez distopías ballardianas

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J. G. Ballard. Foto: The British Library Board (DP)

«Es el espacio interior, y no el exterior, el que hace falta explorar. El único planeta verdaderamente extraño es la Tierra». Lo dijo el visionario novelista J. G. Ballard (Shanghái, 1930-Londres, 2009). Y lo demostró creando una oscura constelación de cuentos y novelas, distopías surreales en las que el progreso tecnológico no trae robots ni viajes por el espacio, sino catástrofes que convierten al mundo en un infierno y al ser humano en un pelele.

Aunque Ballard es más conocido entre la multitud por las adaptaciones fílmicas de sus libros autobiográficos (El imperio del sol, que narra su infancia en un campo de concentración japonés), autoeróticos (Crash, el accidente de tráfico como acto sexual definitivo) o antropológicos (Rascacielos, sobre el comportamiento del bicho humano en cautividad), no hay que olvidar que centró la primera mitad de su carrera literaria en la construcción de apocalípticos futuros próximos, donde el individuo se ve obligado a comulgar con su destino o morir en el intento.

A continuación, pasaremos revista a una decena de distopías ballardianas, narraciones en las que el autor británico nos muestra estampas desoladoras, pero no exentas de belleza: con retorcido lirismo, Ballard celebra en cada novela el fin de la civilización y la llegada de un nuevo y flamante orden natural.

El viento de ninguna parte (1961)

«Primero llegó el polvo… Un polvo rojo, que se amontonaba en espesas capas, empezó a cubrir las calles. En Londres, el viento derribó los edificios más endebles, y forzó a las líneas aéreas a suspender su servicio. Entonces, empezó a aumentar la velocidad del viento». Un inexplicable fenómeno provoca un huracán de violencia inusitada, que alcanza los novecientos kilómetros por hora y destruye bosques, ciudades y hasta las pirámides blindadas construidas por los supervivientes más ricos. Indefensa, la humanidad se ve condenada a malvivir en zulos, túneles, sótanos y demás construcciones subterráneas.

Ballard siempre consideró esta ópera prima escrita en diez días como una especie de entrenamiento literario. Aunque la catástrofe que sirve de punto de partida es atractiva y original, más de un crítico ha subrayado el hecho de que la narración adolece de ciertos fallos técnicos; por ejemplo, sería imposible que nadie sobreviviera ni un instante a un viento de semejante velocidad, pues arrastraría proyectiles letales para cualquier ser vivo. Pero, en el fondo, eso es lo de menos: lo suyo es sumergirse en la narración y, como un personaje de Ballard, dejarse arrastrar por ese huracán cósmico, implacable y atronador como el grito de un dios cabreado.

El mundo sumergido (1962)

Tras el deshielo de los casquetes polares, la Tierra se encuentra completamente inundada. En un Londres sumergido, casi irreconocible por el clima tropical y la vegetación selvática que sepulta los edificios, un biólogo llamado Robert Kerans estudia con malsana apatía el cambio climático que ha provocado la catástrofe.

Instalado en el ruinoso Hotel Ritz, Kerans sufre una especie de síndrome de Estocolmo que lo lleva a ponerse de parte de un desastre natural que supone el fin de nuestra civilización. Bestias salvajes, plantas tropicales, altas temperaturas… La naturaleza desbocada del mundo sumergido es rica y fértil, pero peligrosamente hostil para el ser humano.

Fascinado por el húmedo cataclismo, Kerans desobedece a sus superiores, se queda en la zona inundada y se adentra en la selva virgen. Para él, abandonarse a la catástrofe, la locura y la muerte es la única puerta de entrada al nuevo mundo: «Dejó la laguna y entró en la selva, y al cabo de unos pocos días había perdido el rumbo y caminaba a orillas del agua hacia el sur, bajo el calor y la lluvia crecientes, atacado por caimanes y murciélagos gigantescos, como un segundo Adán en busca de los olvidados paraísos del sol renacido».

Ciudad de concentración (1962)

En esta pesadilla urbanística, el protagonista, Franz M., inventa un objeto volante y busca en vano un espacio abierto para probarlo, en una ciudad enmarañada y caótica en la que no existen claros de más de cien metros cuadrados. Para hacernos una idea de la situación, digamos que Franz vive en el Sector 493, compuesto por 250 distritos, que a su vez pertenece a la Unión Local número 298, compuesta por 1500 sectores adyacentes. El clima que provoca este entrópico laberinto urbano resulta extremadamente alienante y claustrofóbico para sus habitantes: podríamos jurar que, como una jungla sintética, la ciudad ha crecido sola, ajena a la voluntad y a la lógica humanas. 

