Las -mancias son todas aquellas técnicas, artes y sandeces que permiten al ser humano, bichejo sin mayor importancia, creerse trascendente previendo lo que el destino le tiene preparado. Una chorrada como un piano de grande, con perdón, pero que se ha ramificado desde la antigüedad hasta casi el infinito. Con los resultados más extraños que usted imaginarse pueda, además. Que, por cierto, son los que vamos a señalar aquí. No enarquen las cejas, se lo esperaban, no sé de qué se sorprenden.
Aclaración metodológica previa. A quien tenga la magufa intención de explicarnos al resto, honrados hijos del racionalismo ilustrado, que la astrología, por ejemplo, es la ciencia más antigua de la humanidad y que llevamos desde que somos especie estudiando las mismas bases, por favor… absténganse. Miren los babilonios, por ejemplo. Bien, según Theodore Zeldin estos muchachos tan majos no pensaban que el currito de a pie tuviese destino, y sus augures se ocupaban solo de cosas grandotas, como guerras, embarazos reales y qué tal va a salir la siguiente cosecha de trigo. En otras palabras, esos horóscopos tan cucos en los que a usted le dicen que va a tener un día un poco torcido porque Marte está en la casa de Venus y, claro, lo deja todo perdido de arcilla, eran algo ajeno para nuestros antepasados. Desengañémonos, no somos nada.
Se nos hace poco, ¿verdad? Porque nosotros, la gente llana, también tenemos derecho a nuestra ración de superstición vacía. Sí, deseamos saber cómo fue esa entrevista de trabajo (si no sabes que salió bien es que, colega, salió mal), si aún estamos a tiempo de comprarnos un diésel o el año en que Murakami ganará el Nobel de Literatura. Queremos todo eso, y las obtusas predicciones de reyes y calamidades cósmicas nos resultan, por así decir, ajenas. Y así, con esta mezcla de ego y mala baba (dame, dame, dame) nacen las artes adivinatorias.
Adivinando el futuro en tu ojete: las –mancias más extravagantes
A partir de aquí, la risión. Porque formas de escrutar el porvenir han existido casi tantas como seres humanos. Y raras, oh, sí. Chifladuras auténticas, de esas de contar entre risas a las cuatro de la mañana. De las de, también, quedarse un pelín preocupado…
Tenemos las clásicas. Las entrañas de las aves (o de cualquier otro animal, o del vecino, si es que estamos en uno de esos momentos gore de la historia). Los posos del café. Las hojas del té repartidas en el fondo del vaso (pruebe, pruebe, amable lector… si tienen forma de mariposa significan que le ronda una mentira cerca, si parecen campanas hay una boda en camino, una cruz es sinónimo de dificultades y el dibujo de un gato es tanto como decir problemas domésticos, lo que tiene su lógica). Las bolas de cristal. El vuelo de los gansos. Hasta el tiempo meteorológico que hace en determinados días de la primera semana de una estación (allí donde vivo, las témporas, que así se llaman estas jornadas, son motivo de creencia ciega). O el tarot, con sus múltiples versiones. O Alejandro Jodorowsky echando las cartas del tarot, con sus múltiples sonrisas. Esas cosas.
Lo de tirar objetos al suelo e interpretar el porvenir en las posiciones que adoptan es algo también tradicional. Aquí cada pueblo lo ha hecho con lo que tenía más a mano. En ciertas culturas mesoamericanas utilizaban granos de maíz (boleomancia). En el Caribe se partía un coco y se leían los trozos resultantes, la relación entre pulpa y cáscara. Los sakalavas de Madagascar dicen que desentrañan el mundo mezclando unas ciento cincuenta semillas de un árbol llamado fany y leyendo allí (que, ojo, es algo muy parecido a lo que hacía mi abuela con las lentejas, solo que eso era para quitar piedrecitas y evitar partirnos los dientes). También se emplean las agujas (acutamancia), los huesecillos de animales e incluso los espárragos, lo juro (asparamancia se llama esta última broma). Ya ven, el trasfondo es, esencialmente, idéntico.
