Sociedad

Aguanta sentada hasta los créditos

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Una sala de cine en Karabaj tras un baño de realidad. Foto: Ricardo García Vilanova.

Ángela Frangyan, una cineasta armenia, trabaja en una película de ficción: un grupo de soldados espera a un enemigo que no llega. Luego es a ella a quien le estalla la guerra en la cara; descubre que fantasía y realidad pueden ser intercambiables, y que lo más difícil es darle a todo un final.

Corre noviembre de 2020 y transcurren los que serán los últimos días de la guerra de Nagorno Karabaj. Ángela suele aparecer de repente entre la multitud, aunque probablemente lleve allí un buen rato para cuando sientas su presencia. Viste un chaleco antibalas y luce una melena negra cayendo bajo un casco cubierto con cinta adhesiva azul: ¿cómo es que no la hemos visto hasta ahora? Nos hicimos la misma pregunta cuando apareció entre el escombro de la casa de Rosa Sarkissian. Aquella mujer de ochenta y dos años enfundada en dos batas y cuatro pares de zapatillas repetía que era un milagro que hubiera sobrevivido. Sin duda.

Ángela ni es periodista ni había pisado antes un escenario de guerra, pero lleva ya cinco semanas caminando entre las sombras para documentar el infierno. Cuesta llegar hasta ella: saluda cortés, pero zanja cada encuentro con una media sonrisa tras la que acaba escabulléndose. Mañana probaremos suerte de nuevo, aunque no será difícil encontrarla: en Stepanakert (capital de Nagorno Karabaj) no hay muchos sitios adónde ir y resulta inevitable cruzarse continuamente con la misma gente a lo largo del día. Volvemos a dar con ella en la cafetería del Hotel Armenia, siempre atestada de combatientes intentando desconectar del desastre. Durante los últimos días hemos escuchado retazos de su historia en conversaciones fugaces que interrumpía la guerra: «Un día cayeron veintitrés proyectiles, aquella fue la única vez que pensé en irme»; «Quiero vivir en Armenia, nunca quise emigrar»… En el Armenia, el tintineo hipnótico de las cucharillas entre el café a nuestro alrededor acaba estimulando la conversación. Le pedimos que empiece por el principio. 

Ángela Frangyan nació en 1986 en Spitak, una ciudad que solo pasaría a los libros de historia cuando se convirtió en el epicentro de un terremoto que se saldó con la vida de decenas de miles. Ocurrió en 1988, que también fue el año que dará el pistoletazo de salida a la primera guerra de Nagorno Karabaj. Desde Moldavia hasta Tayikistán, el gigante soviético se desmoronaba aquejado por multitud de conflictos internos, muchos de ellos étnicos. ¿Cómo se despeja la ecuación de un enclave armenio en suelo azerí? Con una guerra, claro. Ganaron los armenios. Para entonces, Ángela ya se había mudado con su familia a Ereván, y fue en la capital de la recién estrenada República de Armenia donde acabaría licenciándose en Bellas Artes. Le gustaba la arqueología pero, sobre todo, el cine. Varias becas y proyectos, algunos de ellos respaldados por la generosa diáspora armenia, la llevaron hasta Estados Unidos. Allí se formó.

«¡Era directora de cine!», se interrumpe a sí misma, casi sorprendida, cuando recuerda la vida antes de la guerra. «Tengo una película acabada, El caso de las Navidades, pero ahora no podré distribuirla. Trata sobre dos hermanos con ideas políticas totalmente opuestas; la metáfora de treinta años de vida política armenia que solo ha tenido malos gobernantes». Su siguiente proyecto fue un documental sobre el fenómeno de los abortos «selectivos» en Armenia. «Cuánto más pobre es la región más alta la incidencia de los abortos para acabar con las niñas», subraya, en referencia a un drama en el que Armenia compite con China e India. Durante cuatro años trabajó con organizaciones internacionales, desde ONG hasta productoras de cine. De hecho, estaba a punto de traer un proyecto de cuatro millones de euros: había firmado ya un contrato para trabajar en una historia de ficción dirigida por Jessica Woodworth —una cineasta estadounidense— y coproducida entre Bélgica, Holanda y Armenia. Pero estalló la guerra. «Nunca había habido un proyecto cinematográfico tan grande en Armenia y nunca lo habrá», dice. Ya hemos dicho que era una historia sobre la guerra, sobre soldados que esperan a un enemigo que no acaba de aparecer. «La ficción ha acabado convirtiéndose en realidad, eso le digo siempre a Jessica. Ayer se lo volví a repetir cuando hablé con ella desde un sótano, mientras bombardeaban la ciudad». 

