Odio los superhéroes. Creo que son abominaciones. No tienen el significado que solían tener. En un principio estaban en manos de guionistas que ayudaban a expandir la imaginación de un público de nueve a trece años. Eso era precisamente lo que estaban pretendiendo hacer y lo hacían de forma excelente. Hoy en día, los cómics de superhéroes saben que realmente su audiencia no está entre los nueve y los trece, porque no tiene nada que hacer con ellos. En realidad su público está compuesto por gente de treinta, cuarenta, cincuenta o sesenta años, normalmente varones. Alguien acuñó el término «novela gráfica» y estos lectores se aferraron a él; tan solo estaban interesados en encontrar un modo de validar su amor por Linterna Verde o Spider-Man sin parecer emocionalmente subnormales.
Estas declaraciones lograron poner en ebullición las gónadas del fan duro del tebeo, ese estereotipo compuesto por más de cien kilos aprisionados en una camiseta de Dungeons and Dragons que entiende por comprar ropa nueva a la pareja sentimental el adquirir un par de guantes. Pero lo que resultaba más doloroso del discurso era descubrir que todos esos esputos provenían de la figura del guionista Alan Moore. Porque Moore, a pesar de su aspecto de Capitán Cavernícola arrollado por un camión, era un educadísimo caballero inglés autor de piezas indispensables de la historia del arte secuencial: La cosa del pantano, Batman: la broma asesina, V de vendetta, From Hell o la titánica Watchmen, ese relato de superhéroes sin poderes y con paredes salpicadas de pintadas que cuestionaban las virtudes de la gente que va por el mundo repartiendo justicia con criterios variables y objetos sólidos. El venerado escritor parecía un demente recién salido de un cubo de basura gritando delirios a los viandantes, pero lo que afirmaba tenía poco de locura.
Ni los pájaros visten capa, ni los aviones usan ropa interior, ni el peatón medio se preocupa mucho por las cosas que sobrevuelan la ciudad en un plano superior al suyo a no ser que se trate de un pájaro vaciando los interiores. Superman definiría el contorno del superhéroe y le regalaría el prefijo distintivo aunque ni siquiera era el primero que pisaba las ficciones populares: Hércules, Robin Hood o el Zorro habían regalado nudillos, conjuntado mallas y ondeado capas mucho tiempo atrás. Pero esa idea de superhombre contemporáneo resultaba enormemente atractiva para la sociedad, incluso a pesar de lo ridículo de contemplar a un adulto correteando con un atuendo que ofrecía la impresión de que el objetivo inmediato del individuo era localizar la carroza del carnaval de la que se había caído. Más preocupante resultaba el asimilar que estábamos hablando de dar el visto bueno a una persona que tiene la firme creencia de que los tribunales y el abogado defensor son elementos opcionales en la resolución de un crimen, y sobre todo a alguien que prefería sentenciar la pena haciendo uso del mecanismo jurídico conocido técnicamente como sus cojones morenos.
El increíble Phoenix Jones
Cuando el crepúsculo se derramaba sobre las calles de Seattle, los delincuentes, las mujeres de malvivir con oficinas en forma de canto y la gente en chándal que porteaba alfombras de las que sobresalían un par de pies tomaban las aceras convirtiendo las calles en un reinado del terror. Hasta que emergió de entre las sombras una figura enmascarada pidiendo el turno para unirse al baile. Enfundado en un intimidante traje de superhéroe negro y amarillo de esos que tienen especial interés en ser anatómicamente hiperbólicos, y con muchas ganas de pisotear al demonio del crimen, Phoenix Jones se presentaba en sociedad como el vigilante de los desamparados. El superhéroe batiría las aceras defenestrando villanos pero no afrontaría la tarea en solitario: un séquito de secundarios, capaces de dejar a Jar Jar Binks a la altura de Paul Newman por comparación, formaban una fila india a las espaldas del héroe y venían dispuestos a echar una mano o pasar el recogedor tras la tómbola de hostias. Se trataba de Thunder 88, Green Reaper, No Name, Penelope, Catastrophe, Thorn o Purple Reign entre muchos otros, aquella liga extraordinaria conocida universalmente como Rain City Superhero Movement.
Houdinis de la realidad
La edad de oro de los superhéroes se inicia a finales de los años treinta coincidiendo en el tiempo con un alemán tarado de vello facial indeciso que estaba jugando al Risk con el resto del planeta. La Segunda Guerra Mundial acompañó los primeros pasos de los superhéroes y vendió toneladas de Capitanes Marvel, detectives Batman, Supermanes, Wonder Womans y patriotas con banderas por escudo y alitas de Astérix en la cocorota. La comunidad estadounidense parecía encontrar una vía de escape al conflicto armado en las aventuras entintadas y lo demostraba devorando toneladas de pulpa en celulosa. Cuando la guerra llegó a su fin comenzó el declive de la moda superheroica, rematado por el inesperado éxito del libro Seduction of the Innocent, un estudio que aseguraba que la causa de la delincuencia juvenil era tanta viñeta a la hora de la merienda. Detrás de aquel texto se encontraba el tarado de Fredric Wertham, un psiquiatra manipulador que utilizaba técnicas tan profesionales como forzar a niños sodomitas a jurar que ese deseo de rellenar a otros infantes era culpa del homoerotismo implícito en las lujuriosas páginas de Batman y Robin.