Bien, por ahora nos está quedando un artículo de lo más sesudo y serio, un auténtico estudio antropológico digno de revistas de las de leer frunciendo el ceño mientras saborea una buena copa de coñac. Pero esto, amigos, es Jot Down, y aquí siempre vamos un poco más allá. A lo extraordinario. A lo bizarro. Prepárense.
Empezamos fuerte. Nada menos que con la rumpología. La rumpología es una técnica adivinatoria consistente en leerte el futuro en el ano. Ojo por ojo. Ya ven, su porvenir aparece en el ojete, amigo lector. Vean que insistimos en el lugar exacto del asunto, por contextualizarlo. No son las nalgas, no. Es lo otro. Lo otro. Dicen quienes practican esta -mancia tan curiosa que llevamos nuestro destino dibujado en cada arruga, lunar, pelo (oh), pliegue (doble oh) y color general del agujero de ir al baño. Una delicia, vaya. La progenitora de Sylvester Stallone (que no es la adorable abuelilla de Alto, o mi madre dispara, aunque a mí me guste pensar que sí) es una de las mayores eminencias mundiales en rumpología. Que no sé cuántos practicantes son necesarios para poder definirse como «eminencia mundial» de algo, pero, vaya, siempre aparece en sus bíos. Y sí, he leído bíos de Jackie Stallone. Y hasta novelas escritas por Sylvester Stallone. Cada cual tiene lo suyo.
Siguiendo con el tema general, también hay métodos adivinatorios basados en la exploración del pene, los testículos, los pezones, la vagina o el ombligo. Esta última se llama onfalomancia, y hacer chistes con pelusillas es tan fácil que da hasta vergüenza. Ah, que no se me olvide… uñas, pies, esternón, ojos, manos, dedos, espalda, rodillas o cuello también resultan partes del propio ser donde leer lo que nos depara el mañana. Estamos rodeados por el misterio… Añadan a este pequeño listado la cledomismancia, que es el arte de adivinar a través de los tacos que suelta una persona en su discurso habitual, algo tan nuestro como los deditos o los dientes.
La comida también nos sirve para tales menesteres, claro. La alomancia consiste en echar sal en las llamas y ver los hados en su crepitar (lo que, al menos, resulta bastante chulo). La aleuromancia hace algo parecido con la harina, la arfitomancia con el pan de cebada, la crisomancia con la carne asada, la croniomancia con las cebollas, la taromancia con queso (agusanado, pues son estos bichejos los que nos darán las claves de nuestra adivinación) y la dafnomancia empleaba el laurel. La alectromancia, por no extendernos demasiado, basaba sus predicciones en la casilla sobre la que se posase un gallo que previamente habíamos dejado en una especie de damero. En mi pueblo hacemos algo parecido con una vaca, una cuadrícula en mitad de un prado y la cagada del susodicho bovino. El que acierte dónde ocurrirá tan magno evento se lleva un jamón.
¿Quieren objetos? Los que deseen. Desde los más típicos (cristales, runas, pirámides… siempre hay pirámides en estas cosas) hasta otros más sorprendentes. La axinomancia, por ejemplo, utiliza hachas para realizar sus predicciones; la belomancia usa flechas; la catroptomancia consiste en captar rayos de luna sobre un espejo y leer el futuro en ellos (no me digan que no es bonito); la estoiquemancia se sirve de los libros de Homero, abriendo por una página al azar e interpretando lo que allí aparece (intenten no escoger el descenso de Ulises al Hades, por precaución); la omomancia usa espadas y la rabdomancia, ramas pequeñas.
En otras palabras: su futuro está ahí, a su alrededor. Se puede escrutar de tantas formas que usted ha de ser especialmente torpe para no saber alguna de ellas. O tener dos dedos de frente. Porque después, acertar, lo que se dice acertar… más bien nada. Igual algunos ejemplos un poco llamativos ilustran mejor el tema.
Veamos.