Cada vez más desesperado, Franz busca un punto de fuga que lo lleve más allá de la selva de asfalto: no sueña con un descampado ni mucho menos con una pradera; le bastaría una simple placita. Pero ni la encuentra, ni logra salir de una metrópolis que parece ilimitada, donde el transporte público te devuelve una y otra vez al punto de partida: «Cientos de huecos de ascensores atravesaban la estación y el laberinto de plataformas, escaleras mecánicas, hoteles y teatros parecía una réplica deforme de la ciudad misma».

La sequía (1964)

Tras décadas de vertidos industriales, el mar desarrolla una capa tóxica que no permite la natural evaporación del agua, cosa que provoca una disminución paulatina de las nubes y una ausencia total de lluvias. Y mientras un sol de justicia seca las tierras y los organismos, la humanidad abandona las urbes y se agrupa en campamentos rurales en los que se raciona el agua como si fuera oro líquido. 

El protagonista de la novela, Charles Ransom, navega a la deriva por la orilla de un río, víctima de una fuerte crisis de identidad: su psique deshidratada se mimetiza con el árido paisaje. Así, mientras otros supervivientes emprenden un éxodo hacia la costa, en busca de reservas de agua, Ransom decide quedarse en la zona seca, reptando por los patios de casas abandonadas, vagando en las piscinas vacías, secándose entre las ruinas de un universo ajado y polvoriento: «Cruzó las pilas de escombros y bajó al río, echando a caminar hacia el lago, a lo largo de la desembocadura cada vez más ancha. Alisadas por el viento, las dunas blancas cubrían el lecho del río como olas inmóviles. La arena tersa y sin marcas brillaba con los huesos de miríadas de peces».

Playa terminal (1964)

Traven es un militar varado en una isla que ha sido utilizada como escenario de varias pruebas nucleares y que ahora es proyección psicosomática de su creciente ruina mental. Tras las explosiones, la isla ha quedado reducida a un árido espacio en el que la arena y unas cuantas palmeras anémicas sirven de aderezos naturales a un paisaje sintético exento de fauna y compuesto por bloques de hormigón, autovías de asfalto, lagos artificiales y búnkeres abandonados. 

La isla es como un «Auschwitz del alma» en el que Traven malvive, cada vez más flaco y piloso, encerrado en un búnker, hojeando obsesivamente viejas revistas. Ajeno a la cercanía del mar y a la ausencia de comida, solo sale de su encierro para explorar el santuario interior de la isla, fuente de oníricas alucinaciones. 

Día a día, Traven va mutando en Homo hydrogenensis, nueva y decrépita especie llamada a ocupar el lugar del Homo sapiens tras el holocausto nuclear: «La isla invirtió la máxima geológica que reza que “la llave del pasado está en el presente”. Aquí, la llave del presente está en el futuro. Esta isla es un fósil del tiempo futuro, y los búnkeres y los bloques son sus exoesqueletos».

El mundo de cristal (1966)

Un médico británico que atiende por Edward Sanders es enviado a una remota región de África para ayudar a combatir una rara variante de la lepra. En el camino descubre que un inexplicable fenómeno se está produciendo: la selva se cristaliza. Y, con ella, plantas, animales, personas y todo lo que pueda contener. 

Mientras busca causas y efectos, el protagonista se recrea en la violenta belleza de la catástrofe: el helicóptero que parece un dragón de diamantes, el sacerdote cristalizado en su iglesia como un Cristo brillante, el bosque transmutado en una vasta gruta cristalina… Testigo alucinado, Sanders recorre la novela con fría desidia, quizá porque intuye la irrelevancia de la inteligencia en un cosmos netamente mineral. ¿Qué postura debe tomar un espécimen humano ante una plaga cristalizadora que mata, pues elimina la vida, pero también preserva, puesto que congela el tiempo? Finalmente, en un rapto tan conradiano como delirante, Sanders viaja río arriba para fundirse con el bosque cristalino, siguiendo el irresistible impulso de formar parte de esa brillante eternidad. A la postre, la cristalización vendría a ser una suerte de iluminación mística, una inerte e incorruptible inmortalidad que tiene un alto precio: renunciar para siempre al propio ego.

El día eterno (1966)

El mundo ha dejado de girar, el tiempo se ha detenido y los relojes han muerto, pasando a formar parte de la perenne flora de un paisaje apocalíptico. Este fenómeno provoca que cada lugar del globo tenga una luz y un clima perennes. Por poner tres ejemplos, en Saigón siempre es medianoche, en Londres no pasan de las seis de la tarde y en Trondheim reina un perpetuo e invernal mediodía, en que las nieves y los árboles devoran las ciudades y el sol inmóvil hace que sea imposible dormir.