Recordatorios

Las opciones de salir de Stepanakert se reducen a medida que pasan los días. El sonido lúgubre de la sirena antiaérea es ya tan recurrente que se corre el riesgo de acostumbrarse peligrosamente a ella y dejar de bajar a los refugios. El mejor es el de la catedral de la Santa Madre de Dios; el peor, cualquiera de esos agujeros húmedos donde las ratas campan a sus anchas entre colchones tirados en el suelo y trozos de carne trinchados sobre la llama azul de un hornillo de gas. Con los hombres en edad de combatir en el frente y las mujeres y los niños en Armenia, bajo tierra solo quedan los ancianos. Ángela los visita a diario con su cámara, muchas veces acompañando a alguno de los tres sacerdotes que ofician a domicilio a los últimos de Stepanakert. Ahora sabemos por qué algunas calles huelen a incienso a ciertas horas. La joven trabaja en un documental, «una especie de diario de lo que está pasando», aunque no sabe muy bien ni cómo ni cuando lo acabará. Esperará «hasta el final», porque lleva contando la historia de esta guerra desde el principio. Aquel 27 de septiembre se despertó con la intención de felicitar a una amiga por su cumpleaños, pero fue esta la que le dijo que la guerra había estallado en Nagorno Karabaj.

«Antes de colgar el teléfono ya habíamos tomado la decisión de venir hasta aquí juntas para ayudar como fuera», dice entre sorbos de una segunda taza de café soluble. También pesa el hecho de que su novio esté en el frente, aunque no sabe exactamente dónde. «A veces conseguimos hablar por teléfono. Me paso el día esperando noticias».

Los primeros días fueron los más duros. Los bombardeos eran incesantes, y aún más aterradores para alguien que no ha oído la explosión de una bomba en su vida. Pensó en volver a casa, pero aguantó porque no era la única en su situación: hay otros como ella, gente que llegó al infierno directamente desde la burbuja de confort que es el centro de Ereván. Como Karen Mirzoyan un reconocido fotógrafo que regenta una galería-centro cultural en la capital, o ese descomunal grafitero que es Areg Balayan. También nos los cruzamos a diario desde que llegamos. Balayan es hijo de una arquitecta que restauraba monasterios y uno de los fundadores del movimiento independentista karabají. Parece un joven de pelo prematuramente cano, pero ha cumplido ya los cuarenta. Tenía trece cuando sus padres abandonaron Ereván y se instalaron definitivamente en Stepanakert, en 1993. De entonces recuerda los estertores de aquella primera guerra que se zanjó con un acuerdo de paz en 1994. Dos años después se licenciaría en Veterinaria en Ereván, y volvería a Stepanakert en 2005 al poco de casarse, ya con la intención de quedarse. La vida no parecía depararle más sorpresas hasta que fue movilizado en 2016 durante la que se conoce como «la guerra de los cuatro días».

«Combatí e hice fotos, pero apenas dormí. Así es como recuerdo aquello», dice Balayan. Poco después expuso un trabajo en galerías de Ereván que fue reconocido con varios premios internacionales, y acabó quedándose en la capital. Hasta el pasado septiembre. Lleva toda la guerra sacando fotos, aunque Balayan es mucho más conocido por su blojiks: pueden ser burros, cabras, toros, ciervos… diseños tan sencillos como identificables que aparecen junto a cráteres en casas bombardeadas, señales de tráfico en carreteras impracticables, blindados que perdieron sus orugas o cohetes sin explotar. Balayan dice que cada blojik es un recordatorio del presente, «de que se está vivo aquí y ahora». 