Aquella etapa dorada de la historieta sería relevada por un renacer en forma de era de plata, ubicada entre mediados de los cincuenta y principios de los setenta. Y posteriormente por una era de bronce comprendida entre los primeros setenta y mediados de los ochenta. La etapa más cercana se conoce formalmente como «era moderna», presumiblemente porque bajar más en la escala de metales acabaría por acercar peligrosamente la denominación a la chatarrería. Y durante cada una de esas épocas el género se enorgullecía de su madurez e implicación social al arrimar el lomo conscientemente a los aspectos más oscuros de la sociedad. Las drogas, los abusos sexuales, las minorías y la política comenzarían a dejar de ser temas vetados para encontrar hueco en las páginas. Con la misma profundidad y tacto con la que lo haría un programa vespertino con tertulianas cuya menopausia había sido documentada en pergaminos.
El asombroso Geist
Camuflado en las profundidades sureñas de Minnesota, un misterioso fantasma contempla el infinito desde una atalaya a través de sus gafas de sol. Algunos han comenzado a denominar a ese ser legendario el Vaquero Esmeralda, pero el enigmático personaje prefiere que la gente se dirija a él por su nombre de guerra: Geist. Una bandana, un sombrero de cowboy, un abrigo verde y un par de brazales ayudan a proteger la verdadera identidad de este benefactor de la raza humana que, para combatir el mal, se sirve de granadas de humo, pistolas aturdidoras y la indudable elasticidad gimnástica que se le intuye a un varón blanco cuarentón enfundado en esa gilipollez de traje. Geist patrulla las calles de la urbe pero ante todo está plenamente concienciado con la sociedad: su rutina heroica incluye borrar grafitis de esvásticas y visitar cualquier tipo de centro social que ayude a los desfavorecidos para echar una mano, sin quitarse la máscara ni el uniforme.
Que me traigan un niño de cuatro años
El error del cómic de superhéroes va más allá del obvio atentado estético, y se centra en su perseverante incapacidad para hacer avanzar la propuesta inicial. De hecho el género nunca se ha molestado en sacudirse del todo aquellas incoherencias infantiles que hacen que cualquier adulto se pregunte por qué Thor va por ahí con un casco si en esencia es inmortal, frunza el ceño cuando lea la justificación que permite a un invidente como Daredevil combinar colores a la hora de tejerse el vestuario o no pueda evitar la risa cuando descubra que entre los poderes estrella de Superman en algún momento se incluyó la superventriloquía. El mayor problema de un género en el que todos los personajes piensan en voz alta continuamente es que su propia base, si bien se antojaba inocente y encantadora en su origen, ya empezó a resultar cansina durante los primeros treinta años de repetición.
Existen honorables excepciones de la mano de guionistas virtuosos, pero en general el tebeo de pijamas se ha estancado en condenar a sus protagonistas a una vida eterna, estirada y agonizante, convirtiendo su existencia en un limbo salpicado por reseteos continuos, supuestos giros de guion que en la mayoría de los casos implican llevarse por delante a algún ser querido, inabarcables universos paralelos y personajes fundamentales que fenecen entre bombos y platillos para ser resucitados con trucos de prestidigitador barato. Incluso el medio se ha esforzado por llevar esta tendencia zombificadora más allá de las páginas: en un momento dado Marvel planeó resucitar a Lady Di para otorgarle poderes mutantes en una obra que iba a llevar el descacharrante título de Di another day, hasta que alguien decidió echar el freno tras caer en la cuenta de que aquello iba convertir en aspersores de té a los residentes del palacio de Buckingham. El cómic de superhéroes siempre ha sido en esencia el equivalente al culebrón clásico.