Nadie es infalible
No sé si ustedes conocen a Edgar Whisenant. Bueno, o lo conocieron, porque este buen hombre (ejemplo de lucha contra las adversidades y el qué dirán) falleció en 2001, dejando tras de sí una producción bibliográfica interesantísima, aunque algo escasa en cuanto a temática.
Vale, este Whisenant era un tipo bastante religioso que se dedicaba a empollar la Biblia como un opositor español se empolla el 149 de la Constitución. También fue, según sus biógrafos, ingeniero en la NASA, pero tal extremo no he podido confirmarlo, así que a lo mejor solo tenía una beca. Pero, vamos, que aquí viene por lo otro.
Bien, nuestro amigo Edgar se enfrascó en capítulos y versículos hasta tenerlo todo bastante claro. Joder, joder, debió pensar, ¿pues no va y se nos acaba el mundo en 1988? Entre el 11 y el 13 de septiembre, concretamente. No tenía ninguna duda, y como era de natural generoso decidió comunicárselo a toda la humanidad escribiendo un libro que se titulaba 88 razones por las que el Rapto se producirá en 1988. Su confianza era absoluta, y llegó a declarar, ufano (la fotografía que la red nos muestra de Whisenant es la de un tío muy, muy ufano), que su interpretación era totalmente exacta, y que si el fin del mundo no llegaba en 1988 era la Biblia la que se equivocaba. Así, con unos cojones como pelotas de voleibol.
El libro se vendió bastante bien en todo el Bible Belt (ese espacio de Estados Unidos donde Darwin es Satanás) y Edgar se forró moderadamente. El problema (bueno, igual «problema» no es la mejor forma de referirse a esto) es que en 1988 el mundo no se fue a la mierda. Cualquier otro hubiese reconocido su error, no sin antes comprarse una bonita casa en Florida. Pero Edgar estaba hecho de otra pasta.
A partir de entonces su obra literaria es bastante poco original. En 1989 publicó un ensayo titulado El grito final: informe sobre el Rapto de 1989. De forma bastante poco sorpresiva esta segunda obra vendió bastante menos. Los más indies decían que Whisenant se había vendido, y solo repetía sus grandes éxitos una y otra vez. Su popularidad, claro, cayó en picado al no llegar el armagedón en 1989. Eso sí, aquel año Fernando Arrabal se paseó por la televisión española alertando de la inminente llegada de un milenarismo dipsomaniaco y juguetón, así que ya ven… no estaba solo este Edgar.
De ahí en adelante la carrera de Edgar Whisenant es una cuesta abajo sin frenos. La de una vieja gloria que no supo retirarse a tiempo. En 1993 nos contó las veintitrés razones por las que el fin del mundo iba a llegar en 1993. Y ya en 1994, cansado de todo, y en un tono más punk que nunca antes, publicó su clásico Y ahora la Tierra es destruida por fuego, fuego de una bomba nuclear, que también anunciaba… bueno, eso, ya saben. En todas estas ocasiones era com-ple-ta-men-te seguro que sus cálculos estaban bien, y en todo caso era la Biblia la que mentía, así en plan ladino. Ya ven. Hay gente que no aprende.
El caso de Whisenant es el más llamativo por su empecinamiento en no reconocer los errores, pero no es en modo alguno el único. Quiero decir, el fin de los tiempos ha sido un tema recurrente desde… bueno, desde el principio de los tiempos. Tenemos que la antigua Roma, por ejemplo, solo duraría doce años tras su fundación en el 753 antes de nuestra era, arrastrando en su suerte a todo el mundo conocido (lo que nos enseña que los romanos eran un poco chulitos pero bastante cenizos, porque doce años no dan para mucho). De ahí en adelante casi cualquier fecha que señale el lector nos vale. Sí… el día en que usted nació también debió implosionar el planeta… o al menos algún excéntrico con gorrito plateado lo dejó dicho con total seguridad.