Uno se lo tiene que repetir a sí mismo varias veces en la avenida Azatamartineri, esa en la que los maniquíes contemplan atónitos la desolación desde boutiques cerradas hace semanas. Ya solo hay perros dormitando en mitad de avenidas y rotondas, o desapareciendo entre montañas de hojarasca sin recoger. A veces buscan la compañía humana, pero nunca bajo el estruendo de los bombardeos: un estallido limpio cuando es «de salida», esos son «los nuestros». La sirena antiaérea solo salta cuando se oye el crujido del hormigón y retumban paredes y ventanas; cohetes Smerch, o Grad; obús o mortero, o vaya usted a saber, revientan contra bloques de viviendas o escuelas; o la tienda de muebles de Artsav Artsvabert; o en el centro comercial Sofía. O en el mismo mercado central de Stepanakert. En este último solo quedan dos puestos de verdura y un pequeño restaurante que sigue cocinando kebab a pocos metros de un cráter. Fue en esa cola donde conocimos a Karen Mirzoyan, el propietario de esa galería y centro cultural en el centro de Ereván. Le volveríamos a ver dos semanas más tarde en su local, justo la víspera de cerrar su negocio.

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Ángela Frangyan durante un raro momento de evasión. Foto: Karlos Zurutuza.

El final

El vacío ya es metástasis en los estantes de los dos únicos supermercados abiertos y hace días que falta la carne y la leche en las cámaras. Uno se acerca a diario a la pequeña tienda de comestibles de David Harutunyan, pero más por saludar que por otra cosa: ya solo quedan chucherías y las chocolatinas más caras. «No es que la tienda esté abierta, sino que vivimos aquí», nos dijo David el día que le conocimos. Su casa había estado en el quinto piso del mismo edificio hasta que fue destruida por un cohete. Afortunadamente, la pareja sí tenía abierta la tienda la tarde del impacto. Ángela pasa por aquí a menudo porque los Harutunyan también se han incorporado a los protagonistas de su proyecto de documental. Su final está ya cerca, y empieza a despejarse por un hospital protegido por sacos terreros al que se evacúa a los soldados, heridos o muertos. Se les saca de un Lada con prisas y gritos para que el conductor enfile por la carretera cuanto antes en busca de un nuevo compañero de viaje. Hemos contado más de cien en tan solo cuatro horas. Ángela ya estaba para cuando llegamos, y ahí se quedó cuando nos fuimos. La volvemos a encontrar en el cementerio justo enfrente del hospital al día siguiente. Los funerales suelen ser de doce a una del mediodía, a veces incluso antes, dependiendo de la prisa que las bombas le metan a uno. A veces es un visto y no visto; otras, una ceremonia en la que la sirena antiaérea no deja escuchar el sermón del sacerdote y despoja de toda solemnidad a la última despedida. 

Los teléfonos no funcionan, las carreteras no llevan a ninguna parte y la única luz en una noche sin luna brota de cajeros automáticos que hace días que no escupen dinero. Será a las tres en punto de la tarde del 7 de noviembre cuando se paren las agujas del reloj. «Estamos comenzando la evacuación. Diríjanse inmediatamente al centro de prensa», decía aquel mensaje de WhatssApp. Descubrimos que había más gente en Stepanakert de la que pensábamos: algunos salen por primera vez a la superficie en días, o semanas; muchos arrastran las mantas con las que se han protegido del frío y levantan la mano pidiendo ayuda para cruzar la calle, para llevar unas pocas bolsas con comida, o ropa. Una mujer corre calle arriba empujando la silla de ruedas de su padre; un adolescente se resigna al paso de su abuela y alguien coge uvas que crecen salvajes desde una veranda junto a un cráter. Desde la radio de algún coche suenan los Bee Gees.

Encontramos a Ángela en la avenida Tumanyan. Sigue grabando, pero esta vez es distinto: parece haberse olvidado de la cámara sobre su mano derecha y mira a su alrededor buscando respuestas. «¿Tenemos que irnos? ¿Creéis realmente que no hay otra opción?», pregunta, mientras Balayan le insiste en que suba a su coche. Vemos a Ángela dudar por primera vez, como si sintiera vértigo al ver que las piezas que ha ido juntando durante todo este tiempo encajaran en este mismo momento. Como si acabara de darse cuenta de que ella también es protagonista en su propia película. Y le cuesta abandonarla. 

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