La extraordinaria Terrifica
La leyenda tallada en los retretes más asquerosos de la escena de nightclubbing neoyorquina explica que en un pasado cercano una superheroína de capa generosa, vestida de rojo y apuntalada con un sujetador dorado recorría las esquinas de cada antro ofreciendo ayuda a las damiselas indefensas y ebrias que estaban a punto de ser engañadas por los depredadores sexuales. Terrifica elevaba el cockblock a la categoría de deporte de riesgo al asaltar a parejas que flirteaban en las barras, e introducirse en fiestas de fraternidades universitarias y celebraciones de yuppies de Wall Street tratando de evitar que las mujeres borrachas decidieran enterrarse esa noche entre las sábanas de hombres borrachos sin pensar demasiado en las consecuencias, algo que por lo general la gente prefiere evitar hacer después de haberse bebido a morro hasta el contenido de las regaderas del local. Terrifica es el alter ego cosplayer de una joven llamada Sarah y los argumentos que esgrimía, en una entrevista concedida a ABC News, para justificar su empresa parecían legítimos y respetables: «Quiero hacer comprender a las mujeres que no necesitan de un hombre para sentirse realizadas», hasta que dejaban de serlo al equivocarse por completo: «Las mujeres son seres frágiles, fácilmente manipulables y necesitan de alguien que las proteja de sí mismas y por supuesto de los hombres». «La gente es más feliz cuando está sola, viviendo vidas solitarias», sentenciaría ahogándose definitivamente en el reverso tenebroso de la figura heroica que tiene una batidora en el cerebro.
Mujeres en el frigorífico
A Gail Simone, guionista de cómics y fanática del medio, se le arrugaba el útero cada vez que observaba cómo los personajes femeninos que se deslizaban por las viñetas parecían estar condenados por la estadística a destinos realmente jodidos. En el fondo un medio como el del tebeo nunca había sido demasiado amable con el género femenino porque en realidad la mayor parte de la audiencia potencial era gente que podía utilizar su propio cuerpo como calculadora lírica para contar rimando hasta veintitrés. Y la propia historia del cómic lamentablemente dejaba esto bien claro: el despotismo con el que en ocasiones Reed Richards, líder de Los Cuatro Fantásticos, trataba a su compañera sentimental Susan Storm parecía insinuar que el único objetivo por el cual el científico había decidido casarse con la Mujer Invisible era para tener a alguien a mano que al traerle las cervezas no le tapara la televisión. Simone descubrió que un notable porcentaje de superheroínas acababan ejerciendo como espoleta de la catástrofe en manos de unos sádicos guionistas que las vilipendiaban, vejaban, troceaban, asesinaban y encerraban en el frigorífico con el único objetivo de que el héroe masculino las descubriese a la hora de ir a por las natillas para acabar merendando el dolor y agonía característicos del oficio. Y entonces Simone montó la web Women in Refrigerators, un sencillo alojamiento digital donde a modo de denuncia se enumeraba en una larga lista a todos aquellos personajes femeninos con superhabilidades que habían sido pisoteadas a favor del arco argumental del protagonista con pito durante la historia del cómic. El nombre de la web surgía de un ejemplo directo de lo denunciado (una historieta de Linterna Verde con una nevera como ataúd) pero acabaría convirtiéndose en una expresión por derecho propio.
Los Reales
Phoenix Jones, Geist y Terrifica no son creaciones de tinta. En realidad se agrupan bajo la etiqueta de Real Life Superheroes, un fenómeno fandom cuyos miembros gustan de ser llamados los Reales y que está compuesto por gente corriente sin poderes extraordinarios a la vista, pero con la necesidad de embutirse en atuendos de dibujo animado para salir a otear las calles en busca de indicios de delincuencia. Phoenix Jones es en realidad un luchador de MMA que documenta todas sus patrullas nocturnas en Twitter sazonándolas con vídeos más cercanos a The Blair Witch Project que a la épica fanfarria de Los Vengadores, Geist es un hombre que vendió su colección de cómics para costearse la transformación en un personaje de los mismos y que regularmente alimenta su canal de YouTube con consejos para la sociedad. Terrifica es una chica a la que una ruptura la dejó tan hecha polvo que decidió crearse una identidad vengadora con la que recorrer los ambientes nocturnos saboteando encuentros amorosos ajenos con la ayuda de un cinturón de herramientas que incluía condones para regalar, spray de pimienta, lápiz de labios y un paquete de Smarties. También es uno de los escasos real life superheroes que tiene una némesis en el mundo real: el Señor Fantástico, un supuesto exromance de la heroína que asegura no recordar haberla conocido.
A lo largo del globo hay más de trescientas personas que ejercen como real life superheroes, hijos de la cultura popular con corazón noble pero pensamiento inconsistente. En 2007, bajo la agrupación Superheroes Anonymous, se planteó una quedada masiva en Times Square a la que finalmente acudieron doce personas tras mucho debatir si aquello no sería una estratagema de algún supervillano de la vida real. Este es el legado que deja el héroe del cómic a la humanidad: gente que considera que lo más tranquilizador que alguien puede encontrarse durante una madrugada solitaria es a un grupo muy sonriente de personas enmascaradas.
Recuerdo hace años haber visto un reportaje en una web de noticia sobre Shadow Hare, perteneciente a los Reales esos.
Ayudaba a ancianas e incluso había evitado un hurto. Tenía su propio batmovil (un segway).
La fascinación que sentí por tal personaje fue cautivadora y me duró una semana, aproximadamente.
Qué gran oportunidad perdida para citar a Kick Ass, meta-real Hero por excelencia
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