Buscando un punto medio entre el día y la noche, un tal Halliday se instala en Columbine, Sudáfrica, donde la luz estática es siempre crepuscular. Allí logra dormir, pero el crepúsculo eterno perturba sus sueños y lo sume en un estado entre lisérgico y contemplativo, que Ballard usa de percha para sus proverbiales descripciones psicopaisajísticas: «Desde el balcón del hotel vacío, Halliday miraba por encima del río seco las sombras inmóviles en el suelo del desierto, el crepúsculo africano, infinito y continuo, que lo llamaba prometiéndole el cumplimiento de unos sueños perdidos. Las dunas oscuras, tocadas las crestas por la luz espectral, se alejaban como olas de un mar de medianoche».

La isla de cemento (1974)

El arquitecto Robert Maitland conduce su Jaguar a toda velocidad cuando, debido a un pinchazo, pierde el control del coche, se sale de la autopista y cae a un espacio baldío, mucho más abajo: un triángulo yermo entre tres carreteras que conforma una especie de isla de cemento y hierba. Herido e incapaz de salir de ese espacio, Maitland tendrá que desencadenar su lado salvaje para sobrevivir. 

Pese a las apariencias, La isla de cemento es otra gran distopía: el protagonista ha naufragado en un espacio urbano no planificado, que geográficamente está muy cerca de la civilización, pero a efectos psíquicos se encuentra tan lejos como el planeta Venus o la isla de Robinson Crusoe. Como otros antihéroes ballardianos, Maitland se acaba identificando con el paisaje de la isla de cemento, y se da cuenta de que dominarlo supone un reto mucho más importante que escapar de él. «Yo soy la isla», llega a decir, reconociendo en voz alta su propia alienación y su separación espiritual de un mundo moderno que solo le ofrece un narcotizado horizonte de tedio eterno. Porque, como el propio Ballard ya nos advirtió, «el futuro será aburrido. Como un vasto y monótono suburbio del alma».

Hola, América (1981)

Casi un siglo después de una brutal crisis energética que provocó una emigración masiva, los Estados Unidos se han convertido en un fantasmal desierto. A la costa yanqui llega un barco europeo que trata de descubrir la procedencia de una nube radiactiva que atravesó el Atlántico. 

Los expedicionarios que bajan del barco cruzan el continente seducidos por las oxidadas ruinas del sueño americano, emprendiendo un hipnótico peregrinaje que culmina en la ciudad del pecado: «Las ruletas detenidas y las luces agonizantes de los hoteles de Las Vegas se reflejaban en la pradera del desierto ahogado: un espejo violento que mostraba todo el fracaso y la humillación de América». En Las Vegas flotan los fantasmas de cuarenta y seis presidentes de los Estados Unidos, capitaneados por el actual mandatario, Charles Manson, que planea apretar el botón nuclear y borrar América del mapa.

Hola, América es reflejo surreal de una cultura suicida, en cuya alma hueca todavía aúllan los ectoplasmas de los indios aniquilados y de los pioneros traicionados. Rica en paisajes apocalípticos, la novela da la razón a los ecofascistas que ven en el desierto el estado natural de nuestro planeta y consideran la vida humana como una especie de enfermedad. 

El día de la creación (1987)

Destinado a una remota región de África subsahariana, el doctor Mallory es un médico rural que pretende en vano detener el avance del desierto sacando agua de pozos en el lecho seco de un lago. Por casualidad, tras arrancar un viejo árbol para ampliar una pista de aterrizaje, un soldado a cargo de Mallory rompe un acuífero subterráneo que da forma a un nuevo río. En cuestión de semanas, lo que antes era un secarral se convierte en un frondoso bosque lleno de plantas, insectos y animales. 

Sin embargo, Mallory se siente humillado por la naturaleza y por ese río espontáneo que consiguió en un instante lo que él no logró en años, y que es fértil reflejo de su fracaso. Acompañado por una joven nativa, Mallory agarra una barca y emprende demencial un viaje río arriba para tratar de cegar las fuentes del río y devolver la región al desierto. Si la catástrofe no se produce, habrá que inventarla, parece decir la historia: la pulsión destructiva humana en toda su miseria y en todo su esplendor: «Ahora Dios existe, Mallory, es posible que vuelva usted al Edén para destruirlo, un mesías de la era de la televisión por cable».

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