Algunas son bastante conocidas, como el año 1000, cuando el papa Silvestre II (tipo interesante este Gerberto) aprovechó la bobería de las altas esferas (el campesinado andaba más a temas como no morirse de hambre y rezar para que la manchita negra en la axila del vecino no sea gran cosa) y se presentó como el salvador del fin de los tiempos. Igual es menos conocido que otros «milenios» se produjeron antes y después de tan redonda fecha. En el año 500 habría llegado el Anticristo (esto se obtiene de sumar, restar y sacar raíces cuadradas con las medidas del Arca de Noé, se lo juro). En el 793 Beato de Liébana montó una especie de rave con los nobles de su tiempo en las montañas lebaniegas para esperar el apocalipsis y, como aquello se iba retrasando, pues acabaron todos saciando «el conjunto de sus apetitos», que suena a cosa de pecado sicalíptico, creo. La vidente Thiota tuvo menos suerte, porque predijo que todos nos íbamos al garete en el 847, y como el mundo siguió girando (o lo que se pensaran aquellos tipos que hacía el mundo) pues la torturaron y azotaron un poquito, por exagerada.
Podemos seguir hasta el infinito. En 1033 (porque, cuidado, el milenarismo no es desde que nació Cristo, sino desde que murió, que a veces hay que explicarlo todo), en 1284 (el simpático papa Inocencio III dijo que el apocalipsis habría de comenzar a los 666 años, ojo al razonamiento, desde la Hégira musulmana… solo que el muy cateto no echó bien los cálculos y le sobraban cuatro primaveras), en 1666 (aquí al menos se quemó Londres, que a modo de satánico prólogo no estuvo nada mal) o 1806 (una gallina en Leeds puso huevos donde se podía leer, perfecta caligrafía, «Christ is coming»… pena que se descubriese que en realidad lo había escrito una timadora llamada Mary Bateman, que después reintroducía el objeto en… bueno, ya me entienden; eso sí, Mary era bastante meticulosa, y para que esta llegada viniera acompañada de grandes prodigios se dedicó a envenenar con setas a algunos vecinos de su pueblo, por aquello de las voces y las alucinaciones).
En fin, podemos tirarnos así horas… los testigos de Jehová han anunciado el final de los tiempos setenta veces o así, los mayas dijeron no sé qué del 2012 y Hollywood sacó unas pelis malísimas, Nathan Knorr comentó que el 1975 iba a ser jodido porque en ese momento se cumplían seis mil años de la creación del planeta (enarquen sus cejas de nuevo, amigos racionalistas), el año 2000 iba a traer caos y destrucción pero solo acabó dejando un buen capítulo de The Simpsons, el 6 de junio del 2006 también era bastante maldito porque… bueno, por la numerología esa rara, y hasta los vikingos dijeron que el Ragnarök (el bueno, el definitivo, el de Fenrir haciendo maldades y Jörmundgander calzándose definitivamente a Thor) tendría que haber llegado en 2014. Y yo no noté nada.
Súmenle TODOS los pasos del cometa Halley, los terremotos, los fascismos, la colisión con el misterioso planeta Nibiru, los reptilianos, la llegada de los reality shows y el último libro del influencer de turno y obtendrán la aterradora verdad.
Las profecías fallan. Fallan mucho. Y nosotros, amigos, estamos vivos de milagro. Si es que aún seguimos con vida.
Admiro las capacidades literarias del autor de esta noticia. Independientemente de que alguien pueda estar de acuerdo o no, no hay que negar que el hombre o mujer que haya escrito esto tiene talento. Felicidades por él o ella.
Una pregunta Marcos. La frase de no confundir el culo con las témporas, ¿tiene algo que ver con esto de las -mancias?
Algo más truculenta era la técnica empleada por los druidas: desnucar al prisionero con un buen porrazo e interpretar, según la postura que adoptaba al caer muerto, el resultado de la próxima batalla.
«un artículo de lo más sesudo y serio, un auténtico estudio antropológico digno de revistas de las de leer frunciendo el ceño mientras saborea una buena copa de coñac.» . . .
Reí con esas ironías de frente. Algún día los oráculos serán información privilegiada . . .